El amigo del Puerto de la Cruz; SALVADOR GARCÍA LLANOS, remitió entonces (27/01/2013)
estas notas que tituló “TRES MOMENTOS DE LA VENTA DE PESCADO”: “…Tres momentos, tres,
para evocar la actividad pesquera de la ciudad, de las pescadoras, para ser
concretos. Hoy, tal actividad ha quedado sensiblemente reducida; menos
embarcaciones y menos personas que se dedican a faenar. Y hay menos vendedoras
-prácticamente, no hay- porque los tiempos, los enfoques, los hábitos y los
métodos son muy distintos.
La pescadería estaba tan cerca de la orilla del muelle
que alguna vez se vio invadida, cuando las mareas de luna llena producían una
crecida y el oleaje llegaba hasta su interior. O cuando algún temporal violento
producía algunos daños materiales. La cercanía era también admirable: desde
allí se dominaba el horizonte y donde terminaban las modestas defensas de un
refugio, siempre tan llamativo y poblado de gente, desde las primeras luces del
alba. Pero admirable también era que las canastas o cestas con el género recién
capturado y recién llegado a tierra pasaran, en apenas unos pasos, a las
bandejas de exposición, a los puestos de venta de aquella singular lonja que,
de vez en cuando, aparecía entristecida porque no había pescado, no había
género.
La pescadería tenía unas barandas de madera, pintadas
de verde, al menos en la época que uno la recuerda. Allí había unas pizarras
que detallaban los precios. Y las balanzas o pesas que estaban muy visibles.
Allí las vendedoras vociferaban también las variedades de género y el coste de
cada una de ellas. Los extranjeros no paraban de disparar sus cámaras y algunos
se asociaban a esa actividad cotidiana que daba vida a este rincón de la
ciudad.
Aquella vieja pescadería cedió en el desarrollismo de
los años sesenta, cuando se produjo el traslado al nuevo mercado municipal
construido en la calle Lonjas, cerca de El Penitente, en la explanada que hoy
es la plaza de Europa, y cuando el suelo donde se ubicaba, entre La Marina y el
bar “Cayaya”, fue aprovechado para construir un edificio de viviendas.
La pescadería fue escenario de historias personales
desgranadas entre la ilusión, el desconsuelo y las dificultades de subsistencia
personal y familiar. Desde allí salían vendedoras a protagonizar la economía
del trueque, a cambiar pescado por frutas u hortalizas o legumbres. A veces con
la cesta en la cabeza, recorriendo el pueblo o pateándolo hasta sus límites,
donde aguardaban otras familias y otros clientes. Fueron años difíciles y de
cuyas penurias se salía con la gracia que proporcionaba una oferta verbal
gritada espontáneamente o con una relación preestablecida que aseguraba de
alguna forma parte del sustento diario.
El segundo momento sería en ese mercado. Los puestos
de venta de pescado, no mucho más amplios que los anteriores, estaban en la planta
baja, en un lateral que miraba al mar y que se conectaba interiormente con el
pasillo donde accedían los vehículos de transporte. El muelle seguía estando
cerca pero los usos sociales empezaron a cambiar. Las vendedoras, envueltas los
días de frío en gruesas ropas de abrigo, se afanaban en seguir captando
clientela y hasta terminaron chapurreando algunas palabras de inglés y alemán
para general divertimento de los turistas que se asombraban de aquellas dotes
de venta.
Ya no había cestas sobre la cabeza. Ahora había
vehículos-alguno dotado de megafonía- en los que se desplazaba la vendedora
hasta las poblaciones más cercanas. Pero también se había introducido la
provisión a hoteles y restaurantes. Eso alteró hábitos y técnicas de comercio.
Los coches isotermos y los frigoríficos ambulantes sirvieron para dinamizar esa
provisión y la conservación del género.
Pero los años fueron pasando y no se producía relevo
generacional. La instauración de nuevas técnicas de negocio, las exigencias de
la reglamentación sanitaria y el auge del género refrigerado, gran competidor,
fueron factores condicionantes, a los que habría que añadir el que la actividad
local marítimo-pesquera menguara progresivamente. Así se puso de manifiesto
-tercer momento- cuando fue construido el centro comercial “San Felipe-El
Tejar” y el viejo mercado de El Penitente cedía para que se configurara el
espacio público conocido por plaza de Europa.
El centro, que popularmente siguió conociéndose por
mercado, fue el primer intento serio de modernizar las estructuras comerciales
de la ciudad. Hablamos de la primera mitad de la década de los ochenta. El
edificio era flamante, espacioso, modernista. Y con el paso de los años
mejoraron sus dotaciones. Sin embargo, le encontraron peros, alguno de ellos
totalmente injustificado, como la ubicación. A otros les costó asimilar la
compatibilidad de ejercer la actividad de venta directa con géneros muy
distintos y en ambiente muy diferente.
Lo cierto es que se rompió la cadena de continuidad.
Las nuevas generaciones o los herederos no prosiguieron o tuvieron tantas
dificultades para hacerlo que terminaron desistiendo. La competencia se había
multiplicado, por supuesto. Y en las ciudades cercanas, las mismas a donde tres
o cuatro décadas antes se acudía, incluso caminando, para vender el género, ya
disponían de sus propios centros y de redes de proveedores. Las grandes y
medianas superficies, donde se podía encontrar pescado fresco, marisco y otros
frutos del mar, terminaron de apagar la llama de aquellas economías modestas,
de aquel medio de vida, mantenido a base de grandes sacrificios.
En la pequeña gran historia local quedan esos tres
momentos, descritos a grandes rasgos, como etapas de una actividad
socioeconómico que la distinguió durante muchísimos años.…”
BRUNO JUAN ÁLVAREZ ABRÉU
PROFESOR MERCANTIL
No hay comentarios:
Publicar un comentario