jueves, 8 de marzo de 2018

PREGÓN DE LA SEMANA SANTA DEL PUERTO DE LA CRUZ DEL AÑO 1998



Foto tomada con mi cámara digital de La Piedad del Calvario del Puerto de la Cruz en la procesión Magna del  Viernes Santo de la Semana Santa del año 2009.

Como homenaje a un gran amigo del Puerto de la Cruz y de la Villa de La Orotava; DON IGNACIO TORRENS GONZÁLEZ, reproduzco, íntegramente el pregón correspondiente a la Semana Santa del Puerto de la Cruz del año 1998, que leyó el día 20 de marzo de ese año, en el templo parroquial del popular Barrio de la Ranilla LA PEÑITA, su Barrio: “… Dignísimas Autoridades Religiosas y Civiles; señoras y señores: este grupo de amigos entrañables que forman la Junta General de Hermandades y Cofradías del Puerto de la Cruz, a pesar de sus numerosas virtudes, ha tenido este año un imperdonable fallo: el de encargar a este modesto servidor la difícil aunque estimulante tarea de servir de pregonero en La Peñita, de la conmemoración más trascendente de la Historia de la Humanidad, del acto más solemne de la cristiandad en todos los pueblos del mundo católico y por lo tanto en el nuestro: la Pasión, Muerte y Resurrección de aquel hombre singular llamado Jesús, Dios y Hombre en una sola persona, que hace bastante más de 19 siglos vino a la tierra, en un punto de lo que hoy llamamos el conflictivo Oriente Medio, no sólo para hacernos mejores, sino también para señalarnos el premio, si lográbamos serlo.
Y digo que es un fallo este nombramiento, no por una modestia mal entendida por mi parte, que es una de las tantas virtudes de las que carezco, sino porque los aludidos amigos de la Junta de Hermandades, probablemente por un exceso de afecto hacia mí o tal vez, por un desconocimiento supino de los escasos méritos que ostento para ello, me han hecho partícipe de este honor tan inmerecido, al que, eso sí, he correspondido con el mayor entusiasmo, no exento de una especie de miedo, tanto por la calidad de las personas que me escuchan, a las que pido benevolencia, como al recordar que mi predecesor el año pasado, el profesor José Javier Hernández, a quien conozco desde que nació, es una verdadera autoridad entre otras disciplinas en arte sacro, con lo cual me lo ponen más difícil todavía.
Sin embargo, y perdónenme que hable en primera persona, y con este estilo directo y coloquial, entre las tantas circunstancias que influyen en la vida de un hombre, hay dos en mi caso particular, que desde que tengo uso de razón me han marcado de alguna forma; una, el enorme interés, tanto en el aspecto divino como en el humano, y tal vez predominando éste último, que ha supuesto siempre para mí el estudio y conocimiento de la vida del Divino Jesús, ese chico que murió joven y de mala manera, hijo de un humilde carpintero de Nazaret y de una modesta mujer del pueblo, que pasó por la vida sin un duro en el bolsillo, y que al mismo tiempo que, rodeado de incondicionales, pregonaba el Bien a los hombres con la autoridad que le daba su origen divino, expuso una teoría revolucionaria que, al margen de su grandeza espiritual y mística, conmocionó e hizo cambiar, las estructuras sociales y políticas de su tiempo, bastante deterioradas por cierto, y las de los diecinueve siglos posteriores, si cabe, más deterioradas todavía.
La teoría, como todos ustedes saben,  consistía sencillamente en decir que todos los hombres éramos iguales ante Dios y que teníamos que amarnos los unos a los otros; sin hacer alarde de mucha fantasía, nos podemos imaginar el impacto que este pensamiento revolucionario causó en la acomodaticia sociedad de aquella época, impacto que continuó con toda su fuerza a través de la Historia y que subsiste pujante hasta nuestros días.
En cuanto a la segunda circunstancia que he dicho que me ha marcado, es la de sentir, como la mayoría de los ranilleros, un amor desaforado, si se quiere irracional, como deben de ser los amores verdaderos, a este pedazo privilegiado de tierra, a este pueblo pequeño, el más pequeño de España, que no llega a nueve kilómetros cuadrados que se llama el Puerto de la Cruz, pero ... qué grande es, a pesar de su pequeñez!
Hay que ver con que orgullo pregonamos dentro y fuera del Puerto, nuestro título nobiliario de ranilleros, todos los que hemos tenido la suerte de nacer o vivir en este trozo de paraíso limitado, de una parte por La Orotava, de otra por Los Realejos y de frente, por el imponente Atlántico, por el eterno mar, el mítico Mar Tenebroso, de majestad infinita, por el que se arriesgó, partiendo en segunda escala de nuestras tierras, un oscuro navegante genovés llamado Cristóbal Colón, protegido por los Reyes Católicos, nada menos que al descubrimiento y conquista de América, pero que para nosotros sigue siendo un mar, sin cuyo arrullo, bronco en las tempestades y sonriente en la bonanza, y en ocasiones, sin los cantos de las gaviotas y de los zarapicos, nos es tan difícil a los del Puerto conciliar el sueño cuando estamos fuera.
En la tarea de definir al Puerto, y mucho más si lo relacionamos con los actos que en él se celebran en la Semana de Pasión, como manifestación indiscutible de su fe religiosa, no existe ninguna posibilidad de evitar los consabidos tópicos, pero es que el Puerto, queramos o no, al mismo tiempo que es maravilloso, también es y será  siempre diferente a los demás pueblos.
Por mi parte, dejaría a los expertos en la investigación de la historia portuense el importante cometido de adentrarse en el pasado, de sacar a la luz los entresijos de la vida cotidiana material y espiritual de sus hijos, a lo largo de los siglos, como lo siguen haciendo Clementina Calero, Melecio Hernández, Juan del Castillo, Milagros Luis, Nicolás Barroso, Salvador García, Antonio Galindo y muchos más, y como lo hicieron en épocas ya pasadas, Álvarez Rixo, Diego Guigou, Sebastián Padrón Acosta y su primo Benjamín, Vicente Jordán, Antonio Ruiz Álvarez y tantos y tantos otros que encontraron en los archivos del Puerto una fuente inagotable de conocimientos sobre nuestros antepasados más o menos remotos, sin olvidarnos de la "casi nuestra" y exquisita poetisa Dulce María Loynaz, desaparecida hace poco en Cuba a una edad muy avanzada, hija adoptiva y enamorada del Puerto y devota de nuestra  Virgen  de  la  Peña, a la que regaló hace casi medio siglo un precioso manto.
Yo en cambio, que jamás he tocado un archivo, y quiera Dios que nunca lo toque por si puedo estropear, bien el archivo o bien las conclusiones que de él pueda sacar, prefiero en estos casos utilizar la imaginación, tal vez, como arma socorrida de los que no tenemos otros méritos. Vaya por delante que en estas modestas líneas no voy a aportar nada nuevo a la magia de la Semana Santa de nuestro Puerto, de este Puerto de nuestros amores y de nuestras desazones, el de la "chalanita marinera" que tan certeramente cantó el inolvidable Manolo López; del Puerto que nos alegra la vida y nos la amarga al mismo tiempo, y del que, a fuerza de idealizarlo, le vemos los mismos defectos y las mismas virtudes que a una persona querida, que a pesar de todo o tal vez por eso mismo, la seguimos queriendo sin condiciones. Pero si voy a traer a cuento, algunos pequeños recuerdos del Puerto y sus personajes, ligados con estas fechas, pues, como dijo el poeta, recordar es volver a vivir.
Fue un palmero, pero ranillero de adopción, anclado primero en Las Cabezas y después en la calle de Puerto Viejo, el siempre recordado Luis Castañeda, el que demostraba hace unos cincuenta años, esta forma de querer al Puerto, al escribir con el lirismo que lo caracterizaba, este certero requiebro: "perdona Puerto de la Cruz mi irreverencia, pero quieras o no te he de cantar; te he de cantar siempre, con versos inarticulados que me salen del alma, porque te metiste dentro de ella y yo ya no sé si soy tuyo o si tu eres mío, si tu eres de todo el mundo o si tu eres el mundo entero". ¿Se puede decir más con menos palabras?
Por eso, al usar la imaginación aunque eso sí, sin dejar de tener los pies en el suelo firme, quiero ver a mi Puerto con una óptica diferente, con unas gafas con cristales de colores distintos que se puedan intercambiar en el tiempo según sea nuestro estado de  ánimo, aunque sólo me sirvan para dar la razón a Campoamor, pero sólo en el tiempo, pues el espacio, si bien modificado por el trabajo del hombre, lo tenemos aquí, a la mano, desde muchos miles de años antes de que Lutzardo de Franchi leyera cerca de los acantilados de Martiánez, el rollo de la fundación del Puerto de la Cruz, en el Siglo XVII, lectura que, a falta de fotógrafos que estuvieran presentes en el acto, pues Imeldo Baeza y Pepe Fregel no habían nacido todavía, inmortalizo, usando la bendita imaginación, la magistral pintora portuense Lía Tavío, como siempre, con el mar al fondo, ese mar que tan bien conocimos los que aprendimos a nadar en él, incluso antes de que se entullara el bajío, no por desidia pero s¡ por falta de estudio y previsión.
Pero no nos apartemos del camino y vamos a usar la fantasía; y ya, metido de lleno en el imaginario vuelo, la máquina  del tiempo, me lleva sin querer a los años finales de la década de los 30, hace casi sesenta años, en unos días de Semana Santa en los que los chicos dejábamos la dura disciplina de la escuela de Dª María Pérez en la plaza del Charco, lo que llenaba de satisfacción a toda nuestra pequeña humanidad; yo iba a casi todas las procesiones, siempre de mano de mi madre, pues mi padre, que era algo agnóstico por unos motivos familiares que no vienen al caso, prefería ver las procesiones (que paradójicamente le gustaban mucho) desde fuera y para entretener la espera, mientras duraban los cultos, se reunía con un grupo de amigos en la cercana tasca de Pepe el del 1º de Mayo, en la Punta del Viento; es curioso, pero en todas las tascas del Puerto de esa época, no se veía la carne desde el Martes Santo hasta el entonces llamado Sábado de Gloria, a pesar de que el único día de abstinencia a que estaban obligados los fieles era el Viernes Santo.
Me vienen a la memoria atropellados recuerdos de aquel tiempo, en medio del continuo, tenaz y desapacible sonido de la matraca de la Parroquia, que se oía en todo el Puerto, pues las campanas enmudecían durante la Semana de Pasión, hasta que el Sábado de Gloria, el campanero Antonillo el Manco, uniéndose con júbilo al acontecimiento, las lanzaba de nuevo al vuelo con todo su entusiasmo, de una forma espectacular que nos sonaba a música celestial, como ya no las oiríamos más el resto del año; Antonio el campanero, para la gente joven que no lo conoció, era un inválido que sólo podía moverse arrastrándose por el suelo y vivía en la misma iglesia, al pie de la torre, paternalmente protegido por aquel cura bueno aunque de carácter serio y duro que fue D. Federico Afonso; a pesar de su exiguo cuerpo, baldado y contrahecho, Antonio era un hombre servicial, siempre sonriente  y de muy buen carácter; asíduo parroquiano del cercano bar de Casiano Verano, era el más bromista de los asistentes a las peñas que allí se reunían todas las tardes hasta bien entradas las noches.
Entre este tropel de recuerdos y siempre con la mano en la manivela de la máquina del tiempo, destacan también los deliciosos "caramelos de cuadrito", confeccionados por algunas señoras del Puerto, entre ellas por Dª Nieves Peraza en la calle de Puerto Viejo y por Dª Soledad y sus hijas, en la calle de San Felipe, a pocos pasos de esta iglesia, que únicamente se vendían durante los días de Semana Santa; una docena de chicos entre los que recuerdo a Fidel León y a Ermelandro, el hijo de D. Pablo el Cubano, con una bandeja colgada al cuello, se desgañitaba en la plaza de la iglesia, pregonando la exquisita mercancía, que a partir del Sábado de Resurrección desaparecía del improvisado mercado hasta la Semana Santa del año siguiente.
Para respetar el silencio y recogimiento del pueblo, del Martes al Viernes Santo, silencio relativo, pues la matraca seguía sonando sin parar, las guaguas de los Hernández no bajaban  a la plaza del Charco y se quedaban en la Punta de la Carretera, junto a la barbería de D. Santiago Carrillo el sacristán; un bidón oportunamente dispuesto en la Esquina Redonda, frente a la pensión Camila, dejaba cerrada la calle de Esquivel, única vía de entrada al centro, pues la del Hospital se habilitó después; esto no significaba mayor problema, pues los vehículos afectados por esta rudimentaria medida de tráfico, podían contarse con los dedos de una sola mano, a lo largo de todo un día.
Entre tantos recuerdos, hay algunos que causaron un gran impacto en mi mente infantil, entre ellos, las piadosas invocaciones, que escuché‚ centenares de veces,  de la mayoría de las mujeres al paso del Señor Crucificado o del Gran Poder de Dios, el entrañable "Viejito" de los ranilleros: "Divino Señor, haz que se acabe pronto la guerra"; no hay que aclarar que todas se referían a aquella guerra civil, estéril como todas las guerras, que lamentablemente asoló a España durante tres años y no era raro que un hijo, hermano, marido o novio de aquellas mujeres, combatiera en las trincheras sin saber exactamente porqué y contra quién.
La elegante figura, aunque no muy alta, todo hay que decirlo, de aquel gran señor que fue D. Santiago Baeza, Alcalde al frente de su Corporación, presidía las procesiones, acompañadas en su recorrido por la Hermandad del Santísimo, por la banda de música y por la de cornetas y tambores de la Cruz Roja.
El rítmico sonido de los palillos sobre el tambor de caja, hábilmente manipulados por Diego Palenzuela, imponía majestuosidad al paso de las procesiones, y daba la entrada mediante un acordado redoble al bombo de Vicente Afonso, el más joven de la agrupación, hermano de Gregorio el concejal, o a los platillos de Agustín Perera, según tuvieran que iniciar los compases la banda de música o la de cornetas y tambores de la Cruz Roja, la primera, dirigida por D. Juan Reyes Bartlet, que ya empezaba a resentirse de la dolencia que lo dejó ciego, y la de la Cruz Roja, bajo el mando de D. Pedro Montesdeoca, en mis recuerdos más lejanos, y posteriormente, bajo el de Alcides Henríquez, el del Ayuntamiento, auxiliado por el inevitable Eduardito, un personaje pintoresco y entrañable que vivía cerca de La Peñita, y que tan gratos recuerdos dejó en el Puerto, por su buen humor y su dedicación a los demás; todos ellos, ya fallecidos, estarán siempre en la memoria de los que ya tenemos algunos años.
Con ligeras variaciones pero con la misma solemnidad y fe popular que hace tres siglos, los fieles del Puerto, participarán este año y todos los años que queden hasta el final de los tiempos, en la Semana de Pasión.
Los actos a celebrar, figuran en el programa de la Junta de Hermandades, cuya introducción es una joyita literaria que por  sí  sola  podría servir de pregón: lo malo es que con su lectura, me vuelve este mal que nos aqueja a todos al llegar a cierta edad y que podríamos llamar el "mal de los recuerdos nostálgicos". La procesión de la madrugada se hace casi real, y me parece que entre los balcones de las viejas casonas siguen volando los sentidos versos de Verdugo: "eres el mártir que con sangre crea, y de espinas punzantes se corona, el Divino Jesús de Galilea, el que en el Sinaí relampaguea, y en la cumbre del Gólgota perdona".
Juan del Castillo en su libro sobre el Puerto de la Cruz, nos habla del Puerto de los dos Federico, en cuanto al pastoreo del alma y de los dos Celestinos, para el del cuerpo; con permiso del distinguido amigo, yo añadiría a los nombres de estas cuatro personas, muy queridas en el Puerto, otros dos nombres repetidos que mucho conocimos los que ya peinamos canas; los dos Santiago, que ayudaban a los dos Federico en el pastoreo del alma; Santiago Carrillo, el sacristán, con cuyas anécdotas se podría escribir un libro, con pocos puntos de contacto con su tocayo el político, de no ser por la inteligencia y la chispa ingeniosa y simpática, y el otro Santiago, el sochantre, que le sacaba sonidos más o menos armónicos al viejo órgano parroquial, según él estuviera, digamos, más o menos ...subido de ánimo.
Cuando cantaba en el coro la mujer de Santiago el sochantre, con Magdalena y Cosmelina, los dos ángeles cantores de la calle de la Hoya, si el organista se distraía, como ocurría con frecuencia, un certero codazo de su mujer le hacía volver de nuevo a la disciplina musical:  el sacristán y el sochantre, además de compañeros eran grandes amigos y algunos de sus lances pintorescos y desternillantes, sacaban de sus casillas al bueno de D. Federico Afonso, que acababa olvidando con una sonrisa las pequeñas pilladas de los dos Santiago.
Los dos camaradas, entre procesión y procesión iban a reponer fuerzas al bar de Casiano, donde pocos años más tarde de la época a que me remito, fui testigo sin querer de una insólita demanda salarial, formulada ante Santiago Carrillo por un tercer camarada, nada menos que por José Antonio Lubary, reclamándole sus emolumentos de monaguillo, por las horas extras que había trabajado en las procesiones de Semana Santa. Aunque no lo ví, me imagino que Reinaldo el del bar del Capitán, también monaguillo en los años 40, no debía de estar muy lejos ¡Benditos tiempos!
Capítulo aparte se merece D. Federico Ríos. Persona difícil de encasillar, como lo define Juan del Castillo y que todo lo tomaba a broma, pero enormemente responsable en cuanto a la Iglesia y al sacerdocio; Melecio Hernández, en su Anecdotario del Puerto de la Cruz, hace una genial semblanza de como vino D. Federico definitivamente al Puerto de su alma, pues siempre le decía al inolvidable D. Domingo Pérez Cáceres que lo mandara a una parroquia desde donde pudiera contemplar la  torre  de la iglesia del Puerto; pero mejor que resumir la anécdota, la transcribo tal como la escribió Melecio, sin quitar ni poner una coma:
"Por Semana Santa existía antes la costumbre por parte de algunos pueblos de solicitar de la Diócesis el orador sagrado para esas fechas de gran sentir religioso, ya que había sacerdotes predicadores especializados en esos menesteres que tenían la virtud de hacer llegar al corazón de los fieles el mensaje de Cristo con la genuina dialéctica pletórica de arte, fe y amor.
Y ocurrió que el alcalde de Tacoronte, acompañado del Párroco Don Federico Rios, se fue a gestionar la correspondiente reserva, pero con la mala suerte de que al no haberla hecho con la antelación debida, según les informaron, los oradores ya estaban distribuidos y no había ninguno disponible. Sirvió de gran disgusto al alcalde esta contrariedad y trató por todos los medios ante el señor Obispo para que le designara un predicador, aunque no fuera de los más renombrados, para solventar el problema, pero ni eso, lo que denota que en aquel año hubo mucha demanda o pocos tribunos.
Entonces Don Federico, expeditivo, le dice a la primera autoridad: no se preocupe. Yo digo el sermón y ya verá  que todo sale bien; se trataba del sermón de La Pasión, que como es sabido de todos es de gran solemnidad y tradición y por tanto de mucha responsabilidad.
Y llegó el Viernes Santo en que subió al púlpito nuestro paisano, recogiéndose la sotana en un gesto muy suyo, dispuesto a cumplir con el compromiso contraído: "Hermanos míos: Yo no puedo decir nada porque yo no sabría expresar con palabras el dolor que sufrió aquella santa madre cuando vio a su hijo crucificado, porque eso no lo puede interpretar sino una mujer que haya parido ..." y así fue capeando la homilía hasta que agotado el repertorio se le ocurrió concluir súbitamente con estas palabras "...y ahora siento en el pecho, como un tacorontero más, un aldabonazo que me dice: ­Federico, compóntelas como puedas! ­Amén!"
Cuando la gente abandona la iglesia se fue concentrando por los alrededores en un creciente murmullo, cargándose el ambiente de un aire amenazador que se dibujaba en los rostros de aquellos descontentos cristianos. El alcalde, al ver aquella concentración humana les preguntó inquieto: Pero ¿qué pasa? ¿Qué‚ es lo que pretenden ustedes? Pues que le vamos a ajustar las cuentas a ese curita y...que nos aclare eso del aldabonazo en el pecho, contestó el que parecía ser el portavoz. Hombre -exclamó el alcalde apaciguador- No es para tanto, pero yo les prometo que mañana mismo estoy en el Obispado y tendremos una satisfacción.
La gente, tal  vez por respeto a la Semana Santa o porque tenía plena confianza en la palabra del alcalde, se fue dispersando y así pudo salir sin dificultad el sacerdote. Se entrevistó el alcalde con el Obispo Don Domingo Pérez Cáceres, y expuesto el caso, este le dijo: ­Váyase tranquilo! Yo le garantizo que a partir de mañana Don Federico pasa al Puerto de la Cruz, porque como es su pueblo allí lo entienden y toleran todas sus cosas.
Y efectivamente, así fue como Don Federico Ríos, el dicharachero y ocurrente cura pasó a ocupar la parroquia de Nuestra Señora de la Peña de Francia."
La anécdota no tiene desperdicio, pero si fuéramos a contar todas las que Don Federico protagonizó en su intensa vida de apostolado, probablemente no terminaríamos en varias horas.
Recuerdo que a principios de los 40 llegó al Puerto otro sacerdote muy querido, el mejicano D. José Flores Ghobber, primero como  coadjutor de la Peña de Francia y despues de párroco de La Peñita y de San Francisco, y además, desde ese tiempo, nuestro querido profesor de Filosofía en el Colegio del Gran Poder de Dios en la calle de Pérez Zamora; siempre lo recordaremos como un hombre de gran talla intelectual, y como consejero y amigo de todos sus alumnos; entre el Padre Flores y los dos Federico se repartieron durante muchos años la asistencia espiritual del Puerto y todos sus barrios hasta la llegada de la Comunidad de Agustinos, a mediados de los 50.
Pero como todo termina, es ya hora de apearnos de la máquina del tiempo y volver al Puerto de ahora. Dentro de pocos días se repetirá el milagro; volveremos a sentir el toque mágico de la Semana Grande portuense y la ciudad se vestirá de gala para conmemorar el hecho más trascendental de la Historia del mundo, que tuvo por causa el error judicial más grave y cobarde de todos los tiempos; la Pasión, Muerte y Resurrección del Hijo del Hombre, como a Él mismo le gustaba llamarse y lo hacía con frecuencia.
No seré yo quien tenga la osadía de intentar describir el esplendor de los actos procesionales que se avecinan, cuando las venerables imágenes salgan a la calle a convivir con los fieles y a formar parte de la ciudad; los magníficos trabajos periodísticos de Clementina, Melecio, José Javier y Cayetano Barreto, ya han cumplido con creces este objetivo.
En estos actos procesionales, además de en La Piedad, la sublime figura de Jesús, estará  representada como el Señor del Gran Poder de Dios, de Humildad y Paciencia, de la Columna, el Nazareno, el Crucificado y el Señor Difunto, y la de su Santa Madre, como la Dolorosa y la Soledad. El dramatismo del Señor del Gran Poder o el del Cristo Crucificado, de conmovedor realismo, sintonizan totalmente con la amargura de la Virgen María,  la  bella Soledad  esculpida por Luján Pérez; decía el Marqués de Lozoya, D. Juan Contreras, que "pocas representaciones de la Madre Dolorosa en la riquísima imaginería hispánica tienen la fuerza patética de la imagen del Puerto de la Cruz: si la Dolorosa de Salzillo, en la cual la expresión de amargura viene a acentuar las cualidades de una belleza perfecta, tiene en tierras hispánicas algún rival, podrá ser  la Dolorosa de Luján Pérez, en la iglesia del Puerto de la Cruz, en el paisaje paradisíaco del Valle de La Orotava".
Por último diría que tanto las Hermandades religiosas como sus miembros,  han producido siempre en mi  ánimo un sentimiento de enorme respeto y admiración, pues considero un verdadero don del cielo el hecho de que en estos tiempos materialistas en que vivimos, grupos de hombres y mujeres tocados de lleno por la fe, tengan la valentía de exponer sus creencias a la luz pública, sin tapujos y sin posiciones equívocas, con la honradez y la firme postura que caracterizan a las personas de bien.
En todos los actos estarán presentes las siete Hermandades y Cofradías del Puerto, en los que juegan un papel muy importante, y rivalizarán (bendita y noble rivalidad) tanto en lograr su mayor esplendor como en el cumplimiento de lo que según sus reglas y estatutos es el principal objetivo de estas asociaciones religiosas cuyo origen se remonta a la Edad Media: rendir culto a Nuestro Señor Jesucristo en su Pasión y a su Madre. Y así les rendirán culto: la de Nuestra Señora del Carmen, con mi prima Maria Adela López Torrents a la cabeza, las del Gran Poder de Dios, El Calvario y La Peña, presididas respectivamente por Pedro Melián, Gregorio Afonso e Isidro García; Miguel Suarez, el de la Esquina Redonda, se responsabiliza de la del Santísimo, Richard Richter, el hijo de Margot Carrillo, de la del Cristo y Emilio Zamora de la Vera Cruz. No obstante, estoy seguro que mezclados con todos los cofrades y echando una mano en lo que puedan aunque no los veamos, estarán los espíritus de Miguel Tamajón, de Pepe Zamora, de Manuel y Pablo Delgado, de Paco el del Dinámico y de un montón de miembros de las Hermandades que ya no están físicamente con nosotros y que seguramente pedirán permiso en el Cielo para no perderse el gran acontecimiento. Y desde las alturas, desde ese Cielo que estos amigos abandonan provisionalmente, nos llegarán los ecos de la divina poesía del drama del Calvario: / "Muere Jesús, del Gólgota en la cumbre / con amor perdonando al que lo hería / siente deshecho el corazón María / del dolor en la inmensa pesadumbre. / Se aleja con pavor la muchedumbre / cumplida ya la santa profecía, / tiembla la tierra; el luminar del día / cegando a tal horror, pierde su lumbre. / Se abren las tumbas, se desgarra el velo / y a impulso del amor grande y fecundo, / parece estar la cruz, signo de duelo, / cerrando augusta, con el pie el profundo / con la excelsa cabeza abriendo el cielo / y con los brazos abarcando el mundo…”

BRUNO JUAN ÁLVAREZ ABRÉU
PROFESOR MERCANTIL

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