sábado, 4 de noviembre de 2017

JOSÉ MIGUEL SALAMANCA, EN EL RECUERDO



Aniversario de su fallecimiento. Después de una penosa y triste enfermedad, José Miguel Salamanca de la Peña se despedía para siempre de su Villa de La Orotava el sábado 4 de Noviembre 2006. Tristemente lo hacía  de su desconsolada esposa e hijos, de sus familiares y amigos.
Es reminiscencia aquellos años espléndidos, años de una década increíble, en la que en el Valle de La Orotava se producían los prolegómenos del turismo, refutado a la ciudad del Puerto de La Cruz. Eran los años sesenta, la juventud experimentaba cambios en los hábitos, decretado por el espantajo audaz de los denominados “hippies”, que utilizaban el emblema “Hagamos el amor y no la guerra”. Y la música trasmitida por unos muchachos herméticos anglosajones apodados por; “The Beatles, una música juvenil, que en la inmediación de los veranos ponía en marcha los mecanismo de producción, grabación y promoción de los sellos discográficos españoles que se afanaban por encontrar la canción del estío dentro y fuera de nuestro país. Evidentemente un joven villero conocido por José Miguel Salamanca, entonces pubescente de talento anhelante, propaga una fantasmagórica aventura, para descubrir la Cueva de la Angustia. Una tirante hazaña, muy arriesgada, promulgada en los majestuosos despeñaderos de “El Sauzal”, descubriendo una importante sepultura guanche.
José Miguel Salamanca hace el evento, y Elfidio Alonso el periodismo, una información esencial, porque el hallazgo lo fue de idéntica acotación.  Hay que bajar hay que bajar, mientras trababan y destrababan sus ropas, -las veredas son difíciles y estrechas-, José Miguel Salamanca piensa en los versos de Dámaso Alonso. Hay que bajar, hay que bajar, claro que no van en ningún avión, ni hay piloto alguno, ni nadie lee la revista. El único avión presente está en el fondo del mar. Recordaran ustedes el accidente de "El Sauzal". Abajo como dócil prolongación del acantilado, está el pequeño caletón con su casita de pescadores. Y a su izquierda, la "CUEVA DE LA ANGUSTIA".  No la busquen ustedes en ningún mapa, ni en ningún tratado turístico. Pero esa gruta, como un ojo pequeño del acantilado basáltico, existe en nuestra isla. Hay que bajar, hay que bajar. A su derecha la urbanización de "Los Ángeles", con su piscina, sus blancos "chalets" y la espléndida carretera. Siguen por las difíciles trochas que se tuercen y retuercen en la empinada ladera. Soportan serenamente los picotazos de las tuneras, con sus trajes de "ciudad" llenos de abrojos y cardos. ¡La cueva!, esa es la cueva. El basalto del acantilado aparece cubierto por unos aglomerados de lava. Y en su parte superior la pequeña guía, encima de otra de mayores dimensiones y dos más fáciles accesos. En esta, según dice José Miguel Salamanca, un joven pescador había encontrado en la primera pista: un gánigo y un maxilar. ¡Guanche!. LA CUEVA DE LA ANGUSTIA, está en una finca de "El Sauzal", por aquellos años propiedad de Don Vicente Hernández, una pequeña grieta en la superficie basáltica. El acantilado tiene unos ciento cincuenta metros de altura. Entre la cima y la cueva hay unos siete metros de pendiente. Abajo, un poco a la derecha, fincas de platanera y el pequeño brazo de tierra que se adentra en el mar. Ahí clavaron la barrena para atar la soga con la que se descolgó José Miguel Salamanca. Precisamente José Miguel el auténtico protagonista de esta extraordinaria aventura, le da explicaciones al periodista de turno Elfidio Alonso, con la mayor naturalidad. Elfidio dice; que es un chico sencillo de La Orotava, estudiante de la Escuela de Turismo. Mirando para el lugar. A escasos metros del abismo, entre calcosas y piedras, se pudo observar la huella inconfundible del hierro que estuvo clavado en la tierra durante doce horas. Y entre el hierro y la gruta, como cordón umbical de un nuevo nacer, la fina cuerda de cáñamo. José Miguel indicaba que; hacía un año que practicaba ese “deporte”. Los montañeros de la Orotava le decían que colaborara con ellos. Claro que lo de José Miguel era montaña abajo; y ellos iban montaña arriba. Antes de ir al El Sauzal, habían estado por todo el norte de la isla; por Las Cañadas, “Cueva Bencomo”, Santa Úrsula, Tacoronte. Pensaron ir a la Punta del Hidalgo. Le interesaba mucho la historia de las islas. Los días que no tenían clases iban por ahí haciendo “auto stop” o caminando a ver qué encontraban. José Miguel, por un amigo suyo hijo de Don Vicente Hernández, el dueño de la finca, supo que un chico pescador había encontrado un gánigo y un maxilar, en la cueva de abajo, la que está más cerca de la platanera. Y en una tarde del mes de Abril (1967), cargando las herramientas y haciendo “auto stop”, José Miguel Salamanca y dos de sus amigos (Salvador Oliva Cruz (fallecido) y Francisco Perdomo Brito) se dirigieron hacia la finca de Don Vicente Hernández, en el Sauzal. Tenían poco material, al llegar a la finca, pidieron algunas cosas. Una barrena para atar la soga; una piqueta.... Y clavaron el hierro. Y quedó bien sujeta la cuerda. Elfidio miró la huella de la barrena y no pudo reprimir unos escalofríos. Antonio García que hacía de reportero, tira unas placas. Una cosa es entrar caminando a las grutas ya conocidas y descubiertas; otra bien distinta es acceder a ella por el aire, columpiándose en el abismo hasta caer en una grieta que sabes Dios qué secretos encierra. Es obvio decir que el primer sistema no ofrece demasiado complicaciones.
Evidentemente José Miguel lo ha podido comprobar en sus andanzas juveniles por la famosa “Cueva de la Pólvora”, del Hierro. Una gruta que conoce muy bien su amigo José P. Machín. Si con la cuerda atada a la cintura se deslizó hacia abajo, tomó impulso y...  Es como dar un gran salto. Y no hablamos de gimnasia o de aptitudes físicas. Es un salto hacía el pasado. Un salto de siglos. En la gruta encontró José Miguel Salamanca un osario, un cementerio guanche. Tenía la esperanza de encontrar algo importante, pero... ¡aquello era extraordinario! Cráneos, tibias, vértebras, maxilares, clavículas, hasta una pértiga partida en dos. Uniendo los trozos mediría un metro cincuenta. Y restos de ratas por todas las partes. La cueva tiene de diez a quince metros cuadrados. Encontró una cosa que le llamó muchísimo la atención. Una especie de pasillo estrecho obturado a mano. Había tres cuevas adyacentes que se comunicaban. José Miguel después de la sorpresa inicial, comenzó a sacar fotografías, hasta que el flash se le acabó. No pudo luego aprovechar ninguna, y es una lástima porque el revelado mostró que la película se había quemado. Sacó ocho cráneos, una tibia, ocho vértebras, una costilla, media clavícula, dos maxilares. Le costó subí la bolsa que se enganchó en una piedras del risco, en la cueva quedó muchísimo más. Y los residuos de miles de ratones. La pértiga que encontró es de brezo. Antes de bajar sabía que iba a ser muy difícil subir José Miguel se lo dijo a Elfidio sin afectación, con la mayor naturalidad. ¡Y tan difícil!,  sus manos despellejadas por el rece de la soga confirman las dificultades. Se emborrachó de verdad, ante aquel tesoro. Y se hizo de noche. Después que sus compañeros subieron la bolsa se dispuso a trepar por el risco. A los tres o cuatros metros de la superficie era imposible ver nada. Si le iluminaban con una linterna desde arriba. Pero perdió de vista la luz en un  tramo de la pendiente. Entonces debió apoyarse en una piedra de la lava que se desprendió. Se sintió en el vacío, otra vez delante de la cueva. Quedó suspendido por la soga atado a su cintura. Tomó impulso y entró de nuevo en la cueva. Preguntó la hora a sus amigos porque no llevaba reloj. No había Luna. Y sus amigos le dijeron que sería mejor esperar al día siguiente. Con la luz del día sería más fácil subir a la superficie. Les pidió que fueran a buscar comida, unas vendas, agua oxigenada para las llagas de sus manos. Y que avisaran a su familia. Le echaron otra vez la bolsa con el quinqué y las herramientas. Encendió el quinqué con el último fósforo que tenía. Se quedó solo esperó etc.
Que aventuras Dios mío, pero que aventuras, parece mentira que en mi juventud se hicieran travesuras, pero travesuras limpias, sanas, ilustradas, que eran muchas veces castigadas por nuestros mayores, y que realmente parecen que son fenomenales de vivencias, en muchas ocasiones los jóvenes de nuestros días se sorprenden, de las hazañas de los jóvenes del pasados, muchas de ellas le sirven de estímulos para muchísimas cosas.
José Miguel Salamanca y sus compañeros Salvador Oliva Cruz (Tito) -hoy residente en la otra Cueva de la Angustia eternal-, y Francisco Perdomo Brito, dieron cuenta de su hallazgo al recordado Don Diego Cuscoy, entonces delegado provincial del servicio nacional de excavaciones y ex-director del museo arqueológico de Santa Cruz. Hicieron bien, porque según el Señor Cucoy, existían en la isla varios buscadores ocasionales de reliquias históricas, que se dedicaban. Incluso a especular con ellas. Está bien que los jóvenes tengan nobles aficiones por la arqueología. Está mal que, ante cualquier descubrimiento, exploren las cuevas y se queden con los hallazgos. Infringiendo las leyes.
Salvador Oliva Cruz y Francisco Perdomo Brito dejaron a su amigo en la Cueva de la Angustia. La débil llama del quinqué fue durante muchas horas un punto luminoso en el acantilado. Quizás la vieran los pescadores del caletón, con la sorpresa consiguiente. Mientras tanto Salvador y Francisco  se dirigieron a Tacoronte en busca de comida, vendas y agua oxigenada para las heridas  de su amigo. A ellos en pleno día cuando bajaron en busca de la cueva les costó encontrarla (y eso que José Miguel Salamanca poseía un gran sentido de la orientación por lo que pudieron comprobar). Hay que imaginar las dificultades que  tuvieron sus amigos, cuando regresaban de Tacoronte para hallar la nada fácil vereda que conduce a las inmediaciones de la gruta. Desde arriba era imposible descubrir la luz del quinqué. Sus compañeros gritaron repetidas veces el nombre de José Miguel, pero él no pudo escuchar las voces ¿Por qué? se había dormido. La “cama” más blanda que encontró en la cueva la tenían ocupada miles de esqueletos de ratones. Apartó los restos que pudo y se echó a dormir. Al principio se puso un poco nervioso. Empalmó dos o tres cigarrillos con la llama del quinqué, teniendo mucho cuidado de que no se apagara. Hacía muchísimo frío. Solo llevaba los pantalones vaqueros y una camisa. En ningún momento tuvo miedo. Al principio cuando sus amigos se marcharon, inspeccionó la cueva y pensó por unos instantes cavar con la piqueta en la parte más alta de la gruta, con el fin de buscar una salida directa. Pero tenía poca luz, podía producir un desprendimiento. La dejó, por otro lado se sintió seguro. Tuvo algunos titubeos un cierto nerviosismo, pero luego se le pasó. El sueño era la mejor solución. Así pasaría más rápido el tiempo hasta que le sacaran. El hermano de José Miguel Salamanca, que se enteró por sus amigos Salvador y Francisco de lo que le había ocurrido a su hermano. A alta horas de la noche se puso en contacto con los bomberos de la capital. Estos necesitaban una orden de la superioridad municipal para salir del término municipal santacrucero.  Mientras se discuten cuestiones burocráticas, el protagonista duerme prácticamente sobre un lecho de ratones. En una cueva sepulcral guanche. Pero como el hermano lo conocía bien. Sabe cómo nos han educado. A los sietes años, cuando sus padres salían de casa por las noches y su hermano estudiaba en Madrid, el se quedaba solo durmiendo. Nunca tuvo miedo. Por eso no se alarmó demasiado. Su hermano optó por ir a la Laguna, a la Cruz Roja, donde había prestado servicios médicos. Y los de la Cruz Roja lagunera prepararon todo para la mañana siguiente. A las seis, -siempre se despertaba a esa hora para ir a clase a Santa Cruz-, pudo escuchar el gemido de una cabra cercana. Abajo, en el caletón los pescadores se disponían a hacerse a la mar. Y se durmió otra vez. Pensó que era temprano todavía. Cuando los de la Cruz Roja le tiraron una escalerilla de cuerdas y José Miguel, con las manos despellejadas, puso por fin sus pies en la cima, la aventura había terminado. Sobre sus hombros la mochila y la bolsa que contenía los restos guanches. Unos restos que se llevaron a examinar por Don Luís Diego Cuscoy, y que están depositados en el museo Arqueológico de Santa Cruz, cada vez más visitado, cada vez más rico, gracia sobre todo al esfuerzo, al constante trabajo del que fuera su honorable director, tan necesitado de apoyo y de buenos colaboradores como estos chicos de La Orotava. Quizá  la inexperiencia de José Miguel Salamanca y compañeros, la emoción y el desconcierto que vivieron ante un hecho tan extraordinario, haya ocasionado una cierta dificultad para clasificar las distintas piezas rescatadas. Lo que no sabemos, es su posterior desarrollo, si se han hecho nuevas excavaciones en la Cueva de la Angustia donde quedaron muchos restos y un rico material para explorar.
Y esto sí, que fue una aventura caprichosa pero fértil de unos adolescentes de la Villa, una cueva que bautizaron con el nombre de la Angustia por su difícil localización. Ante todo, fue una historia fantástica, romántica, y grotesca. Que sea una merecida ofrenda a Salvador Oliva Cruz y a José Miguel Salamanca un gran alfombrista unos 40 años confeccionándola en la portada de la Iglesia de Nuestra Señora de la Concepción, en sustitución de otro gran Alfombrista que lo fue don Miguel Zerolo Fuentes abuelo del alcalde de Santa Cruz, hoy continúan sus hijos en el bregar de los brezos, pétalos, retamas.
Tito para los amigos, así lo llamaba José Miguel Salamanca, para que le socorriera. Tito Y José Miguel  ya no están entre nosotros, ya no volverá a sorprendernos con tantas aventuras desmesuradas, hace poco sorprendentemente nos dejaron para siempre, quizá se acordaron de la Cueva de la Angustia eterna y ahí quisieron ir a complacerse.
José Miguel Salamanca, fue el propulsor de que se usaran los pitos en las noches mágicas de cinco de enero víspera de día de Reyes. Organizó en tres ocasiones la Cabalgata de Reyes de La Orotava, con sus amigos íntimos villeros, exhibiendo largometrajes cinematográficos en el entonces Cine Orotava, conocido por el Cine de Don Casiano (Hoy Auditorio Teobaldo Power), como preámbulo económico de la organización de la mencionada cabalgata.  
Pero la faceta más importante, fue la de alfombrista - artista, todos los años desde el principio de la década de los años sesenta del siglo XX, realizaba su tapiz, por fuera del templo Matriz de Nuestra Señora de la Concepción (el primero que pisar la Divina Majestad), tapiz de forma circular que en la actualidad continúa su hija, y que le traspasó entonces el artista don Miguel Zerolo Fuentes, ex alcalde de Santa Cruz de Tenerife.

BRUNO JUAN ÁLVAREZ ABRÉU
PROFESOR MERCANTIL

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