Foto tomada con mi cámara digital de La Piedad del Calvario del Puerto de
la Cruz en la procesión Magna del Viernes Santo de la Semana Santa del
año 2009.
Como homenaje a un gran amigo del Puerto de la Cruz y de la Villa de La
Orotava; DON IGNACIO TORRENS GONZÁLEZ, reproduzco, íntegramente el pregón
correspondiente a la Semana Santa del Puerto de la Cruz del año 1998, que leyó
el día 20 de marzo de ese año, en el templo parroquial del popular Barrio de la
Ranilla LA PEÑITA, su Barrio: “… Dignísimas Autoridades Religiosas y
Civiles; señoras y señores: este grupo de amigos entrañables que forman la
Junta General de Hermandades y Cofradías del Puerto de la Cruz, a pesar de sus
numerosas virtudes, ha tenido este año un imperdonable fallo: el de encargar a
este modesto servidor la difícil aunque estimulante tarea de servir de
pregonero en La Peñita, de la conmemoración más trascendente de la Historia de
la Humanidad, del acto más solemne de la cristiandad en todos los pueblos del
mundo católico y por lo tanto en el nuestro: la Pasión, Muerte y Resurrección
de aquel hombre singular llamado Jesús, Dios y Hombre en una sola persona, que
hace bastante más de 19 siglos vino a la tierra, en un punto de lo que hoy
llamamos el conflictivo Oriente Medio, no sólo para hacernos mejores, sino
también para señalarnos el premio, si lográbamos serlo.
Y digo que es un fallo este nombramiento, no por una
modestia mal entendida por mi parte, que es una de las tantas virtudes de las
que carezco, sino porque los aludidos amigos de la Junta de Hermandades,
probablemente por un exceso de afecto hacia mí o tal vez, por un
desconocimiento supino de los escasos méritos que ostento para ello, me han
hecho partícipe de este honor tan inmerecido, al que, eso sí, he correspondido
con el mayor entusiasmo, no exento de una especie de miedo, tanto por la
calidad de las personas que me escuchan, a las que pido benevolencia, como al
recordar que mi predecesor el año pasado, el profesor José Javier Hernández, a
quien conozco desde que nació, es una verdadera autoridad entre otras
disciplinas en arte sacro, con lo cual me lo ponen más difícil todavía.
Sin embargo, y perdónenme que hable en primera
persona, y con este estilo directo y coloquial, entre las tantas circunstancias
que influyen en la vida de un hombre, hay dos en mi caso particular, que desde
que tengo uso de razón me han marcado de alguna forma; una, el enorme interés,
tanto en el aspecto divino como en el humano, y tal vez predominando éste
último, que ha supuesto siempre para mí el estudio y conocimiento de la vida
del Divino Jesús, ese chico que murió joven y de mala manera, hijo de un
humilde carpintero de Nazaret y de una modesta mujer del pueblo, que pasó por
la vida sin un duro en el bolsillo, y que al mismo tiempo que, rodeado de
incondicionales, pregonaba el Bien a los hombres con la autoridad que le daba
su origen divino, expuso una teoría revolucionaria que, al margen de su
grandeza espiritual y mística, conmocionó e hizo cambiar, las estructuras
sociales y políticas de su tiempo, bastante deterioradas por cierto, y las de
los diecinueve siglos posteriores, si cabe, más deterioradas todavía.
La teoría, como todos ustedes saben, consistía
sencillamente en decir que todos los hombres éramos iguales ante Dios y que
teníamos que amarnos los unos a los otros; sin hacer alarde de mucha fantasía,
nos podemos imaginar el impacto que este pensamiento revolucionario causó en la
acomodaticia sociedad de aquella época, impacto que continuó con toda su fuerza
a través de la Historia y que subsiste pujante hasta nuestros días.
En cuanto a la segunda circunstancia que he dicho que
me ha marcado, es la de sentir, como la mayoría de los ranilleros, un amor
desaforado, si se quiere irracional, como deben de ser los amores verdaderos, a
este pedazo privilegiado de tierra, a este pueblo pequeño, el más pequeño de
España, que no llega a nueve kilómetros cuadrados que se llama el Puerto de la
Cruz, pero ... qué grande es, a pesar de su pequeñez!
Hay que ver con que orgullo pregonamos dentro y fuera
del Puerto, nuestro título nobiliario de ranilleros, todos los que hemos tenido
la suerte de nacer o vivir en este trozo de paraíso limitado, de una parte por
La Orotava, de otra por Los Realejos y de frente, por el imponente Atlántico,
por el eterno mar, el mítico Mar Tenebroso, de majestad infinita, por el que se
arriesgó, partiendo en segunda escala de nuestras tierras, un oscuro navegante
genovés llamado Cristóbal Colón, protegido por los Reyes Católicos, nada menos
que al descubrimiento y conquista de América, pero que para nosotros sigue
siendo un mar, sin cuyo arrullo, bronco en las tempestades y sonriente en la
bonanza, y en ocasiones, sin los cantos de las gaviotas y de los zarapicos, nos
es tan difícil a los del Puerto conciliar el sueño cuando estamos fuera.
En la tarea de definir al Puerto, y mucho más si lo
relacionamos con los actos que en él se celebran en la Semana de Pasión, como
manifestación indiscutible de su fe religiosa, no existe ninguna posibilidad de
evitar los consabidos tópicos, pero es que el Puerto, queramos o no, al mismo
tiempo que es maravilloso, también es y será siempre diferente a los
demás pueblos.
Por mi parte, dejaría a los expertos en la
investigación de la historia portuense el importante cometido de adentrarse en
el pasado, de sacar a la luz los entresijos de la vida cotidiana material y
espiritual de sus hijos, a lo largo de los siglos, como lo siguen haciendo
Clementina Calero, Melecio Hernández, Juan del Castillo, Milagros Luis, Nicolás
Barroso, Salvador García, Antonio Galindo y muchos más, y como lo hicieron en
épocas ya pasadas, Álvarez Rixo, Diego Guigou, Sebastián Padrón Acosta y su
primo Benjamín, Vicente Jordán, Antonio Ruiz Álvarez y tantos y tantos otros
que encontraron en los archivos del Puerto una fuente inagotable de
conocimientos sobre nuestros antepasados más o menos remotos, sin olvidarnos de
la "casi nuestra" y exquisita poetisa Dulce María Loynaz,
desaparecida hace poco en Cuba a una edad muy avanzada, hija adoptiva y
enamorada del Puerto y devota de nuestra Virgen de la
Peña, a la que regaló hace casi medio siglo un precioso manto.
Yo en cambio, que jamás he tocado un archivo, y quiera
Dios que nunca lo toque por si puedo estropear, bien el archivo o bien las
conclusiones que de él pueda sacar, prefiero en estos casos utilizar la
imaginación, tal vez, como arma socorrida de los que no tenemos otros méritos.
Vaya por delante que en estas modestas líneas no voy a aportar nada nuevo a la
magia de la Semana Santa de nuestro Puerto, de este Puerto de nuestros amores y
de nuestras desazones, el de la "chalanita marinera" que tan
certeramente cantó el inolvidable Manolo López; del Puerto que nos alegra la
vida y nos la amarga al mismo tiempo, y del que, a fuerza de idealizarlo, le
vemos los mismos defectos y las mismas virtudes que a una persona querida, que
a pesar de todo o tal vez por eso mismo, la seguimos queriendo sin condiciones.
Pero si voy a traer a cuento, algunos pequeños recuerdos del Puerto y sus
personajes, ligados con estas fechas, pues, como dijo el poeta, recordar es
volver a vivir.
Fue un palmero, pero ranillero de adopción, anclado
primero en Las Cabezas y después en la calle de Puerto Viejo, el siempre
recordado Luis Castañeda, el que demostraba hace unos cincuenta años, esta
forma de querer al Puerto, al escribir con el lirismo que lo caracterizaba,
este certero requiebro: "perdona Puerto de la Cruz mi irreverencia, pero
quieras o no te he de cantar; te he de cantar siempre, con versos inarticulados
que me salen del alma, porque te metiste dentro de ella y yo ya no sé si soy
tuyo o si tu eres mío, si tu eres de todo el mundo o si tu eres el mundo
entero". ¿Se puede decir más con menos palabras?
Por eso, al usar la imaginación aunque eso sí, sin
dejar de tener los pies en el suelo firme, quiero ver a mi Puerto con una
óptica diferente, con unas gafas con cristales de colores distintos que se
puedan intercambiar en el tiempo según sea nuestro estado de ánimo,
aunque sólo me sirvan para dar la razón a Campoamor, pero sólo en el tiempo,
pues el espacio, si bien modificado por el trabajo del hombre, lo tenemos aquí,
a la mano, desde muchos miles de años antes de que Lutzardo de Franchi leyera
cerca de los acantilados de Martiánez, el rollo de la fundación del Puerto de
la Cruz, en el Siglo XVII, lectura que, a falta de fotógrafos que estuvieran
presentes en el acto, pues Imeldo Baeza y Pepe Fregel no habían nacido todavía,
inmortalizo, usando la bendita imaginación, la magistral pintora portuense Lía
Tavío, como siempre, con el mar al fondo, ese mar que tan bien conocimos los
que aprendimos a nadar en él, incluso antes de que se entullara el bajío, no
por desidia pero s¡ por falta de estudio y previsión.
Pero no nos apartemos del camino y vamos a usar la
fantasía; y ya, metido de lleno en el imaginario vuelo, la máquina del
tiempo, me lleva sin querer a los años finales de la década de los 30, hace
casi sesenta años, en unos días de Semana Santa en los que los chicos dejábamos
la dura disciplina de la escuela de Dª María Pérez en la plaza del Charco, lo
que llenaba de satisfacción a toda nuestra pequeña humanidad; yo iba a casi
todas las procesiones, siempre de mano de mi madre, pues mi padre, que era algo
agnóstico por unos motivos familiares que no vienen al caso, prefería ver las
procesiones (que paradójicamente le gustaban mucho) desde fuera y para
entretener la espera, mientras duraban los cultos, se reunía con un grupo de amigos
en la cercana tasca de Pepe el del 1º de Mayo, en la Punta del Viento; es
curioso, pero en todas las tascas del Puerto de esa época, no se veía la carne
desde el Martes Santo hasta el entonces llamado Sábado de Gloria, a pesar de
que el único día de abstinencia a que estaban obligados los fieles era el
Viernes Santo.
Me vienen a la memoria atropellados recuerdos de aquel
tiempo, en medio del continuo, tenaz y desapacible sonido de la matraca de la
Parroquia, que se oía en todo el Puerto, pues las campanas enmudecían durante
la Semana de Pasión, hasta que el Sábado de Gloria, el campanero Antonillo el
Manco, uniéndose con júbilo al acontecimiento, las lanzaba de nuevo al vuelo
con todo su entusiasmo, de una forma espectacular que nos sonaba a música celestial,
como ya no las oiríamos más el resto del año; Antonio el campanero, para la
gente joven que no lo conoció, era un inválido que sólo podía moverse
arrastrándose por el suelo y vivía en la misma iglesia, al pie de la torre,
paternalmente protegido por aquel cura bueno aunque de carácter serio y duro
que fue D. Federico Afonso; a pesar de su exiguo cuerpo, baldado y contrahecho,
Antonio era un hombre servicial, siempre sonriente y de muy buen
carácter; asíduo parroquiano del cercano bar de Casiano Verano, era el más
bromista de los asistentes a las peñas que allí se reunían todas las tardes
hasta bien entradas las noches.
Entre este tropel de recuerdos y siempre con la mano
en la manivela de la máquina del tiempo, destacan también los deliciosos
"caramelos de cuadrito", confeccionados por algunas señoras del
Puerto, entre ellas por Dª Nieves Peraza en la calle de Puerto Viejo y por Dª
Soledad y sus hijas, en la calle de San Felipe, a pocos pasos de esta iglesia,
que únicamente se vendían durante los días de Semana Santa; una docena de
chicos entre los que recuerdo a Fidel León y a Ermelandro, el hijo de D. Pablo
el Cubano, con una bandeja colgada al cuello, se desgañitaba en la plaza de la
iglesia, pregonando la exquisita mercancía, que a partir del Sábado de
Resurrección desaparecía del improvisado mercado hasta la Semana Santa del año
siguiente.
Para respetar el silencio y recogimiento del pueblo,
del Martes al Viernes Santo, silencio relativo, pues la matraca seguía sonando
sin parar, las guaguas de los Hernández no bajaban a la plaza del Charco
y se quedaban en la Punta de la Carretera, junto a la barbería de D. Santiago
Carrillo el sacristán; un bidón oportunamente dispuesto en la Esquina Redonda,
frente a la pensión Camila, dejaba cerrada la calle de Esquivel, única vía de
entrada al centro, pues la del Hospital se habilitó después; esto no
significaba mayor problema, pues los vehículos afectados por esta rudimentaria
medida de tráfico, podían contarse con los dedos de una sola mano, a lo largo
de todo un día.
Entre tantos recuerdos, hay algunos que causaron un
gran impacto en mi mente infantil, entre ellos, las piadosas invocaciones, que
escuché‚ centenares de veces, de la mayoría de las mujeres al paso del
Señor Crucificado o del Gran Poder de Dios, el entrañable "Viejito"
de los ranilleros: "Divino Señor, haz que se acabe pronto la guerra";
no hay que aclarar que todas se referían a aquella guerra civil, estéril como
todas las guerras, que lamentablemente asoló a España durante tres años y no
era raro que un hijo, hermano, marido o novio de aquellas mujeres, combatiera
en las trincheras sin saber exactamente porqué y contra quién.
La elegante figura, aunque no muy alta, todo hay que
decirlo, de aquel gran señor que fue D. Santiago Baeza, Alcalde al frente de su
Corporación, presidía las procesiones, acompañadas en su recorrido por la
Hermandad del Santísimo, por la banda de música y por la de cornetas y tambores
de la Cruz Roja.
El rítmico sonido de los palillos sobre el tambor de
caja, hábilmente manipulados por Diego Palenzuela, imponía majestuosidad al
paso de las procesiones, y daba la entrada mediante un acordado redoble al
bombo de Vicente Afonso, el más joven de la agrupación, hermano de Gregorio el
concejal, o a los platillos de Agustín Perera, según tuvieran que iniciar los
compases la banda de música o la de cornetas y tambores de la Cruz Roja, la
primera, dirigida por D. Juan Reyes Bartlet, que ya empezaba a resentirse de la
dolencia que lo dejó ciego, y la de la Cruz Roja, bajo el mando de D. Pedro
Montesdeoca, en mis recuerdos más lejanos, y posteriormente, bajo el de Alcides
Henríquez, el del Ayuntamiento, auxiliado por el inevitable Eduardito, un
personaje pintoresco y entrañable que vivía cerca de La Peñita, y que tan
gratos recuerdos dejó en el Puerto, por su buen humor y su dedicación a los
demás; todos ellos, ya fallecidos, estarán siempre en la memoria de los que ya
tenemos algunos años.
Con ligeras variaciones pero con la misma solemnidad y
fe popular que hace tres siglos, los fieles del Puerto, participarán este año y
todos los años que queden hasta el final de los tiempos, en la Semana de
Pasión.
Los actos a celebrar, figuran en el programa de la
Junta de Hermandades, cuya introducción es una joyita literaria que por
sí sola podría servir de pregón: lo malo es que con su lectura, me
vuelve este mal que nos aqueja a todos al llegar a cierta edad y que podríamos
llamar el "mal de los recuerdos nostálgicos". La procesión de la
madrugada se hace casi real, y me parece que entre los balcones de las viejas
casonas siguen volando los sentidos versos de Verdugo: "eres el mártir que
con sangre crea, y de espinas punzantes se corona, el Divino Jesús de Galilea,
el que en el Sinaí relampaguea, y en la cumbre del Gólgota perdona".
Juan del Castillo en su libro sobre el Puerto de la
Cruz, nos habla del Puerto de los dos Federico, en cuanto al pastoreo del alma
y de los dos Celestinos, para el del cuerpo; con permiso del distinguido amigo,
yo añadiría a los nombres de estas cuatro personas, muy queridas en el Puerto,
otros dos nombres repetidos que mucho conocimos los que ya peinamos canas; los
dos Santiago, que ayudaban a los dos Federico en el pastoreo del alma; Santiago
Carrillo, el sacristán, con cuyas anécdotas se podría escribir un libro, con
pocos puntos de contacto con su tocayo el político, de no ser por la
inteligencia y la chispa ingeniosa y simpática, y el otro Santiago, el
sochantre, que le sacaba sonidos más o menos armónicos al viejo órgano
parroquial, según él estuviera, digamos, más o menos ...subido de ánimo.
Cuando cantaba en el coro la mujer de Santiago el
sochantre, con Magdalena y Cosmelina, los dos ángeles cantores de la calle de
la Hoya, si el organista se distraía, como ocurría con frecuencia, un certero
codazo de su mujer le hacía volver de nuevo a la disciplina musical: el
sacristán y el sochantre, además de compañeros eran grandes amigos y algunos de
sus lances pintorescos y desternillantes, sacaban de sus casillas al bueno de
D. Federico Afonso, que acababa olvidando con una sonrisa las pequeñas pilladas
de los dos Santiago.
Los dos camaradas, entre procesión y procesión iban a
reponer fuerzas al bar de Casiano, donde pocos años más tarde de la época a que
me remito, fui testigo sin querer de una insólita demanda salarial, formulada
ante Santiago Carrillo por un tercer camarada, nada menos que por José Antonio
Lubary, reclamándole sus emolumentos de monaguillo, por las horas extras que
había trabajado en las procesiones de Semana Santa. Aunque no lo ví, me imagino
que Reinaldo el del bar del Capitán, también monaguillo en los años 40, no
debía de estar muy lejos ¡Benditos tiempos!
Capítulo aparte se merece D. Federico Ríos. Persona
difícil de encasillar, como lo define Juan del Castillo y que todo lo tomaba a
broma, pero enormemente responsable en cuanto a la Iglesia y al sacerdocio;
Melecio Hernández, en su Anecdotario del Puerto de la Cruz, hace una genial
semblanza de como vino D. Federico definitivamente al Puerto de su alma, pues
siempre le decía al inolvidable D. Domingo Pérez Cáceres que lo mandara a una
parroquia desde donde pudiera contemplar la torre de la iglesia del
Puerto; pero mejor que resumir la anécdota, la transcribo tal como la escribió
Melecio, sin quitar ni poner una coma:
"Por Semana Santa existía antes la costumbre por
parte de algunos pueblos de solicitar de la Diócesis el orador sagrado para
esas fechas de gran sentir religioso, ya que había sacerdotes predicadores
especializados en esos menesteres que tenían la virtud de hacer llegar al
corazón de los fieles el mensaje de Cristo con la genuina dialéctica pletórica
de arte, fe y amor.
Y ocurrió que el alcalde de Tacoronte, acompañado del
Párroco Don Federico Rios, se fue a gestionar la correspondiente reserva, pero
con la mala suerte de que al no haberla hecho con la antelación debida, según
les informaron, los oradores ya estaban distribuidos y no había ninguno
disponible. Sirvió de gran disgusto al alcalde esta contrariedad y trató por
todos los medios ante el señor Obispo para que le designara un predicador,
aunque no fuera de los más renombrados, para solventar el problema, pero ni
eso, lo que denota que en aquel año hubo mucha demanda o pocos tribunos.
Entonces Don Federico, expeditivo, le dice a la
primera autoridad: no se preocupe. Yo digo el sermón y ya verá que todo
sale bien; se trataba del sermón de La Pasión, que como es sabido de todos es
de gran solemnidad y tradición y por tanto de mucha responsabilidad.
Y llegó el Viernes Santo en que subió al púlpito
nuestro paisano, recogiéndose la sotana en un gesto muy suyo, dispuesto a
cumplir con el compromiso contraído: "Hermanos míos: Yo no puedo decir
nada porque yo no sabría expresar con palabras el dolor que sufrió aquella
santa madre cuando vio a su hijo crucificado, porque eso no lo puede interpretar
sino una mujer que haya parido ..." y así fue capeando la homilía hasta
que agotado el repertorio se le ocurrió concluir súbitamente con estas palabras
"...y ahora siento en el pecho, como un tacorontero más, un aldabonazo que
me dice: Federico, compóntelas como puedas! Amén!"
Cuando la gente abandona la iglesia se fue
concentrando por los alrededores en un creciente murmullo, cargándose el
ambiente de un aire amenazador que se dibujaba en los rostros de aquellos
descontentos cristianos. El alcalde, al ver aquella concentración humana les
preguntó inquieto: Pero ¿qué pasa? ¿Qué‚ es lo que pretenden ustedes? Pues que
le vamos a ajustar las cuentas a ese curita y...que nos aclare eso del
aldabonazo en el pecho, contestó el que parecía ser el portavoz. Hombre
-exclamó el alcalde apaciguador- No es para tanto, pero yo les prometo que
mañana mismo estoy en el Obispado y tendremos una satisfacción.
La gente, tal vez por respeto a la Semana Santa
o porque tenía plena confianza en la palabra del alcalde, se fue dispersando y
así pudo salir sin dificultad el sacerdote. Se entrevistó el alcalde con el
Obispo Don Domingo Pérez Cáceres, y expuesto el caso, este le dijo: Váyase
tranquilo! Yo le garantizo que a partir de mañana Don Federico pasa al Puerto
de la Cruz, porque como es su pueblo allí lo entienden y toleran todas sus
cosas.
Y efectivamente, así fue como Don Federico Ríos, el
dicharachero y ocurrente cura pasó a ocupar la parroquia de Nuestra Señora de
la Peña de Francia."
La anécdota no tiene desperdicio, pero si fuéramos a
contar todas las que Don Federico protagonizó en su intensa vida de apostolado,
probablemente no terminaríamos en varias horas.
Recuerdo que a principios de los 40 llegó al Puerto
otro sacerdote muy querido, el mejicano D. José Flores Ghobber, primero
como coadjutor de la Peña de Francia y despues de párroco de La Peñita y
de San Francisco, y además, desde ese tiempo, nuestro querido profesor de
Filosofía en el Colegio del Gran Poder de Dios en la calle de Pérez Zamora;
siempre lo recordaremos como un hombre de gran talla intelectual, y como
consejero y amigo de todos sus alumnos; entre el Padre Flores y los dos
Federico se repartieron durante muchos años la asistencia espiritual del Puerto
y todos sus barrios hasta la llegada de la Comunidad de Agustinos, a mediados
de los 50.
Pero como todo termina, es ya hora de apearnos de la
máquina del tiempo y volver al Puerto de ahora. Dentro de pocos días se
repetirá el milagro; volveremos a sentir el toque mágico de la Semana Grande
portuense y la ciudad se vestirá de gala para conmemorar el hecho más
trascendental de la Historia del mundo, que tuvo por causa el error judicial
más grave y cobarde de todos los tiempos; la Pasión, Muerte y Resurrección del
Hijo del Hombre, como a Él mismo le gustaba llamarse y lo hacía con frecuencia.
No seré yo quien tenga la osadía de intentar describir
el esplendor de los actos procesionales que se avecinan, cuando las venerables
imágenes salgan a la calle a convivir con los fieles y a formar parte de la ciudad;
los magníficos trabajos periodísticos de Clementina, Melecio, José Javier y
Cayetano Barreto, ya han cumplido con creces este objetivo.
En estos actos procesionales, además de en La Piedad,
la sublime figura de Jesús, estará representada como el Señor del Gran
Poder de Dios, de Humildad y Paciencia, de la Columna, el Nazareno, el
Crucificado y el Señor Difunto, y la de su Santa Madre, como la Dolorosa y la
Soledad. El dramatismo del Señor del Gran Poder o el del Cristo Crucificado, de
conmovedor realismo, sintonizan totalmente con la amargura de la Virgen
María, la bella Soledad esculpida por Luján Pérez; decía el
Marqués de Lozoya, D. Juan Contreras, que "pocas representaciones de la
Madre Dolorosa en la riquísima imaginería hispánica tienen la fuerza patética
de la imagen del Puerto de la Cruz: si la Dolorosa de Salzillo, en la cual la
expresión de amargura viene a acentuar las cualidades de una belleza perfecta,
tiene en tierras hispánicas algún rival, podrá ser la Dolorosa de Luján
Pérez, en la iglesia del Puerto de la Cruz, en el paisaje paradisíaco del Valle
de La Orotava".
Por último diría que tanto las Hermandades religiosas
como sus miembros, han producido siempre en mi ánimo un sentimiento
de enorme respeto y admiración, pues considero un verdadero don del cielo el
hecho de que en estos tiempos materialistas en que vivimos, grupos de hombres y
mujeres tocados de lleno por la fe, tengan la valentía de exponer sus creencias
a la luz pública, sin tapujos y sin posiciones equívocas, con la honradez y la
firme postura que caracterizan a las personas de bien.
En todos los actos estarán presentes las siete
Hermandades y Cofradías del Puerto, en los que juegan un papel muy importante,
y rivalizarán (bendita y noble rivalidad) tanto en lograr su mayor esplendor
como en el cumplimiento de lo que según sus reglas y estatutos es el principal
objetivo de estas asociaciones religiosas cuyo origen se remonta a la Edad
Media: rendir culto a Nuestro Señor Jesucristo en su Pasión y a su Madre. Y así
les rendirán culto: la de Nuestra Señora del Carmen, con mi prima Maria Adela
López Torrents a la cabeza, las del Gran Poder de Dios, El Calvario y La Peña,
presididas respectivamente por Pedro Melián, Gregorio Afonso e Isidro García;
Miguel Suarez, el de la Esquina Redonda, se responsabiliza de la del Santísimo,
Richard Richter, el hijo de Margot Carrillo, de la del Cristo y Emilio Zamora
de la Vera Cruz. No obstante, estoy seguro que mezclados con todos los cofrades
y echando una mano en lo que puedan aunque no los veamos, estarán los espíritus
de Miguel Tamajón, de Pepe Zamora, de Manuel y Pablo Delgado, de Paco el del
Dinámico y de un montón de miembros de las Hermandades que ya no están
físicamente con nosotros y que seguramente pedirán permiso en el Cielo para no
perderse el gran acontecimiento. Y desde las alturas, desde ese Cielo que estos
amigos abandonan provisionalmente, nos llegarán los ecos de la divina poesía
del drama del Calvario: / "Muere Jesús, del Gólgota en la cumbre
/ con amor perdonando al que lo hería / siente deshecho el corazón
María / del dolor en la inmensa pesadumbre. / Se aleja con pavor la
muchedumbre / cumplida ya la santa profecía, / tiembla la tierra; el
luminar del día / cegando a tal horror, pierde su lumbre. / Se abren
las tumbas, se desgarra el velo / y a impulso del amor grande y fecundo,
/ parece estar la cruz, signo de duelo, / cerrando augusta, con el
pie el profundo / con la excelsa cabeza abriendo el cielo / y con los
brazos abarcando el mundo…”
BRUNO JUAN ÁLVAREZ ABRÉU
PROFESOR MERCANTIL
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