El amigo de la
Villa de La Orotava, Doctor en Historia de Arte por la Universidad de Granada; JUAN
ALEJANDRO LORENZO LIMA, publica un interesante libro histórico dedicado a la
Dolorosa del Templo Parroquial de San Juan Bautista, por motivo de cumplirse en
el año 2016, Doscientos años de su entrega (1816 – 2016).
La idea partió del
ilustre arquitecto y diseñador natural de la Villa don José de Betancourt
Castro y Molina al principio del siglo XIX, hermano del ilustre y universal e
ingeniero portuense don Agustín de Betancourt de Castro y Molina. De conferir a
una dolorosa para el incendiado (1801) convento orotavense de San Lorenzo, que
acompañase la procesión del Santo Entierro del Viiernes Santo. La cual tras la
desamortización de Mendizábal pasó al templo parroquial de San Juan Bautista en
el famoso Barrio de la Villa Arriba “Farrobo”. Para ello contó con el escultor
orotavense don Fernando Estévez de Sala, en cuya gubia realizó la famosa imagen
de Dolores.
En el capítulo 3,
del mencionado libro, paginas; 87, 88, 89, 90, y 91…, titulado “BETANCOURT, ESTÉVEZ Y UNA NUEVA IMAGEN DE LA
VIRGEN”, observamos el desarrollo por parte del arquitecto don José Betancourt
Castro y Molina, y su familia, hacer referencia a la dotación de la mencionada
dolorosa para el incendiado (1801) convento de San Lorenzo de la Villa de La
Orotava: “…La renovación de
los enseres y las obras de arte que el templo de San Lorenzo poseía antes de 1821 no se produjo de un modo inmediato, ya
que muchos y sobre todo algunas esculturas, distintivas del gusto moderno y de
los usos devocionales que trajo consigo el siglo XIX fueron adquiridos después
del incendio de 1801 y no guardan una
relación estrecha con ese acontecimiento. Sucedió así con varias piezas de
plata y con efigies de un interés notable como la Dolorosa que Fernando Estévez
(1788-1854) ultimaba en abril de 1816 por indicación de José de Betancourt y
Castro (1757-1816), a quien hemos
citado ya como arquitecto vinculado a la reconstrucción del convento. Se trata
de una imagen singular por muchas razones, pero, por encima de todo, tiene el
atractivo de ser una de las pocas obras de ese inmueble que está perfectamente
documentada y se presta a lecturas interpretativas muy diversas. A ellas
dedicamos este capítulo, insistiendo en el valor que dicha determinación tuvo a
la hora de revitalizar las funciones del Santo Entierro y perpetuar
inquietudes piadosas durante un tiempo complejo para todo. A fin de cuentas, la
escultura de Estévez no hizo otra cosa que dar continuidad a prácticas vigentes
desde el siglo XVII e interpretar en clave moderna o decimonónica una
representación que gozaba ya de éxito en el medio local.
El encargo de una nueva Dolorosa en abril de 1816 es sintomático de las preocupaciones
devocionales que José de Betancourt manifestó al final de su vida,
circunstancia de extremo interés por tratarse de un personaje clave para la
Ilustración isleña y a quien se han dedicado ya esclarecedores estudios
biográficos. Sin entrar de lleno en cuestiones familiares o contextuales, no
debe obviarse que fue un representante notable de la aristocracia local y que
supo adecuar su ideario a cuantas novedades impuso la cultura de las Luces
durante la crisis del Antiguo Régimen. De ahí que, junto a su hermano' Agustín
de Betancourt (1758-1824), afrontara
encargos de todo tipo al amparo de la protección que ministros de Carlos III y
Carlos IV dispensaron a las Ciencias, las Artes y las Letras durante la década
de 1790. Antes de ello había dado
pruebas de un talento polifacético en diversos organismos de Tenerife,
destacando en ese sentido memorias o discursos que defendió en el seno de la
Real Sociedad de Amigos del País de La Laguna, de la que sería siempre un
importante valedor e impulsor.
Desde fecha temprana manifestó interés por las artes
y la arquitectura, disciplinas de las que era un «conocedor versado». De ahí que la estupenda colección de grabados europeos que reunió
antes de su desplazamiento a París en 1785 le
permitiera proyectar obras de aliento moderno como el tabernáculo de la
parroquia de San Juan (1783), el
primero de una serie de trabajos que afrontó después de su retorno a Tenerife
para introducir cambios en el sentido organizativo y litúrgico de los templos
canarios'. Precisamente, sin contradecir el espíritu reformista que defendía
entonces el obispo Antonio Tavira (1737-1807),
supo renovar la edilicia local y aproximarla a unos presupuestos
estéticos que contradecían -o por lo menos, intentaban eludir- el mudejarismo y
los modos imperantes hasta ese tiempo.
Dicha actitud es clave para
entender el itinerario vital de Betancourt y de sus hermanos menores, quienes
acabarían significándose como hombres y mujeres de méritos. La defensa que hizo
de los nuevos postulados culturales le permitió acceder a una formación
privilegiada, algo que se refleja en el volumen de libros que pudo reunir en su
domicilio" y en las pinturas que lo decoraron, entre las que se
encontraban obras notables de Juan de Miranda (1723-1805),
Anton van Dyck (1599-1641), José
Ribera (1591-1652) y Pedro Pablo
Rubens (1577-1640), por citar algunos
maestros a quienes él y sus contemporáneos atribuyeron la autoría de creaciones
tan dispares', Como era de esperar, ello le granjeó la popularidad relatada por
eruditos y viajeros europeos que frecuentaban entonces el Archipiélago. De ahí
que, por ejemplo, André - Pierre Ledru advirtiera en 1796 que era «uno de los hombres más amables e instruidos de la
isla».
Al margen de esa circunstancia,
el mayor de los Betancourt no deja de ser un hacendado que respondió a las
exigencias de cualquier sujeto de su estatus en la sociedad canaria. Como mayorazgo de la familia -y de
forma efectiva tras la muerte de su padre Agustín de Betancourt, acaecida en
febrero de 1795-, se vio obligado a
residir en Tenerife y a no desatender la productividad de importantes
propiedades que existían en varios pueblos de la isla, principalmente en La
Rambla y La Orotava. En la última localidad, donde estableció su domicilio
después de casar con María Rosa de Lugo-Viña y Massieu en enero de 1796, anheló la construcción de una gran
residencia para perpetuar el prestigio adquirido por él y su familia en medio
local. Lo consiguió finalmente a través de un inmueble de varias alturas
situado en la calle del Agua, frente al convento dominico.
Habitado por sus descendientes
hasta que un incendio lo destruía en 1895, en él dio cabida a cuanto era
partícipe de una instrucción tan compleja como la suya.
De su existencia cotidiana
abundan noticias en documentos muy diversos y en la correspondencia que intercambió
con toda clase de familiares hasta su muerte en 1816, por lo que dichos
testimonios resultan de vital importancia para conocer el ambiente en que se
movía, las inquietudes que pudo compartir con un artista joven como Estévez y
sus anhelos piadosos o devocionales. De acuerdo a ello, la trayectoria vital de
Betancourt no desvela acontecimientos de un interés excesivo durante la década
de 1810. Antes había adquirido diversos inmuebles para incrementar sus rentas y, muy a pesar suyo, detentó la
alcaldía del lugar durante el primer periodo constitucional (1812-1814). Fueron
también años difíciles por el quiebro de la economía isleña a raíz de los
conflictos europeos que ralentizaban las importaciones agrarias; y en el
terreno personal, durante ese tiempo
afrontó la muerte de María Rosa
de Lugo en 1808 y la marcha de su hijo José a estudiar en Londres. Tales acontecimientos
mermaron la economía familiar y una capacidad de actuación o gasto que se
redujo mucho respecto a años anteriores, por lo que quedarían atrás los
proyectos afrontados en la Península y una bonanza que es citada con nostalgia
en sus cartas íntimas.
Esa época fue propicia para
perpetuar devociones de la familia y atender obras dispares en los templos
villeros, sujetos entonces a reconstrucciones y reformas que divulgaban las
novedades del Neoclasicismo. Consta que a principios de siglo dirigió trabajos
de diverso alcance para la parroquia de la Concepción que su cuñado Antonio de
Monteverde empezaría a cuidar como mayordomo de fábrica, la misma iglesia de
San Juan que su amigo y albacea José de Mora y Orejón regentó en calidad de
párroco, el convento dominico que se emplazaba frente a su casa y para el que
proyectó un tabernáculo no construido luego!, el monasterio de monjas catalinas
incendiado en 1815 y, muy especialmente, el convento de San Lorenzo que nos
interesa ahora.
Como desvelamos en el capítulo
anterior, no se conoce la implicación real que José de Betancourt tuvo en la
rehabilitación del inmueble siniestrado en 1801. Sin embargo, todo parece
indicar que su participación en esa empresa fue notable por diversas
circunstancias.
Los familiares de José de
Betancourt -y de forma concreta, ascendientes del linaje de Molina por rama materna-
tuvieron siempre vínculos económicos y afectivos en ese centro. No debe
obviarse que Francisco de Molina había entronizado en él las imágenes del Señor
Muerto y la Virgen de la Soledad, por
lo que, como sus antecesores de la casa de Villafuerte, Betancourt cuidó de la
«función solemne del Santo Entierro».
Afrontaba parte de los gastos
que implicó el desarrollo de la procesión durante la tarde del Viernes Santo,
de modo que, al otorgar testamento en abril de 1816, indicaría varias mandas a
sus sucesores para no acabar con esa dinámica. Como su hijo José se encontraba
«ausente con motivo de la instrucción en uno de los colegios de Londres o acaso
habrá [...] pasado ya a Francia», pide a Agustín, otro de los hijos y
herederos, que llevara la representación de su familia en asuntos eclesiásticos
y alentase como él «el culto del Entierro de nuestro Señor Jesucristo [...],
por devoción». De ahí que recordara el deseo de adquirir «cuatro borlas de oro
para las puntas del cojín por no pertenecer a él las que se han usado hasta
aquí, entendiéndose que este cojín de que hablo es el de la urna del Señor y
pagándose también el costo de dichas borlas, esto es, del quinto por pertenecer
a lo piadoso»". Dicho material, que había «mandado traer» a la isla con
antelación, fue entregado luego a los frailes y cabe la posibilidad de que
corresponda con unas borlas sin uso que conserva la parroquia de San Juan.
Mayor repercusión tuvo el
interés por renovar una efigie que formaba parte de ese cortejo procesional,
por lo que no dudó al pedir a su hijo Agustín que también «pagase de mis bienes
a d[o]n Fernando Estévez, profesor de escultura, cincuenta pesos corrientes por
la cabeza y manos que le he encargado y a cuyo modelo ha dado principio, para
una imagen de Nuestra Señora de los Dolores, recomendando al d[o]n Fernando el
esmero y exactitud con que debe ejecutarlo para que salga a tiempo de colocarse
dicha cabeza y manos con sus respectivos barnices en lugar de la que
actualmente tiene dicha imagen, por no ser propia para aquel paso»!'.
La manda es explícita y no
necesita mayor comentario, pero se antoja inusual entre los testamentos de la
época por varias razones. De entrada, sorprende que un intelectual de su
estatus pusiera tanto entusiasmo en pormenorizar este tipo de actuaciones
piadosas, cuando lo habitual -y así lo hemos constatado con otras imágenes de
ese tiempo, obras también de Estévez-…”
BRUNO JUAN ÁLVAREZ ABRÉU
PROFESOR MERCANTIL
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