Fotografía referente a un grabado hecho por un inglés en 1820. San Telmo, y
como fondo la fuente de Martiánez.
El amigo del Puerto de la Cruz; SALVADOR GARCÍA LLANOS
remitió entonces (30/04/2020) estas notas que tituló; “1832,
EPIDEMIA DE CÓLERA MORBO:
“…En 1832, una epidemia de cólera morbo había
arraigado en Europa. Asi trascendió en América del Norte. Ello acarreó la
instalación de una barrera infranqueable a las operaciones comerciales con las
islas, cuando se creía que, después de pasada la plaga, la población podría
quedar expedita para comerciar libremente como antes de sufrirla.
Pero el cólera morbo causó
auténticos estragos. Una plaga perjudicial, de efectos ruinosos para las Islas
Canarias pues varios países se vieron afectados, precisamente los únicos que
consumían vinos y barrillas, productos de interés que favorecían exportar la
naturaleza de nuestro suelo y que, como consecuencia de una nulidad absoluta en
aquellos años, ponía a la provincia al borde de la miseria.
(Conviene explicar brevemente
lo que eran el cólera morbo y las barrillas. Se trata de una enfermedad que
proviene del delta del Ganges y se manifiesta en sus primeros estadios con diarrea y vómitos biliosos, la
lengua se cubría con una costra blanquecina. La orina era escasa y encendida,
el sudor abundante y en ocasiones se producían descamaciones en la piel. En
este primer momento, si se trataba con un buen régimen y un plan medicinal, la
enfermedad se curaba, por norma general. Sin embargo, si no se ponía
tratamiento adecuado con los primeros síntomas, la enfermedad era
irremediablemente mortal. En cuanto a la barrilla, según puede leerse en el
sitio web canarizame.com (Historia
menuda de Canarias), era una planta pequeñita, rastrera, que se encuentra
por las zonas de costa de casi todas las islas. Durante mucho tiempo, la única
forma de conseguir sosa, imprescindible para hacer jabón, era a partir de las
cenizas de quemar algunas plantas que las acumulaban en su interior. Canarias
fue uno de los mayores productores de barrilla en el siglo XVIII. Se
exportaba a Londres, donde hacían jabones con los que se bañaba gran parte de
Europa. Gracias a las barrillas se hicieron enormes fortunas en las islas,
sobre todo en Lanzarote, donde se mejoró el sistema de extracción, utilizando
hornos que producían bloques de sosa, en vez de ceniza de sosa. Pero el negocio
se hundió. Razones: primera, encontraron una manera de producir sosa de
forma industrial; y segunda, los empresarios canarios empezaron a meter callaos
dentro de los envíos para aumentar el peso, y los compradores bajaron los
precios por culpa de la estafa y se fueron a comprar la sosa industrial, un
poco más cara pero con la cual no les engañaban. Puede decirse que en el siglo
XVIII, si muchos europeos se bañaban y lavaban la ropa, era gracias a la
aportación de los canarios).
Para ningún punto, ni aún para
los mismos que sufrían el cólera morbo, fue esta plaga tan perjudicial ni
tan ruinosos sus efectos como para las Canarias, cuya pobreza no guardaba nivel
ni las equilibraba con el poder de los países donde reinaba aquella enfermedad.
Así lo escribió Nicolás Pestana Sánchez, cronista oficial del Puerto de la
Cruz.
En efecto, fue el pueblo que,
según el cronista, “más sufrió las consecuencias de aquellas medidas
sanitarias, que se hacían más visibles cuando se consideraba que fue, en
mejores días, el primero de la provincia por su opulencia, su comercio y sus
mejores relaciones con todos los países extranjeros y nacionales, donde
consumían los vinos de Tenerife, envilecidos, ahora, por la rivalidad de otros
ya más baratos o mejores”.
La inacción, el abatimiento y
la miseria predominaban en la localidad portuense, aún más visibles desde que
se encontró la imposibilidad de continuar los negocios, aumentándose, según
relata Pestana, después de que se obligara a seguir a Santa Cruz a los buques
que llegaban para sufrir allí el expurgo y la ventilación de los efectos que
conducían, pues de esta obligación resultaba, entre otros, el inconveniente de
que se demoraban o imposibilitaban las empresas. Y era causa de que se requiera
mayores y, a veces, dobles fletes al contratarse los buques, nuevos seguros
para ellos y para las mercancías, mayores gastos de cuarentena de las que en el
Puerto se sufrían, costas inmensas en las conducciones por tierra y mar hasta
aquí y el riesgo de averiar o perder los artículos en el tránsito,
principalmente en los inviernos.
El cronista señala que cuando
el Ayuntamiento estuviera desengañado o pensare remotamente que obligar a los
buques a hacer su cuarentena en Santa Cruz impedía la contaminación
del cólera morbo, sería delincuente y merecerían sus individuos un severo
castigo, si desoyendo la voz de la humanidad apoyasen lo contrario como lo
apoyaban y pretendían. Creía la institución entonces, firmemente, que el
peligro de la isla consistía en hacer ir los buques que llegaban al Puerto
hasta el de Santa Cruz, pues tenían que correr una costa dilatada, siempre
llena de barcos abiertos, con los que podían comunicar y llevar a efecto sus
negocios clandestinos, fuesen las personas extranjeras --a las que nada le
importaba nuestra salud--, o aquellas que, desoyendo los sentimientos de la
moralidad, prefiriesen el beneficio que particularmente creían que les
resultase.
En el entonces Puerto de la
Orotava había la facilidad de hacer fondear los buques delante del pueblo en
los inviernos y amarrados a los riscos en los veranos, custodiados por las
lanchas de ronda que se hallaban establecidas y que se deberían poner bajo el
mismo pie que se dispuso en Santa Cruz. Así, no habría peligro que temer sino
que, por el contrario, quedaba cortado de raíz el mal que amenazaba a todo el
vecindario; mayormente cuando la Junta de Sanidad instituida en el Puerto
cumplió en todos los tiempos con sus deberes, con el empeño y propiedad que era
natural a la clase de individuos que la componían.
Además era notorio que el
Castillo San Felipe, al oeste de la población, que era el fin de la
jurisdicción portuense, por su situación y distancia al pueblo, así como por la
disposición de su fábrica, era un punto que parece fue hecho propiamente para
destinarlo al expurgo y ventilación de efectos. Este Castillo se encontraba sin
uso; el sector comercial del pueblo (por emplear una fraseología de hoy en día)
estaba dispuesto a hacer, a su costa, en los techos y demás, las reparaciones
necesarias para la seguridad de las mercancías y demás enseres que se guardasen
o custodiasen en él.
Todas estas razones -concluye
el cronista Pestana- fueron puestas en conocimiento del presidente de la Junta
Provincial de Sanidad para que, a su vez, las hiciese llegar a conocimiento de
las autoridades del Gobierno de la Nación…”
BRUNO JUAN ÁLVAREZ
ABRÉU
PROFESOR MERCANTIL
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