miércoles, 5 de enero de 2022

LA RECOVA

Fotografía de mi colección particular referente a vista parcial del claustro del convento de San Nicolás, donde durante varias décadas se instaló la Recova municipal de la Villa de La Orotava.

 

En el muro del FACEBOOK del amigo de la Villa de La Orotava JESÚS ROCÍO RAMOS, aparece un magnífico y extraordinario trabajo suyo que comparto con su permiso, adaptado por ÁNGELA PÉREZ ROCÍO, que se titula “LA RECOVA”, referente a recuerdos de su infancia, y de su adolescencia: “…En mi comentario de hoy voy a recordar cómo era la recova en La Orotava. En mi adolescencia, al ser el más pequeño de los barones me tocaba ser el niño de los mandados. Por aquel tiempo, a mi padre le descubrieron que era diabético y mi madre me mandaba a comprar las verduras y la carne, porque en aquel tiempo, estaba seguro que las encontraría en el puesto que tenía Jerónima, su hermana Isabel y su marido Celestino. De Jerónima, tengo un simpático recuerdo.

Un día mi madre me mandó por un kilo de bubangos pequeños, y me dijo que no tenía, pero que fuera a la venta de Doña Eusebia, que estaba detrás de la iglesia, y que ella sí tenía, que iba de parte de ella. Así lo hice, le toque y salió, y le pedí lo que quería. Ella me dijo que sí, y llamando a sus hijos pequeños, me dijo que si los quería más chicos. Yo me marché enfadado. Cuando llegué a mi casa y se lo conté a mi madre, fue una fiesta. Mi madre riendo, me comentó que a ellos les llamaban “los bubangos”, y cuando Doña Eusebia me veía, riendo siempre me lo recordaba.

A la entrada de la recova, te encontrabas con un hermoso patio, en el medio un chorro y tanto a la izquierda como a la derecha, estaban dos pollos grandes azulejados, donde tenían los puestos las pescadoras que se llamaban Felipa y su hija Amelia, Josefina y su hija Tita, Carmen, Rosario, Bernarda, Australia, Sixta y Felipa, esta última cantaba no solo allí, sino por todas las calles. Las conocí a todas ellas, porque cuando me veían entrar sin yo ir a comprar pescado, se lo mandaban a mi madre. En un local a la izquierda, que daba a la calle, estaba la carnicería de Don Pancho y sus hijos Santiago y Paco. Seguía un local, donde despachaban las papas, las vaciaban en el suelo y con una pala las despachaban como salieran; partidas, podridas y con tierra. Te las pesaban y a la cereta. Yo nunca las compre, era el encargado Manuel Patrón y su empleado Manolo Linares, que después fue empleado de los Molinas. También Sixto, siempre custodiado por Don José Antonio, el guardia. Le seguía otro local destinado para los servicios del veterinario, que en aquel entonces era Don Rafael Pinilla y el que cobraba los arbitrios, era Vicente Lucas, a la derecha estaba la vivienda de Doña Flora, con sus hijos Marcelino, su hija Lola y su hijo pequeño Tomas. Le seguían cuatro carnicerías. En primer lugar estaba la de Domingo Ojeda, con sus hijos Mariano y Domingo. En segundo lugar la de Gabriel “el pelado'', que yo la conocí como “Carnicería de carne de cochino”, posiblemente tendría de res. Nosotros éramos clientes. Mi madre compraba semanalmente muchos kilos de tocino, costillas y sus inigualables chorizos. Tengo que confesar que nos daba siempre lo mejor y que alguna vez nos obsequiaba con unos chicharrones exquisitos. Y la tercer y cuarta carnicería, eran la de Fefe y más tarde la de Don Manuel. Recuerdo una carnicería que le decía a la gente que ya no le quedaba carne, y de una forma descarada, ver a las sirvientas de los señoritos salir con la cesta llena, que se la reservaban. Cuando llegaba alguien al mostrador para comprar, le preguntaban que quien estaba enfermo en la casa.

Nadie podía vender en las calles. Venían vendiendo higos de leche y de pico. Las mujeres con aquellas cestas en la cabeza desde La Victoria y las mandaban a la recova hasta la hora de salida, que era a las once de la mañana. Algunas veces a las lecheras Tomasa, Gloria, Otilia, Cresencia, África, Lourdes y Lala que le llevaban la leche a mi tío Egon, a Don Paco Galván y a las casas particulares. A veces, les hacían llevar la leche a la recova para analizarla. Frecuentemente, se la derramaban. Ellas disgustadas, decían que tenían que analizar a las vacas y nunca supe quien tenía la razón. Les decían que estaba adulterada. Pienso que tal vez creyeran que le echaban agua a la leche. El encargado de la limpieza era Jesús el Raso y Alejandro el de Gregorita. El conductor que trasladaba la carne desde el célebre matadero, hasta allí era Don José Epifanio, en una camioneta de cuyas condiciones mejor no hablar.

Así lo viví y así lo he contado…”

 

BRUNO JUAN ÁLVAREZ ABRÉU

PROFESOR MERCANTIL

 

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