domingo, 17 de diciembre de 2017

UN CABALLERO DE LA OROTAVA



El amigo de la infancia en la Calle El Calvario de La Villa de La Orotava; JUAN DEL CASTILLO Y LEÓN. Remitió entonces (03/01/2011) estas notas, que tituló “UN CABALLERO DE LA OROTAVA”.
PUBLICADAS EN EL “MIRADOR DE HUMBOLDT” ABC (CANARIAS) el día tres de enero del 2011: “…SERÁ, CON EL TIEMPO, UN MITO DE NUESTRO PUEBLO, UNA LEYENDA ÁUREA DE ESTA ÉPOCA DESCREÍDA QUE NOS HA TOCADO. EL 17 DE DICIEMBRE 2010, falleció, tras larguísima y sufrida enfermedad, Juan Zárate, muy querido, en la Villa, por su bonhomía y espíritu casi beatífico. Para mí, era preceptivo asistir a su entierro. La suntuosa Concepción estaba abarrotada, al igual que las calles adyacentes. En el atrio del templo fue recibido por la Sacramental de la parroquia —una de las más antiguas de la diócesis—, envueltos los hermanos en sus vistosas y, a veces, apolilladas hopas. Emotivo cortejo el de la familia doliente, avanzando por la nave central, con hijos y nietos abrazados, dando guardia a los mayores: las dos hermanas vivas de Fina, Rosario y Rosa; y en especial, ésta, hecha un dolor sin orillas.
La misa la celebró el párroco, don Antonio Hernández —un lujo de La Orotava— que al terminar —algo insólito en esta liturgia— pidió un aplauso para Juan que los fieles hicieron interminable y atronador. Su hijo Agustín leyó una carta que desde Úbeda (Jaén) había enviado el salesiano Felipe Acosta, al que el matrimonio apadrinó en su ordenación y primera misa; orotavense que ejerce, fue compañero de colegio mío y provincial de la Orden. Entre otras cosas, escribió: «Hemos compartido, muchas veces, la mesa pero, sobre todo, hemos compartido la vida, sus inquietudes, la entrega y sus preocupaciones por los hijos». Y su hija Mila, evocó la persona de su padre con diez epítetos, como el número de hermanos: humilde, sencilla, austera, honesta, serena, paciente, firme, generosa, valiente e íntegra. Solo conozco a tres de los hermanos: Juan, Piko y Fina —Finita la llamaba él—. Tenía, tiene unos ojos rutilantes. Con un color que varía según las horas: zafiro, aguamarina, verde uva. Me deslumbraron, ayer, en la primavera de la vida. Y siguen haciéndolo, hoy, cuando para mi es otoño.
Juan, al que bautizaron con muchos nombres —costumbre de la familia— nació, en La Orotava, el 15 de diciembre de 1925, durante la primera dictadura. Estudios primarios y bachillerato en los colegios de La Milagrosa, con las Hijas de la Caridad, entonces en la calle Verde y en el colegio de San Isidro —construido los años anteriores y abierto en 1919—, en la misma calle, con los Hermanos de las Escuelas Cristianas. En el primero, como yo más tarde, vistió uniforme azul con cuello marinero; en el verano, se aliviaba con blusa blanca. Casó, en 1957, con Josefina Salazar, en la ermita de la hacienda de Zamora (Los Realejos), propiedad de su padre, Fernando Salazar, presidente de la Mancomunidad y de la Junta del Puerto, anfitriona de nuncios, blanca de las sátiras de Gil Roldán, damnificada del innombrable Orbaneja, acaso el primer contribuyente del Catastro... El semanario «Canarias», de la época, dedica al enlace dos columnas, ilustradas con la foto de los novios, «pertenecientes a las familias del mayor abolengo».
Una anécdota de su paso fugaz con las monjitas, en 1932. Las alumnas rezaban el rosario cantando. Hubo que hacerlo rezado por las protestas de un vecino de la acera de enfrente, el alcalde Lucio Illada. Por otra parte, con biografía meritoria, novelesca casi. Recientemente, ha sido nombrado Villero de Honor. Título, por cierto, que se está choteando. Pero esto es otra historia. En fin, en lo de la queja, todo un prezapatero. Botón de muestra de lo bueno, en el mejor sentido machadiano, que era Juan. Por no saber decir que no, salió avalista de un irresponsable «colateral» que puso en riesgo su patrimonio, que casi le arruina. Pues, pasado este calvario, se lo tropieza por la calle y lo saluda como si nada. Frente a tanto fariseo, nuestro hombre sí que practicaba el evangelio de San Mateo: ponía la otra mejilla. El amigo muerto se hizo un experto en arte, nos ha legado un catálogo de antología, obligada consulta para especialistas. Su familia consorte heredó la magnífica colección de José Bethencourt y Castro. Colección que lamentablemente, hoy, está diseminada; hasta Australia ha ido a parar un cuadro. Mapfre, por iniciativa de Alfonso Soriano, quiso reunirla en una exposición. Proyecto que fracasó. En suma, Juan se enorgullecía como lo mejor de su patrimonio, de su herencia, de una pintura atribuida a Antoon van Dyck. De grandes dimensiones, representa a Cupido, el dios del amor.
Juan Zárate murió en la festividad de San Lázaro de Betania, resucitado por Jesús al cuarto día. En la Villa, en el Valle, en la isla es ya creencia popular que este siervo de Dios voló de súbito al cielo, sin escalas, sin purgatorios. Y será, con el tiempo, un mito de nuestro pueblo, una leyenda áurea de esta época descreída que nos ha tocado…”

BRUNO JUAN ÁLVAREZ ABRÉU
PROFESOR MERCANTIL

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