El
amigo desde la infancia, natural de la Cruz Santa (Los Realejos); EDUARDO MESA
CABRERA, como pregonero de su Barrio de nacimiento correspondiente a las
Fiestas Patronales 2015. Remitió entonces el pregón que leyó el sábado 19 de
Septiembre y que tituló “DOS PUNTAS TIENE
EL CAMINO Y EN LAS DOS ALGUIEN ME AGUARDA”: “…Cuando por los atares de la vida dejas el
lugar donde has nacido, el lecho familiar, los amigos y las costumbres, un
pensamiento recorre el alma, la nostalgia y la esperanza de volver a transitar
por las estancias del sendero que te vio crecer.
“Dos puntas tiene el camino y en las dos
alguien me aguarda”, frase de la famosa cueca Chilena, de letra de Oswaldo V.
Rocha, podría ser el titular de este relato-pregón en el que quiero
inmortalizar mis recuerdos de un camino que comienza en una punta donde me vio
nacer y donde tiene sus orígenes ”la Cruz”, que lleva su nombre este terruño
que siempre añoro, y la otra, “la Punta del Muro”, donde mi padre me esperaba y
hacia donde yo me dirigía para llevarle la cesta de la comida los días en el
que se prestaba a realizar sus labores agrícolas en los pagos de La Zamora Alta,
donde hoy se levanta el Colegio Mencey Bentor.
La memoria inmortaliza las experiencias
vividas. Cuando acudimos al recuerdo lo hacemos de manera selectiva y, al mirar
atrás, la memoria nos devuelve el paisaje, las personas, las experiencias, los
objetos, las palabras, los gestos, las canciones,… Y lo narramos todo siempre
siguiendo nuestra forma de ser y de sentir, forjadas durante décadas de
tránsito entre punta y punta del camino.
De esta manera, la memoria de los años
felices donde nací convivió en todos los procesos familiares, deportivos, sociales
y culturales, con las personas a las que nombraré cariñosamente por sus nombres
y apodos, así los conocí y así quisiera recordarlos siempre.
El olfato es el sentido que eterniza los
aromas de la infancia. Hace que cuando regreso a los lugares en los que crecí,
me traslade a esa infancia y juventud, evocando el pasado entre mi familia.
Provoca que mis propios hijos empleen la
curiosa expresión de “Nos huele a La Cruz Santa”.
El Camino, casi a diario, de la Punta a La
Zamora, constituía el quehacer diario de los primeros años de mi vida. Los
recuerdos más cercanos se centran en las calles Villanueva, El Brezal, La Era
Lomo Alto, Barranco la Raya, El Puldón, El Bosque de Don Máximo, etc. Calles,
algunas de ellas sin asfaltar y con un empedrado muy peculiar, que los propios
vecinos cuidaban de las fuertes lluvias que acostumbraban a convertirlas en
verdaderos barrancos.
Entre mis vecinos más próximos se
encontraban Doña Estéfana, que me mandaba a la venta de “Los Herreros” a
comprar la trementina, petróleo blanco, que servía de carburante para la lumbre
de los quinqués y la combustión de las cocinillas de de fuelle.
En el Brezal he de destacar la venta de Don
Manuel González y Doña Isabel que, por
un lado, atendían al negocio de comestibles y, por el otro, despachaban vino
blanco y “almadero”, negocio que servía de posada a las tratas. Allí acudían,
sobre todo, los vecinos de la parte alta de esta zona del valle, Benijos y Las
Llanadas, que con sus esposas y a lomo de mulas, acudían para acometer el suministro
temporal de víveres. El solar contiguo a la venta servía de establo para sus
mulas. Mientras sus mujeres realizaban la compra, sus maridos, después de
vendrer la leña y el pinocho, esperaban en la trastienda con la buena compañía
de los caldos de Don Manuel, realizando labores de canje de mulas que, junto al
juego a la baraja, las apuestas y las porfías, hacían que algunas veces
terminaran en auténticas batallas campales. Nombres como Agustín “El Chulo”,
Severiano “El Rujo” o Tomás “Maja Hierro”, hacen propio el apodo y la
contienda.
Ya en la noche, ebrios de vino, tratas y
escaramuzas, amarraban la carga en presencia de sus mujeres, quienes
pacientemente esperaban el regreso. Ellos, a lomo de sus mulos y al son de sus
cánticos, cabalgaban junto al andar obediente de sus mujeres que, antorcha en
mano, alumbraban el camino de vuelta.
Esta sacrificada gente, llamados en algún
momento como “parriberos”, eran herederos del hambre y la necesidad que, en
tiempo de la posguerra, donde las penurias y la miseria asfixiaban a todo un
país, convertían en furtivas de su propio medio a estas familias. Sacrificando
el monte y trapicheando en algunos casos con la leña y el pinocho, eran
perseguidos por la ley pero ayudados por una población que, sufriendo la misma
miseria, les daba cobijo para no ser decomisados por los guardias, la mercancía
y aparejos incluidos.
La venta de pinocho constituía el mayor
recurso a sus necesidades. Don Nicolás Hernández (el Gato) poseía un “recibo”
que servía como depósito para la compra-venta de pinocho junto a la venta de Don
Manuel e Isabel. El mismo Nicolás se encargaba de suministrar a los
empaquetados de plátanos para el embalaje de los guacales o a los ganaderos,
quienes después de emplearlo en camada para los animales, hacían estiércol para
el abono de las tierras durante la siembra.
La venta de Don Manuel constituía para mi
familia toda una transacción prestamista. Mi padre le entregaba el mosto de la
cosecha a cambio de víveres y préstamos en efectivo que, durante todo el año,
Doña Isabel registraba en una libreta a modo de entrega a cuenta y que
saldaban, como honrados y honestos ciudadanos, al final de la siguiente
cosecha.
Mis escapadas por el entorno, solían ser
por el pequeño campo de fútbol en el barranco de la Raya, donde hoy se levanta
el estadio de la Suerte y donde di mis
primeras patadas a una pelota de papel y badana. También acostumbraba a
perderme por el barranco, el Puldón y por el bosque de Don Máximo, con Juanito
Estrada hijo de “el Albardero”, Domingo Luis “el Perdomero”, Paco García “el
Herrero” y Eliseo Lorenzo “el de Lola la Queca”. Entre saltos de barranco y
cuevas, jugábamos a las pistolas hechas de troncos de sarmiento. Yo tenía unas
de juguete que me enviaron de Venezuela mis hermanos y que prestaba a Juanito y
Mingo, los “zagalotes” del grupo. Así, contaba con el privilegio de jugar a su
lado siempre que no apareciera Pedrito “el Rujo”, que solía amargarnos el día…
A unos metros de mi casa, en dirección a la
carretera general, se encontraba, a orillas del camino, el lugar en el que un
ficus de gran tamaño cubría el espacio de un pequeño patio que servía de
espacio para el juego de la “brisca” que acostumbraban a practicar, en grata
compañía las tardes de domingo, un destacado grupo de vecinas como fueron: Dña.
Florencia, Dña. Úrsula, Dña. Isabel“ la
Corcovada”, Dña. Isabelita “la Paloma” y mi madre, Pilar “la del Hoyo”.
A unos metros, en la carretera general, se
encontraba la Cruz de Dña. Filomena, posteriormente enramada por Dña. Mena
Pérez y Dña. Manuela Díaz. En esta punta quisiera nombrar las diferentes cruces
que se engalanaban los días de su fiesta.
Subiendo la cuesta hacia la Punta del
barranco de la Raya se encontraba la Cruz de Don Nicolás González (El barquito),
referencia y visita obligada, autor a su vez del monumento, del Altar Mayor de
la Parroquia, del Jueves Santo, que por su esplendor y belleza es aún hoy
visitado y benerado por numerosos vecinos y lugareños del Valle de la Orotava,
su maestría y el buen gusto para tal menester ha dejado huella en los
continuadores de dicha labor.
Don Nicolás fue también el primer
practicante que asistía a los hogares donde se necetitaban los cuidados de
primeras curas y la puesta de inyecciones, que posteriormente fue sustituido
por Don Antonio Verde “el practicante”.
No quisiera pasar este momento sin mencionar
también a su hijo Gonzalo González, al que me une una gran amistad. Artista de
reconocida fama, ha colgado sus lienzos en las principales salas de todo el
mundo, discípulo aventajado de otro gran artísta y paisano como es Don Pedro
González, un indiscutible referente del arte canario. De Gonzalo, al igual que
lo fuera hace treinta años, es la portada del programa de estas fiestas.
Un poco mas adelante y a ambos lados de la
calle de la Punta, se encontraban las cruces de Antonio Alemán y la de
Isabelita “la enamorada”, junto al callejón de la Suerte. Cuentan que fue allí
donde por primera vez se veneró a “la cruz”, encontrada en el barranco.
Doblando la esquina hacia la carretera
general, nos encontramos la de Gonzalo Reboso. Todavía hoy llama la atención
por su frondoso y exuberante patio de flores donde su belleza y colorido recrea
nuestros sentidos. De regreso llegamos a la Cruz de la familia de Don Andrés Álvarez
“el Queque” frente a la casa de Don Pepe “el del Patio”.
Antes de proseguir la ruta, quisiera también
hacer mención a dos lugares de interés en esta punta del camino: “la Venta de
los Herreros” y la albardería de Don Nicolás Estrada, persona procedente de
Charco del Pino (Granadilla).
“La Venta de los Herreros” era, por
excelencia, el centro comercial de la Cruz Santa que, junto a la empresa de
exportación de papas de Don Lorenzo Hernández Morales, constituían los dos
referentes comerciales más importantes del pueblo.
Los hermanos Miguel, Alberto y Eliseo
García regentaban el comercio que en aquel entonces se dedicaba a la venta de
todos los productos comerciales, desde los relacionados con la construcción, a
los comestibles, pasando por el textil, el calzado, el petróleo y el gas junto
a los productos para el campo. El dicho de la época rezaba: “en Los Herreros se
vende desde una aguja a un elefante”. Como diríamos hoy en día, era todo un
emporio comercial a escala local.
El otro lugar llamativo era la albardería
de Don Nicolás Estrada. Su acogedor y cercano ambiente reunía a los personajes
más costumbristas de La Cruz Santa en torno a los trabajos de éste artesasno
que, sin dejar de hablar, introducía con sus punchas la paja en los lomos de la
albarda, moldeando sus piezas hasta su toque final. Mientras, los asistentes
buscaban acomodo entre los bancos o el respaldo de la paja almacenada. Miguel
Álvarez “el de Ciro”, Pancho Clemente, Don Nicolás González “el Barquito”,
Miguel Luis”el Perdomero”, Chano Luis “el
de Herminia”, Don Pepe el del Patio”, los hermanos Alberto, Tomás y Miguel
García “los Herreros”, Don Agustín Chávez, Pancho Fernadez “el de Celia”,
Agustín Fdez. “el Ciego”, Gonzalo Atanasio, Pancho Reboso y los hermanos Domingo,
Pepe y Manuel Rguez“ los Coletas” entre otros, entablaban entusiastas tertulias
que ponían al día, tanto la vida local, como las noticias que llegaban de
fuera. Algunos hablaban de sus historias y experiencias en Cuba, como Don
Nicolás, Miguel “de Ciro” o mi propio padre que emigraron en otra época, en la
que la boyante economía Cubana atraía a la innumerable población canaria
hambrienta y necesitada, en busca de prosperidad.
A pocos metros de la Venta de “Los
Herreros”, en dirección a la Plaza, se encontraba la Casa y el Lagar de Don
José González, “Pepe el del Patio”, hoy en día en penoso estado de abandono.
Esta peculiar vivienda acogía precisamente en su patio trasero un lagar que, en
tiempos de vendimia, era utilizado por mi padre para la elaboración del mosto.
Por los comienzos de la estación otoñal,
coincidiendo con las fiestas de la Cruz y de las Mercedes que antaño se
celebraban conjuntamente, la vendimia perfumaba el paso por los distintos
lagares que se situaban en muchas casas particulares, donde se llevaba a cabo
la elaboración de los diferentes néctares tan preciados de esta zona. Las mulas
cargadas de cestos de uvas recorrían y aromatizaban las distintas calles por
donde discurrían en dirección a los diferentes lagares que, junto al de Don
Pepe “el del Patio”, les seguían el de Pancho “de Celia”, situado a
continuación, el de Don Manuel Morales, en la Casa Higa, y el de Don Alejandro
Chávez en “la Punta el Muro”. En todos ellos mi padre llevó a cabo diversas
labores de vendimia.
Junto al Lagar de Pancho “el de Celia”, se encontraba la mercería de Dña.
Fidencia García “la cubana”, una señora siempre muy bien arreglada con su
acicalado peinado en canas, gafas a media nariz y tijera en pecho. Tienda donde
mi madre me mandaba a comprar los complementos de costura para la confección de
sus encargos.
De este lugar tengo una anécdota que contar.
Por aquel entonces, la carretera general era una calle estrecha en el que dos
coches apenas podían cruzarse. Estando con mi madre en la puerta de la
mercería, pasaba mi hermano Antonio con su moto regresando de su trabajo en La
Orotava, a la hora del almuerzo, compartiendo asiento con dos pasajeros más:
Miguel Glez. “El de Juana la de Juan David” y José Pérez, hijo de Don Antonio Pérez
“el Carpintero”. En el momento de iniciar la curva y darnos el adiós, apareció
un coche, que sin tiempo para frenar chocó de frente con ellos haciéndoles
saltar por los aires y llevándoles a caer justo a los pies de mi madre, quien
les socorrió, con el consiguiente susto que gracias a Dios no paso a mayores.
La moto de mi hermano constituía toda una novedad, comparada con el resto de
vehículos de la isla por aquel entonces. Llamaba la atención por su gran
volumen y cilindrada, una “AJS Aros” enviada desde Venezuela por mis hermanos
Domingo y Félix, dos más entre las decenas de hijos crusanteros de la posguerra
que tuvieron que emigrar de Canarias para poder tener algun porvenir.
Un poco más adelante se encontraba el
molino de gofio que, por aquel entonces, lo regentaba Don Antonio Álvarez, antiguo conductor del camión
de “Los Herreros”, hijo de Don Jerónimo Álvarez, y que más tarde emigró a
Inglaterra, donde estableció allí su residencia definitiva. También sus
hermanos, Francisco, Juanito y hermanas, guardaban una buena relación con mi
familia. Se tenían mutuamente un gran respeto y aún más cariño.
Una
casa que yo estimaba sobremanera y visitaba casi a diario era la familia
de Lola Álvarez “La Queca”. Con su hijo Eliseo Lorenzo conservo una magnífica
relación desde la infancia.
Sorteando las casas de Don Gonzalo Atanasio
y los Oramas, haré mención especial a un personaje muy peculiar, Don Agustín Fernández
“el Ciego”, que por muy extraño que parezca, era de profesión carpintero, y de
los buenos. La pérdida de visión a muy corta edad, debido a un grano de millo
escapado de un “carozo” le dejó ciego del único ojo que podía ver. Su ceguera hizo que agudizara el resto de sus
sentidos. Esta agudeza, junto a su buena inteligencia desarrolló todo el
ingenio en una profesión que él mismo eligió. Muchos de sus trabajos no solo
eran elogiados por sus clientes sino que se atrevía a aconsejar sobre los
colores que debía llevar.
A pocos metros, y sin que parezca una
paradoja, se encontraba la casa y el estudio de Andrés Martín “el fotógrafo”,
retratista oficial que inmortalizó todos los actos cívicos y sociales de este
pueblo, bodas, bautizos, comuniones y festejos. ¿Quién no tiene en su casa una
foto de cualquier acontecimiento en la que aparezca la imagen de algún familiar
o personaje que perpetúe la historia de este lugar?
A pocos metros y antes de iniciar el
descenso de la calle hacia la Plaza, nos encontramos con otro lugar de tertulia
crusantera, la barbería de Manuel y Miguel Lorenzo que, a diferencia de la Don
Nicolás Estrada, aquí los corrillos eran más mundanos y cotidianos, lo propio
de una barbería.
Entrando al callejón del Lomo rápidamente,
detectábamos el olor a los bizcochos de Doña. Encarnación Martín. Su aroma
repostero inundaba todos los hogares del Lomo. A destacar también “la Venta de
Don Vicente Perón” que, al igual que la de Don Manuel é Isabel, se dedicaban al
comercio de víveres y casa de comidas. Aquí se podía degustar la mejor carne
con papas de La Cruz Santa.
Enfrente, la cruz del lomo, situada en la
casa de Manuel Domínguez. “el Sacristan”, dominaba la visión del entorno y era
enramada por Irene Luis y Margarita Díaz.
Un poco más abajo, la destilería de parra y
caña de Agustín León “el de Florentina” que embriagaba con su olor a todo su
entorno. Las dos panaderías que se encontaban en el Lomo eran la de Gonzalo
Cabrera y la de la familia de José “el Cartero” y Guadalupe que, junto a la
familia de Pepe Mesa “los del Pan de a perra” en el barranco la Raya,
abastecían del alimento básico a toda la población local.
Retomando la calzada principal, al comienzo
del declive de la cuesta en dirección a la Plaza, la Venta de Don Antonio Pérez
“el Carpintero” (padrino mío y de mi hermano Gonzalo de bautizo) y su esposa
Carmen, nos deleitaba con sus sabrosas garbanzas y la mejor carne de cochino.
De la Orotava se desplazaba Don Gabriel “el Pelado”, carnicero y buen amigo de
Don Antonio para realizar labores de matarife quien, junto a mi padre, cuando
la ocasión se prestaba, llevaba a cabo el trabajo de la matazón.
Dña. Rosario Pérez era hermana de Don
Antonio Pérez “el carpintero”, que tenía su venta en el final de la cuesta, un
poco antes de llegar a la Plaza que, junto a las anteriormente mencionadas, se
dedicaba a los mismos menesteres. Su hija, Teresa Pérez, se casó con Antonio
Mesa, el mayor de mis ocho hermanos. Más adelante se trasladaron a vivir a La
Orotava. Doña. Rosario les acompañó y, de esta manera, cesó la actividad de la
venta que regentaba.
Junto a su casa, Doña. Rosario vio alzarse
una gran actividad empresarial, la de Don Lorenzo Hernández Morales, gran
emprendedor que comenzó su vida laboral como interventor del Ayuntamiento de El
Tanque y más tarde concejal del Ayuntamiento de El Realejo Alto, participando
en el año 1950, en la creación del municipio de Los Realejos.
A su actividad en el comercio de
exportación de papas, se unía la de venta de productos de abonos. Don Lorenzo
tuvo en sus filas a un gran número de trabajadores, entre los que destacaré en
mi recuerdo la de Isaac Méndez, Domingo Mesa (mi hermano), Pablo Fernández,
Juan Lorenzo, Santiago Rodríguez y Pedro Ariza como conductores de los
camiones, y a José García Llanos, Domingo Lorenzo, Manuel Verde, Secundino Donate
y Álvaro González Martín, como empleados
de almacén y oficinas.
Con Álvarito, como cariñosamente me gusta
nombrarlo, tuve una relación muy especial por los ratos que pasé junto a él y los
juegos que practicamos de niño. Era “el centralita” de la Cruz Santa. Operaba
en el único locutorio local y toda la comunicación telefónica del pueblo pasaba
por él.
Y antes de llegar a La plaza no me puedo
olvidar de mi amigo Melchor Lorenzo, un excelente carpintero y artesano de carros
de vergas. En el patio de tierra de su casa pasábamos horas simulando la
actividad del empaquetado de papas de Don Lorenzo Morales y los carros cargados
de cajas de fosforo, imitaban a la perfección cada uno de los camiones: “el Dodge”,
“el Austin”, o el más famoso de todos: “El mastelero”. Mientras, bajo el
corredor de su casa, su madre Rosalía Luis y sus hermanas Carmen Rosa e Irene Lorenzo
calaban sin cesar auténticas obras de artesanía. Siempre me trataron como de la
familia. Gracias a este cariño y a un sinfín de experiencias juntos, mi amistad
con Melchor se ha forjado con esmero y confianza y se sigue manteniendo hasta
nuestros días.
El nombre de Rosalía y sus hijas lleva a mi
memoria a resaltar la labor artesana de las mujeres crusanteras, calando y
bordando en sus horas libres para mitigar la maltrecha economía familiar en los
patios de las casas donde guardaban con recelo sus orquídeas y helechas, orgullo
y disputa de muchas familias que, junto a la flor de mundo, los gladiolos, las
azucenas, geranios, etc., engalanaban con orgullo las jardineras de sus patios.
Y hacia la mitad del camino, nos
encontramos la plaza, la Iglesia y el Casino. Constituían el auténtico centro
neurálgico del pueblo. La Plaza era el único lugar donde nos dejaban jugar,
aunque no siempre y no a todos los juegos. A la burra y al escondite sí, pero a
la pelota, por ejemplo, no. Y si nos cogía el municipal de turno, nos podía
caer una buena castaña.
El Casino, tal y como su nombre indica,
entre otros menesteres, funcionaba como lugar de juegos de azar entre mayores,
dónde muchos negocios con pérdidas y ganancias se ponían como apuestas. Los
jóvenes de aquel momento solo lo
disfrutamos en las bodas y en los bailes, pero sin pasarnos con la pareja de
turno. Aquel que metiese la mano más allá de lo establecido por el decoro de la
época, terminaba en la calle.
Hoy ha pasado a manos de la Asociación de
vecinos y espero que conformen el espacio sociocultural que merece y que no tuvo
en los años que les relato.
El único Cine de Pueblo que había se
encontraba en los bajos del Casino. Un
salón con capacidad para no más de cien personas y donde gozamos de nuestras
primeras imágenes de cine. En aquel entonces, Juanito Estrada el hijo de
Nicolás “el albardero” y Domingo Luis “el Perdomero” aprovechaban los recortes
de películas que el maquinista, Narciso Dguez. “el pariente”, desechaba de cada
rollo y los convertían en ingeniosas películas que proyectaban en el salón de
su casa con una caja metálica y una bombilla, a modo de proyector. Ellos hacían
con sus propias voces los montajes de los diálogos y la música. A los
espectadores nos cobraban una perra por la entrada.
Y llega el momento de mi paso por la
Iglesia, lugar de culto de nuestro Pueblo, donde se encuentra la cruz,
encontrada en el barranco la Raya y forrada en plata que preside el altar
mayor, la que le da nombre a La Cruz Santa, junto a la imagen de la Virgen de
las Mercedes, patrona de este pueblo.
Fui monaguillo de esta parroquia con Don Sixto,
mi padrino de confirmación, y con Don Sotero Álvarez. Desde allí, comencé a
participar en todos los movimientos culturales, deportivos y sociales del pueblo.
En la trasera de la Iglesia se encontraban
las cruces de Agustina Álvarez, esposa de Alejandro Sanabria, y la de Miguel Pérez,
hijo de Fernando Pérez Lorenzo “el del bar”.
Don Mario Hernández Siverio fue el primer y
único maestro que tuve en la enseñanza primaria. La escuela pública de niños
estaba en una punta y la de las niñas en la otra. Más tarde todos pasamos al
grupo escolar, hoy convertido en aparcamiento, frente a la Casa Parroquial,
aunque seguíamos segregados por sexos. En la parte alta recibían clase las
niñas.
Recuerdo a Don Mario en todo el inicio de
mi educación, sus lecciones me sirvieron para el aprendizaje de lo que
posteriormente fui. Persona íntegra y cabal que, además, fue músico de la
Orquesta Copacabana que en un principio se llamó Brisas del Teide. Precisamente
fue él quien le puso el nuevo nombre al grupo, buscando una marca profesional
que compitiese con el resto de orquestas de la Isla.
A Don Sixto le recuerdo como un familiar más.
Fue durante mis años de monaguillo, en los que trasladamos a San Cayetano a su
parroquia en La Montaña, celebrando su primera misa. Acompañé también a la
Virgen de Candelaria cuando visitó nuestro pueblo.
Don Sixto aprendió a conducir con mis
hermanos Antonio y Domingo, cuando se compró su segundo coche un Austin A30 Saloon
de 1955. Para bendecirlo viajamos a Candelaria en compañía de mi hermano
Antonio, con Teresa su mujer y Balbina, la sirvienta de la casa parroquial. Llevó
a cabo una buena labor humanitaria, siempre amparando caritativamente a las
personas más necesitadas. Mis dos hermanos, Domingo y Félix, se vieron favorecidos
por él cuanto no les quedó más remedio que emigrar a Venezuela.
Pena y revuelo dejó marcado el día que fue
destinado a La Parroquia del Cristo de Tacoronte.
No quisiera olvidarme de mis compañeros y
amigos monaguillos con quien pasé mis pillerías y andanzas en tarea de acólito sacerdote:
Suso Corvo, José Manuel Pérez Díaz, Paco García, Domingo León “el de
Florentina”, Melchor Lorenzo, los hermanos Tino, Manolo y Alejando Sanabria,
etc.
Este último, Alejandrillo, como acostumbrábamos
a llamarle con cariño, le metía el diente a todo lo que le pudiera ganar algún
durillo. Trabajaba con su padre en la
carpintería y, en los ratos libres, con una caja al cuello se dedicaba los
domingos a la venta ambulante de caramelos, chicles y toda clase de golosinas.
Más tarde se hizo cargo del carrito de la plaza del que tomó el relevo de Doña Herminia
Hdez., esposa de Don Manuel Lorenzo “el barbero” y esta, a su vez, lo había
tomado de Don Manuel González Fumero, padre de “Alvarito”.
Don Sotero Álvarez fue la otra persona que
dejó en mí una gran huella. Tanto en labores del culto, como en lo social y
cultural, involucró tanto a jóvenes como a mayores. Creó el coro parroquial llegando
a cantar misas en latín, acompañadas al órgano por él mismo. Aquel coro estaba
lleno de personajes entrañables tales como: Manuel y Antonio Verde, Belisario y
Camilo, Domingo y José Manuel Pérez Díaz, Agustín Bonifacio, Manolo Linares,
Domingo Morales “el Cachorro”, José León (Pepe “el sacristán”), José Antonio
Ramos, los hermanos Tomás, Suso y Nico Pérez Luis, José Manuel Oliva, Fernando
Vera, Manolo Sanabria y mi buen amigo Paco García. Recuerdo que, una vez,
mientras nos dirigíamos a cantar una misa en las fiestas de San Antonio, en
Granadilla, salimos a las seis de la mañana por la carretera de Las Cañadas en
la guagua de Simeón Armas, acompañados por nuestros familiares. A cada momento,
teníamos que parar para refrescar su motor y, como es lógico, acabamos llegando
con el tiempo muy justo.
Con la creación del Teleclub en la Punta
del Muro, en el mismo lugar donde antiguamente se ubicaba la escuela de las niñas,
se formó la primera directiva compuesta por los jóvenes de este pueblo que, de
esta manera, iban cobrando protagonismo. Jóvenes que, junto a los que andábamos
alrededor de la Iglesia, el coro y los monaguillos, se unían los nombres de José
Antonio Jacinto Díaz, “ carpintero de la Cartaya”, el primer presidente, y Juan
Cruz, Chicho González, Melchor Lorenzo, Agustín Yanes “el ramblero”, Domingo
Cabrera, Miguel Ángel “el lechero”, Eleuterio González, Manuel Felipe, entre
otros, llevando a cabo la realización de diferentes actividades culturales y
sociales que, al mismo, tiempo servían de intercambio y lazos de amistad con
otros pueblos de la Isla, como el que se estableció con el de Granadilla y que
todavía perduran. Comenzamos a realizar actividades: excursiones al Pico del Teide,
a la vuelta a la Isla, a Candelaria, etc. Por las navidades formamos la
rondalla de lo Divino, durante las Fiestas llevamos a cabo la puesta en escena,
tanto de comedias, como de zarzuelas y, todo ello, con un fin recaudatorio que
no era otro que la construcción del nuevo templo parroquial. Fin que, con el
tiempo, no se llegó a realizar por falta de acuerdos acerca de su ubicación por
el poder disuasorio de algunos vecinos con influencias notables. La polémica
fue saldada por Don Sotero con la compra de lo que es hoy la Casa Parroquial.
En el pago de La Casa Higa, la capilla de
la Cruz acogía a todos los vecinos y visitantes con algún vaso de vino y unos
rosquetes que servían de vianda para proseguir la ruta.
Bajando hacia la Punta del Muro en la
carretera general y haciendo esquina con el callejón de la Casa Higa, se
encontraba la venta de Don Santiago Pérez y Doña Pilar Luis que, posteriormente,
pasó a incorporar la centralita y el locutorio telefónico del pueblo.
Bajando a La Cuevita y a La Cartaya, se perdían
las últimas capillas y cruces del camino. Con tiempo, el buen quehacer de la
gente de este pueblo ha hecho que esta Fiesta, la de las Cruces, se convierta
en evento de sumo interés turístico.
Y en la otra punta del camino alguien me
aguarda. Mi padre, que en la Zamora Alta salía a mi encuentro a diario,
aguardaba con paciencia y anhelo su cesta de la comida del almuerzo para no
tener que abandonar su labores agrícolas. La finca, trabajada por mi padre en
régimen de medianía, era propiedad de la familia Machado del Puerto de La Cruz,
en la que cosechaba la viña y, entre las trenzadas varas, aprovechaba para
plantar papas y millo.
En un costado de la finca, por el camino de
la Grimona, solía visitar a varias familias con objeto de pedirles agua fresca
para saciar la sed que ocasionaba las labores agrícolas. La casa de Obdulia y
Pancho, su esposo, que regentaba el bar “La Cuevita”, la familia de Luisa Díaz “la
Caraqueña” y la de Esteban García “el de la puente”, padre de Isabel, y suegro más
tarde de mi hermano Domingo.
Gentes que todavía hoy, al saludarlos, me
recuerdan con cariño muchos de los ratos que solíamos pasar juntos en sus casas.
Antonio Mesa Romero, mi padre, hombre
honesto y honrado, donde la palabra era escritura, fue un amigo de sus amigos,
agricultor, ganadero, experto conocedor de la viña, y el tabaco, era requerido
por los cosecheros para su minuciosa selección que solidariamente prestaba.
A lomo de su caballo se trasladaba varias
veces al mes a las Cañadas en busca de azufre, producto que se empleaba para
desparasitar y proteger la viña. Y por la misma ruta, algunas veces, se
desplazaba a Arico, donde realizaba labores de intercambio de semillas y venta
de papas. Emigró dos veces a Cuba y en el último viaje trajo consigo el
aprendizaje y el delicado cultivo del tabaco que llevó a cabo en la finca situada
en la trasera del Casino, finca cuya propiedad correspondía a Don Eduardo,
natural de Icod el Alto, y quien se la había tratado a modo de medianía. Su
experiencia hizo que muchas familias le pidieran consejos para la siembra y
recolección del mismo, así como el asesoramiento de Don Álvaro, propietario de
la fábrica de tabaco que lleva su nombre, quien, junto a Esteban “el cubano”, marcaban
la calidad del producto.
Mi Madre, Pilar Cabrera Díaz “la del Hoyo”,
se dedicaba a la costura, aportando con ello un recurso más a la necesitada
economía familiar. Muchas de sus piezas las intercambiaba en forma de trueque.
Llegó a realizar todo tipo de confección, desde la ropa interior hasta vestidos
de novia. Mi casa fue toda una escuela de costura para muchas mujeres que, ejercitando
las labores de corte y costura, aliviaban el trabajo de mi madre, aprendiendo con
ello el oficio. Hasta mis propios hermanos, al regreso de sus trabajos,
colaboraban en dicha faena, tanto haciendo ojales como cosiendo botones,
durante los días en la que los encargos desbordaban la capacidad de trabajo.
Para terminar, me gustaría solicitar un
concienzudo reconocimiento y apoyo a la Banda de Música de La Cruz Santa,
refundada 1985 por mi hermano José Mesa Cabrera, un grupo de antiguos músicos,
mi gran amigo Paco García que junto a José Antonio Linares y Germán González,
fueron sus dos primeros presidentes.
¡Qué orgullo es el de un barrio como éste, que
cuente en su seno con una academia con banda de música y dos grupos folklóricos,
Guaya Santa y Ciriato, con lo que ello significa para la cultura de un pueblo!
Felicito desde aquí a la U.D. Cruz Santa
por el ascenso a la Tercera División Nacional, tras muchos años de lucha. Quién
lo iba a decir cuando allá por los años sesenta comenzó su andadura. ¡¡Arriba
el Machuca!!
Mi agradecimiento a la Comisión de Fiestas
de este año por concederme el honor de esta distinción, como crusantero me
siento muy orgulloso al pronunciar este pregón que significa para mí volver a
mis raíces más profundas que marcaron mi vida para siempre.
Como decía un gran amigo mío Antonio
Betancor, periodista de Radio Nacional de España y presentador del espacio
Tenderete, “soy un culo inquieto”, siempre con ganas de hacer cosas que
redunden en el saber y la cultura.
Dos puntas tiene el camino y en las dos
alguien me aguarda. Mis orígenes envueltos por la nostalgia y un pueblo que, a
pesar de la distancia, siempre llevo en mi corazón. FELICES FIESTAS. ¡VIVA LA
VIRGEN DE LAS MERCEDES!. ¡VIVAN LAS DOS PUNTAS!. ¡VIVA LA CRUZ SANTA!...”
BRUNO
JUAN ÁLVAREZ ABRÉU
PROFESOR
MERCANTIL
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