El
amigo de la Villa de La Orotava; JAVIER LIMA ESTÉVEZ, Graduado en Historia por
la Universidad de la Laguna, remitió entonces (24/12/2019) estas notas y fotografías
que tituló; “UN RELATO NAVIDEÑO EN LA OBRA DE JOSÉ SIVERIO PÉREZ”: “…La
novela Un pueblo cualquiera, publicada seis décadas atrás en Madrid por el
polifacético sacerdote y periodista realejero José Siverio Pérez (1928-2019),
incluye veinte capítulos que se distribuyen a lo largo de 148 páginas. A
continuación, reproduciremos el capítulo bajo el título “El cura no comía pavo”
respondiendo, con ello, a una doble finalidad. Por una parte, son unas páginas
que transmiten la nostalgia y la soledad descrita por un cura rural, ante la
llegada de la Navidad, lejos por primera vez de su familia y, por otra parte,
nos ilustran y sirven como sencillo homenaje a una obra del recordado José
Siverio Pérez.
“El cura no comía
pavo”
Es
indudable que la Navidad tiene un sabor eminentemente hogareño. Yo he aprendido
a compadecer a los que, por una razón o por otra, se ven obligados a pasar
estas fiestas lejos de la familia.
Pensaba
en los misioneros de tierras ignotas, en los desterrados, en los emigrantes, en
los vagabundos. Y en el fondo los consideraba más felices que yo. Pero esto era
como una tentación; lo advertí a tiempo y la aparté en seguida.
La tarde
del día 24, nubosa y fría, la gasté integra en el trabajo de la iglesia. Lo
dispuse todo como en las grandes solemnidades. Dios sabe con cuanto amoroso
fervor preparé el pequeño altarcito con la cuna del Divino Infante. A falta de
flores, recurrí a las ramas verdes de olivo y romero.
Ya casi
de noche, poco antes de cerrar, quemé unos granos de incienso en la nave
central. Enseguida se esparció su aroma y quedó todo el santo recinto
suavemente perfumado. Olía a fiesta, a solemnidad extraordinaria.
Era muy
oscuro, al marchar a casa, y no se veía a nadie por los alrededores. Si acaso,
alguno que iba de prisa a cenar con los suyos.
Yo era
el que no tenía que apresurarse.
En la
casa rectoral había frío, humedad. Desde la ventana dejé vagar la mirada por
todo el caserío.
Se veía
luz en todas las ventanas. El cielo estaba plomizo; amenazaba nevar de un
momento a otro.
De vez
en cuando, me llegaba el lejano repiqueteo de panderetas y castañuelas.
Sobre la
mesa encontré el paquete de aguinaldo que mi madre me había enviado aquella
mañana. Lo abrí despaciosamente, recreándome en el placer de desatar, uno a
uno, los nudos del embalaje.
Peladillas,
bombones, turrón, chocolate y un vistoso tarjetón de animado colorido;
representaba una curiosa orquestina de angelitos anunciando el gozo celestial
de la Nochebuena. Besé emocionado las cariñosas palabras de felicitación que
con mano temblorosa mi padre había escrito en el reverso de la postal.
Otra vez
en la ventana, sentía deseos de llorar. Estaba comenzando la nevada.
Medité
un momento en la consternación de los Santos Esposos cuando todas las puertas
se les cerraron en Belén y hubieron de refugiarse en el abandonado establo.
¡Qué
noche, Dios mío! Vino a los suyos y los suyos no le recibieron. Noche de
amorosos misterios, noche de locuras divinas… ¡Qué noche, Señor!
Era la
primera vez que la pasaba yo a solas, lejos de los mimos de la casa.
No tenía
ganas de cenar, pero casi maquinalmente me dirigí a la cocina.
Encendí
fuego.
Puse a
calentar un poco de leche. Todavía me quedaba carne de la enlatada; «carne de Mérida», la llamaban en el pueblo.
Cené sin
apetito, como a la fuerza.
Y sonreí
con pena a este pensamiento: ¡Cuántos hay todavía que, para expresar más
gráficamente el haber comido a gusto, suelen decir “he comido como un cura”!
Pues
¡ahí es nada! Ya debieran venirse esta noche a verme por el agujero de la
cerradura en mi cena de Nochebuena.
Pero me
pareció un exceso de vanidad y no quise continuar pensando en ello.
Las
golosinas que mi madre me enviara tuvieron la virtud de operar el milagro del
cambio. Era otro hombre cuando observé que se habían acabado las peladillas y
los bombones.
Así,
alegremente, con el júbilo de la Nochebuena brincándome en el alma, salí a la
plaza, donde ya se iban reuniendo mis feligreses. Aguardaban la hora de la
misa. La rondalla de los mozos cantaba villancicos.
Había
dejado de nevar.
Vino un
grupo de mozas a pedirme, de parte de los muchachos, que si les dejaba tocar y
cantar villancicos durante la misa. Era la costumbre.
Les di
mi autorización tan amplia cuanto fuere necesario.
¿Qué
habrían dicho los de la Comisión Diocesana de Música Sagrada?
Desde la
ciudad episcopal hubieran fulminado su anatema; pero, de ser curas de aldea,
habrían hecho lo que yo. Estaba seguro de ello.
Siempre
recordaré con agrado aquella Misa del Gallo en Cascajales el primer año de mi
ministerio parroquial.
Resultó
muy lucida. Los mozos no cesaron con sus villancicos desde el introito hasta el
final; eran romances antiguos, a solo y coro, muy ingenuos, rebosantes de
piadosa ternura.
Durante
la consagración tuvieron la gentileza de interpretar, motu propio, la Marcha
Real con sus bandurrias, sus guitarras, sus panderetas y sus tamboriles.
Ni
siquiera al final, durante el besamanos del Niño, dejaron de cantar.
¡Había
que verlos llegar, uno tras otro, haciendo sonar su respectivo instrumento!
Se acercaban,
se inclinaban trabajosamente, con las manos ocupadas en rasguear las cuerdas,
besaban la bendita imagen que yo les ofrecía y se retiraban a un lado. Así
todos, ellos y ellas, cantando hasta que no quedó nadie en la iglesia y se
apagaron las luces.
Aunque
ha llovido mucho sobre aquella fecha, yo no olvidaré nunca la triste alegría de
mi primera Nochebuena de cura rural…”
BRUNO
JUAN ÁLVAREZ ABRÉU
PROFESOR
MERCANTIL
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