Fotografía referente a un retrato en óleo en color de Juan Baixas.
El amigo desde la infancia en la Villa de La Orotava; ANTONIO LUQUE
HERNÁNDEZ, remitió entonces estas notas. Que tituló “APROXIMACIÓN BIOGRÁFICA A
UNA FIGURA CONSTANTÍNENSE: EMILIO LUQUE MORENO.
Publicadas en una revista ilustrada impresa en el pueblo norteño de la provincia
de Sevilla, CONSTANTINA: “…Permítaseme hacer aquí, no sin
cierta contención, esta semblanza biográfica de mi padre. Es un pequeño
homenaje a su figura, cuyo recuerdo perdura en mí de modo imborrable, con un
cariño y admiración, que el transcurso del tiempo no hace sino acrecentar.
Hombre afable y estimado, Emilio Luque Moreno que tuvo como norte de su
existencia los altos valores que constituyen el noble ideal de la medicina, al
que todos sus seguidores aspiran, aunque no todos alcanzan.
El día 3 de abril del año 1913 vio la luz en
Constantina nuestro Emilio Luque Moreno, quien habría de ser uno de los médicos
más queridos en los pueblos del Valle de La Orotava y de mayor
prestigio profesional. El 30 de junio de aquel mismo año fue bautizado en la
parroquia matriz de Santa María de la Encarnación. Emilio nacía en el
seno de una familia acomodada, de hondas raíces constantinenses, segundo hijo
de Arturo Emilio Luque y Vizcaíno (1887-1966), topógrafo y agrimensor, y de Pastora
Moreno y Fernández Laguna (1888-1962). Sus abuelos paternos, de quienes hemos
hablado en otra ocasión, poseyeron en la Villa una acreditada fábrica
de curtidos. La morada familiar, situada en la calle Antonio Machado, era
holgada vivienda de luminosas estancias y albo patio florido, próxima a la
histórica casona de los Gómez de Avellaneda. En los alrededores de esta casa,
entre los juegos y las travesuras propios de la infancia, transcurrió la vida
del niño; en este entorno encontró a sus primeros amigos, palpitó de alegría
su corazón infantil y sin duda aprendió, en la paz familiar, a soñar con los
ojos bien abiertos.
En Constantina, desde muy pequeño, asiste a un
parvulario, y aprende rápido; le gusta ir a clase, es muy formal y regresa
pronto a casa; a poco, sin embargo, descubre su madre que trae habitualmente
golosinas y la pregunta no se hace esperar: ¿cómo las consigues? Él dice que
camino a la escuela hay un puesto de cigarrillos y golosinas; su dueña, analfabeta,
acostumbra a pedirle que le haga las cuentas y, como agradecimiento, le regala
cada vez alguna mercancía de su gusto. La madre, incrédula, se informa con la
propia estanquera, y ésta no hace más que confirmar lo dicho por Emilio, e
insiste ante ella: ¿cómo puede confiar en unas cuentas hechas por un niño tan
pequeño? A lo que la estanquera responde: Señora, hasta hoy no se ha equivocado
nunca.
En 1922, cuando Emilio contaba nueve años de edad, la
familia se trasladó a Tenerife y fijó su residencia en La Orotava. Allí,
en el Colegio San Isidro, entonces Escuelas Cristianas de La Salle, cursó
la segunda enseñanza; en la Universidad de La Laguna obtuvo el
título de Bachiller en Ciencias, con calificación de sobresaliente, el 28 de
junio de 1928, Y el de Maestro Nacional un año después, en 1929. Cabe añadir
que sus pruebas de Reválida de Bachillerato constituyeron una demostración difícilmente
superable; Juan Cúllen Salazar, en su obra El Colegio San Isidro de La
Orotava (1907-1998), lo recoge así: «En 1928 el alumno Emilio Luque Moreno
aprueba los exámenes obteniendo 11 sobresalientes en 12 asignaturas».
En octubre de 1930 se produjo su ingreso en la
Facultad de Medicina de Sevilla, donde emprendió lo que iba a ser una
brillante carrera. En el verano de 1931, regresó con sus padres y hermanos a
Constantina; habían pasado nueve años desde su partida y ahora que volvía
deseaba sobre todo reconocer su Villa natal, despertar imágenes vagabundas en
su memoria. A pie recorre la urbe, habla con sus antiguos conocidos; nada de lo
que ve le defrauda, yeso que no deja de deambular observando con detenimiento
talantes, calles y plazas.
En el paseo vespertino de la calle Mesones gran
cantidad de vecinos reconocía a sus padres. Para ellos, eran tardes de ocio
fecundo y de recuerdos. Alguien que pontificaba en la tertulia, ante la puerta
del Casino, entre un grupo de amigos, y después de saludarlos, evoca una
simpática anécdota de su vida como técnico. Dirigía Emilio Luque Vizcaíno, por
contrata, la construcción de la carretera que sube al cerro del Castillo; las
obras iban lentas, y para acelerar el trabajo se hizo un ajuste: se debía
llegar en ese fin de semana hasta un mojón colocado a propósito, pero eso
parecía no ser suficiente, así que don Emilio ideó colocar dos garrafones de
buen vino al extremo, en cuanto llegaran los operarios hasta el lugar en que se
encontraban, podían hacer el debido uso de ellos, y de ese modo fue como esa
tarde el trabajo quedó felizmente concluido.
El joven Emilio debe preparar su ingreso en la
Universidad y estudia cada día; no le falta tiempo, sin embargo, para
callejear; el entrañable barrio y el centro de Constantina se conservaban tal
como lo evocaba en su memoria, no habían sufrido fatídicas-reformas, de esas
que se hacen en muchos lugares con el dudoso pretexto del progreso. Para él la
iglesia de Nuestra Señora dela Encarnación era fundamental monumento, pese
a que el fascinante santuario de la Virgen del Robledo atrae, cómo
no, su devoción y es meta de sus animados paseos. El verano pasó rápido y la
familia Luque Moreno al completo retorna a Sevilla. Pero Constantina quedó más
aún en el alma de todos ellos. Mucho tiempo después de abandonarla, la
nostalgia permanecía viva en el corazón del joven Emilio. En su alma habían
quedado grabados para siempre, como notas típicas de esta población, el blanco
caserío, las construcciones de piedra sillar y nobles maderas, que dan escueta
impresión de señorío y, primordialmente, la amabilidad y simpatía de sus
industriosos paisanos, una población afanosa y trabajadora poco de acuerdo con
la tópica indolencia del sur del país.
Emilio Luque Moreno se graduó el 30 de septiembre de
1935, en la Facultad de Medicina de la Universidad Central,
había verificado el último ejercicio del grado de licenciado, habiendo obtenido
la calificación de sobresaliente, y así lo atestigua, en su calidad de
secretario accidental, el doctor Francisco Grande Cobián. Hay que hacer
mención de que rebasó, aprovechando los exámenes extraordinarios de
septiembre, los seis cursos lectivos en tan sólo cuatro años. Fue siempre un
alumno responsable y cumplidor, acostumbraba a decir que el estudiante de
talento debe aplicarse para preparar bien sus lecciones y, además, tener tiempo
para divertirse. Termina en Sevilla su carrera e inicia en octubre de 1935 los
estudios del doctorado en la Universidad Central de Madrid, que por los
avatares de la guerra no le fue posible concluir. Esa fase de preparación del
doctorado, hacía el servicio militar en el Regimiento Número 1, de guardia en
el entonces Palacio Nacional, licenciándose el 30 de junio de 1936, poco antes
de empezar la contienda fratricida aquel 18 de julio cercano, pero no por ello
se libró de ser movilizado, y se incorpora, como capitán médico, en el ejército
de la República, que lucha en el frente de Guadalajara; durante los tres
años de la guerra no se vio nunca en la dura situación de disparar «lo que
hubiese sido en contra de sus principios básicos» un solo tiro; su labor se concentró
en prestar los servicios humanitarios propios de su profesión, contribuyendo,
en aquellos terribles tiempos, y en la medida de sus medios, al salvamento de
heridos de guerra, lo que acrecentó su formaci6n profesional en el campo de la
cirugía general. También liberó, con la influencia de su honestidad, de una
muerte injusta, entre otros, al conocido cirujano madrileño Tomás Besuman y a
Gerardo Jaqueti del Pozo, luego doctor en Medicina, eminente dermatólogo,
muchos años encargado de la cátedra de Dermatología en la Facultad de
Medicina de la Universidad Complutense. Tras la guerra civil, entre
1939 y 1941, ejerció 'libremente la medicina en Madrid, en el consultorio del
Doctor Besuman, en la céntrica Concepción Jerónima, calle ubicada en las
inmediaciones de la plaza Mayor.
A principios del año 1941 don Emilio vuelve a La
Orotava, donde abre consulta de medicina general y hace, como era habitual
entonces, visita domiciliaría. Muy pronto adquirió buena fama por sus
conocimientos, dedicación y entrega. En abril de ese mismo año, el médico director
del Hospital de la Santísima Trinidad de La Orotava, don Antonio
Fernández de la Cruz, le pidió que ocupase la plaza vacante de médico
honorario y gratuito. Desde esa fecha comenzó a prestar sus servicios en ese
hospital, desinteresadamente, pues no percibía, como se dijo, retribución
alguna, mereciendo por su cometido el aprecio y la consideración tanto del
mencionado director como asimismo de todo el personal afecto al
establecimiento. De modo que el inmediato 9 de diciembre solicitó del Cabildo
Insular de Tenerife esa plaza médica, y la obtuvo, por un acuerdo de la
Comisión Permanente del Cabildo -Insular del día 11 de febrero de 1942. El
doctor Fernández de la Cruz se encontraba en precario estado de salud, y
aunque Luque Moreno continuaba administrativamente considerado como médico
honorario y gratuito, efectuaba sin embargo los servicios de medicina, cirugía
general y radiología, y todos ellos con el mayor acierto y competencia.
El 16 de febrero de 1943, ante el fallecimiento del
médico director de Hospital, don Antonio Fernández de la Cruz, la
Comisión del Cabildo Insular, bajo la presidencia de don
Francisco La Roche y Aguilar, acordó que don Emilio Luque Moreno se
hiciera cargo accidentalmente de la dirección facultativa del referido establecimiento,
percibiendo mientras durase la sustitución el haber con que se encontraba
dotada en presupuesto la plaza a desempeñar. Ese mismo día tomó el doctor
Luque posesión del cargo de médico director, en el que continuaba dos años
después con carácter aún eventual; el día 25 de septiembre de 1944 el
administrador del Hospital, don Juan Padrón Betancourt, envió a la
Comisión Permanente del Cabildo de Tenerife un informe oficial sobre la
labor de don Emilio Luque al frente de la institución. Ese testimonio asevera
que, desde la fecha de su nombramiento, el doctor Emilio Luque Moreno había
cumplido con resultados altamente satisfactorios el cometido para el que
había sido nombrado. Pero ni su sobresaliente expediente ni la reputación adquirida
por su buen hacer impidieron que, unos meses después, en 1945, por un oficio de
la presidencia del Cabildo Insular de Tenerife, se nombrara a otro facultativo
para ocupar, en propiedad ya, el cargo de médico director de Hospital. En aquel
tiempo las cosas no ocurrían de otra manera. Luque continuó, pese a ello,
asistiendo como médico a la comunidad de las Hermanas de la
Caridad de san Vicente de Paúl, monjas que atendían dicho centro de salud
y el asilo de ancianos anexo.
En 1948, convocadas las oposiciones para ocupar plaza
en la Seguridad Social, obtuvo nuestro doctor el primer puesto en los
exámenes de entre los facultativos que a ellas concurrieron en la provincia de
Santa Cruz de Tenerife. Continúa, pues, consagrándose a la medicina general y
hace la tan añorada hoy visita domiciliaria, adquiriendo gran prestigio y una
extensa clientela, especialmente entre las clases humildes, por las que don
Emilio, como afectuosamente lo conocía el pueblo, era muy querido.
Entre junio y diciembre de 1956 trabajó en Liberia
como cirujano general e internista. La estancia en aquel país africano
significó un cambio en su vida profesional. Un colega y amigo suyo, el doctor
don Alejandro Lillo, ginecólogo, que había ejercido algunos años en La
Orotava, establecido en Monrovia, lo visitó en cierta ocasión camino de Madrid.
El doctor Lillo había alcanzado en corto tiempo una destacada posición y le
ofreció ejercer su profesión en la clínica sanatorio que poseía en aquella
capital africana. De modo que ambos podrían alternarse en el duro trabajo y a
Lillo le sería posible descansar así del agotador clima del trópico. Era
indiscutiblemente una estupenda oportunidad para conocer otro mundo y ganar,
de más a más, dinero. Allanadas las dificultades burocráticas propias de un desplazamiento
tan especial, Luque se trasladó a la capital de Liberia, donde trabajó en
ventajosas condiciones y, a pesar de que la duración de su estancia no se
prolongó en exceso, se hizo acreedor en corto tiempo del aprecio de sus
pacientes, entre los que contó a varios miembros de la familia del presidente
de la República, el señor W. S. Tubman, quien para testimoniarle su personal
estima le concedió la encomienda de la Orden la Estrella de
África. Después de un semestre en el país, Emilio Luque comprendió que su sitio
no estaba en Liberia; eximido de su compromiso inicial, y reafirmado en la
experiencia útil que adquirió, emprendió el regreso a Tenerife.
Nuevamente en La Orotava, donde tanto se le
echaba en falta, continuó su labor de médico de cabecera con la competencia y
generosidad de siempre. Si bien ya por aquellos años comenzaban los médicos a
fijar su residencia lejos del lugar de la consulta, don Emilio mantenía el
despacho en su propio domicilio; así que era posible localizarlo con suma facilidad,
llamarlo a cualquier hora del día e incluso en la hora menos oportuna de la
noche. Anécdotas como la que relatamos a continuación se repitieron
invariablemente y con demasiada frecuencia.
A principios de los años sesenta del 'pasado siglo, y
la tarde de un domingo, mi padre tenía programado ir al cine a Santa Cruz, la
capital de la isla, con la familia. Se disponía a marchar cuando alguien llamó
con insistencia a la puerta de la casa; nuestro gozo en un pozo, ¿qué otra cosa
podría ser sino una urgencia médica? Al abrir, la sorpresa fue mayúscula, pues
se trataba de don Antonio González y González, catedrático y decano de la
Facultad de Ciencias, rector de la Universidad de La
Laguna (con el tiempo senador por designación real y premio Príncipe de Asturias),
y lejano pariente de mi madre; venía demudado y con un accidentado grave. Don
Antonio y su esposa, Maruja, habían llevado de excursión a Las Cañadas del
Teide, en su flamante Jaguar, a un matrimonio amigo, él era un célebre
científico escocés de visita en la isla. Cuando se encontraban ya en las
inmediaciones del parque nacional, se produjo antes sus ojos un aparatoso
accidente de automóvil, que tuvo como consecuencia que resultara herido de
consideración un joven; sin dudarlo, don Antonio paró el coche para prestar su
ayuda, tomó al accidentado en su vehículo y con celeridad se presentó en
nuestra casa. Tuvimos que ayudarlo a sacar del coche al herido para, luego de
ser examinado por mi padre tratar de controlar la hemorragia que presentaba; en
vivo y sin anestesia, desinfectaba primero y cosía después las heridas. Más
tarde llegó una ambulancia que trasladó al lesionado afortunadamente ya sin
riesgo de perder la vida, a un centro hospitalario. Nosotros nos quedamos a la
fuerza sin cine y los ilustres excursionistas, sin su paseo. No obstante, en
este caso puntual, la relevancia de los samaritanos, que permanecieron en
nuestra compañía el resto de la tarde, compensé con creces la frustrada sesión
cinematográfica. La visita de unas personas altruistas tan distinguidas constituyó,
sin duda, una excepción; por otra parte, era normalísimo que mi padre tuviera
que bajar con urgencia al despacho, interrumpiendo el vespertino juego de
cartas en el Casino o el partido de fútbol del domingo, para remediar en
alguna emergencia incluso en los días de fiesta más solemnes y cuando ya
funcionaba en La Orotava una Casa de Socorro.
El trabajo del médico de cabecera va aparejado en
muchos casos al de médico de las almas, que mueve los hilos de las historias
familiares más allá de los síntomas de las enfermedades, en su inseparable
dimensión .afectiva y social. Don Emilio era, pues, médico tanto del evidente
enfermo como de toda su familia. De ese modo, me figuro que ejercería en
Constantina más de un médico contemporáneo suyo, porque así era la medicina
que se practicaba en aquellos tiempos, no tan lejanos en muchos sentidos,
aunque en otros tremendamente distantes. Emilio Luque recibía a diario en su
consulta a los pacientes (de patior, sufrir) del seguro y de pago; a última
hora visitaba en sus casas a los crónicos y a los que requerían el cobijo
bienhechor de la cama. Su alcance era evidente, se transformaba en una especie
de sacerdote conocedor y por demás confidente de los secretos de familia, es
decir, de los sueños, deseos, pesares, pensamientos fugitivos o tenaces que
generalmente no se exteriorizan. De las cosas que se acostumbra a mantener
ocultas. Habrá que esperar al último tercio del siglo XX para que comience la
época de los especialistas, quienes hasta ese tiempo únicamente representaban
variaciones más o menos rigurosas sobre la función del médico generalista. Con
los especialistas llegan gradualmente las nueva~ modalidades de la práctica
médica, tecnificación de los métodos del diagnóstico precoz y de control que
impone el recurso al laboratorio o a la hospitalización y, con ello, la
paulatina desaparición del médico de cabecera. El paciente se convierte en
cliente y la medicina deviene, en gran medida, una profesión mercantil.
Un inciso antes de concluir. En septiembre de 1962,
regresó a Constantina en compañía de quien esto escribe. Sería su postrera
visita a la Villa que lo vio nacer, regresaba a ella después de
treinta años de ausencia y el reencuentro con sus raíces y vivencias
juveniles, me consta, lo hizo sentirse feliz.
El doctor Luque Moreno permaneció el resto de su
existencia en La Orotava, como médico general y de familia, entregado
hasta el fin al servicio de sus pacientes. Desde principios de la década de los
sesenta se había iniciado la construcción, en sociedad con su colega y buen
amigo el excelente ginecólogo don Enrique Sáenz Tapia, del sanatorio-clínica
de San Miguel, en la urbanización de ese nombre, que pudo inaugurar en 1965.
Esa institución continúa prestando servicio, actualmente con el nombre de
Clínica Orotava.
Don Emilio sacrificó su vida, dijo Sánchez Parodi, por
su fe sostenida de médico de pueblo, aliviador de males, caminante, por todos
los caminos de la Villa, con el desinterés constante, como denominador
común de su existencia. En plena madurez creadora, se vio afectado de un tumor
cerebral y, tras esa penosa dolencia que no fue duradera en extremo, murió en
su domicilio orotavense a las ocho de la noche del 12 de abril de 1967. Contaba
cincuenta y cuatro años de edad, tan sólo. ¿Qué nos habría aportado a todos
«familia, amigos y personas beneficiadas por su trato médico» de haber
proseguido su vida unas décadas más en esta tierra suya y nuestra? Tal vez
valga la pena lanzar al vuelo la imaginación, ¿por qué no? A ciertas horas, el
consuelo se hace necesario y hay que buscarlo donde se dé o sea éste de algún
modo posible.
Sus restos mortales fueron inhumados en el cementerio
municipal de La Orotava, en el mismo sepulcro donde reposan los de sus
padres, ambos fallecidos en dicha población. Era de mediana estatura,
apariencia robusta, semblante de facciones regulares, ojos pardos chispeantes
«picasianos» nariz prominente, el rostro de mi padre, resultaba en conjunto
grato y atrayente. De carácter alegre y sosegado, sus modales y su porte
conjuntaban la viveza de la gracia andaluza y la profunda mesura del canario.
Dotado de aguda inteligencia y fácil compresión, muy aficionado al estudio, lo
que dio un excelente profesional, trabajador, llano y austero: en La
Orotava y su comarca eran bien conocidos sus desvelos por atender a los
más necesitados, “tanto que su grata memoria ha prevalecido en el tiempo.
Prueba de ello es que, más de veintitrés años después de su muerte el
Ayuntamiento de la Villa de La Orotava, en acuerdo plenario de
21 de enero de 1991, por unanimidad de los dieciséis miembros presentes,
resolvió rotular con el nombre de Avenida Dr. Emilio Luque Moreno una de las
más importantes vías públicas de la ciudad.
El doctor Luque Moreno había casado en la parroquia
matriz de Nuestra Señora de la Concepción de La Orotava, el día 2 de
febrero de 1942, con Aída Hernández y González de Chaves, nacida el 18 de
noviembre de 1922. Doña Aída, formada en el estricto ejemplo del pensamiento cristiano,
reúne las más caras virtudes, laboriosa, abnegada, modesta, amante de su
familia, franca, y generosa no sólo con la herencia de sus padres, sino con el
resultado de su incesante trabajo. Viuda desde temprana edad, su conducta
intachable y su bravura han constituido singular ejemplo tanto para los siete
hijos habidos en su matrimonio como para sus numerosos nietos y bisnietos.
BRUNO JUAN ÁLVAREZ ABRÉU
PROFESOR MERCANTIL
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