lunes, 12 de febrero de 2018

JOSÉ PÉREZ GONZÁLEZ, "PEPE EL DEL KIOSCO". (I)



En el tema vanguardista hay muchísimas palabras esenciales salpicadas de belleza y pura literatura, originales, expositoras de los principales factores  que  caracterizan  las esencias y las semblanzas de la villa de la Orotava, sin embargo entre todos  los  villeros  existe un  especial  recuerdo de  un  hombre campechano, vecino de mi infancia en la calle El Calvario,  donde nací.  Evidentemente desde ese emblemático lugar tengo una reminiscencia imborrable de este crédulo convecino, una mañana con pancha de burro, le observaba con mis amigos desde el muro de la azotea de mi casa,  cuando se afeitaba en  el patio de la suya,  frente a un pequeño espejo. Escamado por la circunstancia, reacciona severamente y casi de broma estuvo a punto de darnos  un tablazo con un gran madero que se encontraba  en su morada. Asustados,  salimos corriendo, y nos escondimos en la biblioteca de mi padre.   Don  José  Pérez  González,  conocido  por  "Pepe el del Kiosco",  murió  hace 42  años(1957) en la villa. Para evocar su indeleble esencia,  utilizo un inédito contexto publicado en el desaparecido semanario “Canarias” (año 1957),  firmado con la abreviatura  de J.L., que mi amigo “Ruiz” encargado de poner orden en los periódicos viejos de la biblioteca municipal, me insinúa. El cual utilizaré como fuente confidencial para manifestar el perfil de este entusiasta personaje a todos los villeros que no le conocieron. Muchas de estas notas figuran en el libro de mi buen amigo,  jurista, escritor, literato, y convecino don Juan del Castillo y  León,  por lo que no tengo la seguridad,  - y con perdón -,  si es del mismo  autor,  o por el  contrario estos datos figuran  en  su archivo o biblioteca particular.
 "Pepe el del Kiosco", había que verlo en funciones, un servidor, entonces era un niño de siete años.  Parecía Sansón en una lucha inacabable, remolinado un inmenso cuchillo.  Decía entre grandes risotadas partiendo un trozo de jamón,  en láminas inolvidables, que parecían hojas,   - de él aprendió su sucesor "Fidel"-.    Era una delicia verlo comprar queso,  leche,  dulce o  pescado.  Su estampa de  villero,   -  aquellos enormes pantalones, sujetos por una correa,  medios caídos  -,   se agigantaban aún mas,  en el tira y afloja del trato;  en  el  regateo burlón  entre bromas.  En pausas y silencios, roto a  carcajadas entrecortadas,  riéndose hacia dentro.  Se reían de  su  sombra.  Y su sombra era él.  Se quejaba de los impuestos.  Y de lo caro de las cosas.  Y  de  que todo  iba a parar a él.  Pero se transformaba y hacia de los impuestos y de la carestía de la  vida, un puro y fino humor,  que terminaba en sus grandes risotadas de gigante, infantil y bonachón.  Su cátedra era el Kiosco MUDÉJAR de la música,  de la plaza de la Alameda o de la Constitución, el Kiosco era su imán, lo ataría, entre los ruidos de los vasos,  el  susurro de  las fichas  del  dominó,  vigía  de varias generaciones,  hasta que vencida la  noche y rota  la  ultima tertulia villera por excelencia,  se marchaba con pasos lentos y dificultosos para su casa, dejando los inolvidables jardines de la Alameda para que jugaran los dulces y traviesos duencillos. En su Kiosco murió con las botas puestas,  varias  generaciones  de  niños le  pidieron agua,  varias generaciones de novios, amaron en la plaza, antes su romántica y fiel mirada. El Kiosco símbolo de la discordia, del arte y del sosiego villero, necesita una espléndida y cuidada restauración para recobrar su sabor de antaño,  sigue viviendo y la vida  continua.   
Siempre le quedará a los contertulios mayores el recuerdo de un hombre sencillo y modesto, que reía a carcajadas y que nunca hizo  mal a nadie,  ni tampoco quiso hacernos daños con la tabla reposada en su casa, sino quería gastarnos una broma,  tal como  yo  y mis amigos  de  infancia  se la estábamos exhibiendo desde la azotea de la recordada mansión de mis padres, que por desgracia(los herederos), y otros muchos convecinos con idénticas e históricas residencias no supimos conservar en  la eterna y auténtica calle El Calvario de la Villa.

BRUNO JUAN ÁLVAREZ ABRÉU
PROFESOR MERCANTIL

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