martes, 5 de junio de 2018

SOBRE TODO, DE AQUÍ


El amigo de la Villa de La Orotava: BOSCO GONZÁLEZ remitió entonces (05/06/2018) a través del gabinete de prensa del Excelentísimo Ayuntamiento de la Villa de La Orotava, estas notas correspondientes al Pregón de LAS FIESTAS MAYORES DE LA VILLA DE LA OROTAVA 2018, que tituló; “SOBRE TODO, DE AQUÍ”: “…Hay dos recuerdos, grabados en mi memoria como si se tratara de experiencias trascendentales que, allá donde esté, me traen al presente el tiempo primero de mi vida; y son aromas ambos. Uno es el del brezo despiezado que junta las alfombras de flores convirtiéndolas en un solo tapiz y que, de niño, se metía en mis pequeñas sandalias cuando, el jueves de Corpus, hacía junto a mis padres y hermanos el recorrido vegetal, horas antes de la procesión del Santísimo. Yo decía a mi madre “mami, pincha”, porque mis pies aún no tenían la piel curtida y las ramitas convertían el paseo en un pequeño calvario. Pero, a pesar de la incomodidad, no dejaba de admirarme al ver aquellos dibujos y formas coloridas plasmadas en el suelo por las manos artistas de gente igual de corriente que yo. Luego venía la sorpresa, al finalizar la mañana o la tarde, ante la iglesia de la Concepción al contemplar lo que me decían se llamaba “andas del Santísimo” y, de repente, un halo de misterio y curiosidad me invadía sembrando la inquietud que en años posteriores despertó en mí el interés y, me atrevo a decir, la necesidad del Evangelio.
El otro aroma es el que brotaba de la lata de galletas de palmo y medio de altura en la que llegaba a casa el gofio de millo tostado que nos enviaba mi abuela Carmen. “Vengan a buscar el gofito”, decía Can al teléfono – que así la llamábamos todos los nietos – cuando a mitad de semana daba el aviso de que el polvo mágico que nutría nuestros desayunos y alguna merienda estaba listo. Mi padre nos explicaba que el secreto de aquel color oscuro y del aroma singular se hallaba en el esmero que ponía mi abuela en el proceso de elaboración. Ella misma escogía el millo de las piñas recolectadas en su huerta y en el pedazo de tierra que llamaban “El Cercado”, allá, en las medianías y, con el mimo que volcaba en todos sus actos, preparaba el grano para llevarlo a su molino de confianza donde exigía un punto de tueste específico. ¡Era el gofio de Doña Carmen!, que siempre echaré de menos.
Ambos aromas representan para mí –permítaseme expresarlo así– un punto de partida existencial que, de algún modo, inspiró mi vida. Los años, las idas y venidas, los procesos, las crisis, el estudio y las experiencias, me llevaron a preguntarme un día por qué había nacido en La Orotava y, por sorprendente que parezca, por qué continuaba viviendo en ella. Me di cuenta entonces de que algo debía de haber, alguna especie de embrujo o apego ancestral que en algún momento llegué incluso a considerar condena.
Lo observaba también en la historia familiar: muchos parientes emigraron a la gran América Latina en busca de mejores venturas y, aunque algunos quedaron allá, muchos volvieron. A medida que conocía las historias de los retornados empecé a preguntarme a qué volvía esa gente si tanta prosperidad les había dado el continente hermano. Por eso, en los primeros años de juventud, nació en mí la necesidad de saber qué tenía durante esas décadas pasadas este punto del mapa que hacía que tan pocas personas se movieran de aquí. Ya habían despertado en mí las letras. De hecho, escribí mi primera poesía con doce años y resulta que estaba dedicada a La Orotava. Recuerdo leerla a mi madre y a alguno de mis hermanos y sentir una enorme frustración al no recibir ningún tipo de eso que hoy se llama feedback que me animara, al menos, a seguir intentándolo. Fue años más tarde, con diecisiete, que, con la guía del salesiano Antonio Márquez Fernández, nacieron las imágenes poéticas, las palabras y la aspiración de hacer algo con ellas que fuera más allá de mí mismo. Así surgió mi primer poemario, cuyo título, por pudor, no voy a recordar aquí.
Hoy sé que ese fue el principio de un camino que me ha conducido a lo largo del tiempo por muchos y diversos paisajes creativos y que siempre ha estado irrigado por la sed de verdad y por la responsabilidad de brindar a los demás lo que a uno ha dado la vida.
Mientras me sumergía en el universo de las palabras crecía en mí el interés por conocer cuáles eran mis raíces y la necesidad de responder a esas dos preguntas: por qué nací en La Orotava y por qué seguía viviendo en ella. Así que decidí cambiar la perspectiva; es más, tomar cierta distancia para visualizar mejor el conjunto. Y, mientras buscaba dónde y cómo encajar en la sociedad de mi tiempo y de qué manera cumplir la expectativa impuesta de completar una formación universitaria, me perdí de la realidad - que se me hacía insoportable por muchas razones - y me refugié, cómo no, en las palabras. En ese tiempo, sin darme cuenta, fue ampliándose aquel anhelo juvenil de respuesta y comenzaron a brotar en mi memoria conversaciones, murmuraciones, leyendas y dichos que había escuchado a mi alrededor con la más absoluta inconsciencia desde los primeros años de mi existencia.
Todas esas voces componían una suerte de historia no escrita de la Villa de La Orotava que yo, además, también sin darme cuenta, venía alimentando yendo, casi cotidianamente, en busca de su pasado de las más diversas maneras: observando con minuciosidad los adoquines y cómo su desgaste evoca esplendor, decadencia y resurgimiento; asomándome a los patios lustrosos e imaginándome la vida colmada y distante que fue en su interior; respirando el incienso en las naves de los templos como un narcótico santificado que lleva a ver lo que no se ve; prestando el oído a los personajes señalados por la risa común, siempre en busca de lo que ninguno hemos sabido darles; contemplando atardeceres de verano desde lo alto de la Plaza de la Constitución, extasiado por la calidez de la luz única que alcanza ese punto a las siete de la tarde,… Un día comprendí que existía una Orotava que había sido, otra que era y otra más que nacía a cada instante con vocación de novedad.
No fue fácil encontrar el centro de mi vida, pero di con él. La Filosofía abrió mi mente; descubrí a través de ella capacidades que creía ajenas y, mientras desestructuraba mi mente liberándola de la carga de pasado que le había dado forma sin mi permiso, empecé a cantar y continué escribiendo.
Vinieron los reconocimientos en las letras y en la música y un día me sorprendí viéndome de vuelta de Murcia embriagado de orgullo por “traerme a La Orotava” un prestigioso premio nacional de canción, como si todos los villeros lo hubieran recibido conmigo. “Ni que debieras algo a la Villa”, pensé, pero no podía evitarlo. Eran los años, para mí, de la apertura, del descubrimiento que, aunque con retraso, me alcanzaba con una energía fresca y nunca imaginada.
A pesar de que el mundo se desplegaba ante mí a través de la cultura y el pensamiento, invitándome a mirar lejos del lugar en que nací y de mí mismo, aquellas dos preguntas continuaban apareciendo como entidades fantasmales con amenaza de anclaje eterno en el inmovilismo y la costumbre o, quizás, como luciérnagas alumbradoras de una noche necesaria que empujaría un amanecer distinto. Se me desencadenó la lucha por ese más allá de todo que me obligaba a la renuncia; digo más, al rechazo de cuanto había sido y conocido. El hambre de futuro me exigía despreciar el pasado y toda conducta particular y colectiva que me detuviera en la caducidad de los hábitos, porque eso puede dar de sí la tradición cuando el sentido original queda subordinado a la mera repetición del acto o el ritual.
El tiempo siguió pasando y, ante la necesidad de encontrar formas de sustento – porque no por licenciado come uno - intenté proyectos, abrí puertas y me curtí las manos lidiando con mil vicisitudes, luchando por lograr saltar la frontera del valle, correr hasta dejar atrás cuanto había llegado a ser y olvidarlo todo: la tierra, la casa, los rostros, los nombres, las fechas, las fiestas,… Todo. Hasta dejé de comer gofio, porque me evocaba la aspereza de mi infancia y, cuando el día de Corpus me veía en la necesidad de cruzar de un lado a otro la Villa, sorteando la marea de visitantes, y mis sandalias de adulto pisaban otro año más el oloroso brezo despiezado volviendo a pincharme la piel, revivía el infantil calvario de los primeros años y refunfuñaba con el deseo de que la jornada concluyera cuanto antes.
Un día, ya fuera de la Villa, sumido en proyectos que me tenían con un pie en Madrid y otro en mi apartamento del barrio de San Agustín del municipio de Los Realejos, escuché cantar al gran Facundo Cabral “No soy de aquí ni soy de allá”. Esas palabras debían ser mías y las reformulé en la sentencia “ni orotavense, ni canario, ni español, ni europeo; soy un ser humano y, como tal, de todas partes”.
Pero ocurre que la vida es sabia y provoca maravillas a través de los acontecimientos. El día de la romería de San Isidro del año dos mil siete, me encontraba bañándome en el sol de las Cañadas del Teide en el patio de uno de los privilegiados chalets que conforman el pequeño caserío de alta montaña ubicado en El Portillo y, como tengo la costumbre de imaginar posibilidades, observaba ese conjunto de construcciones preguntándome por qué no se había convertido a esas alturas en un enclave de uso público destinado al turismo, precisamente, de montaña que generara puestos de trabajo. Mientras lo hacía contemplaba la espectacularidad del entorno y, como me sigue ocurriendo, me dejaba atrapar por la sorpresa de esa cumbre viva que es el Parque Nacional del Teide. En un movimiento inconsciente mis ojos fueron a dar a la montaña del Cerrillar. Me dije, “ahí arriba está el llano de Maja. Mira que he pateado este suelo y, sin embargo, nunca he visto el famoso bucio del que tanto me hablaba mi padre y en cuyo fondo afirmaba haber visto restos humanos de cuando la guerra civil en sus años de montañero”.
Entonces sucedió algo asombroso: vinieron a mí, desde las profundidades de mi memoria, aquellas conversaciones, murmuraciones, leyendas e historias oídas de mis mayores, solo contadas en la intimidad de los hogares, que, sin embargo, eran las voces sueltas de una versión del pasado hasta ese momento condenada al olvido sempiterno. Fui en busca de papel y de algo para poder escribir. Solo encontré en el coche varios carteles anunciadores de una cena de baile de magos suspendida en el último momento y un lápiz mordido por mi perro Pancho. Doblé y corté los carteles hasta convertirlos en una improvisada y rudimentaria libreta de notas y, como si el silencio hubiera dejado paso a un grito reprimido que me invadía hasta someterme en una especie de trance, escribí sin parar. Horas después tenía ante mí la estructura y los personajes de mi novela La Lista. Supe que acababa de empezar un nuevo tiempo en mi vida. Meses más tarde me encontraba totalmente dedicado a la investigación y la escritura del texto, que nunca sentí mío, sino de todas las personas que, posteriormente, tras su lectura perderían el miedo y encontrarían, por fin, palabras para expresar tanto dolor contenido.
Desde aquel día de romería supe que La Lista volaría alto y así ha sido: pasó los complicados filtros de las editoriales sólidas del sector y hoy, tras dos ediciones y a las puertas de una tercera edición, se encuentra traducida al alemán y en proceso de edición en dicho país. Pero yo, más que su autor, me he considerado y me consideraré siempre un sencillo observador que recibió una historia, porque fue la historia por contar la que me eligió a mí. Así que, al tiempo que afirmaba “soy de todas partes” la vida ponía en mis manos la difícil tarea de dar voz a los seres humanos olvidados de mi pueblo que, como los “nadie” de Eduardo Galeano, quedaron atrapados en el olvido por causa del miedo. En los años posteriores a la publicación del texto conocí historias aún más cruentas de las descritas en el relato; incluso he llegado a ser interpelado por hijos e hijas de víctimas de aquella época que con gran emoción me han preguntado “tú cómo has sabido eso”. Estas experiencias me enseñaron que las obras, para ser tales, deben inspirar y que quienes las escribimos solo somos intermediarios, puentes que conectan realidades, ensambladores de retales de vidas y hechos ajenos, pero nada más.
Con La Lista asumí un compromiso personal con la palabra, pero la palabra viva, la que conmueve y transforma, la que traspasa barreras y trasciende todos los límites imaginados; la palabra que toca dentro y te recuerda que eres una pieza fundamental de la vida. Pero, además, con La Lista descubrí una Orotava oscura, cautiva en la inercia del tiempo, subyugada, martirizada por la terrible genética que dieron de sí siglos de vasallaje; descubrí una Orotava déspota, cruel, retrógrada y violenta; pero también un Orotava humana, sencilla, trabajadora, resistente, dispuesta para la lucha; una Orotava digna palpitando en el corazón del pueblo común que no renunció a la aspiración de hallar su sitio en la historia y que hoy es presente sólido y ejemplar. ¿Qué iba hacer ante la evidencia de sentirme orgulloso de mi pueblo? Comprometerme. De pronto aquellas preguntas: por qué nací en La Orotava y por qué seguía viviendo en La Orotava, parecían tener respuesta. Entonces, aunque mi casa no estuviera siempre dentro de los límites del municipio y a pesar de que seguía afirmando “yo soy de todas partes”, mi espíritu inició el retorno a la Villa de la que, en el fondo, ahora sé que nunca me fui.
Mucho ha sucedido desde entonces y, desde el compromiso – porque aquí estoy para lo que se ofrezca -, y convencido de que los lugares no son nada sin sus gentes, contemplo una Orotava distinta que, con los fantasmas del pasado triste exorcisados, me muestra incluso un semblante rebosante de humanidad que estoy, si me lo permiten, empeñado en poner en valor, porque lo merecemos y porque, como todo lo bueno, ya toca. Hay, por ello, una memoria aún más silenciada que pide rescate y reconocimiento, la de los verdaderos personajes ilustres que con sus manos, su esfuerzo y su honestidad sembraron, cada uno a su modo y desde su pequeña grandeza, la semilla que hoy es el árbol que somos: personas que desde la pobreza absoluta abandonaron durante siglos sus humildes hogares para servir en otros con mejor suerte, sufriendo penas, dolores y verdaderos dramas humanos mientras hacían posible con enorme y nunca reconocido esfuerzo el bienestar de generaciones de villeros y villeras que tuvieron la fortuna de no nacer en los extremos del municipio; miles de mujeres como mi madre, que entregaron su vida a unos hijos, a un marido, sometidas a las labores domésticas sin horarios ni remuneración, criando, alimentando, limpiando, trabajando sin descanso hasta la fatiga desde el silencio, la renuncia y la abnegación, víctimas del machismo que ahora parece asustar tanto y que pretendemos sacudirnos con prisa cambiando palabras, haciendo gestos y más de un aspaviento pero con la raíz aún bien hundida en la personalidad; personas como mis abuelas, Carmen y Arabia, que en sus sencillas ventas de comestibles llenaron estómagos vacíos, juntaron esfuerzo en los años de escasez para que al menos lo más necesario no faltara en las despensas y supieron ser ejemplos vivos de entrega y generosidad; como el salesiano Víctor Rodríguez Jiménez, construyendo valor para tantos seres humanos que hasta los albores de la democracia vivieron apartados e incluso despreciados en los Altos de la Villa; como Manuel Farrais, un genio brillante y de corazón noble que perdió la vida devorado por la inquina de quienes boicotearon su inmensa labor educativa; como quienes arriesgaron lo poco que tenían para levantar comercio y hacer que la economía comenzara por fin a ser plural: panaderos, reposteras, costureras, ferreteros,… Gente de bien que supo sumar y repartir; como el sacerdote Antonio Hernández, que después de construir en América edificios para el bien, regresó a la isla a continuar la agotadora tarea de hacerse cargo de los últimos y olvidados; como Doña Berta o Doña Mary, que se comprometieron con la ejemplaridad y el conocimiento en una época en que la mujer apenas podía asomar la cabeza,…
Todas estas personas, entre muchas otras, en su mayoría anónimas, conforman el elenco de los verdaderos personajes ilustres de la Villa de La Orotava y, como tales, merecen el recuerdo, el respeto y el reconocimiento popular e institucional, porque han sido y son gente de bien, gracias a la cual La Orotava de hoy es más de lo que nunca fue, por más que la historia nos hable de una época dorada donde paraban aquí las casas nobiliarias.
Hoy la Villa de la Orotava es una ciudad abierta al mundo que, en el espejo de la historia, puede mirarse a sí misma con serenidad y orgullo. El esfuerzo de tantas generaciones, la perseverancia de quienes supieron romper las cadenas del miedo y la generosidad de cuantos creyeron que las utopías nos mantienen en marcha y avanzando, han logrado desvestir la realidad de pompas y boatos, de herencias materiales y de preponderancia monumental, instándonos a redescubrirnos como pueblo, reconociendo, por fin, el verdadero patrimonio que debemos conservar, proteger y estimular: el talento. Amo a esta Orotava de talento manifiesto que todavía tiene por aprobar la asignatura del aplauso sincero, y eso es solo posible cuando el logro de uno lo hacemos nuestro porque somos de aquí. Construyamos, pues, el futuro con talento. Como todas las cosas buenas, ya toca.
Aquellos aromas primeros continúan hoy vigentes, tan vivos, tan genuinos y tan presentes como el primer día en que me alcanzaron. En este momento de mi propia historia en que, además, me veo bendecido por la presencia de un ser humano íntegro y sabio: mi esposa, que, como brillante estudiosa de la filosofía y el pensamiento budista, me recuerda hasta qué punto esa tradición milenaria centra la atención en la gratitud hacia los ancestros, siento la urgencia de dar las gracias a quienes fueron las gentes de la Villa, porque, igual que del canal lo que importa es el agua, ellas y ellos fueron el cimiento de lo que soy, de lo que somos. Por eso, ahora, cada vez que llega a mí el aroma a brezo o gofio, esté donde esté, me digo “huele a la Villa”.
¿Qué por qué nací en la Orotava y por qué vivo en la Orotava? Sencillamente, porque así debía ser. Quién me iba a decir a mí, después de tantas vivencias, que iba a encontrarme un día leyendo ante ustedes el pregón de las fiestas del Corpus Christi, San Isidro Labrador y Santa María de la Cabeza, que ya empiezan y espero que disfruten mucho. Pero aquí estoy, y estoy para lo que se ofrezca, porque sí, soy un ser un humano y, como tal, de todas partes, pero sobre todo de aquí.
Muchas gracias…”

BRUNO JUAN ÁLVAREZ ABRÉU
PROFESOR MERCANTIL


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