martes, 5 de septiembre de 2017

PREGÓN DE LAS FIESTAS DE LAS MERCEDES, LA CRUZ SANTA 2015



El amigo desde la infancia, natural de la Cruz Santa (Los Realejos); EDUARDO MESA CABRERA, como pregonero de su Barrio de nacimiento correspondiente a las Fiestas Patronales 2015. Remitió entonces el pregón que leyó el sábado 19 de Septiembre y que tituló “DOS PUNTAS TIENE  EL CAMINO Y EN LAS DOS ALGUIEN ME AGUARDA”: “…Cuando por los atares de la vida dejas el lugar donde has nacido, el lecho familiar, los amigos y las costumbres, un pensamiento recorre el alma, la nostalgia y la esperanza de volver a transitar por las estancias del sendero que te vio crecer.
“Dos puntas tiene el camino y en las dos alguien me aguarda”, frase de la famosa cueca Chilena, de letra de Oswaldo V. Rocha, podría ser el titular de este relato-pregón en el que quiero inmortalizar mis recuerdos de un camino que comienza en una punta donde me vio nacer y donde tiene sus orígenes ”la Cruz”, que lleva su nombre este terruño que siempre añoro, y la otra, “la Punta del Muro”, donde mi padre me esperaba y hacia donde yo me dirigía para llevarle la cesta de la comida los días en el que se prestaba a realizar sus labores agrícolas en los pagos de La Zamora Alta, donde hoy se levanta el Colegio Mencey Bentor.
La memoria inmortaliza las experiencias vividas. Cuando acudimos al recuerdo lo hacemos de manera selectiva y, al mirar atrás, la memoria nos devuelve el paisaje, las personas, las experiencias, los objetos, las palabras, los gestos, las canciones,… Y lo narramos todo siempre siguiendo nuestra forma de ser y de sentir, forjadas durante décadas de tránsito entre punta y punta del camino.
De esta manera, la memoria de los años felices donde nací convivió en todos los procesos familiares, deportivos, sociales y culturales, con las personas a las que nombraré cariñosamente por sus nombres y apodos, así los conocí y así quisiera recordarlos siempre.
El olfato es el sentido que eterniza los aromas de la infancia. Hace que cuando regreso a los lugares en los que crecí, me traslade a esa infancia y juventud, evocando el pasado entre mi familia. Provoca que mis propios hijos empleen  la curiosa expresión de “Nos huele a La Cruz Santa”.
El Camino, casi a diario, de la Punta a La Zamora, constituía el quehacer diario de los primeros años de mi vida. Los recuerdos más cercanos se centran en las calles Villanueva, El Brezal, La Era Lomo Alto, Barranco la Raya, El Puldón, El Bosque de Don Máximo, etc. Calles, algunas de ellas sin asfaltar y con un empedrado muy peculiar, que los propios vecinos cuidaban de las fuertes lluvias que acostumbraban a convertirlas en verdaderos barrancos.
Entre mis vecinos más próximos se encontraban Doña Estéfana, que me mandaba a la venta de “Los Herreros” a comprar la trementina, petróleo blanco, que servía de carburante para la lumbre de los quinqués y la combustión de las cocinillas de de fuelle.
En el Brezal he de destacar la venta de Don Manuel González  y Doña Isabel que, por un lado, atendían al negocio de comestibles y, por el otro, despachaban vino blanco y “almadero”, negocio que servía de posada a las tratas. Allí acudían, sobre todo, los vecinos de la parte alta de esta zona del valle, Benijos y Las Llanadas, que con sus esposas y a lomo de mulas, acudían para acometer el suministro temporal de víveres. El solar contiguo a la venta servía de establo para sus mulas. Mientras sus mujeres realizaban la compra, sus maridos, después de vendrer la leña y el pinocho, esperaban en la trastienda con la buena compañía de los caldos de Don Manuel, realizando labores de canje de mulas que, junto al juego a la baraja, las apuestas y las porfías, hacían que algunas veces terminaran en auténticas batallas campales. Nombres como Agustín “El Chulo”, Severiano “El Rujo” o Tomás “Maja Hierro”, hacen propio el apodo y la contienda.
Ya en la noche, ebrios de vino, tratas y escaramuzas, amarraban la carga en presencia de sus mujeres, quienes pacientemente esperaban el regreso. Ellos, a lomo de sus mulos y al son de sus cánticos, cabalgaban junto al andar obediente de sus mujeres que, antorcha en mano, alumbraban el camino de vuelta.
Esta sacrificada gente, llamados en algún momento como “parriberos”, eran herederos del hambre y la necesidad que, en tiempo de la posguerra, donde las penurias y la miseria asfixiaban a todo un país, convertían en furtivas de su propio medio a estas familias. Sacrificando el monte y trapicheando en algunos casos con la leña y el pinocho, eran perseguidos por la ley pero ayudados por una población que, sufriendo la misma miseria, les daba cobijo para no ser decomisados por los guardias, la mercancía y aparejos incluidos.
La venta de pinocho constituía el mayor recurso a sus necesidades. Don Nicolás Hernández (el Gato) poseía un “recibo” que servía como depósito para la compra-venta de pinocho junto a la venta de Don Manuel e Isabel. El mismo Nicolás se encargaba de suministrar a los empaquetados de plátanos para el embalaje de los guacales o a los ganaderos, quienes después de emplearlo en camada para los animales, hacían estiércol para el abono de las tierras durante la siembra.
La venta de Don Manuel constituía para mi familia toda una transacción prestamista. Mi padre le entregaba el mosto de la cosecha a cambio de víveres y préstamos en efectivo que, durante todo el año, Doña Isabel registraba en una libreta a modo de entrega a cuenta y que saldaban, como honrados y honestos ciudadanos, al final de la siguiente cosecha.
Mis escapadas por el entorno, solían ser por el pequeño campo de fútbol en el barranco de la Raya, donde hoy se levanta el estadio de la Suerte y  donde di mis primeras patadas a una pelota de papel y badana. También acostumbraba a perderme por el barranco, el Puldón y por el bosque de Don Máximo, con Juanito Estrada hijo de “el Albardero”, Domingo Luis “el Perdomero”, Paco García “el Herrero” y Eliseo Lorenzo “el de Lola la Queca”. Entre saltos de barranco y cuevas, jugábamos a las pistolas hechas de troncos de sarmiento. Yo tenía unas de juguete que me enviaron de Venezuela mis hermanos y que prestaba a Juanito y Mingo, los “zagalotes” del grupo. Así, contaba con el privilegio de jugar a su lado siempre que no apareciera Pedrito “el Rujo”, que solía amargarnos el día…
A unos metros de mi casa, en dirección a la carretera general, se encontraba, a orillas del camino, el lugar en el que un ficus de gran tamaño cubría el espacio de un pequeño patio que servía de espacio para el juego de la “brisca” que acostumbraban a practicar, en grata compañía las tardes de domingo, un destacado grupo de vecinas como fueron: Dña. Florencia, Dña. Úrsula, Dña. Isabel“  la Corcovada”, Dña. Isabelita “la Paloma” y mi madre, Pilar “la del Hoyo”.
A unos metros, en la carretera general, se encontraba la Cruz de Dña. Filomena, posteriormente enramada por Dña. Mena Pérez y Dña. Manuela Díaz. En esta punta quisiera nombrar las diferentes cruces que se engalanaban los días de su fiesta.
Subiendo la cuesta hacia la Punta del barranco de la Raya se encontraba la Cruz de Don Nicolás González (El barquito), referencia y visita obligada, autor a su vez del monumento, del Altar Mayor de la Parroquia, del Jueves Santo, que por su esplendor y belleza es aún hoy visitado y benerado por numerosos vecinos y lugareños del Valle de la Orotava, su maestría y el buen gusto para tal menester ha dejado huella en los continuadores de dicha labor.
Don Nicolás fue también el primer practicante que asistía a los hogares donde se necetitaban los cuidados de primeras curas y la puesta de inyecciones, que posteriormente fue sustituido por Don Antonio Verde “el practicante”.
No quisiera pasar este momento sin mencionar también a su hijo Gonzalo González, al que me une una gran amistad. Artista de reconocida fama, ha colgado sus lienzos en las principales salas de todo el mundo, discípulo aventajado de otro gran artísta y paisano como es Don Pedro González, un indiscutible referente del arte canario. De Gonzalo, al igual que lo fuera hace treinta años, es la portada del programa de estas fiestas.
Un poco mas adelante y a ambos lados de la calle de la Punta, se encontraban las cruces de Antonio Alemán y la de Isabelita “la enamorada”, junto al callejón de la Suerte. Cuentan que fue allí donde por primera vez se veneró a “la cruz”, encontrada en el barranco.
Doblando la esquina hacia la carretera general, nos encontramos la de Gonzalo Reboso. Todavía hoy llama la atención por su frondoso y exuberante patio de flores donde su belleza y colorido recrea nuestros sentidos. De regreso llegamos a la Cruz de la familia de Don Andrés Álvarez “el Queque” frente a la casa de Don Pepe “el del Patio”.
Antes de proseguir la ruta, quisiera también hacer mención a dos lugares de interés en esta punta del camino: “la Venta de los Herreros” y la albardería de Don Nicolás Estrada, persona procedente de Charco del Pino (Granadilla).
“La Venta de los Herreros” era, por excelencia, el centro comercial de la Cruz Santa que, junto a la empresa de exportación de papas de Don Lorenzo Hernández Morales, constituían los dos referentes comerciales más importantes del pueblo.
Los hermanos Miguel, Alberto y Eliseo García regentaban el comercio que en aquel entonces se dedicaba a la venta de todos los productos comerciales, desde los relacionados con la construcción, a los comestibles, pasando por el textil, el calzado, el petróleo y el gas junto a los productos para el campo. El dicho de la época rezaba: “en Los Herreros se vende desde una aguja a un elefante”. Como diríamos hoy en día, era todo un emporio comercial a escala local.
El otro lugar llamativo era la albardería de Don Nicolás Estrada. Su acogedor y cercano ambiente reunía a los personajes más costumbristas de La Cruz Santa en torno a los trabajos de éste artesasno que, sin dejar de hablar, introducía con sus punchas la paja en los lomos de la albarda, moldeando sus piezas hasta su toque final. Mientras, los asistentes buscaban acomodo entre los bancos o el respaldo de la paja almacenada. Miguel Álvarez “el de Ciro”, Pancho Clemente, Don Nicolás González “el Barquito”, Miguel Luis”el Perdomero”,  Chano Luis “el de Herminia”, Don Pepe el del Patio”, los hermanos Alberto, Tomás y Miguel García “los Herreros”, Don Agustín Chávez, Pancho Fernadez “el de Celia”, Agustín Fdez. “el Ciego”, Gonzalo Atanasio, Pancho Reboso y los hermanos Domingo, Pepe y Manuel Rguez“ los Coletas” entre otros, entablaban entusiastas tertulias que ponían al día, tanto la vida local, como las noticias que llegaban de fuera. Algunos hablaban de sus historias y experiencias en Cuba, como Don Nicolás, Miguel “de Ciro” o mi propio padre que emigraron en otra época, en la que la boyante economía Cubana atraía a la innumerable población canaria hambrienta y necesitada, en busca de prosperidad.
A pocos metros de la Venta de “Los Herreros”, en dirección a la Plaza, se encontraba la Casa y el Lagar de Don José González, “Pepe el del Patio”, hoy en día en penoso estado de abandono. Esta peculiar vivienda acogía precisamente en su patio trasero un lagar que, en tiempos de vendimia, era utilizado por mi padre para la elaboración del mosto.
Por los comienzos de la estación otoñal, coincidiendo con las fiestas de la Cruz y de las Mercedes que antaño se celebraban conjuntamente, la vendimia perfumaba el paso por los distintos lagares que se situaban en muchas casas particulares, donde se llevaba a cabo la elaboración de los diferentes néctares tan preciados de esta zona. Las mulas cargadas de cestos de uvas recorrían y aromatizaban las distintas calles por donde discurrían en dirección a los diferentes lagares que, junto al de Don Pepe “el del Patio”, les seguían el de Pancho “de Celia”, situado a continuación, el de Don Manuel Morales, en la Casa Higa, y el de Don Alejandro Chávez en “la Punta el Muro”. En todos ellos mi padre llevó a cabo diversas labores de vendimia.
Junto al Lagar de Pancho  “el de Celia”, se encontraba la mercería de Dña. Fidencia García “la cubana”, una señora siempre muy bien arreglada con su acicalado peinado en canas, gafas a media nariz y tijera en pecho. Tienda donde mi madre me mandaba a comprar los complementos de costura para la confección de sus encargos.
De este lugar tengo una anécdota que contar. Por aquel entonces, la carretera general era una calle estrecha en el que dos coches apenas podían cruzarse. Estando con mi madre en la puerta de la mercería, pasaba mi hermano Antonio con su moto regresando de su trabajo en La Orotava, a la hora del almuerzo, compartiendo asiento con dos pasajeros más: Miguel Glez. “El de Juana la de Juan David” y José Pérez, hijo de Don Antonio Pérez “el Carpintero”. En el momento de iniciar la curva y darnos el adiós, apareció un coche, que sin tiempo para frenar chocó de frente con ellos haciéndoles saltar por los aires y llevándoles a caer justo a los pies de mi madre, quien les socorrió, con el consiguiente susto que gracias a Dios no paso a mayores. La moto de mi hermano constituía toda una novedad, comparada con el resto de vehículos de la isla por aquel entonces. Llamaba la atención por su gran volumen y cilindrada, una “AJS Aros” enviada desde Venezuela por mis hermanos Domingo y Félix, dos más entre las decenas de hijos crusanteros de la posguerra que tuvieron que emigrar de Canarias para poder tener algun porvenir.
Un poco más adelante se encontraba el molino de gofio que, por aquel entonces, lo regentaba Don  Antonio Álvarez, antiguo conductor del camión de “Los Herreros”, hijo de Don Jerónimo Álvarez, y que más tarde emigró a Inglaterra, donde estableció allí su residencia definitiva. También sus hermanos, Francisco, Juanito y hermanas, guardaban una buena relación con mi familia. Se tenían mutuamente un gran respeto y aún más cariño.
Una  casa que yo estimaba sobremanera y visitaba casi a diario era la familia de Lola Álvarez “La Queca”. Con su hijo Eliseo Lorenzo conservo una magnífica relación desde la infancia.
Sorteando las casas de Don Gonzalo Atanasio y los Oramas, haré mención especial a un personaje muy peculiar, Don Agustín Fernández “el Ciego”, que por muy extraño que parezca, era de profesión carpintero, y de los buenos. La pérdida de visión a muy corta edad, debido a un grano de millo escapado de un “carozo” le dejó ciego del único ojo que podía ver.  Su ceguera hizo que agudizara el resto de sus sentidos. Esta agudeza, junto a su buena inteligencia desarrolló todo el ingenio en una profesión que él mismo eligió. Muchos de sus trabajos no solo eran elogiados por sus clientes sino que se atrevía a aconsejar sobre los colores que debía llevar.
A pocos metros, y sin que parezca una paradoja, se encontraba la casa y el estudio de Andrés Martín “el fotógrafo”, retratista oficial que inmortalizó todos los actos cívicos y sociales de este pueblo, bodas, bautizos, comuniones y festejos. ¿Quién no tiene en su casa una foto de cualquier acontecimiento en la que aparezca la imagen de algún familiar o personaje que perpetúe la historia de este lugar?
A pocos metros y antes de iniciar el descenso de la calle hacia la Plaza, nos encontramos con otro lugar de tertulia crusantera, la barbería de Manuel y Miguel Lorenzo que, a diferencia de la Don Nicolás Estrada, aquí los corrillos eran más mundanos y cotidianos, lo propio de una barbería.
Entrando al callejón del Lomo rápidamente, detectábamos el olor a los bizcochos de Doña. Encarnación Martín. Su aroma repostero inundaba todos los hogares del Lomo. A destacar también “la Venta de Don Vicente Perón” que, al igual que la de Don Manuel é Isabel, se dedicaban al comercio de víveres y casa de comidas. Aquí se podía degustar la mejor carne con papas de La Cruz Santa.
Enfrente, la cruz del lomo, situada en la casa de Manuel Domínguez. “el Sacristan”, dominaba la visión del entorno y era enramada por Irene Luis y Margarita Díaz.
Un poco más abajo, la destilería de parra y caña de Agustín León “el de Florentina” que embriagaba con su olor a todo su entorno. Las dos panaderías que se encontaban en el Lomo eran la de Gonzalo Cabrera y la de la familia de José “el Cartero” y Guadalupe que, junto a la familia de Pepe Mesa “los del Pan de a perra” en el barranco la Raya, abastecían del alimento básico a toda la población local.
Retomando la calzada principal, al comienzo del declive de la cuesta en dirección a la Plaza, la Venta de Don Antonio Pérez “el Carpintero” (padrino mío y de mi hermano Gonzalo de bautizo) y su esposa Carmen, nos deleitaba con sus sabrosas garbanzas y la mejor carne de cochino. De la Orotava se desplazaba Don Gabriel “el Pelado”, carnicero y buen amigo de Don Antonio para realizar labores de matarife quien, junto a mi padre, cuando la ocasión se prestaba, llevaba a cabo el trabajo de la matazón.
Dña. Rosario Pérez era hermana de Don Antonio Pérez “el carpintero”, que tenía su venta en el final de la cuesta, un poco antes de llegar a la Plaza que, junto a las anteriormente mencionadas, se dedicaba a los mismos menesteres. Su hija, Teresa Pérez, se casó con Antonio Mesa, el mayor de mis ocho hermanos. Más adelante se trasladaron a vivir a La Orotava. Doña. Rosario les acompañó y, de esta manera, cesó la actividad de la venta que regentaba.
Junto a su casa, Doña. Rosario vio alzarse una gran actividad empresarial, la de Don Lorenzo Hernández Morales, gran emprendedor que comenzó su vida laboral como interventor del Ayuntamiento de El Tanque y más tarde concejal del Ayuntamiento de El Realejo Alto, participando en el año 1950, en la creación del municipio de Los Realejos.
A su actividad en el comercio de exportación de papas, se unía la de venta de productos de abonos. Don Lorenzo tuvo en sus filas a un gran número de trabajadores, entre los que destacaré en mi recuerdo la de Isaac Méndez, Domingo Mesa (mi hermano), Pablo Fernández, Juan Lorenzo, Santiago Rodríguez y Pedro Ariza como conductores de los camiones, y a José García Llanos, Domingo Lorenzo, Manuel Verde, Secundino Donate y Álvaro González Martín,  como empleados de almacén y oficinas.
Con Álvarito, como cariñosamente me gusta nombrarlo, tuve una relación muy especial por los ratos que pasé junto a él y los juegos que practicamos de niño. Era “el centralita” de la Cruz Santa. Operaba en el único locutorio local y toda la comunicación telefónica del pueblo pasaba por él.
Y antes de llegar a La plaza no me puedo olvidar de mi amigo Melchor Lorenzo, un excelente carpintero y artesano de carros de vergas. En el patio de tierra de su casa pasábamos horas simulando la actividad del empaquetado de papas de Don Lorenzo Morales y los carros cargados de cajas de fosforo, imitaban a la perfección cada uno de los camiones: “el Dodge”, “el Austin”, o el más famoso de todos: “El mastelero”. Mientras, bajo el corredor de su casa, su madre Rosalía Luis y sus hermanas Carmen Rosa e Irene Lorenzo calaban sin cesar auténticas obras de artesanía. Siempre me trataron como de la familia. Gracias a este cariño y a un sinfín de experiencias juntos, mi amistad con Melchor se ha forjado con esmero y confianza y se sigue manteniendo hasta nuestros días.
El nombre de Rosalía y sus hijas lleva a mi memoria a resaltar la labor artesana de las mujeres crusanteras, calando y bordando en sus horas libres para mitigar la maltrecha economía familiar en los patios de las casas donde guardaban con recelo sus orquídeas y helechas, orgullo y disputa de muchas familias que, junto a la flor de mundo, los gladiolos, las azucenas, geranios, etc., engalanaban con orgullo las jardineras de sus patios.
Y hacia la mitad del camino, nos encontramos la plaza, la Iglesia y el Casino. Constituían el auténtico centro neurálgico del pueblo. La Plaza era el único lugar donde nos dejaban jugar, aunque no siempre y no a todos los juegos. A la burra y al escondite sí, pero a la pelota, por ejemplo, no. Y si nos cogía el municipal de turno, nos podía caer una buena castaña.
El Casino, tal y como su nombre indica, entre otros menesteres, funcionaba como lugar de juegos de azar entre mayores, dónde muchos negocios con pérdidas y ganancias se ponían como apuestas. Los jóvenes de aquel momento solo  lo disfrutamos en las bodas y en los bailes, pero sin pasarnos con la pareja de turno. Aquel que metiese la mano más allá de lo establecido por el decoro de la época, terminaba en la calle.
Hoy ha pasado a manos de la Asociación de vecinos y espero que conformen el espacio sociocultural que merece y que no tuvo en los años que les relato.
El único Cine de Pueblo que había se encontraba en los bajos del Casino.  Un salón con capacidad para no más de cien personas y donde gozamos de nuestras primeras imágenes de cine. En aquel entonces, Juanito Estrada el hijo de Nicolás “el albardero” y Domingo Luis “el Perdomero” aprovechaban los recortes de películas que el maquinista, Narciso Dguez. “el pariente”, desechaba de cada rollo y los convertían en ingeniosas películas que proyectaban en el salón de su casa con una caja metálica y una bombilla, a modo de proyector. Ellos hacían con sus propias voces los montajes de los diálogos y la música. A los espectadores nos cobraban una perra por la entrada.
Y llega el momento de mi paso por la Iglesia, lugar de culto de nuestro Pueblo, donde se encuentra la cruz, encontrada en el barranco la Raya y forrada en plata que preside el altar mayor, la que le da nombre a La Cruz Santa, junto a la imagen de la Virgen de las Mercedes, patrona de este pueblo.
Fui monaguillo de esta parroquia con Don Sixto, mi padrino de confirmación, y con Don Sotero Álvarez. Desde allí, comencé a participar en todos los movimientos culturales, deportivos y sociales del pueblo.
En la trasera de la Iglesia se encontraban las cruces de Agustina Álvarez, esposa de Alejandro Sanabria, y la de Miguel Pérez, hijo de Fernando Pérez Lorenzo “el del bar”.
Don Mario Hernández Siverio fue el primer y único maestro que tuve en la enseñanza primaria. La escuela pública de niños estaba en una punta y la de las niñas en la otra. Más tarde todos pasamos al grupo escolar, hoy convertido en aparcamiento, frente a la Casa Parroquial, aunque seguíamos segregados por sexos. En la parte alta recibían clase las niñas.
Recuerdo a Don Mario en todo el inicio de mi educación, sus lecciones me sirvieron para el aprendizaje de lo que posteriormente fui. Persona íntegra y cabal que, además, fue músico de la Orquesta Copacabana que en un principio se llamó Brisas del Teide. Precisamente fue él quien le puso el nuevo nombre al grupo, buscando una marca profesional que compitiese con el resto de orquestas de la Isla.
A Don Sixto le recuerdo como un familiar más. Fue durante mis años de monaguillo, en los que trasladamos a San Cayetano a su parroquia en La Montaña, celebrando su primera misa. Acompañé también a la Virgen de Candelaria cuando visitó nuestro pueblo.
Don Sixto aprendió a conducir con mis hermanos Antonio y Domingo, cuando se compró su segundo coche un Austin A30 Saloon de 1955. Para bendecirlo viajamos a Candelaria en compañía de mi hermano Antonio, con Teresa su mujer y Balbina, la sirvienta de la casa parroquial. Llevó a cabo una buena labor humanitaria, siempre amparando caritativamente a las personas más necesitadas. Mis dos hermanos, Domingo y Félix, se vieron favorecidos por él cuanto no les quedó más remedio que emigrar a Venezuela.
Pena y revuelo dejó marcado el día que fue destinado a La Parroquia del Cristo de Tacoronte.
No quisiera olvidarme de mis compañeros y amigos monaguillos con quien pasé mis pillerías y andanzas en tarea de acólito sacerdote: Suso Corvo, José Manuel Pérez Díaz, Paco García, Domingo León “el de Florentina”, Melchor Lorenzo, los hermanos Tino, Manolo y Alejando Sanabria, etc.
Este último, Alejandrillo, como acostumbrábamos a llamarle con cariño, le metía el diente a todo lo que le pudiera ganar algún durillo.  Trabajaba con su padre en la carpintería y, en los ratos libres, con una caja al cuello se dedicaba los domingos a la venta ambulante de caramelos, chicles y toda clase de golosinas. Más tarde se hizo cargo del carrito de la plaza del que tomó el relevo de Doña Herminia Hdez., esposa de Don Manuel Lorenzo “el barbero” y esta, a su vez, lo había tomado de Don Manuel González Fumero, padre de “Alvarito”.
Don Sotero Álvarez fue la otra persona que dejó en mí una gran huella. Tanto en labores del culto, como en lo social y cultural, involucró tanto a jóvenes como a mayores. Creó el coro parroquial llegando a cantar misas en latín, acompañadas al órgano por él mismo. Aquel coro estaba lleno de personajes entrañables tales como: Manuel y Antonio Verde, Belisario y Camilo, Domingo y José Manuel Pérez Díaz, Agustín Bonifacio, Manolo Linares, Domingo Morales “el Cachorro”, José León (Pepe “el sacristán”), José Antonio Ramos, los hermanos Tomás, Suso y Nico Pérez Luis, José Manuel Oliva, Fernando Vera, Manolo Sanabria y mi buen amigo Paco García. Recuerdo que, una vez, mientras nos dirigíamos a cantar una misa en las fiestas de San Antonio, en Granadilla, salimos a las seis de la mañana por la carretera de Las Cañadas en la guagua de Simeón Armas, acompañados por nuestros familiares. A cada momento, teníamos que parar para refrescar su motor y, como es lógico, acabamos llegando con el tiempo muy justo.
Con la creación del Teleclub en la Punta del Muro, en el mismo lugar donde antiguamente se ubicaba la escuela de las niñas, se formó la primera directiva compuesta por los jóvenes de este pueblo que, de esta manera, iban cobrando protagonismo. Jóvenes que, junto a los que andábamos alrededor de la Iglesia, el coro y los monaguillos, se unían los nombres de José Antonio Jacinto Díaz, “ carpintero de la Cartaya”, el primer presidente, y Juan Cruz, Chicho González, Melchor Lorenzo, Agustín Yanes “el ramblero”, Domingo Cabrera, Miguel Ángel “el lechero”, Eleuterio González, Manuel Felipe, entre otros, llevando a cabo la realización de diferentes actividades culturales y sociales que, al mismo, tiempo servían de intercambio y lazos de amistad con otros pueblos de la Isla, como el que se estableció con el de Granadilla y que todavía perduran. Comenzamos a realizar actividades: excursiones al Pico del Teide, a la vuelta a la Isla, a Candelaria, etc. Por las navidades formamos la rondalla de lo Divino, durante las Fiestas llevamos a cabo la puesta en escena, tanto de comedias, como de zarzuelas y, todo ello, con un fin recaudatorio que no era otro que la construcción del nuevo templo parroquial. Fin que, con el tiempo, no se llegó a realizar por falta de acuerdos acerca de su ubicación por el poder disuasorio de algunos vecinos con influencias notables. La polémica fue saldada por Don Sotero con la compra de lo que es hoy la Casa Parroquial.
En el pago de La Casa Higa, la capilla de la Cruz acogía a todos los vecinos y visitantes con algún vaso de vino y unos rosquetes que servían de vianda para proseguir la ruta.
Bajando hacia la Punta del Muro en la carretera general y haciendo esquina con el callejón de la Casa Higa, se encontraba la venta de Don Santiago Pérez y Doña Pilar Luis que, posteriormente, pasó a incorporar la centralita y el locutorio telefónico del pueblo.
Bajando a La Cuevita y a La Cartaya, se perdían las últimas capillas y cruces del camino. Con tiempo, el buen quehacer de la gente de este pueblo ha hecho que esta Fiesta, la de las Cruces, se convierta en evento de sumo interés turístico.
Y en la otra punta del camino alguien me aguarda. Mi padre, que en la Zamora Alta salía a mi encuentro a diario, aguardaba con paciencia y anhelo su cesta de la comida del almuerzo para no tener que abandonar su labores agrícolas. La finca, trabajada por mi padre en régimen de medianía, era propiedad de la familia Machado del Puerto de La Cruz, en la que cosechaba la viña y, entre las trenzadas varas, aprovechaba para plantar papas y millo.
En un costado de la finca, por el camino de la Grimona, solía visitar a varias familias con objeto de pedirles agua fresca para saciar la sed que ocasionaba las labores agrícolas. La casa de Obdulia y Pancho, su esposo, que regentaba el bar “La Cuevita”, la familia de Luisa Díaz “la Caraqueña” y la de Esteban García “el de la puente”, padre de Isabel, y suegro más tarde de mi hermano Domingo.
Gentes que todavía hoy, al saludarlos, me recuerdan con cariño muchos de los ratos que solíamos pasar juntos en sus casas.
Antonio Mesa Romero, mi padre, hombre honesto y honrado, donde la palabra era escritura, fue un amigo de sus amigos, agricultor, ganadero, experto conocedor de la viña, y el tabaco, era requerido por los cosecheros para su minuciosa selección que solidariamente prestaba.
A lomo de su caballo se trasladaba varias veces al mes a las Cañadas en busca de azufre, producto que se empleaba para desparasitar y proteger la viña. Y por la misma ruta, algunas veces, se desplazaba a Arico, donde realizaba labores de intercambio de semillas y venta de papas. Emigró dos veces a Cuba y en el último viaje trajo consigo el aprendizaje y el delicado cultivo del tabaco que llevó a cabo en la finca situada en la trasera del Casino, finca cuya propiedad correspondía a Don Eduardo, natural de Icod el Alto, y quien se la había tratado a modo de medianía. Su experiencia hizo que muchas familias le pidieran consejos para la siembra y recolección del mismo, así como el asesoramiento de Don Álvaro, propietario de la fábrica de tabaco que lleva su nombre, quien, junto a Esteban “el cubano”, marcaban la calidad del producto.
Mi Madre, Pilar Cabrera Díaz “la del Hoyo”, se dedicaba a la costura, aportando con ello un recurso más a la necesitada economía familiar. Muchas de sus piezas las intercambiaba en forma de trueque. Llegó a realizar todo tipo de confección, desde la ropa interior hasta vestidos de novia. Mi casa fue toda una escuela de costura para muchas mujeres que, ejercitando las labores de corte y costura, aliviaban el trabajo de mi madre, aprendiendo con ello el oficio. Hasta mis propios hermanos, al regreso de sus trabajos, colaboraban en dicha faena, tanto haciendo ojales como cosiendo botones, durante los días en la que los encargos desbordaban la capacidad de trabajo.
Para terminar, me gustaría solicitar un concienzudo reconocimiento y apoyo a la Banda de Música de La Cruz Santa, refundada 1985 por mi hermano José Mesa Cabrera, un grupo de antiguos músicos, mi gran amigo Paco García que junto a José Antonio Linares y Germán González, fueron sus dos primeros presidentes.
¡Qué orgullo es el de un barrio como éste, que cuente en su seno con una academia con banda de música y dos grupos folklóricos, Guaya Santa y Ciriato, con lo que ello significa para la cultura de un pueblo!
Felicito desde aquí a la U.D. Cruz Santa por el ascenso a la Tercera División Nacional, tras muchos años de lucha. Quién lo iba a decir cuando allá por los años sesenta comenzó su andadura. ¡¡Arriba el Machuca!!
Mi agradecimiento a la Comisión de Fiestas de este año por concederme el honor de esta distinción, como crusantero me siento muy orgulloso al pronunciar este pregón que significa para mí volver a mis raíces más profundas que marcaron mi vida para siempre.
Como decía un gran amigo mío Antonio Betancor, periodista de Radio Nacional de España y presentador del espacio Tenderete, “soy un culo inquieto”, siempre con ganas de hacer cosas que redunden en el saber y la cultura.
Dos puntas tiene el camino y en las dos alguien me aguarda. Mis orígenes envueltos por la nostalgia y un pueblo que, a pesar de la distancia, siempre llevo en mi corazón. FELICES FIESTAS. ¡VIVA LA VIRGEN DE LAS MERCEDES!. ¡VIVAN LAS DOS PUNTAS!. ¡VIVA LA CRUZ SANTA!...”

BRUNO JUAN ÁLVAREZ ABRÉU
PROFESOR MERCANTIL

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