lunes, 19 de junio de 2017

PREGÓN DE LAS FIESTAS MAYORES DE LA VILLA DE LA OROTAVA 2016



Pregón de Las Fiestas Mayores de La Villa de La Orotava 2016, leído en el Salón de Pleno del Excelentísimo Ayuntamiento de la Villa el martes 31 de Mayo del 2016, por el amigo desde la infancia de la Villa de La Orotava; MANUEL LORENZO PERERA: “…REIVINDICAR LA INFANCIA. Mi agradecimiento más sincero al alcalde don Francisco Linares García por haber tenido la gentileza de invitarme a pronunciar el pregón festivo del pueblo donde tuve la suerte de contemplar la luz primera. Pregón que quiero dedicar a mis parientes, amigos y vecinos con los que tuve la dicha de convivir durante los inolvidables años de infancia.
No he venido hoy aquí para hablar de la rica y variada naturaleza orotavense (El Pico Teide, la rosa de piedra…). Ni de su historia, con hechos tan sorprendentes y relevantes como ha sido la lucha de los cabreros del Valle, tan humillados e incomprendidos, en pro de sus derechos. Ni de su arquitectura suntuosa y popular, ejemplificada, respectivamente, en la iglesia de la Concepción y el molino de gofio de don Chano. Los ejemplos que hemos puesto constituyen una alusión al patrimonio democrático, es decir, aquel en el que se deben considerar y valorar no sólo los monumentos nobiliarios, sino, también, a los relacionados con las clases populares (lavaderos, casas terreras, ermitas, hornos, calvarios, eras, pajales, cruces, caminos, atarjeas, estanques, chorros…). Lo que pretendemos, sencillamente, es recordar cosas del pasado que nos tocó vivir. En ese sentido – y tantas veces – la historia individual -  la de cada persona – es reflejo, consecuencia, es decir, puede dar luz sobre la historia de la propia comunidad. Un día del mes de septiembre de 1992 fuimos invitados – en La Cañada Verde, Arona – a presenciar una práctica ancestral que se remonta al tiempo de los viejos guanches; nos referimos a la mecida de la leche, orientada a obtener la manteca de ganado, producto usado con fines curativos; al acabar, el anfitrión y gran Maestro de la Tierra, don Salvador González Alayón, nos invitó a cenar; cuando nos marchábamos le dimos las gracias por lo contemplado y todo lo aprendido, despidiéndose con las siguientes palabras: “Refrescar la memoria es vivir”. Eso es lo que pretendemos con este pregón: refrescar la memoria de quienes han olvidado todo o casi todo lo acontecido, así como informar a los que lo desconocen por el hecho de pertenecer a generaciones más recientes. Pero no sólo informar, sino llevarlo a cabo de forma sincera, es decir, diciendo la verdad. El Maestro de la Tierra antes mencionado, don Salvador González Alayón, pronunció en otra ocasión la siguiente frase: “si digo la verdad a medias, no es historia”. Esa es una de las basas fundamentales del historiador: contar lo acaecido, todo, y llevarlo a cabo de forma verídica. Esa debe ser la ocupación esencial del recuperador de la historia, convertido en esta ocasión en pregonero.
Las de los hombres y las mujeres pobres son historias olvidadas, dejadas a un lado. Y lo mismo sucede con la de los niños, limitadas a simples datos cuantitativos, numéricos. Si queremos recuperarla es conveniente e imprescindible conversar con ellos, oírles. Precisamente, en el último Congreso Internacional Fe – Cultura (La Laguna, abril de 2016) uno de los trabajos infantiles premiados tenía el siguiente título: “Nosotros [los niños] hablamos, pero Ustedes [los adultos] no escuchan”. El día que el corazón de los niños, su sentimiento, gobierne el mundo, desaparecerán las guerras y las bombas y se repartirán, de oriente a occidente, tongas de caramelos y bombones.
Durante nuestros años de infancia La Orotava era un pueblo con notorias desigualdades sociales y económicas, un tiempo en el que se mantenían abiertas las casonas de abolengo, en cada una de las cuales trabajaban, sin cobrar cantidad alguna, un número considerable de criadas (4, 6, 10, 12), uniformadas de forma peculiar, hijas en su mayoría de los medianeros de las fincas de los señoritos. Ahora bien, esas grandes mansiones – viviendas de quienes ostentaban parte importante del poder político, económico y religioso de La Orotava – constituían una destacada y bien localizada minoría. El resto – la parte mayoritaria de la población – eran pobres que habitaban en viviendas de una y, en ocasiones, dos plantas, obligados a llevar a cabo, para poder subsistir, toda una serie de estrategias, entre ellas: la ayuda mutua, cesión de alimentos o curiosas estampas de autoabastecimiento, llegándose a criar animales (cochinos, gallinas, cabras, conejos…) en los patios, en las azoteas o en lugares cercanos a las viviendas. Ese panorama desigual también se observaba en el mundo de la enseñanza: había escuelas públicas, privadas, de verano (a las que los padres mandaban a sus hijos a reforzar conocimientos: la de las Lorencitas, la de Milagros…) y nocturnas, a las que acudían niños y jóvenes que por tener que trabajar no podían asistir a la escuela pública, tal es el caso, por ejemplo, de la de don Félix Sosa y la de don Pedro Serrano, personas entrañables que enseñaban lo que sabían, pese a no tener titulación alguna. En los cines que hubo en La Villa – primero el Teatro Atlante y algo posterior el Cine Orotava - también se vislumbraba la diferenciación socioeconómica presente en La Orotava: al espacio más alto del cine, o tablones, iban los más pobres; al siguiente, anfiteatro o sillas, los de capa media; y la de abajo, o butacas, los más pudientes. La taquilla del Teatro Atlante o Cine de Abajo, la regentaba un señor que conocíamos como Norberto Morales. Cuando de forma parsimoniosa descendía por la calle que iba hasta el cine, los chicos – al unísono y con sonada gritería – repetíamos una y otra vez ¡Ahí viene Morales! ¡Ahí viene Morales!... En los descansos de las proyecciones domingueras o matiné los más pequeños acostumbrábamos a comprar, quienes podían, pastillas gordas o chicas, chicles de barra, paraguas de chupar, pilurines, rosquetes chicos, rosquetes grandes o salvavidas, garbanzos guisados o tostados… También en el intermedio de la película niños de condición humilde se dedicaban a alquilar, al precio de un real, chistes de El Jabato, Capitán Trueno… Al salir del cine los chicos nos dedicábamos, durante gran parte del resto de la tarde, a dar vida a las escenas y personajes caracterizados en las películas: los indios, los americanos, Robín Hood, Tarzán, Filipenco, Búfalo Bill, Cantinflas…
Había huertas entre las casas. Y, por entonces, la mayor parte de las edificaciones tenían la techumbre cubierta con tejas, lo que permitía deambular libremente al raticida más ecologista, el gato, presente en la mayor parte de las viviendas. A la entrada del invierno, con el objeto de repasar las tejas y las canales, se avisaba al canalero, permaneciendo en el recuerdo de muchos aquel que, cariñosa y respetuosamente, conocíamos como Maestro Julián el Siete Oficios.
Cada una de las calles – eran muchas las que tenían el firme de piedra e incluso de tierra – constituía un auténtico museo etnográfico viviente. Los niños y las niñas jugaban por separado y en ocasiones juntos, como cuando nuestras madres – que se alongaban a la ventana y nos llamaban con el silbido – nos convocaban para que cantáramos pidiendo la lluvia y, otras veces, con el fin de que lo lleváramos a cabo para que dejara de llover, porque acontecía de forma desmedida o inapropiada. Pasaba un vehículo a motor cada 3 o 4 horas, lo que permitía que los niños, tranquila y libremente, jugaran en la vía pública, disponiendo de otros lugares de juego como eran la plaza o la propia casa (patio o azotea, cuando se disponía de ella). Cuando pasaba la carducha o guagua de paredes de chapa, los niños y niñas formaban coro y entonaban la siguiente cancioncilla:
“El cobrador de la guagua
tiene una novia en El Llano
y cuando pasa por ella,
le dice adiós con la mano”.
El ocasional tránsito de los vehículos por la calle acrecentaba la diversidad. También contribuía a reducir la monotonía el paso de personajes muy significados, añorados, como es el caso de Dieguito el Feo, Alfonso Pilili con su carro, Jacinto Magarza, Domingo Papachi, Perico el Culo Goma o Maestro “Vito” el vendedor de cupones del ciego.
En nuestra calle – la de La Hoya, pese a que repetidas veces le cambiaron el nombre – había cuatro ventas, dos panaderías, un bazar y un negocio donde se hacían chorizos y chicharrones. Y más arriba, en la zona de San Francisco, un molino de gofio, una carpintería, una zapatería y una fábrica de refrescos, empresas que, como las anteriores, constituían auténticos foros de historia oral, tratándose numerosos temas en medio de animadas conversaciones. Era frecuente que los citados establecimientos fueran visitados por los más pequeños quienes, con frecuencia y siempre atentos, oían y aprendían.
La Plaza de San Francisco ocupaba una posición central. Escuchamos hablar a nuestros padres y abuelos sobre la presencia estacional en la misma de las paveras y los cochineros de Icod de los Trigos, en torno a la pila del agua. En ella y en el chorro, ubicado algo más arriba, íbamos a traer agua, en cubos o en latas, cuando faltaba en las casas, hecho que por entonces era bastante común. En ese mismo contexto, frente a los negocios antes referidos, se encontraba el Hospital de la Santísima Trinidad; desde su pórtico se podían apreciar los dos componentes de la existencia humana: la vida y la muerte; la vida, representada por el torno giratorio del Hospital, donde se dejaba, sin ser vistos, a los recién nacidos que, por el hecho de ser pobres, no se podían mantener; y la muerte, representada por el Caminito del Sol de los Muertos sobre el mar, una imagen ancestral de la que también nos hablaban nuestros Mayores.
Algo más abajo del Hospital se encontraba el cementerio municipal, otra escuela de aprendizaje. Por vivir cerca íbamos a todos los entierros; nos impresionaba el modo en que se disponía la cal sobre el cuerpo del cadáver. Y mucho más nos impactaban los entierritos de los niños y niñas pequeñas; era raro el día en que no los había: el infante en su cajita blanca, acompañado de dos filas de compañeritos, portando cada uno de ellos un ramito de flores blancas. Estampa relacionada con unas condiciones sanitarias que durante siglos fueron deplorables, acudiendo al recurso de rezados, plantas medicinales y remedios curativos, auspiciados por la presencia de unos personajes que prestaron una destacada colaboración, principalmente curanderos y santiguadoras. La situación fue más lamentable en los altos del Valle, zona que, en 1958, fue merecedora de una campaña misional, evangelizadora y de alfabetización, recogida en el libro titulado Actividades de Educación Fundamental en Tenerife y Lugo.
Fue durante los años de infancia – debido a las vivencias, al contacto con la realidad – cuando brotó y se forjó nuestro interés por la investigación, estudio y difusión de la cultura tradicional, tema que nos apasiona y que ha ocupado la mayor parte de nuestra vida.
Ahora bien, la observación, el contacto con lo que acontecía, se materializaba a lo largo de todo el año. Había otra nomenclatura, es decir, otra manera de denominar y caracterizar a los meses del año, cada uno de los cuales tiene su propia cultura.
A enero, le decían los viejos el mes de los Reyes, por ser ésta la celebración más significada. Se les esperaba con gran ilusión siguiendo su estrella en el cielo y se identificaba a las luces que esporádicamente brillaban en la cumbre con las de la comitiva de los Magos de Oriente. Siempre los imaginábamos montados sobre grandes y relucientes camellos; era así como desfilaban en la cabalgata de la noche del 5 de enero; qué desilusión cuando un año los vimos aparecer sentados sobre tres tablones dispuestos en la carrocería del camión del Ayuntamiento. Los regalos, que nos dejaban al lado del zapato colocado en el sitio indicado por tradición, se disfrutaban al máximo, regalos sencillos pero utilizados de forma placentera y continuada: un tambor, una muñeca, una pelota…, un puñado de higos pasados y almendras, una naranja, algunas perras…
A febrero – al que por sus frecuentes temporales de viento también denominábamos el mes loco o el loquito – se conocía como el mes de los carnavales. Para los niños nunca estuvieron prohibidos o, mejor, nunca dejaron de celebrarlos. En nuestro tiempo era sumamente difícil conseguir una botella para llenarla de vino en la venta o una caja de cartón. Estas últimas – las cajas, de gran tamaño – las usábamos como máscaras, haciéndole – por delante y hacia arriba – dos huecos por donde ver y, a ambos lados, uno por donde introducir los brazos. Disfrazados así, corríamos de un lado para otro, celebrando la fiesta del carnaval.
Días antes de la Semana Santa, las mujeres que gobernaban las casas nos avisaban para que quitáramos la hierba en su porción de calle. Lo llevábamos a cabo con sachos hechos con un fragmento de arco de barril, cuya parte delantera se curvaba y el lado trasero, para evitar que las manos se dañaran, se envolvía con un trozo de trapo. Se realizaba la aludida tarea para que el paso de las efigies divinas se llevara a cabo por un espacio lo más adecentado y limpio posible, obtenido al arrancar la hierba; se gratificaba a los niños que desempeñaban tal labor, dándoles alguna cantidad de dinero: unas perras gordas, media o a lo sumo una peseta, acrecentándose el donativo monetario mediante la entrega de algún bollito redondo o de dos tetas, recurso que solían cumplimentar quienes tenían panadería, como es el caso de la que trabajaban las inolvidables hermanas Petra y María, conocidas como las Taconas. Mantenemos el recuerdo, por Semana Santa, de las colas interminables de los pecadores que iban camino del confesionario. Así como el de las procesiones más sobresalientes: el Encuentro, el Señor del Huerto, el Columna, el Crucificado, la del Señor Muerto, etc. Nos parecía sorprendente el sermón del Señor de la Columna en el concurrido marco de la Plaza del Ayuntamiento; un año le tocó decirlo al sacerdote salesiano don Francisco Larena quien fue profesor nuestro, de Geografía de España, en primero de bachiller; también lo mantenemos fresco en la memoria porque lo vimos sentado varias veces, en la Plaza de La Alameda, con mi abuelo Norberto Perera Hernández y su íntimo amigo Manuel González Pérez, que fue Alcalde de La Orotava durante la II República; comentaba la gente – son recuerdos inolvidables de la infancia – que a don Francisco Larena “lo echaron” de La Orotava – aconteció en un pueblo tan oligárquico y en plena época franquista – porque expresó en su sermón – de noche, con altavoz -  que no hay sangre azul y roja, sino que la sangre de todos los seres humanos tiene el mismo color; en varias ocasiones hemos preguntado por el paradero de Francisco Larena; no sabemos si aún vive, la fortuna no nos ha acompañado, nos gustaría volverlo a encontrar para abrazarlo, agradecerle todo lo que nos enseñó y por su discurso libertario, pronunciado delante de quien – como él, atado a la columna – entendía que todos los seres humanos deberían ser iguales. Por Semana Santa los niños y niñas, como en tantas ocasiones más, imitábamos a nuestros mayores haciendo desfiles procesionales – algunos muy vistosos y esmerados – y hasta acompañados de la infantil banda de cornetas y tambores.
El hecho de no tener que ir al colegio, convertía al verano en una estación muy distendida, permitiendo llevar a cabo gran número de actividades. Es el tiempo de la fruta; conocíamos perfectamente la época de maduración de cada una de ellas, siendo repetido el hecho de contemplar a vendedores ambulantes – hombres y mujeres de la parte alta del Valle – ofreciendo fruta por las casas, portándola las mujeres en una cesta o barca de madera dispuesta sobre la cabeza, siendo común ver a los hombres transportándola a lomos de bestias, principalmente mulos. Era un tiempo en el que se desarrollaban tareas extraordinarias, tales como ejercer de monaguillos en San Francisco o en la Concepción. Hacer excursiones - en grupo y caminando – unas veces a La Caldera; y otras, a la Playa del Bollullo o a la de Martiánez. O ir a contemplar a los cabreros con sus animales en el Campo de la Garrota o en el Barranco del Matadero, yendo tras ellos cuando con un jabardo o grupo reducido de cabras recorrían las calles de la Villa de Arriba ofertando leche que frecuentemente se adquiría para fortalecer a algún pariente, principalmente niños debilitados; nunca vimos a los cabreros transitando las calles de la Villa de Abajo, donde vivían los aristócratas mejor considerados, a donde, con mucha probabilidad, se les prohibía ir.
La mejora del tiempo permitía jugar en la calle o en la plaza a niños y niñas, haciéndolo mayormente al atardecer, casi siempre por separado o juntos, cuando la ocasión lo requería; recordamos juegos ancestrales practicados con pipas de damasco: las niñas a la manita, los chicos al más cerca y al montón. Se trata de auténticas joyas culturales, tan olvidadas, que cada curso hemos enseñado a nuestros Alumnos y Alumnas de la Universidad, los Maestros y Maestras del futuro. Para que esas tradiciones nunca se olviden. Algunas tardes-noches acudíamos a ver ensayar – en el patio interior del Ayuntamiento y, posteriormente, en el del Colegio Santo Tomás de Aquino – al Grupo Folklórico de Coros y Danzas de La Orotava, punto de encuentro de grandes folkloristas (cantadores, bailadores y tocadores), bajo la tutela de una entusiasta mujer: Ofelia Díaz Fernández.
Cuando en el verano el calor era excesivo, calmábamos la sed tomándonos un vaso de refresco (“mistol”) de alguna de las dos fábricas presentes en La Villa, El Drago y Andomi, empresas que – años después, como tantas cosas – fueron abolidas por las multinacionales extranjeras. O nos mandaban nuestras madres a comprar un pedazo de hielo – una peseta, medio duro – que partíamos en pequeños fragmentos con un martillo, pasándonos un rato chupándolo introducido dentro de la boca. Cuando había posibilidades y oíamos el sonar de la trompetilla anunciadora, acudíamos a comprar helados (polos, vaticanos, mantecados…) hasta el carrito de la Fábrica El Valle que muchachos jóvenes y pobres, uniformados para la ocasión, arrastraban, por acusada pendiente, desde la Villa de Abajo a la de Arriba.
Algunos domingos y días festivos del verano nuestros mayores organizaban giras o excursiones vecinales o familiares a La Bermeja, a Las Cañadas, al monte o a Vilaflor. Se cantaba sin cesar. En su discurrir los niños y las niñas aprovechábamos para practicar juegos característicos: al escondite o “escorivirgo”, a la soga, a la piola, a la pelota… Era también una ocasión ideal para escuchar y aprender los inolvidables gritos de júbilo o ajijides que nuestras madres lanzaban al cielo en los descansos del camino y en el momento de saborear la gustosa comida que se llevaba para la ocasión, ajijides que eran un calco fiel de los que las mujeres emitían durante el transcurso de las romerías festivas.
Ahora bien, capítulo aparte del verano lo marcaron las fiestas. Las pequeñas, de calles y barrios, recordando a la de San Lorenzo, promovida por don Felipe y su esposa doña Narcisa. A los ojos infantiles nos impresionaba el santo, San Lorenzo, labrado en piedra, originario, según escuchábamos decir, del antiguo convento de San Francisco. Esas fiestas chiquitas, por las razones que todos podemos imaginar y por el avance de los tiempos, han tendido a desaparecer.
Dos meses antes, en junio, se celebraba la fiesta de San Juan Bautista, la más animada, variada y participativa de las que tenían lugar en Canarias. De ella, dos recuerdos imborrables: las fogaleras y los arcos de flores y frutos de las sillas domésticas y los que adornaban los chorros.
También en junio, antes de San Juan, tenía lugar la fiesta grande de La Orotava, intensamente vivida y contemplada por los ojos de la infancia. En un tiempo de cariño nos entusiasmaba la presencia y estancia de nuestros parientes de Santa Cruz a los que recibíamos cantando y quienes entraban y salían llorando, tras permanecer 15 o 30 días entre nosotros, adaptándose todo a la nueva situación. Las alfombras eran confeccionadas en plan familiar, colaborando los niños en los cometidos que se les indicaran, acudiendo, por ejemplo, a buscar las flores que hicieran falta. De la Romería – la fiesta más bonita que hay en Canarias – siempre nos emocionaron dos cosas, que se mantienen de forma auténtica y tradicional: el celo puesto por los guayeros en su ganado y el papel – elegante, primoroso – desempeñado por la Hermandad de Labradores de San Isidro, con sus varas ancestrales y relucientes, acompañando al Santo durante su recorrido. Por San Isidro el aroma de la carne de cochino en adobo y el de la carne de conejo en salmorejo lo impregnaban todo, acompañado de papas bonitas, gofio amasado y de vino con sabor  azufrado que en más de una ocasión hemos añorado.
El nombre más genérico de noviembre era “el mes de los Santos”. Nos admiraba observar el desfile camino del cementerio, dispuestos a depositar flores en las tumbas de los parientes fallecidos. También prevalece en el recuerdo y en el corazón la estampa de contemplar a nuestras madres - por San Andrés, en el patio de la casa - tostando castañas, valiéndose del remejedero y del tostador, entonando la siguiente canción:
“El que quiera castañas tostadas
al rigor de la nieve y el frío,
aunque tenga las medias caladas
soy la reina para mi marido”
A diciembre se le conocía como el mes de la Navidad o de las Pascuas. Al arreciar el invierno, en las calles se formaban charcos, lo que llamaba a los chicos a meterse en los mismos, provistos o no de botas de agua, originando, en cuantiosos casos, reprimendas por parte de las madres. Los días anteriores a la Navidad constituían el momento adecuado para elaborar los portales de Belén, auténtica lección de arte e historia natural para los más pequeños, a los que se mandaba a buscar tierra, arena, musgo, rama, platina de cajas de cigarrillos… para dar forma a los diferentes componentes del portal. En el magnífico y gran portal de doña Candelaria Perera, en la calle de La Hoya, nos pasábamos ratos y ratos contemplando la cueva del nacimiento, al hombre cagando o de qué manera, a medida que transcurrían los días, los Reyes Magos, montados sobre sus camellos, se acercaban a Belén. Sabrosa y complaciente era la cena de Nochebuena, consumiendo platos y golosinas, tan ausentes en otros momentos del año; grande era el placer de las truchas de batata y de cabello de ángel caseras, así como gustosos y añorados eran los pasteles con relleno de carne de cochino, elaborados en el negocio de otro gran Maestro de la Tierra, don Victoriano Sosa. Después de cenar, hacia las 12 de la noche, recordamos ir a la iglesia de San Juan a gozar la Misa del Gallo, ida a menos en diversos lugares del Archipiélago, lo mismo que los considerables ranchos de divinos que con sus villancicos alegraban y daban prestancia a las calles de La Orotava. Recordamos uno que gustaba cantar a los niños, una de cuyas estrofas dice así:
“Al pie de la veredita
un pastorcillo muy viejo
detiene a la comitiva
y dice con dulce acento:
al Niño que hoy ha nacido
también me he ofrendado yo,
dadle un beso de mi parte
no tengo cosa mejor”.
Así discurría el año, casi sin temor a aburrirnos. A pesar de la pobreza y del abandono institucional, la de nuestra infancia fue una época plena en valores, hoy casi en desuso: cariño, colaboración, capacidad de observación y aprendizaje, participación colectiva y cantar para alegrar el corazón y hacer más llevaderas las penitas de la vida. Hacemos nuestra la frase que escuchamos, hace algunos días, a un Maestra: “El éxito de un alumno universitario tiene su origen en la Educación Infantil”. En ella aprendimos a conocer, amar y defender por lo que siempre hemos luchado: nuestra cultura tradicional, la herencia de nuestros padres y abuelos, el bien más preciado que puede tener un pueblo.
Por circunstancias de la vida tuve que marcharme de La Orotava, pero nunca me fui, tal como reza el siguiente pie de romance:
“Aunque me voy no te dejo,
en el corazón te llevo”.
En los lugares por donde hemos transitado y vivido, siempre hemos abanderado el proceder villero, fundamentado en el amor al trabajo y a la parranda.
Mi casa, como la de mis antepasados, ha sido un foro de encuentro, de oralidad, de puertas abiertas. Siempre con el recuerdo del Mencey Bencomo y de San Isidro Labrador, quienes tanto amaron a su tierra, a su pueblo y a la Libertad…”

BRUNO JUAN ÁLVAREZ ABRÉU
PROFESOR MERCANTIL

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