miércoles, 1 de noviembre de 2017

CRÓNICA DEL CEMENTERIO, VIGILIA DE LOS RECUERDOS



El amigo de la ciudad de Tacoronte; NICOLÁS PÉREZ GARCÍA. Remitió entonces (1/11/2014) estas notas. Que tituló “CRÓNICA DEL CEMENTERIO, VIGILIA DE LOS RECUERDOS”: “…Es un hecho conocido que antiguamente los enterramientos tenían lugar en el interior de iglesias y ermitas hasta que la evolución, que en realidad es el devenir de la sociedad y su circunstancia histórica, cambió las cosas. Nos referimos a los últimos años del siglo XVIII y primeros del XIX, cuando los pueblos eran pequeños y su ritmo demográfico poco significativo, pero en adelante el crecimiento vecinal hizo que se hacinaran las tumbas dentro de los templos y los problemas sanitarios aceleraran la adopción de nuevas medidas. En nuestro país reinaba Carlos III cuando promulgó una real cédula el 3 de abril de 1787, ordenando que se enterrara fuera de las iglesias y en sitio despoblado, cosa que los vecinos no vieron con buenos ojos al creer que los difuntos no alcanzarían el reino de Dios sepultados fuera de lugar sagrado. Tampoco lo aceptaron de buena gana los clericales ya que la nueva ordenanza les privaba de las prebendas y obvenciones que recibían por las sepulturas e inhumaciones.
Durante el gobierno del rey intruso, José Bonaparte, se ratificó lo ordenado por Carlos III, pero cuando Fernando VII recuperó el trono en 1812, hizo caso omiso a las leyes anteriores y las cosas quedaron como estaban. De todas formas, a comienzos del siglo XIX nacieron algunos cementerios, y ya por 1830 era obligado disponer en cada pueblo de un camposanto alejado de los núcleos poblados y en lugar ventilado, ya que las iglesias estaban saturadas y se temían epidemias. El ayuntamiento de Tacoronte tuvo conocimiento de la real cédula en 1814, con 27 años de retraso, puesto que el Cabildo de la Isla (La Laguna) no la había circulado en su tiempo. Llegado el momento y en aras al cumplimiento de la ley, las autoridades tacoronteras eligieron un trozo de terreno de nueve celemines en la Hoya Machado, que se estimaba suficiente.
Pasaron los años y por ellos una situación política accidentada, habitual en casi todo el decimonono. Durante el Trienio Liberal, año 1821, se retomó el asunto y se negoció la compra del terreno designado a su propietario, Lorenzo Machado, de La Orotava. También se barajó otro sitio en la huerta trasera del convento de San Agustín, que había sido suprimido por el Gobierno, pero todo quedó en nada al recuperar nuevamente la corona Fernando VII, empeñado en derogar las leyes de sus oponentes.
Finalmente, el pueblo de Tacoronte tiene cementerio en 1835, la pequeña parcela elegida en la Hoya Machado cercana a la iglesia matriz de Santa Catalina. Fue el día cuatro de mayo de dicho año cuando el párroco don Rafael José Bacallado García Oliva procedió a su bendición a las cuatro de la tarde, estando presentes el alcalde Antonio Felipe Dorta y su corporación, clero, prior del convento agustino, hermandades y algunos vecinos. Acabada la ceremonia se depositó el primer cadáver bajo tierra, cuya identidad consta en algún legajo no encontrado hasta ahora. Como era usual en casi todas las obras de tipo común en el pueblo, se sacaron cientos de fanegas de trigo del Pósito para la compra del solar y trabajos iniciales del cementerio. También se recurre a las prestaciones personales: al menos 34 vecinos fueron requeridos para el transporte de arena con sus bestias de carga.
Realmente, el terreno señalado fue expropiado a la familia Machado, que cobró por él unos 220 reales (once duros de entonces), cuya escritura debió firmarse en 1837. Luego, la construcción del cementerio atraviesa por dificultades de tipo económico que se suscitan entre la fábrica parroquial y la municipalidad. Por parte de la comunidad religiosa, el párroco pidió dinero prestado a algunas personas con el propósito de reintegrarles con las 100 fanegas de trigo prometidas del Pósito, asunto no exento de problemas debido a incumplimientos. En los años posteriores surgen desavenencias entre la autoridad eclesiástica y gubernativa al disputarse la titularidad del cementerio, y aunque la cuestión no queda muy clara es el Ayuntamiento el que se lleva el gato al agua. Por 1876 se habla de ampliar la superficie útil del mismo.          
En 1885 el Ayuntamiento consigna 3.000 pesetas para la obra del cementerio; en 1886 consta que es municipal y que mide 13 áreas 12 centiáreas. En 1900, el vecino Matías Quesada hace presente a la Corporación la imposibilidad de enterrar más cadáveres por falta de sitio, y propone como solución eliminar muchos de los árboles del recinto para tener mayor espacio disponible. La propuesta se da por válida, se arrancan los árboles y se subasta la madera. En el inventario del patrimonio municipal de 1923 figura el cementerio con un valor de 6.050 pesetas.           
En la referida década de los años veinte, el cementerio sufre complicaciones debido al deterioro y desorden por abandono y falta de obras, de tal forma que la autoridad gubernativa se plantea clausurarlo salvo que se dotara de los elementos esenciales. La gravedad es evidente y la sensibilidad se hace patente en toda la población, pero la inestabilidad política no es buen caldo de cultivo para solucionar el problema. Es en 1933 cuando interviene nuevamente don José Domínguez Ramos (1845-1940), ex presidente de la antigua Diputación de Canarias, ex alcalde de Tacoronte en varias etapas, persona muy influyente de su tiempo tanto a nivel insular como en la capital de la nación. Ya cargado en años, casi nonagenario, contribuye decisivamente en el murado del cementerio y en la dotación de estructuras básicas para su cometido y finalidad. La población de Tacoronte rondaría los 6.500 habitantes.   
Con el paso de los años y las exigencias que plantea un municipio creciente, el cementerio de Tacoronte llega a convertirse en un lugar bien cuidado y con unas instalaciones adecuadas, siendo merecedor de elogios por la buena disposición de sus elementos. Tal como es la postrera morada de tantos, por otra parte anima el semblante que presenta todo el año, especialmente en los días que rodean la conmemoración de los fieles difuntos. Los ciudadanos de Tacoronte y los deudos que tienen aquí sus recuerdos familiares, han adquirido el buen hábito de adornar profusamente las tumbas y nichos de los seres queridos, de manera que todo el conjunto refleja un excelente aspecto con la esmerada jardinería del recinto. Por su parte, el Ayuntamiento siempre le ha dispensado una atención especial.
Tacoronte ha sido —y lo sigue siendo— lugar de paso entre diferentes latitudes del norte de la Isla, cualidad secular que en cierto modo le ha conferido carácter, por ello, los que duermen su otra existencia en el cementerio son de diversa condición y procedencia, lo cual genera una multitud de visitantes en los primeros días del mes de noviembre, cuando las tumbas a ras de tierra, panteones y nichos lucen un admirable entorno floral. Mucha gente que viene a rendir su particular homenaje a los ausentes puede sentir que las almas de los suyos reposan con la sensación de que se encuentran bien atendidas, al menos en la superficialidad de lo que se observa. Tacoronte puede sentirse orgulloso de la belleza que proviene de la naturaleza, de su campiña singular, pero también lo puede estar de su necrópolis, que se enmarca en el triángulo histórico-artístico de la ciudad, muy próxima a la iglesia matriz de Santa Catalina, en la histórica calle del Calvario. 
Bajo el mandato de Hermógenes Pérez Acosta, en los últimos lustros se han realizado importantes mejoras en el cementerio municipal, añadiéndose a ello un ambicioso proyecto de ampliación ante la preocupante escasez de espacio existente. Entre 1997 y 2002 se han construido más de 500 nichos y un largo centenar de osarios. El mejoramiento incluye nuevas jardineras, canalización de aguas, dotación de inmobiliario y acondicionamiento del depósito de material. Después de negociaciones con propietarios colindantes, en el año 2006 la Corporación adquiere 4.500 metros cuadrados de terreno que se unen a los 6.045 actuales. El proyecto global contempla la construcción de 2.000 nichos, 80 plazas de aparcamiento, cuatro salas velatorio, un crematorio, cafetería, capilla y amplios paseos interiores. De hecho, la primera fase que afecta a una parcela de 1.600 metros cuadrados se inauguró a finales de octubre de 2008.
En un cementerio se puede observar toda una teoría de sentimientos y emociones humanas al pie de la última morada. La definitiva paletada de tierra o el sellado de la losa del nicho son imágenes imborrables para los que sienten la pena y la tristeza en toda su dimensión. Es un instante que queda grabado, y todavía siendo esperado el momento fatídico, cuando éste llega no existe más consuelo que la íntima reflexión de un silencio que divaga por la vida del que se va para siempre. La sobria compañía de los allegados justifica el designio del destino, un destino común que no conoce excepción entre los mortales. En esos momentos culminantes del último adiós pocos pueden reprimir la congoja y el consuelo, y es cuando, paradójicamente, se piensa mucho en sí mismo hurgando en el propio Apocalipsis.
Sin embargo, al margen del intimismo personal de cada uno, en un cementerio se dan otras escenas de variada índole. Es esa alegría hueca que traduce el bien dejado en el mundo terrenal, el romanticismo que se desvanece para renacer con nuevos bríos, la continuidad de la obra quebrada por el triste desenlace, la renovación de una secuencia vivencial, incluso la solución de viejos problemas y el nacimiento de otros nuevos. Cuántas panorámicas existenciales emergen después del último día… para los que permanecen, para los que quedan tejiendo lo que va a ser el mañana, siempre el mañana, la perspectiva anhelada en todo momento.
En un sentido lato, todos los cementerios son iguales, pero en cada lugar el común de la gente distingue cosas diferentes, detalles que revelan conceptos distintos, preceptos y costumbres heredados que tardan en desaparecer. Un camposanto sigue siendo un lugar muy especial, de reencuentro con el ayer, de repaso a la memoria, de evocación y respeto por algo tan sublime pese al fondo escatológico y terrenal. En él yace una comunidad singular plena de ejemplos y modelos que llegan a impregnarse en la existencia de los vivos. Nadie que entre en un cementerio puede sentir escepticismo o incredulidad aunque ría para sus adentros. Belleza, dolor y drama forman parte de la vida misma, y todo el que emprende el último viaje sin retorno se lleva el bien y el mal, sin término medio, dejando en el camino muchas hojas en blanco por escribir. Ignorar la realidad no sirve de nada, aunque a veces parezca mejor sentirse como un niño, que no sabe nada de su inocencia…”

BRUNO JUAN ÁLVAREZ ABRÉU
PROFESOR MERCANTIL

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