En el muro del FACEBOOK del amigo de la Villa de La Orotava
JESÚS ROCÍO RAMOS, aparece un magnífico y extraordinario trabajo suyo que
comparto con su permiso, adaptado por ÁNGELA PÉREZ ROCÍO, que se tituló “SIÑA PEPA Y DOÑA JULITA LAS DE
HILARITO”: “…Recuerdo desde niño ver en la
calle del castaño (Domingo Glez) la gran casona, tal y como se conserva hoy en
día. En ella vivían las hermanas, Siña Pepa, y Doña Julita conocidas como las
de Hilarito. Siña Pepa era casada, yo no conocí al marido. Madre de dos hijos
Maximiano, y el otro creo que se llamaba José, al que tampoco conocí porque
vivía en la península. Doña Julita era soltera.
En aquel tiempo pasaba por su
casa la canal con el agua para los molinos, y ella la aprovechaba para endulzar
chochos, los cuales los vendían. Me hacía mucha gracia ver que los despachaban,
y el envase era una hoja de burro (también era conocida como Pepita la de los
chochos). Tenían una pequeña huerta, donde se entretenían, y plantaban perejil,
tomillo, hierba buena, etc. En aquel tiempo, estábamos acostumbrados a que todo
eso lo regalaban, pero ellas nos enseñaron que de eso nada, que allí si ibas a
por algo, lo tenías que pagar.
Conocí viviendo allí, en la
parte alta al matrimonio Teodoro Sanabria, empleado de la eléctrica y músico de
la banda, Magdalena Toste, y a sus hijos. No sé si fue antes o después a su
hijo Maximiano y familia, y entrando a la casa a la derecha lo tenía alquilado
Agustín un latonero con su taller.
Recuerdo que mi madre me
mandaba con la cocinilla para que la destupiera (qué tiempos), y a la izquierda
también alquilado, el taller de Zapatería de Santiago Bello, y en un cuarto
independiente hacia la calle estaba la lonja. Lo tenía alquilado a Jesús y
Encarnación, y su hijo Estratonico, que en aquel tiempo vivían en el torrejón.
Después se la traspasó a Jerónimo, el perrinche; ignoro si hubieron otros
inquilinos. Más tarde, vino un hermano de Cuba que se llamaba D. Amarito, era
pequeño de estatura y muy gracioso.
Cómo siempre, podrán observar
qué yo hablo solamente de mis vivencias. Maximiano padecía de asma severa,
siempre llegaba a la venta cansado. Susana su señora, era una extraordinaria
mujer amable cariñosa a la que yo por su forma de ser la admiraba; aparte de
ser un buenos cliente, éramos amigos.
Había que vernos como nos
reíamos recordando una anécdota que le paso a Maximiano: resulta que en la
huerta de la casa tenía un duraznero de esos tempraneros, y se llenó de frutos,
y ya casi maduros se comió uno, y no le gusto; le pareció amargo, y ruin, y me
lo comentó en la venta. Me trajo unos cuantos para que los probará, y le dio
unos pocos a mi cuñada María del Carmen que tenía la venta pegado a la casa. Al
día siguiente, me pregunto si me había gustado, le dije la verdad que a mí me
parecían buenos, y él creía que yo estaba vacilando, y me dijo “¿quieres más?”,
y le dije que “sí” y apareció con un bolso lleno, diciéndome que le había
llevado otro a María del Carmen.
De regresó a la casa le dio por
comerse uno de los pocos que le quedaban al árbol, y se sorprendió de lo buenos
que estaban, dijo “me cache en la porra ya me extrañaba a mi aquellos dos
satélites que me decían que estaban buenos que se podían comer”. Cada vez que
venía a la venta le decía para seguir la fiesta “¡qué no te quedan duraznos!” Una
cosa es decirlo yo, pero era morirse de risa oírselo contar a él…”
BRUNO JUAN ÁLVAREZ ABRÉU
PROFESOR MERCANTIL
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