Fotografía compartida con su muro del
Facebook.
El amigo del Puerto
de la Cruz; SALVADOR GARCÍA LLANOS, remitió entonces (17/12/2022) estas notas
que tituló: “(CON) AGUA DE TORONJIL Y CAÑA SANTA. EL ÉXITO”: “… Lleno absoluto en el Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias
(IEHC) para acoger la presentación de la novela, la primera novela, de José
Javier Hernández García, Agua de
toronjil y caña santa (Le Canarien ediciones). Expectativa de las
grandes ocasiones, esas cinco o seis que se dan al año para dar lustre a la
intensa producción cultural e intelectual de la entidad. Ya el título se
prestaba; si, encima, la prosa narrativa del autor iba a ser introducida por
Margarita Rodríguez Espinosa, todo confluía en una convocatoria éxito de
crítica y de público que es como se decía antes, cuando este tipo de actos no
abundaba y la estela se prolongaba durante unas cuantas fechas. Claro: apenas
había fotos, los magnetófonos eran excepcionales y si acaso una referencia
periodística publicada varios días después. Ahora salimos en streaming y si el recinto está a
rebosar, como ocurrió, pueden acceder a la red y no perderse la oportunidad.
Hasta rememorarla cada vez que se quiera.
Rodríguez Espinosa hizo una
presentación primorosa, documentada, amena, atractiva, apoyada en su capacidad
memorística y hasta en la genealogía familiar, enriquecida, en fin, con sus
años colegiales y con sus respectivos cometidos profesionales. Confesó
que había pedido autorización al escritor para empezar su presentación hablando
de él, de su autor, “tan celoso de su privacidad y tan demasiado modesto sobre
todo en lo que se refiere a sus méritos literarios”. Lo hizo –otra confesión-
“porque no se puede entender su novela, su primera novela, sin conocer cómo se
hizo el valioso bagaje con que va a poblarla”.
Y es que, como desveló la
profesora Rodríguez, el José Javier niño y adolescente “fue uno de nuestros más
imaginativos aliados en la cruzada de salvar para la diversión y la aventura la
etapa escolar. Sin embargo, mientras otras comprometíamos todas nuestras
energías en el enfrentamiento con los adultos, él nunca tuvo a estos por los
enemigos naturales de la infancia que eran, y consiguió de ellos, de sus
vecinos, de los amigos de sus padres, de sus tíos y tías, de las visitas, de
las personas que pasaban junto a aquella ventana de su casa terrera de la calle
del Peñón información privilegiada: infinidad de historias, de noticias de
personajes, lugares y sucedidos, que luego recordará mágicos en su tarea de
narrador nato. Lo que yo entonces atribuía a un secreto poder hipnótico que
ejercía sobre los mayores, luego entendí que en realidad se trataba de interés
sincero y curiosidad viva por la gente y sus costumbres, por la naturaleza, por
la historia de las palabras y de las cosas y por la vida que empezaba. El poder
secreto de José Javier era y sigue siendo esa atención a lo que lo rodea, su
prodigiosa memoria y su facultad para narrarla”.
La presentadora ilustró con
algunas fotos y reproducción de grabados o textos la información seleccionada
sobre el autor de la novela. Luego explicó que ‘Agua de toronjil y caña santa’
brotó de “su preocupación por nuestro patrimonio, al que ha dedicado su trabajo
como investigador; de su infinita curiosidad por el aspecto más humano de su
historia, que suele ser leitmotiv de sus relatos; del trasfondo de sus poemas,
y de la agudeza y sutileza de sus haikus; de sus lecturas, de sus músicas y de
sus recorridos de senderista. Este nuevo libro suyo lo escribió un poeta y un
cuentero”.
Y es que, según anticiparía,
Hernández utiliza recursos de poeta para contar la historia y para nombrar la
belleza, muy implicada en los orígenes del lugar en que sucede. Nadie sabe bien
por qué su fundadora eligió aquel sitio, la caleta que luego llevaría su
nombre. Pero todo apunta a que fue de verdad el encanto del paraje la causa de
que la Bella Isolina se detuviera allí, por mucho que influyeran su cansancio y
el de su burro.
Margarita Rodríguez Espinosa
admitió que Isolina tiene varias caletas de aguas transparentes, varios
fondeaderos, tres limpios, un fielato, una pescadería bulliciosa y un verseador
que recita voluntariamente encaramado a un almácigo partido en dos por un rayo.
Claramente su intención no era
destripar la novela ni revelar el final, ni mucho menos, pero avisó, “aunque
ustedes lo van a descubrir desde el comienzo de su lectura, que la Caleta de
Isolina tiene una calle de las Tiendas, otra de Las Cabezas, una calle
Quintana, un muro de San Telmo como el que construyó Matías Gálvez, una Casa de
la Real Aduana, y hasta otra de baile y teatro, edificada con una estructura de
madera de aire colonial que nos recuerda mucho al pabellón que se trajeron los
hermanos Gustavo y Guillermo Wildpret desde la Exposición Internacional de
Bruselas en 1910 y que fue instalado en la Playa de Martiánez entre los años
1911 y 1912 para ser utilizada como local de ocio y recreo. Esta edificación
terminó desguazada, como relata en sus crónicas Antonio Galindo Brito. La de la
Caleta, sin embargo, de otro origen y probablemente de otro tiempo, fue
devorada por un pavoroso incendio, como presagiaban los viejos caleteros y
algunos cabañueleros, que llevaban tiempo pensando si esa estructura de tanta
madera de la Casa no peligraba por la mucha candela encendida desde el
atardecer y el mucho visillo movido por la brisa. [Y] Una noche comprobaron que
no se habían equivocado en sus presagios”.
Claro, sin destripar, entramos
del lleno en la geografía local. “Además de lo dicho –describió Rodríguez
Espinosa- también tiene la Caleta de Isolina una ermita de San Amaro, un
convento de monjas frente a la iglesia y un camino del Ciprés, histórica vía
de comunicación entre dos pueblos vecinos por la que en esta novela
transitan una mula y su mulero, figuras esenciales de la historia que cuenta”.
Pero es que además, agregó, sus
habitantes son afables de trato, respetuosos y hospitalarios; pues igualito que
el carácter de los portuenses, que, como asegura José Agustín Álvarez Rixo en
su Descripción Histórica, “en general es pacífico, tímido y hospitable,
particularmente con los extranjeros”.
Y ahí escenifica José Javier
Hernández su novela, allí donde se suceden cosas naturales y cosas prodigiosas.
El autor agradeció el contenido de la presentación y la predisposición de sus
fuentes para construirla. Con “Agua de toronjil”, una agüita más de aquellas
que todo sanaban o remediaban, el autor describe las señas de identidad de los
pobladores, las viejas fábulas y los dichos que circulaban con pasmosa
facilidad, entre los verosímil, lo ficticio, la deformación y la exageración.
Estuvo ajustado Hernández que
no perdió la mesura pese al entusiasmo y las ganas de aplaudir que se adivinaba
entre los asistentes. Al catedrático de instituto y actor, Juancho Aguiar,
quien leyó un curioso fragmento del libro; y al guitarrista Juan Miguel
Castellano, que interpretó dos temas dedicados al Camino Ciprés y a Mequinez
(el nuestro, el ranillero), les correspondió el colofón de un acto brillante y
memorable.
Al final, a la salida, no faltó
ni la lluvia que parecía anunciar el invierno…”
BRUNO JUAN ÁLVAREZ
ABRÉU
PROFESOR MERCANTIL
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