jueves, 8 de marzo de 2018

PREGÓN DE LA SEMANA SANTA DE LA VILLA DE LA OROTAVA, MARZO 2017



El amigo; EDUARDO DUQUE GONZÁLEZ, remitió entonces (27/03/2017) el Pregón de La Semana Santa de La Villa de La Orotava 2017, que como pregonero leyó en el templo parroquial del histórico Barrio orotavense La Florida, el sábado 25 de marzo del 2017. “…Comienzo este pregón con la absoluta certeza de que son muchos y más capaces los que podrían estar aquí, sobrellevando con más soltura la comprometida responsabilidad de pregonar la más importante semana de la Villa de la Orotava. Al tratar de ella no sé dónde se limitan mi entusiasmo por la Historia del Arte a la que dediqué mis estudios, mi percepción poética de sus manifestaciones y el hondo agradecimiento y temor que, desde la fe, me embarga al enfrentarme a los acontecimientos salvíficos de nuestro Redentor. Como otra Jerusalén,  distinta y nueva, podría ser entendida esta Villa de la Orotava al comienzo de cada primavera. Y si el único sacrificio de Cristo en la Cruz en el Gólgota aumentaba su dramático patetismo con la sequedad espinosa de los paisajes de Tierra Santa, no es menos ilustrativa su representación en esta empinada e histórica Villa, que centrando el Valle al que le da nombre, es fantástico testimonio de la grandeza creadora de Dios que Cristo renovó en el Calvario. Les invito, pues, amigos y amigas, a compartir estas disertaciones sobre nuestra Semana Mayor desde el profundo anhelo de revivir esta cita anual en la que infinidad de elementos artísticos, culturales, literarios y sociales nos convidan asociarnos a la Muerte de Nuestro Señor con la esperanza firme de hacerlo también a su resurrección gloriosa.
Cuando me llamaron para proponerme este pregón, muchísimas sensaciones se me encontraron en el corazón. La primera, la de mi indignidad, por lo que mi primera respuesta fue que, a mis escasos veinticinco años, me parecía ésta una responsabilidad que me queda excesivamente grande. La segunda, por qué negarlo, la del sano orgullo y el mayor compromiso de saber que una comisión formada y amante de su Semana Santa había pensado en mí para este menester y, la tercera, que es la que finalmente me movió a aceptar la invitación, la de poder devolver a la Semana Santa de esta Villa donde nació mi madre, viven mis abuelos y que siento parte fundamental de mí, todo cuanto me ha dado. Y es que yo, mi personalidad y mi concepción del mundo están imborrablemente marcados por una tarde de domingo de pasión en la Orotava.
No me pesa no recordar aquel momento con absoluta precisión, máxime cuando apenas aguantaba poco tiempo en pie. Pero aquel tiempo bastaba para que mi abuela decidiera llevarme a ver salir el Cristo del Perdón de San Agustín, y fue tan honda la impresión que dejó en mis ojos el encuentro con la sangrante y solemne imagen, que aquel momento ha condicionado mi trayectoria vital. “La sangle, abuela, la sangle del Señor”, le repetía constantemente a mi abuela marcando con los dedos los senderos rojos que, partiendo de la corona de espinas, recorrían faz abajo el rostro del Cristo del Perdón y sin pronunciar bien a bien la “R” todavía. “¿Pol qué tiene tanta sangle, abuela”, preguntaba halando la ropa de mi abuela al paso del Señor. Y no recuerdo cuál sería su respuesta entonces, pero no dudo que fuera, nada más y nada menos, que un “porque te ama mucho”. Sí, qué perfecta respuesta a aquel misterio de amor que pasaba ante nosotros sobre un manto de iris. ¡Cómo han marcado mi vida aquellos segundos en la plaza del quiosko!  Y ¡Qué bien hace a los niños llevarlos a las procesiones! ¡Cuántos falsos intelectuales de la fe se equivocan pensando que de nada sirven estos cortejos! Porque, si queréis encuentros de los niños con Cristo,  llevadlos a una procesión de la Orotava. Dejad entonces que vean cómo el silencio y la solemnidad hablan de divinidad y misterio, y como las mujeres que tienden, temerosas, la mano hacia las cuelgas de los tronos para tocarlas devotamente, no tienen una fe menor que la hemorroisa sanada al tocar el manto del Maestro entre la multitud. Llevadlos, sí, y dejad que vuelvan a casa tarareando la música de los tambores y las cornetas, porque será esa música que les ha quedado grabada la semilla que los lleve con los años a asimilar sus pasos a los de Cristo. Dejarlos oler a incienso y que al llegar a sus casas hagan procesiones con aquel pequeño crucifijo recuerdo de no sé qué viaje, ahora montado sobre un trono confeccionado a base de cartones y adornado con geranios del balcón. Dejadlos, si queréis que sigan a Cristo, que hagan eso, porque esos niños crecerán y, con ellos, los sentimientos que subyacen en estas expresiones. Y al crecer, en tamaño y en conciencia, sabrán que pasear aquel pequeño crucifijo no es nada comparado con ponerse ante el Sagrario y descubrir a Cristo, allí, realmente presente; y que aprovechar retales viejos de tela para recrear las insignias de las cofradías en casa, no es nada comparado con ser uno mismo estandarte del amor de Dios por el mundo. “Dejad que los Niños se acerquen a mí”, dijo el Maestro. Pues sí, que se acerquen, primero en el juego y en la vida después.
No deja de recordarme esta piedad infantil que viví en nuestra semana santa  y que con asombrosa hondura me marcó, a Santa Teresa de Jesús, que cuenta como su entretenimiento cuando niña era el de hacer ermitas en la huerta de casa y jugar a ser monja… ¡y qué monja sería! ¿Cuántos de los jóvenes activos hoy en las iglesias de la Orotava, formados y comprometidos, encendieron en su niñez la llama de la fe recreando procesiones? Esa es una de las auténticas herramientas evangelizadoras de la Semana Santa, fuerte e indeleble por un aspecto sencillísimo: hablarle a los sentimientos. Y es que los sentimientos perduran más que los datos, al punto que no es extraño que un matrimonio olvide con los años el aniversario del primer beso; más difícil será, sin embargo, que olviden qué sintieron al besarse por vez primera. Así sucede al enfrentar a un niño al misterio de la fe: puede que olvide cuanto aprendió en catequesis, incluso que se aleje de la práctica de la fe, pero no olvidará, estoy seguro, cómo los miró el Señor de la Columna, en brazos de su abuela, cuando iban por la acera derecha de la Calle Cantillo una fría noche de jueves santo.
“Porque te ama mucho”, me diría mi abuela aquella tarde de Domingo de Pasión, y sí, es éste el misterio de la Semana Santa: la locura de amor de Dios por mí y por ti que no se guarda ni una gota de su sangre y de su sudor y ni una sola de sus lágrimas por amarme y amarte. Pero, ¿para qué este dolor? dirán los que, diciéndose creyentes, se dejan arrastrar por el hedonismo infeliz que la sociedad nos impone calladamente, y es justo responder que el dolor es parte inherente del amor. O es que
¿no hay sufrimiento en la madre
Que, tras luchar por su hijo,
Ve que los sabios consejos
Con que lo educó no ha oído,
Y debe quedarse quieta
Mientras ve cómo al abismo
Va la vida de la carne
Que de su carne ha salido?
¿No hay dolor en el que ama
Y no es correspondido?
¿No hay dolor en el que lucha
Y ve que todo ha perdido
Tras poner el corazón
y entregarse hasta el hastío?
¿No habrá dolor en un Dios
Que de la nada nos hizo
Que nos dio su inteligencia
Para seguir sus caminos,
Que puso luz en la cara,
Y música en los oídos,
Que nos dio fuerza en las manos
Para el sueño prometido
De la dicha y de la vida
Gozar por años empíreos?
¿No habrá dolor en Aquel
Que infinitamente digno,
Reflejo de sus facciones
Hacer en las nuestras quiso,
Que nos brindó libertades,
Que nos forjó un paraíso,
Y hablando por los profetas
Siguió dejándonos signos
De ser su paciencia eterna
Y ser su amor infinito?
Imaginen que ese Dios,
Que es Padre y que ahora es Hijo,
Lucha y se sube a la cruz
Para vernos redimidos
Y sólo recibe en pago
A su cruento sacrificio
Frivolidad y tibieza,
Odio, desprecio y olvido,
Espinas y salivazos,
Látigos encarnecidos.
Furia, traiciones, silencio,
¡de sus íntimos amigos!
Pero ahí lo tenéis saliendo
En la tarde de un domingo
de San Agustín, mostrando
su cuerpo a tal extremismo
dañado que no sé se sabe
si está muerto o si está vivo.
Sólo se sabe que el mundo,
Bajo sus rodillas sito,
Limpiado está por la sangre
Del cordero blanquecino.
Con razón mi abuela amada
“Porque te ama mucho” dijo,
Pues sólo desde el amor
Puede entenderse el delirio
De quien, en sangre bañado,
Da el perdón a su bandido.
El misterio de la Semana Santa tiene, en la Villa de la Orotava, su más excelso pregón en la seiscentista talla del Cristo del Perdón. Mas desde hace unos años ha dejado de ser la primera expresión pública de la Semana Santa, y está antecedida por el Vía Crucis del Cristo del Cementerio y la procesión, por la Villa de Arriba, del Cristo de la Salud.
Qué extraordinario acierto fue incluir tal viacrucis desde la Concepción hasta el Cementerio la noche del V viernes de Cuaresma. O es que, ¿quién al visitar las tumbas de sus seres queridos no pasa primero por su capilla y busca en la serenidad del rostro del Cristo de la Buena Muerte, la esperanza auténtica del destino de los que se han ido? Yo la busco, y no debería ser llamado el Cristo de la Buena Muerte, sino de la Gratitud, porque gracias a Él y a su sacrificio en aquella cruz sabemos que nuestro fin no es la oscuridad eterna de aquellos nichos, que fuimos creados que para una vida plena que como si de una auténtica fuente se tratara, mana de los clavos de Cristo. Te talló Ezequiel de León, Señor mío, pero es la contemplación de la fe la que hace que escuchemos palabras salir de la madera, que encontremos luz en tus ojos cerrados, que veamos el cielo en tu costado abierto. Tú eres, Señor de la Buena Muerte, nuestro antecesor en el fin y el principio definitivo, y es bueno que nos recuerdes al transitar nuestras calles que no somos eternos en este mundo, que junto a tu imagen estará la morada definitiva de este cuerpo que es despojo, pero que en la entrega de tu vida resplandece la auténtica plenitud que nos abriste de par en par cuando tus brazos eran cosidos al trono de la Cruz.
Dime, Señor, que en viacrucis pisas
Los adoquines que yo piso diariamente,
Dime en qué estación fui penitente
Y en cual a tu llanto respondí con risas.

Dime, Señor, que sales y me avisas
De que también haré este itinerario,
Y que al llegar por fin a mi Calvario
De nada me valdrán lujos ni prisas.

Cristo de la Buena Muerte, te llamamos
Cuando tras aquel que ya descansa
Por siempre en ti, tu rostro hallamos;

Viacrucis es vivir, aún en bonanza,
Felices nos, si cuando muramos,
Tenemos en tu muerte, la esperanza.

El sábado de Pasión, otro magistral pregón de lo que viviremos en la Semana Mayor nos aguarda en San Juan. El Cristo de la Salud, en mí opinión de las mejores obras de Romero Zafra por su unción sagrada y excelente talla, es la imagen majestuosa del triunfo del perdedor, de la victoria del fracasado, de la gloria del humillado. En esta escultura se nos declara la realidad del combate la muerte

aparente triunfadora,
herida de muerte ahora
yace vencida en el suelo.

Y el pecado, que creía,
que con la cruz vencería,
grita al ver abrirse el cielo.

La Cruz, que fue humillación,
se torna en trono de gloria,
y en bandera de victoria
se vuelve la ejecución.

Los clavos, que atravesaron,
manos y pies han caído,
y en vez de sangre ha salido
la vida por donde entraron.

Y así, como el Creador
Todo en nuevo lo convierte,
Vida se vuelve la muerte,
Salud se vuelve el dolor

La semana que transcurre desde estos primeros días hasta el viernes de Dolores es la vida misma: la materia y lo etéreo, el cuerpo y el alma. Y mientras la iglesia de San Agustín convida con su septenario de Dolores a preparar el espíritu para el Triduo Pascual, las sacristías aumentan sus horas de actividad para que toda la materia esté dispuesta para dar gloria a Dios con los sentidos. Semana de limpieza, de plata, de montaje, de cambiar los trajes de diario de las imágenes por las galas solemnes, de tulipas y de casquetes. Es ésta la semana de llamar manos expertas ante la tuerca que no va, de esperar a los vestidores de las imágenes, de conversar de lo humano y lo divino dándole guata a la plata hasta que el metal se calienta. Nada puede faltar: ni un mantel arrugado, ni una vela torcida, ni la marca de los dedos en una jarra, ni una gota de espelme en una tulipa, ni las señales del doblez en una cuelga, ni un detalle desatendido. Me atrevería a decir que es ésta casi la auténtica semana santa: la de la ilusión por tener todo a punto para que glorifique al Señor en las calles, la de las confidencias e inquietudes, la plena cuaresma. Porque es que a veces la semana santa pasa tan rápido que se nos va como el agua entre los dedos, y son estos días previos de preparación y puesta a punto lo que permiten disfrutar del patrimonio recibido de nuestros ancestros, de los portentos de la escultura, del tacto frío de los canutillos, de los CDs de marchas procesionales que se reproducen interminablemente. La Semana Santa es tan intensa pero tan breve, que llegado el Domingo de Pascua sólo parecen quedar las ilusiones de un año entero que esperan materializar en estos días y los recuerdos de lo que finalmente fueron. Y es que en esta vida, como en nuestra Semana Santa, la intensidad suple la duración, las expectativas la realidad y el amor la brevedad.
¡Qué bella semana ésta! ¡Qué buenos momentos me ha regalado en mi querido San Francisco, junto al Señor del Huerto! Subir, montar, preparar, vestir, atornillar, mirar y remirar, no sentirse nunca conforme con los tronos, centrados para la iglesia pero torcidos para la capilla mayor. Es esta semana, queridos amigos, como el capullo de la rosa que va abriendo lentamente dejando mostrar sus bellezas para, en la hora precisa, al llegar la plenitud de su floración, deshojarse en el primer viento, como le sucederá a las ahora revueltas sacristías, que se afanan en desenvolver sus mejores preseas para que, sin tiempo casi de apreciarse, vuelvan a la oscuridad el sábado de gloria. Es, como decía Oscar Wilde, la certeza de que pueden pasar años en absoluto anodinos para que nuestra vida quede plena en un solo segundo. Ese segundo es éste: la Semana Santa.
Y como el tiempo no perdona, llega sin previo aviso el Viernes de Dolores. No le faltan Dolorosas a nuestra Villa, y a cada cual mejor en prodigio de arte y fe, pero es la de la Iglesia de San Agustín la indudable protagonista de este día. Y es que la devoción a esta imagen, que fue antaño referente del dolor de las madres de la Villa, perdura aún hoy, y no se han cansado las orejas de burro de hacer coincidir su floración con esta Semana de María, para que así luzcan ante el trono de la Dolorosa los blancos dones de las fincas de la Orotava, como de las lágrimas de la Madre desplegándose desde el altar mayor hasta el pueblo se tratasen, preludiando lo que los días próximos habrán de deparar a su corazón traspasado.

Ya van desde muy temprano
Muchas hermanas de negro,
Camino a San Agustín,
el alto e inmenso templo
Que en su amplitud y su altura
Hoy se ha quedado pequeño.
Pequeña queda su planta
Para albergar los asientos
De cuantos su compañía
Dan a la madre del cielo;
Y baja queda la altura
De sus elevados techos
Para hacer que al cielo llegue
La plegaria del incienso.
La Madre luce expectante,
Lleva las manos al pecho,
Y en el inmenso puñal
Que traspasa, duro y fiero,
Su maternal corazón
Pregonando está el proceso
Condenatorio que a Cristo
Va a conducir al madero.
Despacio, muy despacito,
Sobre los hombros villeros,
cruza, acabada la misa,
el ingente portón pétreo
que adquiere, en la noche oscura,
el color del terciopelo.
Da la Banda sus tres toques.
Ahora redobla, el pie izquierdo,
Baja el primer escalón,
Y sigue el segundo luego,
Hasta que ya está en la Calle
La Virgen, Madre de duelo,
Y al unísono la plaza,
Asombrada ante el encuentro,
Se persigna, y uno sólo
Suena en el pulgar el beso.
Gira la Virgen, ya gira,
Mientras su lento paseo
Calza un vaivén de gladiolos
A los musicales tempos.
Noche de estrellas su manto
Es en el momento recio
Que no menos de una hora
La tiene fuera del templo.
Es la plaza del kiosko
Igual que un pretorio nuevo,
Una nueva Babilonia
Los jardines del Liceo,
Un portento de escritura
Que hoy anuncia en pleno centro
De la Villa la promesa
Que los profetas hicieron:
Que sí, que Dios nacería,
Y como manso cordero
Sería, por los pecados,
Presa de muerte en silencio.
Será por ello que ahora
Nada se oye, por ello,
Porque el dolor de la Madre
Que hoy vibra entre pesar lento
Le está gritando a la Villa:
¡Ya lo verás, Nazareno,
Caminar sobre tus calles
Hecho oración en el Huerto,
Preso y atado de manos,
Siendo negado por Pedro,
Coronándose de espinas,
Con una caña por cetro;
En su Humillación, Paciente,
Estandarte en un madero,
Atado en una columna
Y así, hasta su mismo entierro!
Ya entra la  Madre, ya,
Anunciando al pueblo entero
Que la pasión que comienza
Será, lo comprobaremos,
Tan grande que ese puñal
De plata que hay en su pecho,
Si es el dolor de una madre
Nos va a parecer pequeño.

Ya se acerca el día grande, el Domingo de Ramos, pero antes nos convoca en Santo Domingo el Señor del Despojo, encargado este año de anunciar a todos la Semana Mayor de la Villa. Esta nueva imagen, testimonio de cómo todo lo vivo evoluciona y crece, es, pese a su literalidad evangélica, otro nuevo pregón: porque lo que los días próximos nos mostrarán es el despojo de un Dios que se abaja su grandeza para asumir ser reo de muerte, y la actitud de los sayones, dos retratos de nosotros mismos: uno, las poquísimas veces que auxiliamos al Señor en el hermano, y otro las tantas que contribuimos a su escarnio y humillación mirando para otro lado, haciéndonos los sordos y correspondiendo con indiferencia a los miles de despojados de nuestro tiempo.
Domingo de Ramos. Día grande, día de estreno. Hoy es un domingo inusual, con un trajín diferente en casa. Siempre recuerdo de niño despertarme este día, perezoso, en casa de mi abuela, y mientras iba hacia la cocina, pasillo adelante, sentía desde la televisión gritos unánimes de gloria que llegaban directamente desde el Vaticano a través de la 2 de Tv Española: ¡Gloria, laus et honor tibi sit, Rex Christe redemptor! ¡Pueri hebreorum, portantes ramus olivarum! Y sí, con esta música de fondo, que a los abanderados de la tolerancia de nuestro tiempo tanto parece molestar, tocaba vestirse rápido para no demorar la salida hasta los salesianos, no sea que nos quedáramos sin nuestro palmito para acompañar al Señor de esta mañana, que aquí en la Villa es, simple y llanamente, “el Burrito”.
¡Qué día de contrastes en este! La alegría de los niños, la actitud risueña del cura que sonríe al ver la gente regañarse ante el aluvión del agua bendita, el cortejo de monaguillos portando las mangas engalanadas, el rostro misericordioso del Señor en el Burrito… Todo conforma un ambiente que invita a alzar las palmas y sacudirlas al viento, para que hasta el mismo roce de los olivos al batirlos repita en vegetal lenguaje lo que ha proclamado el Evangelio “¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!”. La procesión del Burrito es cortejo de alegría, de repique de campanas, de infantil alborozo. Pero no, sabemos tristemente que nuestros vítores al Señor son leña que pronto prende, que levanta mucha llama, pero que se extingue enseguida sin dejar más rastro que la ceniza. Y es ése el contraste que representa la entrada del Burrito en la Concepción y la lectura dramática de la Pasión en el Domingo de Ramos. Sí, somos nosotros, los que hemos venido vitoreando, esos que ahora gritan “¡Barrabás!”. Sí, somos nosotros los que decimos “¡Crucifícale!” ante las preguntas de Pilatos. Sí, somos nosotros, porque como cantó una vez un poeta a la Virgen de los Dolores un Viernes Santo en San Juan de Puerto Rico “ciegos ante tanta luz /el mundo ha querido más/ odiar como Barrabás/ que amar igual que Jesús”.
Contraste el de un día en que toda la Villa, en su centro y en sus barrios, es una marea de palmas que baten al unísono como preludió el Rey David en los salmos. El Mesías, en un simple asno, entrando en Jerusalén pidiéndonos lo mismo que representa la procesión del Señor Predicador en el caluroso mediodía: conviértete y cree en el evangelio. Cuando Blas García Ravelo talló al Cristo Predicador no decidió que su boca entreabierta y su mirada almendrada fueran productos del alzar. ¡Enmudece un momento! ¡Mira a tu Señor y escucha de sus labios las mismas palabras que retumbaron en Galilea hace dos mil años y que siguen tan vivas hoy como entonces! ¡Óyelo, que igual que a la samaritana te está diciendo “¡Si conocieras el don de Dios!, ¡Yo te daré el agua viva!” ¡Óyelo, que como a la pecadora te tiende la mano! Toma la actitud de la Magdalena, arrodillada, alzando los ojos al cielo como diciéndonos a nosotros, fríos espectadores a veces, “de lo alto viene la misericordia, la redención copiosa!” y esa misericordia, y esa redención son Él, sentado en un trono de gloria y vestido de terciopelos bordados, por más que este rey sea bien distinto. Si de verdad hemos recibido a Jesús entrando en Jerusalén es porque, antes, las palabras del Predicador han encontrado en nuestro vacío un eco que no se extingue y que repite sin cesar ¡Venid a mí! ¡Yo soy el camino, la verdad y la vida! ¡No hay amor más grande que dar la vida por los amigos! Si quieres, amigo, vivir la Semana Santa de la Orotava en su plenitud, mira a la Magdalena e imítala. Haz de tus lágrimas espíritu de conversión, haz de tus virtudes melenas enjugadoras, haz de tus buenas obras perfume costoso, haz de la mano en tu pecho acto de constricción. Y después, escucha las palabras sanadoras que el Predicador hará retumbar  en tu corazón: ¡Tus pecados quedan perdonados, vete en paz!

Pasa el tiempo. Cae la tarde.
El sol, mientras tiñe el monte
De rojo, en el horizonte
Como ahogado en el mar, arde.
La noche, con un alarde
De contrito frenesí,
Pretende llegar así
Más pronto, a costa del día,
Con tal de ver la agonía
De Cristo en Getsemaní.

Aquí los temores fieros
De Cristo serán aciagos
Llantos que vetustos dragos,
Tendrán como prisioneros.
Los agapantos primeros
Adelantarán el alba,
Con tal de que sea el malva
De sus flores cuaresmal
imagen de la final
traición que a los hombres salva.

Ya comenzó la Pasión
Y el antiguo San Lorenzo
Llena de nubes de incienso
El más perdido rincón.
San Francisco es aluvión
De pesares y agonía,
Entre un Cristo que confía
A su Padre estas jornadas
Y una tormenta de espadas
Al corazón de María.
[Silencio] que ni un milímetro puedes
fallarle al peso suspenso,
de un trono, en prodigio extenso,
cruzando estrechas paredes.
El olivo a las mercedes
De los cargadores va,
Y cuando en la calle está
Cristo clava la mirada
En la noche despejada:
Getsemaní empieza ya.

Ya ha avanzado el estandarte.
El trono gira despacio,
¡Qué corto se hace el espacio
Para apreciar tanto arte!
Las cuelgas, en un baluarte
De flecos que viene y va,
Marcan de aquí para allá
la comitiva silente,
mientras que, en llanto doliente,
la Madre asomando está.

La Virgen de los Dolores
Por no ver al hijo solo,
Sale, en monte de gladiolo
Que mecen los cargadores.
Los escalones, mayores
Con el peso de la basa,
Gimen también cuando pasa
Este prodigio de encanto,
Que en inconsolable llanto
el pétreo portón traspasa.

Va calle abajo el Señor
Que junto a la Madre anda,
Con los sones de la banda
Aumentando su esplendor.
Plegaria, gusto y dolor
Congrega esta maravilla,
Que entre rumores de horquilla
Con profunda claridad
“¡Hágase tu voluntad!”
Va pregonando en la Villa.

Juan, el discípulo amado
Cae vencido por el sueño,
Y Santiago en su empeño
Queda también derrotado.
Pero Pedro, ¿qué hace armado
Para dormir en el Huerto?
¿Qué responderás, incierto,
Cuando aquel por el que clamas
Venga y te diga “¿me amas?”
Y no te encuentre despierto?

“Hágase tu voluntad,
Que pase el cáliz ¡qué pase!”
¿Cómo Pedro duerme y place
Junto a esta tempestad?

“No desfallezcáis, ¡orad!”
Dijo al marcharse el Maestro,
Pero ha pesado más nuestro
Sueño que la misma fe,
Aun cuando cerca se ve
El afrentoso secuestro.

¿Dónde está el monte Tabor?
¿Dónde están Moisés y Elías?
Mi Cristo, resplandecías,
Y ahora es sangre tu sudor.

Ahora ya no el resplandor
Sino la lágrima brilla,
¡Qué terrible pesadilla
Tus queridos se han dormido,
Y los tuyos te han vendido,
Con un beso en la mejilla!

Sigue este vivo pregón
De flores, de arte y de ceras,
Llenando esquinas y aceras
Camino a la Concepción.
El Cáliz de la Pasión
Ahora en dos bocas se posa:
En el Hijo que desbroza
Su debilidad en el huerto,
Y en la de su fin incierto
En la Madre Dolorosa.

Se hace la hora oportuna
De volver al primer foco,
Mientras que va, poco a poco,
Llenándose más la luna.
Las insignias, una a una,
De nuevo a dejar, entramos,
Mientras que todos quedamos
Esperando un año entero,
A que este sueño villero
Vuelva un Domingo de Ramos.

Lunes Santo en la Orotava. Día es este de muchas labores: se amplían los trabajos en los monumentos de cara al triduo pascual, los días intensos acentúan la intensidad de los preparativos y nada puede fallar: desde devolver San Francisco a la normalidad hasta colocar oportunamente los más de doscientos tirabuzones de la Magdalena de San Juan. Éste es, precisamente, el centro de las miradas hoy y, nunca mejor dicho, porque es una de las más penetrantes miradas de la Semana Santa la que hoy convoca. El Señor de la Cañita, el Ecce Homo de la Villa, es indudable Señor del Lunes Santo, profética imagen de Nuestro Rey, al que debemos asemejarnos, que recorre las calles de la Villa Arriba. Imagen cautivadora, a la que desde niño puse un cariño especial. Fue su mirada lo que me cautivó siempre: esa mirada perdida capaz de interpelar, azul como el cielo que nos promete.

Yo por mi rey te confieso
Pero de entender no acabo
Si tú eres rey y yo esclavo
Que estés en este proceso.
No brindas tu mano al beso,
Tu pobreza nada esconde,
¿qué rey permite que monde
Sobre sus sienes divinas
Una corona de espinas
Donde ir oro corresponde?

¿Qué rey de poca calaña
debe ser quien no amontona
pedrería en su corona
y ase por cetro una caña?
¿Qué Rey asume esta hazaña
De ser nada, siendo todo?
¿qué rey no busca acomodo
En vez de sacrificarse?
¿podría el mundo fiarse
De un rey visto de este modo?

¿Cuál es tu trono de rey?
¿Una simple y mera cruz?
¡Todos huyeron, Jesús!
Dime ¿dónde está tu grey?
Di, ¿Quién acata tu ley,
O quien te rinde su honor?
Pues si así eres, Señor,
Yo muchas veces me veo
Más como tu peor reo
Que como tu servidor.

Dios y rey, hoy tu ademán
Pregona en tono profundo
¡Mi Reino no es de este mundo!
Por las calles de San Juan.
Muchos pasar te verán
Sin ponerte asunto pero,
Frente al placer, al dinero,
Y a tanto trono mundano
Tú eres, en el fondo humano,
Único rey verdadero!

Martes de misa crismal, de aceite nuevo, pero de vieja cobardía también. La Concepción nos convoca a una procesión populosa, la del gallo, para ponernos en la figura de Pedro la sintonía de un Dios que no elige a capaces, sino que capacita a los que elige. Porque, de no ser así, nunca hubiera puesto al frente de su Iglesia al que lo negó después de haber jurado que compartiría su destino.

Ay Pedro, que entrelazadas
Las manos llevas al pecho,
Y entre lágrimas deshecho
Lanzas al cielo miradas.
Hoy las calles empinadas
Del entorno parroquial,
Son otra vez memorial
de que hasta el más convencido
está de estar convertido,
puede fallar al final.

“Apacienta mis corderos”
Te encomendó sin dudar,
El que andando sobre el mar
Calmó sus embates fieros.
Hoy está entre prisioneros,
ves la justicia invertida,
y ante la acción homicida
¿qué ejemplo a los hombres legas?
Te ha podido el miedo y niegas
Al mismo autor de la Vida.

No una, ni dos. Son tres
esas negaciones duras
en las que al pueblo aseguras
Que Él tu maestro no es.
El gallo canta otra vez,
Pedro recuerda la cena.
La vergüenza es su condena,
y su conciencia una pira.
Cristo, se para, lo mira
Y Pedro llora de pena.

“Tú sabes bien que te quiero”
A la cara le dijiste,
pero ahora ante el miedo hiciste
Negación tu amor sincero.
Más fácil que este madero
Era verlo milagroso.
En el Tabor, luminoso,
Quisiste alzar una tienda
Y ante el calvario, tu ofrenda,
Es sucumbir al acoso.

Más imagino que Él
Ante la inmensa discordia,
Con honda misericordia
Contemplaría el plantel.
Ojalá, Pedro, que Aquel
Reo así te haya mirado,
Y al sentirte perdonado
Borraras dolor tan fuerte,
Que esa sería mi suerte
Por tanto que lo he negado.

Miércoles Santo, víspera de los días grandes. El miércoles es el día del cansancio absoluto, de las largas horas haciendo ramos para los monumentos, de dejarlo todo a punto, de que nada nos falle. Y es, o al menos debería ser también, el día de la confesión, de la reconciliación con Dios para celebrar su paso salvador en plenitud. De poco valen hermosas procesiones si no están acompañadas de una vivencia auténtica de la liturgia, y nada edifican artísticos monumentos si, puestos ante ellos, no hay una firme voluntad de adoración. Preparar todo y no prepararnos sería hacer de nuestra Semana Santa un hermoso almendro que cuaja de flores todos sus gajos, pero que es incapaz de aguarecer una almendra. Y en este caso ¿qué sucede? Que la flor se marchita, se deshoja, y no queda de ella nada. Pero si esas flores se tornan en fruto, la belleza traerá sabor y sustento a la vida, y el preciado manjar será alimento hasta que una nueva cosecha vuelva a vestir el árbol de flores. Así ha de ser nuestra vivencia de estos días, un canto a la belleza sensible capaz de transformar el corazón hasta adentrarlo en los misterios del amor invisible. Y sí, sé que cuesta. Es mucho más fácil calzar velas que velar con auténtico amor ante el monumento, pero para conseguirlo la Villa nos ofrece hoy dos catequesis extraordinarias: la de la Humildad y la Paciencia.

Humildad es este Cristo
Que sobre la piedra fría,
Paciente esperar se ha visto

Hasta que, en cruenta porfía,
Estando el madero listo,
Dé comienzo su agonía.

Humildad es la de un Dios
Que en su absoluta inocencia,
Ante el maltrato feroz

con sus verdugos presencia
-sin siquiera alzar la voz-
ver cumplirse la sentencia.

Humilde es este cordero,
Paradigma del fracaso,
Que acepta ser prisionero

Y apoyado sobre un brazo
Espera junto al madero
Ganar vida sin ocaso.
Humilde el que con perdida
Mirada acepta este yugo,
Y como la uva molida

Saca de su sangre el jugo
Con tal de ganar la vida
Total para su verdugo.

Será lagar y molino
Esa cruz, donde la espiga
Herida al grano más fino

-a precio de su fatiga-,
el pan nuevo y nuevo vino
Para los hombres consiga.

Es la Humildad y la Paciencia
De Jesús y de María
Una lección de elocuencia,

Para así, al siguiente día,
En su pan y en su presencia
Hallarlo en la eucaristía.

La Eucaristía, qué valioso don. Ya amanece el jueves santo, uno de los grandes jueves de la Villa. Pero este no es de la Villa sólo, es más, es de la cristiandad entera, porque si debe haber un día grande para los cristianos, es éste. ¡Qué misterio de amor el de Dios con nosotros al que hoy se nos llama! ¡Cristo lavando los pies! ¡Cristo partido y repartido para salvación de los hombres!
“Qué brilla más que el sol”, dice un refrán de este jueves ¿No va a brillar más que el Sol si es el sol mismo el que, por puro amor, decide reducir su silueta inmensa a la pequeñez de una hostia para ser luz de los perdidos, calor de los tibios, fuego de los amantes, alimento de vida eterna? No me cabe en la cabeza la locura de amor del Jueves Santo, y creo que jamás podremos reciprocar dignamente esta entrega generosísima del Señor. Jueves Santo en la Villa es día de muchas cosas, pero vayamos primero a lo esencial, a la eucaristía, a los monumentos.
¿Es que acaso hay flor que pueda corresponder con belleza el amor de su creador? ¿Es que de verdad hay vela que pueda alumbrar al sol de justicia? ¿Es que puede haber en la miseria de la plata y el brocado, lo más valioso desde nuestra pequeñez, trono suficiente para Dios en el mundo? ¡Qué podríamos darle que sea estrado de sus pies! Lo mejor, sin duda, lo mejor de la materia y lo mejor del Espíritu.
Hace unos meses fue canonizado San Manuel González, un alma que vino al mundo a hablarnos del amor silencioso que emana de los sagrarios. Qué falta nos hacen apóstoles de los sagrarios, ¡a todos! A los fieles y al clero. A nosotros, fieles, que lo tenemos abandonado y sólo, y a ustedes también, sacerdotes, que teniendo tan alta responsabilidad encima, permitís a veces que se le ultraje con la irreverencia. El monumento del jueves santo debe ser lo más cuidado, lo más sublime, lo más excelso de nuestra semana santa. No es madera, no, no es plata, no; no es materia lo que está allí: es alma, es cuerpo, es divinidad de Jesucristo.
Me planteo muchas veces hasta qué punto hemos abandonado el amor por el monumento, y no olvidemos que ése es el termómetro de nuestra fe. No nos escandalicemos con la traición de Judas: nosotros tenemos a Cristo presente y lo traicionamos con nuestro olvido, con nuestro desafecto. No nos asombremos de la negación de Pedro, cuando nosotros negamos su divinidad y su presencia cayendo en el discurso absurdo de lo políticamente correcto y hacemos del trono de Dios en la tierra un montaje vanguardista en aras de complacer a los que no se contentan con nada. Luchemos por la dignidad del monumento, no reduciéndolos a montajes de colegio más propios de campamentos de verano. Adornémoslo con lo mejor que tenemos y no olvidemos que el mejor y más oportuno aderezo es el de muchas almas de rodillas ante Él.

No olviden que el Jueves Santo
Es en extremo solemne.
Ya está lista la casulla
-La mejor que el templo tiene-
Y donde estaba el morado
El blanco a imponerse vuelve.
Otra vez vuelven las flores,
Solo momentáneamente,
Y de nuevo las campanas
Cantan ¡Gloria! Alegremente
Hasta que, conforme acaba,
De repente se enmudecen.
Es lavatorio de pies,
Es consagración solemne,
Es día del sacerdocio,
Día del amor latente,
Fraterno, redentor, vivo
Y sobre todo, perenne.
Acaba la misa entonces,
Comunión. Un monaguillo
De sotana y de roquete,
Con un cuidado absoluto
Todo el monumento prende
Y posa luz, poco a poco,
Sobre limpios capiteles.


El copón sobre la mesa,
Es de amor inmenso fuente,
Hasta que el paño de hombros
Y el palio, lo llevan desde
El altar a la reserva,
Mientras con voz imponente
Canta el pueblo, arrodillado,
Himnos al rey de los reyes.

Cristo ya está en la Reserva.
La Iglesia entera enmudece,
Y una legión de redomas
Por los pasillos se mece.
Dos golpes. La Magdalena
Se levanta de repente
Mientras las jarras de flores,
Batiéndose suavemente
al ritmo de las horquillas
dulces aromas desprenden.

La Magdalena. San Juan
Adopta el puesto siguiente,
Escribiendo la palabra
Del aquel que a su espalda viene.
En la oscuridad del templo
El día va lentamente
Descubriendo la silueta
Del Señor que sin que suene
Palabra, nos da un mandato
De amor que cumplirse debe.
Se tambalea la cruz
Sobre la plata Meneses,
Y un reguero de tulipas
De luces su cuerpo encienden.
Mamá, escúchame Mamá,
Dime, por fa, ¿quien es ese?
-¿Qué quien es ese, hijo mío,
El que del madero pende?
“Él es Señor de señores,
Él es el Rey de los Reyes,
Es, el que en el monumento,
Está deseando verte
Para así llenar de vida
Todas tus sombras de muerte”.
¨Y la Virgen, ¿por qué llora?
¿por qué ese puñal le duele?
No, mi niño chico, no
Si llora es porque se muere
En ver al hijo que va
De aquel madero pendiente.
Y no, no tiene consuelo
Ni siquiera en las mujeres
Que con peineta y mantilla,
Acompañarla pretenden.
No tiene consuelo, no,
Porque consuelo no puede
Tener una madre que
A su hijo adorado pierde.
Debería desmayarse,
Pero de pie permanece,
Porque se fía de Dios,
Y el que a Dios sus dudas cede
Consigue sacar certezas
De donde el mundo no puede.

¿Ves, Orotava, a ese Cristo
Vencido ahora por la muerte?
Míralo, y tus pesares
Se sanarán de repente,
Como le pasó a Israel,
Cuando Moisés la serpiente
De bronce alzó en el desierto
Ante el clamor de su gente.

Oh tarde del Jueves Santo,
Dulzura de amores eres,
Entre potosís de plata
Y un Dios que de amor se muere.

Pero mira que ya es tarde,
Corre hijo, a casa vete,
Y cambia el hábito puesto
Por una cintita verde,
De la que una columnita
Brillante de plata pende,
Que nos espera el columna,
Y a ése faltar no se puede.

Los instantes son celéricos entre una y otra procesión. Apurar un plato de arvejas, quizá algunos tollos por el camino, es sustento demasiado para escalar la calle de los Tostones. La noche fría del jueves santo no ha sesgado el entusiasmo de tantos que desde cualquier rincón se dirigen a San Juan, abarrotado antes de la hora certera. Cruzando entre la gente, el cancel abierto deja ver desde la plaza el prodigio. El Cristo a la Columna presidiendo su iglesia, ante el dolor de María y la mirada de Juan. ¡Qué belleza inestimable logró Roldán sacar de la madera en este portento de genialidad y arte! ¡con razón tantos han venido a esta parroquia a experimentar en carne propia el asombro que causa percibir tanta perfección en humana hechura! Pero hoy no sois solo materia, Señor mío. Hoy te toca ser punto de encuentro de mil plegarias, oyente de infinitos sollozos, relicario de fe sencilla que, a ejemplo de tus pies, sigue descalza tus pasos. ¿Quién resiste mirarte, mi Dios y Señor, y no proclama con el salmista “Oh Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve”? Apúrense, son las diez, y le toca salir al Señor con mayúsculas. Él, que es amor únicamente, saldrá a dar público testimonio del Amor Fraterno que hoy hemos celebrado.

Las diez campanadas han
movido a los celadores,
y un estruendo de tambores
hace estremecer San Juan.
Mientras las redomas van
Formando filas de hermanos,
Son cientos los cuidadanos
que aguardan ver con temor
al sempiterno hacedor
dejar atarse las manos.

Mangas de lila vestidas
En plena calle se adentran.
Dos golpes secos de mano
Sobre el terciopelo suenan
Mientras que toda la plaza
En hondo silencio queda.
Primer toque de clarines
Recibe a la Magdalena
Infinitamente triste
E infinitamente bella,
Y al sonar de los tambores,
Que acompasa su melena,
Parece que sobre tantas
Almas la santa pasea.

Baja el primer escalón
Y ya en la portada queda
San Juan, el enamorado
De todas las primaveras.
Ramos bien enjaretados,
Perfectamente las velas
Lleva el discípulo amado
Que fijo mirando queda
A los balcones buscando
De su público respuesta
A la invitación que a todos
Mientras va pasando deja:
¡Villero, tú que de arriba
Ahora lo verás, espera
A ver si el destino quiere
Que tu Señor se detenga
Delante de tu balcón
¡Qué suerte sería esa!
¡Y si al final lo lograras,
Exprime el tiempo que queda
Y cuenta todas las llagas
Que sobre la espalda ostenta!
Tú que del alto lo miras,
Cuida no perder la cuenta
Y piensa cuántas y cuántas
Escaras que lo laceran
Han salido de tu mano,
Por más que verlo no quieras.

Silencio. Sale el Señor.
El tambor callado queda
Y solo la brisa fría
Pasando entre las palmeras
Y el murmullo de la fuente
Entre tantas almas suena.
Más de repente el silencio
Rompe una voz lastimera
Que al redoble de segunda
Entona una malagueña.

Coplas que nacen del alma
y son eco de esta tierra,
Van del balcón al Señor
Como entrenada saeta.
Su paso lento discurre.
“Venga al redoble, la izquierda”
Y cargador no te agaches,
Porque aunque es verdad que pesa,
Más le ha pesado a tu Dios
Ganarte la vida eterna.

Pasa el Señor de Señores,
Las borlas se tambalean
Sobre la negra columna
En que sus manos asienta.
Atadas lleva las manos
El autor de cielo y tierra;
Atadas manos que vista
Pusieron en la ceguera;
Atadas manos que vida
Sembraron por Galilea;
Atadas manos que dieron
De comer con una cesta
A toda una multitud,
Atadas. Y Él mudo queda.

No hay sollozo en el Señor
Que sobre iris pasea
Este tormento de amor
Que ha de hacer nueva la Tierra.

Y ahora la Madre asoma,
Como una blanca azucena,
De azul vestida consciente
De que la gloria que espera
No puede verse truncada
Por una injusta sentencia.
Pero cada latigazo
Que sin reparo lacera
La preciosísima espalda
Del hijo, en la Madre queda,
Y se hace poco un puñal
Para aguantar tanta pena.

Son consuelo, si es que puede
Tener consuelo esta escena,
Amplias filas de mujeres
Que acompañan con sus velas
Tanto el clamor de su Rey
Como el dolor de su Reina.

San Juan, Cantillo, León.
Más gente, más malagueñas,
Más los cruces de miradas
Entre Cristo y las aceras.

Ya está llegando, despacio,
La procesión sanjuanera,
A La Plaza que dos jueves
Únicos un año espera.
En uno, las tierras visten
De prodigios las losetas,
Y en éste alfombras de sangre
Y de pesares las llenan.
El palio que para el Corpus
Bordaron manos expertas,
Hoy lo pone el Creador
En forma de luna llena
-sobre las varas, ya ausentes-
De seis esbeltas palmeras.

La banda municipal
La marcha “Tosca” interpreta
Y van el Hijo y la Madre
En sacrosanta pareja
Mostrando cual peor dolor
Es el que a los dos aqueja,
Pero los dos en silencio,
Con la absoluta certeza
De que es Voluntad de Dios,
Y si es de Él, es perfecta.

Dolor que se vuelve vida,
Vida se hace la madera
Aquí, donde el gran Roldán,
Logró con maestría inmensa
Hacer que los Evangelios
Hablaran por la materia.

Señor de maniatado mío,
Ya al sermón poco le resta,
Ya toca volver al cielo
De tu iglesia sanjuanera.
Ya van las filas de hermanos
Alumbrando la Carrera,
Ya, en estación penitente,
San Francisco verte espera.
Jueves Santo en la Orotava,
Qué noche de amor es ésta:
Jesús en el monumento
Regalando vida nueva;
Jesús mostrando en la calle
Su debilidad terrena;
Jesús preludiando la
Muerte horrible que le espera;
María hablando de Gloria
Mientras implora clemencia.
Ya son las dos, viernes santo,
Ya el Cristo ha entrado en su iglesia:
¡Qué testimonio de amor
Invade la Villa entera!

Son pocas horas de sueño las que esta noche santa nos depara. Y menos deberían ser, si permanecemos fieles a las palabras de Cristo en el Huerto “orad, para no caer en tentación!” ¿qué mejor manera hay de pasar esta noche que en el Getsemaní del monumento, acompañando al Señor en su proceso condenatorio! Ya quedan pocas horas para el fin dramático de esta pasión y la Villa nos invita a un día dedicado única y exclusivamente a Él. Via Crucis, Horas Santas, procesiones, oración, ayuno y abstinencia son el aderezo de una jornada cruentísima para el Señor. Y así, apenas las primeras luces del alba comienzan a devolver el color al paisaje, el mismo tronar de tambores que cesó en San Juan hace apenas unas horas vuelve a iniciar su marcha, esta vez en el extremo opuesto de la Villa.

Es Viernes Santo. La luz
Del día anuncia a este Reo,
Que buscando un Cirineo
Sale cargando la Cruz.
Hoy la Villa, ante Jesús,
Será Vía Dolorosa,
Donde, teatral, desbroza
Entre dolores y penas
Sus patéticas escenas
La tradición piadosa.

Un viacrucis visual
Es esta cruz que delata
Con nácar, carey y plata
La redención humanal.
De lila, ya en el portal
Del convento centenario,
Comienza este itinerario
De Jesús y de María
Que llevará, al mediodía,
A su fin en el Calvario.

Cada imagen diferente
Camino en el alba toma,
De prisa, por ver si asoma,
Cristo en alguno de frente.
El primer encuentro hiriente
Lo sufre la Magdalena,
Que con extensa melena
No entiende que esté así, no,
El Redentor que le dio
Perdón en vez de condena.

Una mujer piadosa
De entre el gentío no aguanta
Ver envuelta en sangre tanta
Aquella faz tan hermosa.
Se quita el velo y lo posa
Sobre aquel semblante extraño,
Y la silueta del daño
La habrá de llamar “Verónica”
Al quedar la faz icónica
De Cristo impresa en el paño.

San Juan, discípulo amado,
No soporta ver así
A su maestro, al Rabí,
Que en su pecho lo ha acostado.
Y queda tan destrozado
Ante su inmensa agonía,
Que lo único que ansía
Es corriendo sin demora,
Avisar a La Señora
De lo que en breve vería.

Corre San Juan, ve veloz,
No vaya ser que María
Muera de melancolía
Al hallar así a su Dios.
Corre Juan, camina en pos,
Corre, oh San Juan, como el viento,
Sin reparar un momento
En cuánto duele y defrauda
Que el pueblo al mirarte, aplauda,
Ante tanto sufrimiento.

María es la transparencia
Del dolor en sus miradas;
Sus manos entrelazadas
Ruegan al cielo clemencia.
Lenta, entre la concurrencia,
Se acerca con llanto atroz,
Sabiendo, ante el mismo Dios,
Que si de dolor se trata,
La pesada cruz de plata
La cargan entre los dos.

Yo a vislumbrar no podría
Ante esta escena de Cruz
Quién sufrió más, si Jesús,
O si su madre, María.
Jesús al verla diría
¿Por qué, oh Dios, de esta manera
Me ve la mujer que diera
Un sí tan inmenso al cielo,
Y haría de su carne el suelo
Con tan que yo no cayera?

Y pensaría, María.
-¿qué hace con la cruz cargado
El que sanar del pecado
A sus hermanos quería?
¿Qué hace el niño que dormía
Cuando pequeño en mi brazos,
Hecho de heridas, pedazos,
Y envuelto en sangre y sudor?
¿Qué hace quien dio tanto amor
Cubierto de salivazos?

Oh, procesión del Encuentro,
Que la Plaza de Casañas,
Has tornado en las montañas
De tierra Santa en su centro.
Ahorra discurres por dentro
Del pendiente recorrido,
Y al volver donde has salido
Solemnemente declaras,
Que ya queda menos para
Que todo esté al fin cumplido.

Hora de Sexta. Incendiario
Sol asoma al mediodía,
Mientras una travesía
De almas corre al Calvario.
Aquel multitudinario
Domingo de Romería,
Hoy es dolor, agonía:
Es el terrible concierto,
Del llanto, ante el Hijo Muerto,
De la Piedad de María.

El lastimoso cortejo
Contrita los corazones:
Entre los santos varones
Con el fúnebre aparejo
Y el encorvado entrecejo
Que la lágrima y la pena
Dejan en la Magdalena.
Mientras que San Juan, alzando
Las manos pregunta el cuándo
Y el porqué de esta condena.

La Virgen de la Piedad,
El Calvario Orotavense,
Es hito de arte que vence
Con belleza la crueldad.
Hizo la genialidad
De Estévez en la madera,
Una plasmación certera
De este llanto que se vierte
Sobre un triunfo de la muerte
Que resurrección espera.

La procesión del Calvario
Camino a la Concepción,
Es solemne profesión
De amor multitudinario.
La madre aflicta, el sudario,
Cada doliente ademán,
Son un pregón que en un plan
De hondo desasosiego
nos preludian lo que luego
Dirá en la Pasión San Juan.

Avanza la procesión:
Calle verde, salesianos,
Pasa la plaza del llano,
Sube hasta la Concepción.
Carrera, Constitución,
Sigue el recorrido incierto
Hasta que, sordo el concierto,
De los tambores entona
El redoble: la hora nona.
Silencio. Jesús ha muerto.

Jesús ha muerto. Ya es hora de la adoración de la Cruz, de la lectura de la pasión, de la universal plegaria, de la comunión agradecida. San Juan, en torno al Señor Muerto, nos vuelve a congregar en la magna procesión de la Orotava.

Cuando ya pasan las siete
Llega un aluvión de mangas,
De Ciriales y estandartes
Que van llenando la plaza.
Ya el piadoso Nicodemo
El coqueto arco traspasa,
Y José de Arimatea
También el paso adelanta.
Cortejo de pena es éste
En el que Cristo descansa
Ante el dolor de la Madre
En una urna de plata.
Recorre toda la Villa
Esta fúnebre jornada,
Y empieza por la de arriba,
Que primero los de casa.
Baja el molino el Señor,
Y allí mi abuela sentada
Junto mi abuelo me buscan
En algún grupo de carga.
Sigue el Señor su cortejo
Que en San Francisco lo aguarda
Extremadamente bella
La Soledad Franciscana,
Que a sendos pasos recuerda
Cuál fue su primer morada.
Es la procesión solemne,
La de las negras dalmáticas,
La del silencio contrito,
La de las cruces tapadas.
Que cuando vuelve a San Juan
Vierte, en lastimosa entrada,
Junto a los sones de Tosca
Sendos torrentes de lágrimas.
La Dolorosa de Estévez
Parece que cuando pasa
El portón de su parroquia
Más se contrista y amarga,
Y es que la luz de las velas
Acariciando su cara
Son el reflejo mejor
De su lividez de plata.
Inciensa al Señor, inciensa
Y recoge la sabana
Que José de Arimatea
Le tenía preparada.
Tres veces se alza su cuerpo
Ante cientos de miradas
Como si de una custodia
De rubíes se tratara.
Y el pueblo, todo se inclina,
Porque no vea su cara
El cuerpo del Redentor
Que por nos, allí se halla.
Sigue tosca. Sigue y sigue
Y de repente la marcha
Se interrumpe con el golpe
Seco con que cae la tapa.
Dios ha muerto, Dios se entierra.
Dios ha muerto. Todo acaba,
Pero una voz poderosa
Nos recuerda que mañana
Una noticia mejor
Sobre este fin nos aguarda.
Pero mientras que esta llega,
Se hace a la madre muy larga
Y es justo en su soledad
Acompañar la esperanza.
Una sube hasta San Juan,
Otra la Parroquia saca,
Y de dolorosas mudas
Se colapsa la Orotava.
Si has de dormir, vete ya,
Pero no olvides por nada
Que todo no acaba aquí,
Que debes volver mañana.

Y el sábado de gloria, ni misas, ni actos, ni campanas ocupan esta Villa solemnemente callada. Sin embargo en cada templo todo se renueva y cambia: se avecina una gran noche, la pasión está acabada. Los imágenes vuelven a los altares, las flores que lo adornaban serán himnos de alegría que la primavera canta.
Hoy es día de agradecer el esfuerzo de todas las cofradías, de hermanos, de hermanas, de acólitos, monaguillos, de jóvenes, de mayores, de bandas de cornetas y tambores, de música, de organistas, de vestidores y floristas cuidadosos. De sacerdotes y autoridades, de todos los que han hecho otro año este sueño realidad.

Ya empieza el pregón pascual,
Una nueva luz destella.
La oscuridad de la noche
El fuego nuevo contempla,
Y la escritura y los salmos
Proclamados nos recuerdan
Que el Señor, que siempre es fiel,
No ha olvidado su promesa.
El esplendor de este rey
Ha acabado las tinieblas.
El sepulcro que en San Juan
Su cuerpo muerto tuviera
Está del todo vacío,
Sólo las sábanas quedan:
No hay nada, nada de nada,
Está rodada la piedra,
Y una noticia gozosa
pregona la Magdalena.
Amanece y las campanas
Anuncian la buena nueva
Y llena el Resucitado
De colores las iglesias.
De tanto llanto y dolor
Ni el mínimo rastro queda,
Únicamente las cinco
Llagas que su cuerpo ostenta.
La vida en una custodia
Por gracia de su amor entra,
Y nada se vuelve el oro
Ante la rica presea
Que en simple harina de trigo
Vale más que su materia.
Los jardines de la Villa
De nuevas flores se llenan,
Los montes están más verdes,
El sol más claro destella,
Los himnos pregonan gloria
Donde sollozos se oyeran.
Cristo ha vencido a la muerte,
Se arrodillan las aceras;
Cristo ha vencido a la muerte,
Los campanarios se alegran;
Cristo ha vencido a la muerte,
Todo se vida se llena.
Vete al encuentro, villero,
Vete al encuentro, villera,
De ese pedazo de pan
En que por amor se queda
Aquel que ayer enterraste
Y hoy resplandores destella.
La Villa toda relumbra
Y la cristiandad entera
Goza feliz de este encuentro
Que canta la primavera.
Goza y goza y sin cesar
Que la Victoria es certera:
Que hoy ha Vencido la Vida
Y la creación, con ella….”

BRUNO JUAN ÁLVAREZ ABRÉU
PROFESOR MERCANTIL

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