Fotografía referente al Puerto de la Cruz década de los cincuenta del siglo XX. Playa
Martiánez y Caseta de Don Antonio Castro.
Terraza de la playa de Martiánez y Caseta de Don Antonio Castro del Puerto de la Cruz
al final de la década de los años cincuenta, observamos estacionada a la
izquierda haciéndole sombra los recordados tarajales, el Automóvil – Rubia
color gris del convecino de la calle El Calvario de la Villa de La Orotava José
Arencibia Parra, que bajaba todas las tardes de aquellos calurosos mes de
agosto con su madre y con todos sus sobrinos.
Pepe Arencibia que vivía dos casa por debajo de la mía las dos ya son
topónimos de la mal renovada calle El Calvario, solía bajar a Martiánez en su
propio automóvil, lo que me producían celos pues mi familia encabezada casi
siempre por la tía Consuelo (mi segunda madre), teníamos que bajar en la
Guagua, de las 16 horas que transitaba por la carretera del Botánico y nos
llevaba directamente a Martiánez o la de las 16 y 30 minutos que hacía su
recorrido por Las Arenas y también no dejaba en Martiánez. Polémica y muy amena
era la subida de Martiánez a La Orotava, haciendo cola a partir de las seis de
la tarde en la esquina de la antigua piscina de Martiánez (conocida por la
piscina vieja) con el paseo de Las Palmeras.
Hay que recordar que en la década de los años cincuenta del siglo XX, la
época de mi infancia, de la bajada en la época del estío a Martiánez. Las gentes
pudientes que bajaban de la Villa y de otros lugares se colocaban en la derecha
del Charco La Soga, la de clase media en las mediaciones del citado Charco y
las de clase baja en las mediaciones del recordado Charco de La Coronela, la
diferencia estaba en la construcción de sus casetas playeras, las pudientes la
fabricaban con madera de calidad y noble, la de la clase media en madera
sencilla, y la de la clase baja, siempre utilizaban la caña y la tela de sacos
de harinas. Las mayorías de las casetas se guardaban en la trasera de los
Guachinches del orotavense Agustín o del portuense Felipe donde el buen vino,
el pescado y cefalópodos frescos del Puerto de la Cruz eran evidentes.
Esta caseta bazar que vemos a la derecha era el único bazar que entonces existía
en la Playa Portuense, vendían salvavidas de plásticos y gafas submarinas,
siempre diciéndole a mi pobre tía Consuelo que quería unas gafas submarinas,
era la ilusión de un niño de siete años, pero la economía de la menesterosa tía
no daba para más y todo se quedó en una leyenda o un cuento de aquellas
recordadas lecturas infantiles.
BRUNO JUAN ÁLVAREZ ABRÉU
PROFESOR MERCANTIL
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