Fotografías: La de la izquierda dibujo del libro PREGONES EN LA OROTAVA del
amigo desde la infancia de la Villa de La Orotava; JUAN CÚLLEN SALAZAR.
La de la derecha, me la remitió entonces (10/07/2011) el amigo desde la
infancia de la Villa de La Orotava; FAFE HERNÁNDEZ HERREROS. Panorámica en la
plaza del Ayuntamiento de La Villa de La Orotava, en cuya casa consistorial
entonces estaba instalado el juzgado de primera Instancia. De izquierda a
derecha, don Ricardo “El Aguacil”, don Justo Sobróm (secretario del juzgado, y
ex jugador del Real Oviedo, tuvo a punto de fichar en el UD. Orotava),
don José Luís Sánchez Parodi entonces juez del distrito, don Rafael Hernández
Correa Letrado y don Cándido Acosta Hernández oficial.
Aniversario de su fallecimiento. Nace en Cádiz en el año 1921. Estudia
bachillerato en el Instituto de esta ciudad. En 1940 consiguió el título de
profesor de Enseñanza Primaria y cuya carrera no llega a ejercer. En Septiembre
de 1940 emprende sus estudios de Derecho por libre, enla Universidad de
Sevilla, y consigue la licenciatura en junio de 1943. Movilizado militarmente,
presta sus servicios como alférez de IPS. Desde enero de 1944
a noviembre de 1945. Posteriormente ingresa en el Cuerpo Técnico
Administrativo Superior del Ministerio de la Gobernación y con la
categoría de jefe de negociado en junio de 1947. Dos años después ingresa en la
carrera judicial (1949), siendo su primer destino en la Muy
Histórica y Bella Ciudad de Salamanca, en el partido judicial de Sequeros.
Por ascenso, es destinado en 1951 como juez de primera instancia e instrucción
en la Villa de La Orotava (1951 a 1961). Diez años de
densa actividad judicial en donde se ganó el general aprecio y respeto de los
orotavenses; también desempeñó la función de inspector provincial de Tenerife.
En 1961 asciende a magistrado y es destinado al juzgado de Primera Instancia e
Instrucción número dos de Gijón (Asturias). Posteriormente, a magistrado
de la Audiencia Provincial de Huelva (1961-1968) y desde esa fecha a
1971 pasa a desempeñar la plaza de juez en la Audiencia
Territorial de Valladolid.
En 1961 fue ascendido a magistrado y ejerció momentáneamente en Gijón,
luego en Huelva y más tarde en Valladolid. Regresó a Tenerife en 1972 dónde fue
designado para ocupar una vacante en la Sección de lo Criminal
de la Audiencia Provincial, en la que permaneció hasta 1984, año este en
que es nombrado Presidente dela Audiencia Provincial de Santa Cruz de
Tenerife. Culminó su carrera profesional siendo nombrado miembro del Consejo
Consultivo de Canarias, ya tras su jubilación.
En 1983 realizó el pregón de las Fiestas Mayores de la Villa y
hasta la actualidad ha escrito numerosos artículos sobre La Orotava,
siendo uno de los principales biógrafos de esta localidad.
Pregón de las fiestas mayores de la Villa de La Orotava del año 1983: "...Queridos
amigos: cuando por el único mérito de la amistad me encargaron que yo
pronunciara el pregón de las fiestas de La Orotava, yo estaba seguro de
que no daba la talla para tan importante quehacer. Porque el pregón -yo no se
porqué- me hablaba de timbales y clarines, de sugestivas orfebrerías verbales,
de magníficos oradores que desgranaban sus palabras, con gran exaltación y
hondo lirismo. Y ninguna de esas condiciones las reunía yo. Sin embargo,
también por exigencias de la amistad, acepté, imponiendo de antemano que yo no
iba a pronunciar un pregón, sino una plegaria. Por eso, en esta noche en que ya
se anuncia el estío, acaso la estación más lúdica y esplendorosa del año, yo
acudo a la Villa modesta, silenciosamente, casi de puntillas, para
cantar a La Orotava una palabras que van a ser como una plegaria
íntima, como un susurro, como si pasara las cuentas de un rosario, en que cada
una de ellas fuese el recuerdo de mi propia vida. El recuerdo de los diez años
que pasé aquí. Yo sabía la dificultad del tema. Porque muchos pregoneros cantaron
a la Villa de modo insuperable y agotaron el tema, con líricos acentos
o haciendo una exhaustiva investigación que imposibilitaba la superación. Se
había mimado al Valle, al Teide, al mar cercano. Se había descrito
magistralmente la procesión del Corpus o la Romería de San Isidro. Se
había examinado la gran labor de los iniciadores de las alfombras, y muchos
con erudición y buen tono habían exprimido hasta las más Íntimas raíces
de la Villa. Puesto en este trance, yo no tenía nada que aportar al
tema: sólo podía aportar mis recuerdos. El decir aquí lo que vi, como un
testigo imparcial de aquellos años -ya más de treinta-, e intentar describir
cómo era aquella Orotava, como eran sus gentes, como nacían, vivían y morían. Y
cómo en el quehacer diario, de repente aparecían las fiestas, y entonces toda
la población se transformaba, se unía, se fundía, y como un solo hombre, como
un solo esfuerzo, construían las fiestas de aquellos años. Y de entre mis
recuerdos, yo hablaré de los distintos estamentos sociales que
integraban La Orotava, pero me detendré en el que más ha sido olvidado: en
lo que se llamó el pueblo. El pueblo llano, como partícipe fundamental de las
fiestas. Ése a quien Rafael Alberti en un terceto polémico decía: Todo el
pueblo que trabaja al que los altos señores / le llaman la clase baja. Yo sé
que la intervención de un individuo en la historia de la vida humana ha sido
esencial, y de ahí que su nombre quede grabado en sus páginas. Pero también sé
que, sin la colaboración de las capas de la sociedad, su curso personal no se
hubiera producido. Un poeta alemán -que en otras ocasiones he citado-, con la
tendenciosidad partidista que yo ahora elimino, dijo una vez: Teba, la de las
Siete Puertas, .quién la construyó, En los libros figuran los nombres de los
reyes. ¿Arrastraron los reyes los grandes bloques de piedra? Y Babilonia,
destruida tantas veces. Quién la volvió a construir otras tantas., “En qué
casa de la dorada Lima vivían los obreros que la construyeron. El joven
Alejandro conquistó la India. Él solo Mirad: yo llegué a La
Orotava en la primavera de 1951, y se me apareció de pronto, como una
deslumbradora imagen desde lo que es hoy el mirador de Humboldt. La mañana era
clara, y se veía perfectamente el Valle, como una fantasía de colores, como una
sinfonía completa, que iba desde el Teide, para desparramarse hasta las olas
del litoral y enseguida, entré de lleno en la Villa. LaVilla entonces
tenía alrededor de veinte mil habitantes, con un núcleo urbano, trascendental y
decisivo, en el centro, su enlace con la Villa Arriba, y después una gran
población campesina desperdigada Valle abajo, o por los altos, que daban la
impresión de aquellos lugares del nacimiento, que solíamos hacer cuando
pequeño. Pronto me apercibí de que en La Orotava existían tres grupos
sociales: la clase alta, la burguesía y el pueblo. La clase alta estaba
constituida por cortas familias, de rango aristocrático algunas y otras de
apellidos derivados de los primeros fundadores dela Villa, descendientes
directos de los conquistadores. Generalmente estaban dedicados a la
agricultura, eran conservadores, habían estudiado algunos en la
Universidad, aunque no ejercían y por lo común, solían tener muchos hijos, que
cursaban casi todos estudios universitarios. Vivían en un régimen de
relaciones, cerrado.
Solían hacer los hombres tertulia diaria, en un
casino, al que los viejos de la localidad llamaban todavía con el nombre
decimonónico de Casino de los caballeros, cuya tertulia curiosamente finalizaba
cuando el próximo reloj de la Iglesia de La Concepción daba las
nueve. Eran correctos y educados y hacían de la cortesía un auténtico arte. En
sus ademanes, en sus conversaciones, parecía que el tiempo se había detenido y
se negaban a entrar en la época que venía; en la época que ahora estamos
viviendo. Aunque mucha gente creía que tenían una gran influencia política, no
era así. En aquellos años, la vida municipal estaba fuertemente dirigida por
el Gobernador Civil de la Provincia, y poca era la independencia del
municipio. Cierto es que algunos de los alcaldes que conocí eran de la clase
alta, pero eso no significaba, ni mucho menos, que trascendieran como grupo de
presión, entre otras cosas, porque el tema político estaba excluido
prácticamente en las conversaciones y en el tono de sus vidas. Poco a poco
fueron muriendo, y su influencia social decayó. Acaso mejor símbolo de lo
que esto significó lo representa que aquel casino antes hablaba desapareció
como entidad y fue donado por sus SOCIOS a la Villa. ¡Qué bella y
hermosa muerte la de aquel casino, lleno e ecos románticos, de nostalgias y
saudades! Allí se instaló la biblioteca que donó a La Orotava uno de
los hombres más representativos de su clase, a quien su gran timidez y su
enorme modestia le impedían expresar los sentimientos por su pueblo.
Naturalmente que ya sabéis que me estoy refiriendo a D. Fernando del Hoyo, un
caballero de la Ilustración, lector asombroso, digno alcalde de esta Villa
en momentos políticos difíciles, quien amaba los libros como lo mejor de su
patrimonio y que por eso los legó a sus paisanos. Otra clase social, como en
todas partes, era la clase media. Constituida por los idénticos elementos que
la sociología estudia, destacaban entre ellos los médicos y abogados, los
comerciantes y los industriales del mueble que habían hecho de la madera, no
un oficio, sino un arte. Aun las profesiones liberales eran tales, y no estaban
burocratizadas. El médico era médico de cabecera. La juventud actual no podrá
hacerse a la idea de lo que esto significaba. El médico atendía al parto del
hijo, y al sarampión y a todas las enfermedades infantiles. Aconsejaba lo que
debían de estudiar los hijos, daba su opinión en los problemas que le planteaba
la familia, acudía cuando lo llamaban a cualquier momento, participaba en los
bautizos y en las bodas y te atendía hasta que la muerte te llamaba. Ejercían
una gran influencia social, igual que algunos abogados que asesoraban, no ya
en pleitos y litigios, sino en cuestiones importantes que rebasaban los
límites de sus funciones. La clase media también tenía su mundo aparte. Vivían
de su trabajo y de los muy pequeños rendimientos que les proporcionaban las
fincas agrarias que poseían. Su trato era esmerado, su educación exquisita, su
espíritu de hospitalidad, ejemplar. Como buenos burgueses, y yo confieso que lo
soy, orientaban sus hijos hacia el estudio, con el fin de que tuvieran una
carrera universitaria y consiguiesen lo que entonces y ahora, se llamaba una
cosa segura. La Orotava, por aquellos años, presenta una dramática falta
de escolaridad. No había Instituto y sólo existía un colegio de Bachillerato y
dos colegios religiosos: los Salesianos y la Milagrosa, como ejemplos
típicos de la separación de educación entre hombres y mujeres de aquella época.
Cuando yo llegué hacía poco tiempo que se acababan de instalar los Salesianos
en La Orotava. Tenían ante sí un gran compromiso: el de seguir la
brillante trayectoria educativa del Colegio de los Hermanos de la Doctrina
Cristiana, que habían dejado un recuerdo imperecedero entre los hombres que hoy
alcanzan mi edad. Ya fe que lo consiguieron. En su mayoría, el Colegio estaba
nutrido por alumnos de la clase media, y allí se impartía la enseñanza propia
de la época. Había profesores que, como es lógico, sostenían normas educativas
propias de antes del Concilio Vaticano II, pero poco a poco, una puesta al día
supo armonizar las tendencias, de tal modo que hoy puede pregonarse a los
cuatro vientos que de allí salieron generaciones de orotavenses que llevan el
mando político de la Villa, y lo que es más importante, el de una serie de
profesionales de las más distintas tareas, con ecos clarísimos en el ámbito de
la provincia. Mientras tanto, las monjitas de la Milagrosa -donde
aprendieron a leer mis hijas- impartieron su enseñanza, de manera callada y
silenciosa, más con el deseo de que las alumnas fuesen unas esposas y madres
ejemplares que no buenas jueces o abogados del Estado, profesiones que estoy
seguro las horrorizaban, por creerlas destinadas a los hombres. La vida
entonces se desenvolvía para las clases dirigentes tranquila y pacífica.
Parecía que el sexto mandamiento era el más importante de los diez, y a él se
rendía un tributo ilimitado. El amor era vigilado, controlado, mediatizado.
Aun en La Orotava los novios paseaban sin ir cogidos del brazo. La
sociedad vigilaba con los cien ojos de Argos, y un cancerbero parecía
destinado a cada pareja, que generalmente solían ser hijos de amigos o
conocidos, porque entonces todos nos conocíamos en la
Villa. La Orotava en aquel tiempo era como ahora, un pueblo de
carácter agrícola. Los obreros eran, pues, campesinos. No existían prácticamente
obreros industriales, que sólo había en algunas pequeñas industrias en el
casco. Pero, así como en Andalucía, los campesinos viven por lo general,
agrupados en la población, normalmente en los barrios extremos, los campesinos
de La Orotava vivían diseminados por el Valle, concentrados en
grupos dispersos, e identificados con sus propios nombres. Por aquellas fechas,
la facilidad de comunicaciones no era como ahora y de ahí que las distancias
parecían mucho mayores, con lo que el aislamiento se hacía más duro. Eran como
pequeñas islas en la isla. La levedad del clima hacia más llevadera la
existencia en unas casas terreras, donde el sol apretaba en el verano, y el
frío y la humedad se imponían en el invierno. Por lo común se construían sus
casas, participando en estas tareas la comunidad de amigos o vecinos que
ayudaban con su personal trabajo a que, al cabo del tiempo, aquello se
terminara. Como quiera que la propiedad agraria estaba muy concentrada y en su
mayor parte en manos de las clases superiores, la forma cotidiana de ocuparse
que tenía el campesino era la de intervenir como peones de plataneras, o en
otras zonas menos privilegiadas de cultivo, actuar como aparceros, lo que
implicaba la tenencia o uso de la casa de la finca, más la mitad de los
rendimientos de ella. Solían tener muchos hijos, poca disponibilidad de
habitaciones, y ausencia absoluta de luz eléctrica, de agua corriente, o de
cualquiera de los indispensables y primarios servicios, que hoy como entonces,
exige la sociedad. Rara vez podían abandonar su oficio. El que nacía en el
campo, seguía sirviendo al campo, y así de padres a hijos continuaban atados a
su destino. Con pocas escuelas nacionales, y a distancia de sus casas, los
chicos iban el colegio cuando podían, y aprendidas las primeras letras, se incorporaban
enseguida a ayudar al padre en sus faenas, o a atender las niñas mayores a los
pequeños, en familias que naturalmente eran numerosas. De entre las mujeres, es
decir, de las adolescentes, salían todo un enjambre de sirvientas, que con
pagas cortas, comida y habitación, atendían a las familias o se colocaban
¡ellas, tan niñas aún!, para atender a los pequeños.
El trabajo en el campo, un campo sin mecanizar y
ausente de técnica, es una de las labores más duras de la humanidad. Un
trabajo del que era muy difícil salir, porque el estudio, económica y
ambientalmente era imposible, y el acceder a oficios, muy dificultoso; y
trasladarse a vivir al centro o a sus proximidades, era una aventura que muy
pocos se atrevían a emprender. Sólo había un medio de prosperar, la emigración
a Venezuela. El excedente de población de las islas y la falta de recursos
proporcionados han hecho que los canarios hayan tenido siempre el calvario de
la emigración. Y digo calvario, porque aunque los más iban a subir el tono de
sus vidas, nadie que no fueran ellos mismos sabía apreciar el alto precio que
tenían que pagar. El desarraigo, el tener que abandonar el lugar donde nacían,
especialmente graves en los insulares, que también tienen una honda morriña.
El marcharse solos, jóvenes, dejando aquí a la familia en espera de ganar
dinero con el que realizar el trasplante de todos era un riesgo en el que
siempre sudor y lágrimas ponían su máxima participación. Sobre ellos recayó el
soporte de la recuperación de nuestra posguerra, y sobre ellos descansó la
economía agraria de la Villa. Sin embargo, qué alegría le
echaban a la vida. Con un alto sentido de la musicalidad tocaban el timple y la
guitarra, lanzaban al aire bravío del Valle el quejido de la folía, que era una
mezcla de tristeza y nostalgia y un grito de rebeldía y esperanza. Trabajadores
tenaces, tenían un sentido antiguo de la hospitalidad; resignados en sus
desgracias, solidarios, templados, calmosos, con una educación y buen tono que
nadie podía imaginar de donde venían, estos obreros de la tierra eran ya ellos
mismos tierra, con la que habían estado en contacto desde su primer vahído.
Amaban a la Villa, tan distante para muchos, con la ingenua intensidad
del primer amor, y hacia ella, desde todas las vertientes del Valle, dirigían
sus miradas. Tenían un gran sentido religioso que uno desconocía de donde les
venía pues la falta de sacerdotes y de iglesias era patente. Podían no ir a
misa -para muchos la Iglesia era cosa de los señores- pero no se olvidaban
desde su nacimiento hasta la muerte, de cumplir con aquellas normas, que yo
llamaría consuetudinarias, que iban de padres a hijos. Cuando llegaban las
fiestas, el campesino se transformaba. Y entonces en la Octava del
Corpus, abandonaba todas sus tristezas del año, y bajaban de Benijos, de
Aguamansa, de Pino Alto o de Pino Lere. Muchos venían en la noche anterior, y
portaban la tierra y un surtido polícromo de flores, que iban a sembrar el duro
suelo de la Villa; otros, se pasaba la noche colaborando en la confección
de alfombras. Era el momento en que las clases sociales de La
Orotava se unían y hermanaban y formaban una sola voz para el canto, un
solo murmullo para la oración, y un solo ritmo para la emoción; y allí, en las
calles donde la amanecida dejaba un tinte claro y rosáceo de la espesura honda
de la noche pasada, podía verse a profesionales y comerciantes, y a señores de
largos apellidos, y a obreritos dispuestos para el homenaje, mezclados todos en
un esfuerzo común, en una solidaridad de horas, pero ejemplar y armoniosa. Los
hombres de la yunta y la vendimia, los jornaleros de la sorriba y de la
platanera, los niños de las atarjeas, el riego y el ganado, las muchachas en
flor de los empaquetados. Allí descubrí una de las ocupaciones, uno de los oficios
más extraños y sugestivo, que sólo se da en la Villa: las deshojadoras de
flores. Al llegar la Octava del Corpus, en los bajos del edificio del
Ayuntamiento, muchas mujeres ganaban un jornal deshojando rosas, claveles,
geranios. Como sí estuvieran jugando a ese mágico sueño de juventud, cuando se
van amputando las margaritas -me quieres... no me quieres..., estas mujeres
-Candelaria, Pino, Nieves- van echando pétalos en unos cajoncitos, mientras
cantan folías, isas, saltonas, malagueñas. Unos hombres se llevan los cajones,
y al rato, insaciables, vuelven por más. ¿A dónde van estos líricos portadores
con su leve carga? Enseguida, si tomáis la molestia de seguirlos, los
descubriréis. Van por un camino pequeño, de calles como pértigas lanzadas al
aire, entregándola a grupos de hombres que, encorvados, en las posturas más sorprendentes,
parecen que siembran en el suelo. Si os acercáis, veréis como, con sus manos,
van derramando amorosamente una lluvia de pétalos, casi líquida, suave e
ingrávida, que por obra de un arte estrictamente popular, se convierte en
figuras: una paloma, un cáliz, un corazón, una Cruz, un Cristo. Así, en la
noche, se empieza. Al pasar la media mañana, se ha terminado la labor. La
alfombra -una alfombra de flores- ha nacido. Y alfombrada quedó la calle, las
calles. Alfombra que nadie pisa. Ni siquiera las aves, ni siquiera la brisa.
Alfombras hechas para el Cuerpo de Dios, que por la tarde saldrá en procesión.
Y es Dios mismo quien pasa por ellas, hasta llegar a la plaza -que es ágora,
centro, monasterio, catolicidad-, donde una inmensa alfombra de tierra
policromada, de tierra que viene del volcán, se rinde en homenaje anual.
Cantan el tantum ergo en el silencio del atardecer, ya casi entre dos luces,
ante una muchedumbre ensimismada, recogida. La procesión pasa.
Inmediatamente, unos hombres se dedican a una tarea
única y delicada: son los recogedores de flores. Parecería una profanación
dejar que los que no han participado directamente en la ceremonia pisasen estas
alfombras, que acaban de morir. A los pocos minutos, las calles se han
despojado de sus vestidos y están, otra vez desnudas. La luna se pone triste y
una leve brisa viene de allá lejos. Del mar. La noche avanza y la
Villa inaugura sus fiestas. (Mis negros zapatos y mi bastón de juez
volvían a casa, lamidos por el jugo tierno y virginal de las flores. Mientras
tanto, las campanas sonaban a goce. Dios había vuelto un año más a la
Villa). Había durante un par de días un sosiego, un paréntesis emocionado que
se cerraba el domingo. El día de la Romería. Desde temprano, apenas
la alborada había surgido por el horizonte, todo el Valle comenzaba a vibrar
con las más diversas sensaciones. Como un viejo ritual, los campesinos,
despaciosa y lentamente, comenzaban a vestirse con sus trajes tradicionales y,
poco a poco, salían las familias de sus barrios. Los niños, con la mágica
sorpresa del recién iniciado, saltaban nerviosos e inquietos, y parecían como
ramas agitadas por el vientecillo mañanero. Las muchachas de púdica imagen
aleteaban impacientes, y ensayaban, con voz queda, sus primeras canciones. Los
hombres, sosegadamente, intercambiaban frases, y sus voces tenían toda la
profundidad de la tierra que pisaban, y la serena calma de la mañana, que
solía ser abierta y despejada, con la perspectiva, allá a lo lejos, del volcán.
Llegaban las parrandas a la Villa. Y a la hora fija,
comenzaba la Romería. La Romería era un río de colores,
desbordado; como una catarata de luz y de alegría de juventud y belleza.
Parecía un fuego continuo e Inextinguible donde se quemaba, como una ofrenda,
todo lo mejor de lo que cada uno podía dar. Los cantos eran murmullos, sueño,
amor, eternidad. El tiempo parecía que se paraba. Era una imagen multicolor
que ningún pintor hubiera sabido expresar. Porque los azules no eran -como
hubiese dicho Alberti- azules del Perugino o Tintoretto. Ni siquiera aquel azul
Pablo Ruiz, azul Picasso. Eran azules indefinibles. Azul mar, azul cielo, azul
Valle Orotava. Y el rojo, no era un rosa con escarcha de Velásquez, ni el rojo
de Brueghel o de Giotto, sino que era, por un instante único, rojo, mediodía,
indescifrable, inalcanzable. Un rojo Orotava único e inmarchitable. Y los
verdes no eran los verdes de Delacroix o de Renoir, sino una verde ola del mar,
que pisaba los pies del Valle, allá en lontananza. Las horas se consumían como
una hoguera de vida. Y pequeñito él, tímidos, como asustados de aquella inmensa
fiesta que en su honor se hacía, venían San Isidro y Santa María de La
Cabeza, temerosos ellos, acostumbrados a la soledad y silencio de los campos.
Atardecía y la Romería terminaba. La Villa se iba quedando
vacía, y por el Valle se veían las caravanas de los que volvían a sus lares, a
su vida cotidiana. Por unas horas la Villa se había unido en un
abrazo de pureza y gozo, y todos habíamos sido uno, rotas las barreras que nos
clasificaban, hermanados en una comunión humana, en torno a los Santos
de La Orotava.Quisiera yo, en estos momentos en que revolotean las
sombras de la noche, dejar constancia de que mis palabras no significan un
pregón. Sólo son los recuerdos de un peregrino que una vez más, vuelve, en sus
fiestas, a la Villa, con una plegaria, una oración, no suya, sino que
aprendió en los diez años que estuvo junto a sus habitantes..."
El Ayuntamiento de La Orotava concede el título de Villero de
Honor en reconocimiento de su dilatada labor profesional como juez en la
Villa y por su notoriedad como articulista, conferenciante y pregonero de
las Fiestas del Corpus Christi y San Isidro. El acto se celebró el viernes
quince de septiembre del 2006, en el Salón Noble de las Casas Consistoriales,
alborotados de familiares, orotavenses y amigos. La propuesta de otorgamiento
de este título se acordó, por mayoría, en la sesión plenaria, de carácter
extraordinaria, celebrada el treinta de junio de 2006. En el acuerdo se
hizo constar la trayectoria profesional de este ex juez, un personaje notorio y
de especial relevancia en el entramado social tinerfeño que ha ocupado siempre
un espacio público de primer orden. Se distingue así con este galardón a una
ilustre persona en la que concurren muchos méritos y excepcionales actuaciones.
Poseedor de Una carrera deslumbrante, no solo en el aspecto jurídico sino
también en otras actividades, ya que también desempeñó la plaza de profesor
de la Escuela Social de Santa Cruz de Tenerife y la de vocal del
Consejo Consultivo de Canarias.
El último artículo remitido
por JOSÉ LUÍS SÁNCHEZ PARODI, colaborador de DIARIO DE AVISOS fallecido
el viernes día 14 de noviembre del 2008 a la edad de 87 años: "...Nunca la
tuve. Ni siquiera en la época en que era un niño, siempre inclinado a tener de
todo, aunque cuando lo tiene se aburre del objeto que tan larga como
ansiosamente ha querido. Y no es que me parezca mal tenerla. Y no porque quiera
tener más y más. Y no digamos nada cuando, siendo mayor, hasta te puede gustar
tener de todo.
Yo jamás tuve el afán de vestir bien, o
de tener unos zapatos italianos. Ni bicicletas lujosas, ni aquello que
estuviera de moda utilizar. Nunca, en los años en que los estudiantes usaban en
invierno sombrero, cubriendo la cabeza, entre otros extremos, porque yo carecía
de la gracia y el salero para ponérmelo y romear, por el paseo del atardecer,
en esa Calle Mayor de pueblos y ciudades españolas, en andares lentos hasta que
comenzaba la noche, y por costumbre acababa siempre a las diez, como tiene una
canción a ese tiempo el mejor cantautor, Serrat.
Me importaba tres pitos no distinguir la
calidad de las corbatas, ya fueran italianas o francesas, que hicieran juego con
el traje que tenía que ponerme, que realmente eran dos. Me producía
indiferencia la gabardina Burberry o un tosco impermeable, allá cuando venía el
invierno y la mayor parte de los muchachos de mi edad las llevaban. Nunca
utilicé bigote, ni siquiera, el típico falangista fino, delgado, abierto hacia
ambos lados, ni tampoco deseé llevar un gran mostacho, como jamás intenté
llevar barba grandota, que pusieran tan de moda los que eran estudiantes
filo-comunistas, aunque muchos realmente no lo fueran. Odié el cabello largo,
como odié el peinado con el Arriba España que culminaba un montículo de
cabellos casi en la frente.
Yo vestí normal, andaba normal, y
siempre fui un chico incapaz de resaltar lo que llevaba. Partiendo, pues, de
estas bases que mi manera de ser me imponía -el pasear sin dar cuenta que lo
hacía- fue el pararrayos para otras secuencias tan propias para los jóvenes. No
me apena el hecho de que fui muy poco joven, aburrido, soso, tímido, y que lo
único que a mí me gustaba era estudiar, leer, jugar y ver fútbol, e ir casi
diariamente al cine. Y pasear con amigos por esa Calle Mayor a que me refería,
que me parecía la calle Mayor de Sinclair Lewis, que en su novela hizo
imposible que nadie pudiera intentar describir la calle característica también
de tantos pueblos norteamericanos.
Y llego a los confines últimos de mi
vida, no diré que como Antonio Machado, "desnudo como el mar". Ni soy
dueño de un piso, ni tengo un apartamento en las zonas veraniegas de la
Isla, ni emprendo viajes a Nueva York, Buenos Aires, siquiera a París, la
ciudad que más me gusta de lo poco viajero que he sido. Pero tengo tres o
cuatro mil libros, que aquí han de quedar. Que han sido mis caprichos, o mi
vocación. ¡Definitivamente, he sido un aburrido! O como ahora se dice, un plasta…"
BRUNO JUAN ÁLVAREZ ABRÉU.
PROFESOR MERCANTIL
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