El amigo de la ciudad de Tacoronte; NICOLÁS PÉREZ GARCÍA. Remitió
entonces (1/11/2014) estas notas. Que tituló “CRÓNICA
DEL CEMENTERIO, VIGILIA DE LOS RECUERDOS”: “…Es un hecho conocido que antiguamente los enterramientos
tenían lugar en el interior de iglesias y ermitas hasta que la evolución, que
en realidad es el devenir de la sociedad y su circunstancia histórica, cambió
las cosas. Nos referimos a los últimos años del siglo XVIII y primeros del XIX,
cuando los pueblos eran pequeños y su ritmo demográfico poco significativo,
pero en adelante el crecimiento vecinal hizo que se hacinaran las tumbas dentro
de los templos y los problemas sanitarios aceleraran la adopción de nuevas
medidas. En nuestro país reinaba Carlos III cuando promulgó una real cédula el
3 de abril de 1787, ordenando que se enterrara fuera de las iglesias y en sitio
despoblado, cosa que los vecinos no vieron con buenos ojos al creer que los
difuntos no alcanzarían el reino de Dios sepultados fuera de lugar sagrado.
Tampoco lo aceptaron de buena gana los clericales ya que la nueva ordenanza les
privaba de las prebendas y obvenciones que recibían por las sepulturas e
inhumaciones.
Durante el gobierno del rey intruso, José Bonaparte, se ratificó
lo ordenado por Carlos III, pero cuando Fernando VII recuperó el trono en 1812,
hizo caso omiso a las leyes anteriores y las cosas quedaron como estaban. De
todas formas, a comienzos del siglo XIX nacieron algunos cementerios, y ya por
1830 era obligado disponer en cada pueblo de un camposanto alejado de los
núcleos poblados y en lugar ventilado, ya que las iglesias estaban saturadas y
se temían epidemias. El ayuntamiento de Tacoronte tuvo conocimiento de la real
cédula en 1814, con 27 años de retraso, puesto que el Cabildo de la Isla (La
Laguna) no la había circulado en su tiempo. Llegado el momento y en aras al
cumplimiento de la ley, las autoridades tacoronteras eligieron un trozo de
terreno de nueve celemines en la Hoya Machado, que se estimaba suficiente.
Pasaron los años y por ellos una situación política accidentada,
habitual en casi todo el decimonono. Durante el Trienio Liberal, año 1821, se
retomó el asunto y se negoció la compra del terreno designado a su propietario,
Lorenzo Machado, de La Orotava. También se barajó otro sitio en la huerta
trasera del convento de San Agustín, que había sido suprimido por el Gobierno,
pero todo quedó en nada al recuperar nuevamente la corona Fernando VII,
empeñado en derogar las leyes de sus oponentes.
Finalmente, el pueblo de Tacoronte tiene cementerio en 1835, la
pequeña parcela elegida en la Hoya Machado cercana a la iglesia matriz de Santa
Catalina. Fue el día cuatro de mayo de dicho año cuando el párroco don Rafael
José Bacallado García Oliva procedió a su bendición a las cuatro de la tarde,
estando presentes el alcalde Antonio Felipe Dorta y su corporación, clero,
prior del convento agustino, hermandades y algunos vecinos. Acabada la
ceremonia se depositó el primer cadáver bajo tierra, cuya identidad consta en
algún legajo no encontrado hasta ahora. Como era usual en casi todas las obras
de tipo común en el pueblo, se sacaron cientos de fanegas de trigo del Pósito
para la compra del solar y trabajos iniciales del cementerio. También se recurre
a las prestaciones personales: al menos 34 vecinos fueron requeridos para el
transporte de arena con sus bestias de carga.
Realmente, el terreno señalado fue expropiado a la familia
Machado, que cobró por él unos 220 reales (once duros de entonces), cuya escritura
debió firmarse en 1837. Luego, la construcción del cementerio atraviesa por
dificultades de tipo económico que se suscitan entre la fábrica parroquial y la
municipalidad. Por parte de la comunidad religiosa, el párroco pidió dinero
prestado a algunas personas con el propósito de reintegrarles con las 100
fanegas de trigo prometidas del Pósito, asunto no exento de problemas debido a
incumplimientos. En los años posteriores surgen desavenencias entre la
autoridad eclesiástica y gubernativa al disputarse la titularidad del
cementerio, y aunque la cuestión no queda muy clara es el Ayuntamiento el que
se lleva el gato al agua. Por 1876 se habla de ampliar la superficie útil del
mismo.
En 1885 el Ayuntamiento consigna 3.000 pesetas para la obra del
cementerio; en 1886 consta que es municipal y que mide 13 áreas 12 centiáreas.
En 1900, el vecino Matías Quesada hace presente a la Corporación la
imposibilidad de enterrar más cadáveres por falta de sitio, y propone como
solución eliminar muchos de los árboles del recinto para tener mayor espacio
disponible. La propuesta se da por válida, se arrancan los árboles y se subasta
la madera. En el inventario del patrimonio municipal de 1923 figura el
cementerio con un valor de 6.050 pesetas.
En la referida década de los años veinte, el cementerio sufre
complicaciones debido al deterioro y desorden por abandono y falta de obras, de
tal forma que la autoridad gubernativa se plantea clausurarlo salvo que se
dotara de los elementos esenciales. La gravedad es evidente y la sensibilidad
se hace patente en toda la población, pero la inestabilidad política no es buen
caldo de cultivo para solucionar el problema. Es en 1933 cuando interviene
nuevamente don José Domínguez Ramos (1845-1940), ex presidente de la antigua
Diputación de Canarias, ex alcalde de Tacoronte en varias etapas, persona muy
influyente de su tiempo tanto a nivel insular como en la capital de la nación.
Ya cargado en años, casi nonagenario, contribuye decisivamente en el murado del
cementerio y en la dotación de estructuras básicas para su cometido y
finalidad. La población de Tacoronte rondaría los 6.500 habitantes.
Con el paso de los años y las exigencias que plantea un
municipio creciente, el cementerio de Tacoronte llega a convertirse en un lugar
bien cuidado y con unas instalaciones adecuadas, siendo merecedor de elogios
por la buena disposición de sus elementos. Tal como es la postrera morada de
tantos, por otra parte anima el semblante que presenta todo el año,
especialmente en los días que rodean la conmemoración de los fieles difuntos.
Los ciudadanos de Tacoronte y los deudos que tienen aquí sus recuerdos
familiares, han adquirido el buen hábito de adornar profusamente las tumbas y
nichos de los seres queridos, de manera que todo el conjunto refleja un excelente
aspecto con la esmerada jardinería del recinto. Por su parte, el Ayuntamiento
siempre le ha dispensado una atención especial.
Tacoronte ha sido —y lo sigue siendo— lugar de paso entre
diferentes latitudes del norte de la Isla, cualidad secular que en cierto modo
le ha conferido carácter, por ello, los que duermen su otra existencia en el
cementerio son de diversa condición y procedencia, lo cual genera una multitud
de visitantes en los primeros días del mes de noviembre, cuando las tumbas a
ras de tierra, panteones y nichos lucen un admirable entorno floral. Mucha
gente que viene a rendir su particular homenaje a los ausentes puede sentir que
las almas de los suyos reposan con la sensación de que se encuentran bien
atendidas, al menos en la superficialidad de lo que se observa. Tacoronte puede
sentirse orgulloso de la belleza que proviene de la naturaleza, de su campiña
singular, pero también lo puede estar de su necrópolis, que se enmarca en el
triángulo histórico-artístico de la ciudad, muy próxima a la iglesia matriz de
Santa Catalina, en la histórica calle del Calvario.
Bajo el mandato de Hermógenes Pérez Acosta, en los últimos
lustros se han realizado importantes mejoras en el cementerio municipal,
añadiéndose a ello un ambicioso proyecto de ampliación ante la preocupante
escasez de espacio existente. Entre 1997 y 2002 se han construido más de 500
nichos y un largo centenar de osarios. El mejoramiento incluye nuevas
jardineras, canalización de aguas, dotación de inmobiliario y acondicionamiento
del depósito de material. Después de negociaciones con propietarios
colindantes, en el año 2006 la Corporación adquiere 4.500 metros
cuadrados de terreno que se unen a los 6.045 actuales.
El proyecto global contempla la construcción de 2.000 nichos, 80 plazas de
aparcamiento, cuatro salas velatorio, un crematorio, cafetería, capilla y
amplios paseos interiores. De hecho, la primera fase que afecta a una parcela
de 1.600 metros
cuadrados se inauguró a finales de octubre de 2008.
En un cementerio se puede observar toda una teoría de
sentimientos y emociones humanas al pie de la última morada. La definitiva
paletada de tierra o el sellado de la losa del nicho son imágenes imborrables
para los que sienten la pena y la tristeza en toda su dimensión. Es un instante
que queda grabado, y todavía siendo esperado el momento fatídico, cuando éste
llega no existe más consuelo que la íntima reflexión de un silencio que divaga
por la vida del que se va para siempre. La sobria compañía de los allegados
justifica el designio del destino, un destino común que no conoce excepción
entre los mortales. En esos momentos culminantes del último adiós pocos pueden
reprimir la congoja y el consuelo, y es cuando, paradójicamente, se piensa
mucho en sí mismo hurgando en el propio Apocalipsis.
Sin embargo, al margen del intimismo personal de cada uno, en un
cementerio se dan otras escenas de variada índole. Es esa alegría hueca que
traduce el bien dejado en el mundo terrenal, el romanticismo que se desvanece
para renacer con nuevos bríos, la continuidad de la obra quebrada por el triste
desenlace, la renovación de una secuencia vivencial, incluso la solución de
viejos problemas y el nacimiento de otros nuevos. Cuántas panorámicas
existenciales emergen después del último día… para los que permanecen, para los
que quedan tejiendo lo que va a ser el mañana, siempre el mañana, la
perspectiva anhelada en todo momento.
En un sentido lato, todos los cementerios son iguales, pero en
cada lugar el común de la gente distingue cosas diferentes, detalles que
revelan conceptos distintos, preceptos y costumbres heredados que tardan en
desaparecer. Un camposanto sigue siendo un lugar muy especial, de reencuentro
con el ayer, de repaso a la memoria, de evocación y respeto por algo tan
sublime pese al fondo escatológico y terrenal. En él yace una comunidad
singular plena de ejemplos y modelos que llegan a impregnarse en la existencia
de los vivos. Nadie que entre en un cementerio puede sentir escepticismo o
incredulidad aunque ría para sus adentros. Belleza, dolor y drama forman parte
de la vida misma, y todo el que emprende el último viaje sin retorno se lleva
el bien y el mal, sin término medio, dejando en el camino muchas hojas en
blanco por escribir. Ignorar la realidad no sirve de nada, aunque a veces parezca
mejor sentirse como un niño, que no sabe nada de su inocencia…”
BRUNO JUAN ÁLVAREZ ABRÉU
PROFESOR MERCANTIL
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