Pregón de las Fiestas Mayores de la Villa de La Orotava
correspondiente al año 2015, que correspondió leer en el Salón Noble del
Consistorio, la amiga desde mi infancia de La Villa de La Orotava; CECILIA
DOMÍNGUEZ LUIS (Villera de Honor), Literata y Poeta, premio Canarias de Las
Letras 2015. Que tituló “POR LEJOS QUE ME FUERA YO VOLVERÍA”: “…Si hay algo hermoso en las
despedidas del lugar en el que hemos vivido, no es solo lo que dejamos atrás,
sino, sobre todo, la esperanza del regreso. Y el título de este pregón, Por lejos que me fuera, yo volvería,
que son los dos últimos versos de un estribillo que compuse a los 11 años
y fue premiado por la Sociedad Liceo
Taoro en 1960, lo confirma.
Tal parece que esos versos escondían algo premonitorio pues,
nueve años más tarde, dejé La Orotava para irme a vivir a Santa Cruz. Sí, es
cierto que el lugar no está lejos en el espacio, pero sí lo estuvo en el
tiempo. Un tiempo en el que la memoria fue acumulando vivencias que, un día
como el de hoy, devuelvo a esta Villa que me vio nacer.
Todos sabemos que la memoria inmortaliza la experiencia vivida,
deshaciéndola del tiempo, perpetuándola en la palabra dicha o escrita. Pero,
cuando acudimos al recuerdo, lo hacemos de manera selectiva y, al mirar atrás,
la memoria nos devuelve el paisaje o la experiencia notal y como nos impactó
cuando lo contemplamos o la vivimos por primera vez, sino modificada de acuerdo
con nuestra particular forma de ser y de sentir.
De ahí que el tiempo o el lugar que describimos sea diferente al
vivido, pues la memoria y la ensoñación lo convierten en algo nuevo.
Siempre he pensado que el olfato es el sentido de la memoria y
que nuestra infancia eterniza los olores. Por eso, cualquier olor aislado o una
mezcla de ellos nos llevan a un olor único, recordado e íntimo de un momento de
nuestro ayer.
Así, el olor a pan recién hecho y a plátanos fritos me remite
inmediatamente a mi niñez, cuando, de regreso del colegio, llegaba hasta el
Teatro Atlante - hoy, desgraciadamente desaparecido-. Hasta allí llegaba el
olor a pan recién hecho que salía de la panadería de doña Jovita, una panadera
que vigilaba, atenta, desde su silla de anea, las labores de amasado de su
hijo, al que daba unas firmes instrucciones, como gran conocedora de los
secretos que encerraban la harina, la levadura o la sal…, mientras yo, que
esperaba a que saliera el pan del horno, miraba con la boca abierta.
Ese olor a pan, que se mezclaba a veces con el de plátanos
fritos de alguna casa vecina, hacía que me detuviera para aspirar aquellos
aromas y saborear, anticipadamente el pan crujiente que me esperaba en casa.
Junio olía a flores y a brezo, a carburo, ventorrillo y bosta de
animales. En definitiva, a fiestas y romería.
Se estrenaba vestido. Era un rito más. ¡Cuidado con los cochitos
de choque y con la grasa de las norias! Molestan los zapatos nuevos y hay que
ponerse un esparadrapo y aguantar.
La plaza de La
Constitución preparaba su kiosco para las bandas de música que amenizarían los
paseos, el cortado con algún dulce seco,
o el refresco tomado en las pequeñas mesas que lo rodeaban, mientras las
turroneras sonreían a todos los que se acercaban a comprarles las famosas
tortitas de miel y almendras (a veces manises) o las dulcísimas rapaduras, y un
olor a adobo salía, invitador, de los ventorrillos.
La noche de la víspera de la Octava del Corpus, uno de los días
grandes de las fiestas, iba con algún familiar a contemplar cómo mujeres de
todas las edades, sentadas alrededor de grandes tableros, deshojaban miles de
flores y las agrupaban según el color de sus pétalos.
La mezcla de aromas y la algarabía que se respiraba allí me
asombraban y no podía dejar de mirar y oler, al tiempo que apretaba la mano de
quien iba conmigo, tal vez para cerciorarme de que lo que contemplaba era real.
En esos momentos me hubiera gustado ser una de esas manos y
deshojar rosas, malvaviscos o margaritas, esas flores del “me quiere, no me
quiere” con las que siempre hacíamos trampa a nuestra conveniencia.
Los hombres traían sacos llenos de brezo triturado que serviría
de fondo a los tapices, y el olor que desprendía me transportaba a bosques y jardines lejanos
Y La Orotava se convierte de pronto en miles de Penélopes que
tejen con flores sus telas, aun sabiendo que serán deshechas, al día siguiente,
con la luz del ocaso.
Esa misma noche aprovechábamos para ver la alfombra del
Ayuntamiento, si teníamos suerte, desde uno de sus balcones. El olor es ahora a
tierra humedecida, no fuera que una racha de viento jugara una mala pasada y
malograra tantas horas de intenso y
hermoso trabajo.
Nuestros ojos se impregnaban de los colores de la tierra volcánica
que fue nuestro origen: ocres, verdes, grises, rojos… Y, en el centro de la
plaza, el gran tapiz. Pintura de arena que, frecuentemente representaba alguna
ceremonia en torno a la eucaristía, o un pasaje bíblico y que también
desaparecería al día siguiente, mientras el coro de Santa Cecilia, al que
pertenecían mi madre y mi tía, y en el que me colaba, simulando cantar para
disfrutar del espectáculo desde un sitio privilegiado, entonaba el “Tantum
ergo” y el sol se ocultaba tras la Iglesia de la Concepción.
A todos nos quedaba un sabor agridulce, cuando veíamos que
nuestras pisadas habían ido borrando el rastro de lo que antes era una paloma,
unas manos tendidas, un cáliz.
Era entonces cuando las flores y el brezo exhalaban su olor más
intenso, como si supieran que el momento cumbre de su belleza era también el de
su destrucción. Y de esta manera, la belleza de lo efímero nos atrapaba,
precisamente por esa condición de caducidad que tanto se acercaba a nuestra
propia existencia.
Atrás quedaba nuestro recorrido por las empinadas calles de
adoquines y las hermosas y señoriales casas del centro histórico que se nos
ofrecían como una promesa de continuidad en el tiempo.
Era un itinerario especial, en el que mis ojos siempre
encontraban algo nuevo. Bastaba con levantar la vista y allí estaba la Iglesia
de la Concepción, con su bella cúpula de tambor, flanqueada, a manera de
centinelas, por dos torres, la del reloj y la de las campanas que ese día no
paraban de repicar.
A mi espalda, por la acera derecha, la casa Salazar, convertida
hoy en Universidad privada, y al fondo, en la calle Tomás Zerolo,-más conocida
por la calle del Agua- la casa Machado Llarena, de la que me siempre me llamó
la atención su fachada modernista con su balcón, de acceso circular, decorado
con motivos propios de esa época.
Pero había que continuar, y subíamos por la trasera de la
iglesia, con parada obligada ante la alfombra de los Monteverde que parecía
superarse cada año, arriesgando en los relieves de sus figuras humanas y de
animales.
Había que doblar la esquina para tomar por la calle de la
Carrera. El sol del mediodía, aunque tamizado por una ligera capa de nubes,
hacía sentir su fuerza. Una nueva mirada me conducía a la Casa de los Balcones,
en la hermosa y pendiente calle de San Francisco, donde se encontraban el
cementerio, el asilo con su gran arco de entrada y el convento. Enfrente, una
pequeña plaza ajardinada, los lavaderos que, en esa época, aún prestaban sus
servicios, y el comienzo de la llamada Villa de Arriba. ¡Qué aventura subir
aquellas adoquinadas y pendientes calles, con el olor a gofio de los molinos,
hasta llegar a la plaza y la Iglesia de San Juan. Esa iglesia a donde,
noveleras y curiosas, subíamos, cada Viernes Santo para ver cómo enterraban la
imagen de un Cristo en una especie de baúl cuya tapa dejaban caer, con el
consiguiente estruendo que retumbaba en las paredes de la iglesia y sonaba
como a amenaza de terrible eternidad.
Pero vuelvo a mi recorrido. Pasada la alfombra, no menos hermosa
y arriesgada, de Isabelino Martín, un gran tapiz llegaba hasta la esquina de la
plaza del Ayuntamiento. La topografía tan especial de La Orotava, con sus calles en pendiente, nos
permitía una visión panorámica excepcional de los corridos, esas alfombras que,
como cenefas, repetían motivos florales o geométricos y que eran las que más me
gustaban- no sabría decirles por qué.
Y de nuevo, en el punto de partida: la iglesia de la Concepción
a la que, a veces entraba buscando su frescor y ese olor a incienso que me
aturdía y me llevaba a imaginar cualquier misterio.
Pero La Orotava era algo más que ese día o los que habrían de
venir; algo más que sus señoriales casas, que sus pendientes calles, sus
callejones, sus barrancos; más que el verdor que llegaba hasta el mar, bajo la
mirada del Teide que también vigilaba nuestros sueños.
Por eso, un día salí en busca de los otros. Estaban cerca, a dos
pasos, unidos en el tiempo y en el espacio de la Villa. Podía sentir sus risas,
sus juegos, y yo quería ser una más, jugar a la guerra en los barrancos, saltar
a la soga o jugar a la pelota en medio de la calle, hasta que aparecía un
coche- lo que ocurría muy de vez en cuando-, e interrumpía por un momento
nuestros juegos.
Era el tiempo de tocar la inocencia, cuando la sonrisa materna
aún nos protegía de los oscuros miedos de la noche.
Y poco a poco el pueblo fue contándome su historia al mismo
tiempo que yo forjaba la mía.
Y surgieron las primeras amistades. Esas que no se olvidan a
pesar del tiempo y la distancia. Y con ellas, las palabras en clave que unían
nuestros temores, que nos volvían alegres y cómplices. Esa amistad que nos
hacía sentir invulnerables y por la que aceptamos el compromiso con la vida.
Hoy siento más la ausencia de aquellos que nos dejaron, pero
también la alegría del reencuentro.
Todo se presenta de golpe: El colegio y su educación
nacional-católica que me sumía en un mar de confusiones y en el que no faltó alguna que otra
discusión con los representantes de la iglesia, por cosas tales como preguntar,
cuando me estaban preparando para la primera comunión, que si, como decían,
Adán y Eva eran blancos, de dónde habían salido los negros. Pregunta que quedó
sin contestar, porque, al parecer yo era una niña de poca fe. Pero yo no
escarmentaba y seguía haciendo preguntas “comprometedoras”, para una fe -la de
entonces- que no permitía la mínima duda y por la que a punto estuve de acabar
expulsada.
Eso te pasa por cuestionarlo todo, me
decían.
No tardaría nada en darme cuenta de
que vivíamos en un país sin libertades y que el miedo- al castigo o al
infierno- era un arma de poder. Una libertad de la que se hablaba en mi casa,
pero en voz baja, porque “las paredes
podían oír”, y a saber si eran o no del Régimen…
Sí, como decía Pedro García Cabrera,
la isla era un silencio amordazado, y en aquella esquizofrenia en la que yo
vivía: educación en colegio religioso, contra los aires de libertad y lucha que
veía en mi casa, crecí intentando tener ideas propias. Y nada mejor para ello
que la lectura, y a ella me aferré como a una tabla de salvación que, unida a
mis primeros pasos en la tarea de escribir, me fue redimiendo de mis
contradicciones o haciendo que las aceptara como parte de mí misma.
Pero, siguiendo con la amistad, si
algo me gustaba el colegio era porque allí me encontraba con las amigas.
Hablábamos de todo: de las fiestas, del cine, de las monjas y sus rarezas, de
los chicos que ya nos rondaban. A veces, alguna confidencia nos conmovía y
hacía que nos sintiéramos más unidas.
Y allí estaban Isabel, Laura, Leonor,
Aurora, Fefa, Juani, Áurea, Carmen y un montón de compañeras más.
A la salida del colegio, una escapada
a la plaza para ver a “los chicos”, Jaime, Carlos Tomás, Miguel, Toño, Óscar,
Santiago, Tino, Bernardo, Francis, Paco, Medina…que, en una esquina simulaban-
muy mal por cierto- no estar esperándonos.
El problema estaba en que si alguno o
alguna de los que llamábamos correveidiles, nos veía, no tardaría en informar a
las monjas y la reprimenda no se iba a hacer esperar. Y es que eso de estar con
chicos y encima con el uniforme del colegio era casi casi un pecado o, como
poco, una barbaridad.
Sí, la verdad es que eran una
barbaridad aquellos uniformes de marineras de tierra adentro, cuya estética
dejaba bastante que desear.
Además, el riesgo de que nos vieran
nos servía de acicate. Luego venía lo de déjame por un lado que de allí viene
fulanito, o vamos a dividirnos de tres en tres o de dos en dos…Y yo más seria
que un guardia, llena de los complejos de una adolescente alta y algo flacucha,
que además era un poco rarita porque le gustaba escribir y, encima, poesía. Así
que en eso de ligar lo tenía bastante difícil.
Sin embargo, lo importante para mí era
la amistad, la pandilla de chicas y chicos entre los que no faltaron los
primeros amores, las primeras traiciones, los primeros celos, los secretos.
Era el tiempo en que soñábamos con
caricias y no comprendíamos (o tal vez sí) aquel escalofrío que nos sorprendía
ante la proximidad del otro. Era como un temblor extraño que venía de muy
lejos, de lo más profundo de uno mismo.
Pero por encima de todo, nuestra
ilusión por la vida, las miradas cómplices, los descubrimientos.
Se acercaba el solsticio de verano y
La Orotava se vestía de fiesta.
Después del Corpus, el baile de magos
que organizaba el Liceo Taoro y del que recuerdo, como si fuera hoy, a la feliz
pareja que formaban mis padres con el traje tradicional, bailando en el patio
del viejo Liceo. Casi al final del baile, la elección de la Romera Mayor, al
día siguiente la romería chica y por fin, el domingo, la Romería en mayúsculas.
Todo era un corre, corre para llegar
temprano a San Francisco- lo que nunca
logramos-
Mi hermano Domingo, con el entusiasmo
y la alegría que siempre le caracterizó, lo tenía más fácil y, aparte de lo que
tardaba en abrocharse las dichosas polainas de cuero, estaba listo en un
periquete y salía a buscar a sus amigos cantando con su vozarrón “esta noche no
alumbra”.
Y yo sudando bajo aquella falda de
lana, con el justillo, la capa y el sombrero. Y mi abuela diciendo: “no vayas a
olvidarte del timple,” y yo rasguea que te rasguea hasta que los dedos se
ponían al borde de la llaga. Pero estaba el encuentro con los demás amigos y
sus trajes de magas y magos, dispuestos a ser los mejores de la fiesta.
Así formábamos una improvisada
parranda, y a mi cabeza volvía el estribillo: Valle de La Orotava, /rincón de flores,/ con tus fiestas alegras/ los
corazones/ Para ver tus alfombras/ y Romería/ por lejos que me fuera/yo
volvería. Un estribillo que ya había dejado de pertenecerme para ser de
quien o quienes lo cantaran.
San Isidro y Santa María de la Cabeza,
llegaban por fin a su ermita del Calvario, pero aún no terminaba la fiesta.
Porque en mi casa, como en casi todas las casas de la Villa, se reunían
familiares y amigos, alrededor de una mesa llena de papas, queso, gofio y carne
en salmorejo, además de un vino del país que, a veces era un poco pirriaca y
nos auguraba un dolor de cabeza.
Y mi madre, que no se prodigaba mucho
en eso de tocar el piano- lo que aún no me explico- se sentaba ante él, lo
abría y sus manos empezaban a interpretar unas folías,
con tal entusiasmo, que a pesar de que lo repetía cada año, como un rito, a mí
me seguía causando un hormigueo en el estómago. Tal vez por eso la folía es mi
copla preferida.
Si ese año estaba por allí mi tío
abuelo Jesús y su familia, este cogía la guitarra y mi tía María Luz ponía su
voz a folías, isas y malagueñas que los demás coreábamos con más o menos
acierto.
Era un fin de fiestas especial que al
día siguiente recordaríamos con nostalgia.
La Orotava despierta poco a poco. La
feria se desarma, dejando manchas de grasa y olor a gasolina donde antes había
una noria o un tiovivo. Las turroneras recogen con rapidez sus puestos pues
otro pueblo las esperas.
En las calles hay una mezcla de
olores, no precisamente agradables, que nos confirma el final del jolgorio y
que pronto es sustituido por un fuerte olor a zotal que termina con todo.
El piano de mi casa vuelve a cerrarse
hasta una nueva ocasión y todo permanece a la espera.
Yo volvía a vestir aquel horrible
uniforme de marinera y con pocas ganas de volver al colegio, pasaba a buscar a
Isabel, una de mis primeras y mejores amigas a la que hoy dedico un recuerdo
especial, igual que a todos los demás amigos que nos dejaron.
Vivíamos muy cerca y ella, mucho más
novelera que yo, me hacía reír con sus ocurrencias y avatares. Más adelante nos
encontrábamos con Laura y Leonor y juntas comentábamos aquellas fiestas. Los
recuerdos se mezclaban con la imaginación y los deseos, y nuestra amistad se
hacía cada vez más fuerte.
Poco a poco, el Valle retoma su andar
cotidiano. Las hojas de la fiesta y el verano vuelan hacia el mar, y la memoria
renace, una vez más, de las cenizas.
Aún nos llegan, cercanos, el olor de
la fruta, los ojos, la sonrisa, la memoria del otro, de los otros. Y mi niñez
vuelve a subirse a los tejados y, bajo la vigilancia del volcán, mira hacia el
mar y sueña…”
BRUNO JUAN ÁLVAREZ ABRÉU
PROFESOR MERCANTIL
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