En el muro del FACEBOOK del amigo de la
Villa de La Orotava JESÚS ROCÍO RAMOS, aparece un magnífico y extraordinario
trabajo suyo que comparto con su permiso, adaptado por ÁNGELA PÉREZ ROCÍO, que
se titula “QUE
BONITAS ERAN AQUELLAS FIESTAS EN MI ADOLESCENCIA”:
“…Hoy voy a recordar como yo viví las Fiestas en aquellos
años de mi adolescencia, donde no teníamos de nada, pero que felices éramos.
Esperábamos que fueran las
fiestas para estrenar el traje y los zapatos; en mi caso el traje era el que
había pasado antes por mis tres hermanos y adaptado para mí por mi tía la
costurera Ángeles Sosa. Me quedaba bien, pero no puedo decir lo mismo de los
zapatos. Eran de calzados Dorta, más duros que el carajo. No solo las llagas
que me hacían, sino los leñazos que me daba, porque eran de suela y resbalaban
¡coño los estregaba en la tierra, pero no se le quitaba! No me digas al pisar
el brezo, el jueves de las alfombras patinaba, y con los pies llenos de
esparadrapos iba a la plaza de la alameda, donde estaban los puestos con las
ruletas.
Recuerdo que entre los premios
daban conejos y las mesas con cuadraditos de colores, donde ponías las perras
(dinero) y si salía el color donde tú la habías puesto, tenías premio, pero
siempre ganaban ellos. En verdad no se cual eran sus nombres, pero yo las
conocía así, y por otro lado la tómbola de las dichosas chochonas, amigos que
pesados eran. Y como no, la gran tómbola de caridad que al frente de ellas
estaba la gente rica, cuyas rifas no se con que las pegaban que no había forma
de abrirlas. Prueba de ello que en el mostrador había unos vasos con agua para
mojarlas y poderlas abrir.
También había un puesto donde
vendían las cotufas y las papas fritas, y otros con las nubes hechas con el
azúcar, las manzanas caramelizadas y los carritos con los helados de Víctor
Polo, los de Olivera del Puerto de la Cruz y Antero con la garrafa de un lado a
otro. Los vendían poniendo en un molde una galleta y según el tamaño te
cobraban.
Recuerdo ver a las pobres
turroneras que debajo de la mesa donde exponían sus turrones, con una cocinilla
de petróleo hacían la comida y se quedaban de noche alumbradas con la luz de un
carburo. Ya desde ese tiempo destacaban los turrones de la Rosa, que se
situaban donde tenía el carrito de Eusebio, viniendo al frente su propietario
Don Emilio de la Rosa con sus célebres turrones y unas rosquillas que a mi
madre le encantaban. También un saco grande con manises horneados que eran
deliciosos, que los ponía a la venta y los vendía al instante. Sin olvidar los
barquillos de Tomas que estaba por los alrededores y las almendras saladas que
vendía Eulogio en el Victoria.
Con aquella bonita edad solo
pensaba en las fiestas y con una pena tremenda cuando se terminaban…”
BRUNO JUAN ÁLVAREZ ABRÉU
PROFESOR MERCANTIL
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