No movemos
dentro del campo creativo de la narración, como concepto emanado de la propia
leyenda, que se enriquece con las distintas expresividades de la versión y de
los continuos modos de cada personaje y del mundo que le rodea.
Nuestra teoría
se basa en acontecimientos lejanos y en la intrahistoria de “Los lavaderos
canarios de antaño, hoteles e entidades importantes del mundo mercantil...”.
Hemos escrito que tal vez convenga aclarar que el lavanderísmo o el turismo
pintoresco es una facultad del lejano o de la reconvención del presente, que
aun confunde el sentimiento expresivo con la trastienda del correr de los
tiempos. Y hemos afirmado que ha evolucionado con la aparición de la maquina
domestica, modernos hoteles, modernas empresas, aunque han sufrido grandes
cambios, el influjo de tiempos lejanos sufre mutaciones, sin embargo el
propósito es siempre el mismo.
Pienso que a
las publicaciones, no suele traerse sino el asunto trascendental, la nota del
suceso horripilante o la mayestática figura de algún ser eminente en las
ciencias, el arte.... o el chantaje. Pero mi quehacer de rebuscar curiosidades
en todo el campo de lo emotivo y en el orden, me gustaría exponer en esta
página, la humilde manifestación de la entonces más humilde de las profesiones
el de las lavanderas de San Francisco. Ellas declaraban, que no podían tener
frío, a pesar del frío tan grande que sentían.
La temperatura
le costaba demasiado, mientras restregaban en sus manos ateridas unas piezas de
ropa blanca... a fuerza de jabón y puños, unas simpáticas lavanderas de nuestro
pilones típicos, que ocupaban el anexo del pórtico de San Lorenzo, resto del
glorioso Monasterio, que Viera le llamo “El Escorial de Canarias”.
En este caso
hablamos de los extinguidos y pintorescos Lavaderos de San Francisco de La
Orotava, en la actualidad recuperada por el Ayuntamiento de la Orotava, para
uso lúdico y turístico, un rincón entrañable, de tertulias encantadora, formada
por mujeres ancianas vivaracha, y otras más jóvenes que cantaban y
desparramaban sus risas saltarinas al compás del agua de las acequias. Esta
agua que fue nieve en las cumbres y que entre sus manos diligentes volvía a ser
nieve. Nieve en la espuma del jabón y en las ropas tendidas a secar. La
catinga, la conveniencia, el enigmático de cada día, lo compensaba a cambio de
la remuneración de dos pesetas, de las llamadas “rubias”. Pues de tanto
trabajar, solo se quedaban con un jornal medio decente.
Cobraban por
cada docena de piezas 5 o 6 perras gorda, las mantas no entraban en este
“trato”, ganando 4 perras por cada una que lavaran. Si no madrugaban, la ropa
no estaba “encachazada”, y si lo hacían, podían lavar de 3 o 4 docenas.
Imaginasen lo que ganaban estas mujeres villeras, trabajando sin descanso de
sol a sol. Allí preparaban te, y chocolate, esto lo realizaban un grupo de
turno de muchachas que sonreían alrededor de una gran caldera de agua
hirviendo, de la cual se desprendían unos vapores olorosísimos.
Estas chicas
eran el “mismísimo perrete”, lo decían las viejecitas, siempre estaban de
bromas, ¡dichosas ustedes que todavía ríen ¡No iban a llorar, porque de esta
manera se podían poner feas. En el caldero no se encerraba ningún misterio,
simplemente allí se preparaba la lejía, para blanquear, y como se le echa
hirviendo a la ropa, servía además de desinfectante. La lejía se preparaba con
agua, jabón y hierbas olorosas, tales como salvia, reinaluisa, nauta y sidrera.
También se empleaba la ceniza de retama que se colocaba sobre la ropa
encanastada, en un trapo.
Después que se
enfriaba se sacaba, se pasaba por agua limpia y estaba lista para ponerla a
secar. El corro lo integraban mujeres de 14 a los 70 años, en esta ultima edad,
por falta de fuerza realizaban su merecido retiro. Es verdad, que a los setenta
años se notaba la falta de fuerzas, como el agua que se llevaba corriente abajo
la espuma del jabón que brotaba al restregar la ropa en la piedra, el tiempo se
ha ido llevando poco a poco sus fuerzas hasta dejarla exhausta, agotada.
Las
lavanderas, comprendían a todos los que le rodeaban. Aquellas tertulias. aquel
sudor frío constantes en su frente, aquellos momentos en que sus tristes ojos
quedaban invertidos, formando dos huevos blancos, clavados como locos en su
rostro, aquella espuma blanca que exhalada del lavadero resoplando y resoplando
por el aire de los grandiosos canales que llevaban el agua cuesta abajo. Jamás
las lavanderas comprendían el esfuerzo de su trabajo cotidiano.
Tal vez por su
imprudencia o quizá por la amargura que dejaban el estar toda una vida lavando
para los demás, lavando y lavando sin cesar.
Las lavanderas
continuaban días tras días trabajando, hasta caer reventadas, con los dedos de
sus manos agarrotados y la mente confusa, tenían que limpiar y blanquear las
ropas de los vestuarios de entonces. En los resto del desaparecido Escorial de
Canarias, el viento silbaba como nunca todos los días.
Los lavaderos
eran para su rutinaria existencia una ventana donde asomarse y contemplar el
más hermoso cuadro, allí en San Francisco se sentía que era el único éxtasis
para sus agotadoras jornadas de trabajo. Y allí sobre aquellas piedras del
antiguo Escorial o Monasterio, estaban las lavanderas, se entretenían con sus
oficios, observando el caminar del agua de la cumbre, agua cristalina con
expresión de bienestar y felicidad.
BRUNO JUAN
ÁLVAREZ ABRÉU
PROFESOR
MERCANTIL
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