José Viera y Clavijo el realejero de formación enciclopédica: poeta,
novelista, químico, naturalista, moralista, pedagogo, traductor, historiador.
El realejero autor de la Historia de Canarias, una obra de élite
equiparada a un monumento cultural de tal magnitud que no sólo hace honor a las
Islas, sino también a toda la historiografía española. El Arcediano Viera,
evidentemente relataba alborotos que se produjeron en la entonces Villa
de La Orotava, decía que, volviendo Don Diego Navarro del puerto de Santa
Cruz de Tenerife, la tarde del 17 de enero de 1718, y encontrando a medio
camino a dos regidores, los detuvo para suplicarles retrocediesen a la ciudad
chicharrera, pues deseaba juntar a los miembros del ayuntamiento, en aquella
noche a fin de abrir un pliego por el rey. Reunidos todos los integrantes con
efecto, y cuando la sala aturdida esperaba la lectura del pliego, se oye a Don
Diego Navarro, levantando la voz, ponderando los vehementes recelos con que se
hallaba de que le querían embarcar violentamente. Atónitos los regidores, y más
que todos el corregidor Don Jaime Jerónimo de Villanueva, le requiere, diga
sobre qué fundaba semejantes sospechas. Él nombra un sujeto que lo había oído a
otro.
Acuerda el Cabildo, entre sus providencias, que se le haga saber al
general, quien, llamando al día siguiente ambas citas, se ratifica la una, la
otra niega. Aunque parecía que las precauciones que se tomaron serían
suficiente para sofocar cualquier meditado alboroto, se notó que desde las ocho
de la noche vagueaba demasiado el pueblo por la ciudad. El mismo general y el
corregidor salieron a rondar las calles con una gran patrulla. Y descansando de
la fatiga en la plaza de los Remedios, sin haber descubierto el más leve rumor,
cuando a las diez de la noche les avisaron que por la calle inmediata que sube
de San Juan se vislumbraba con la claridad de la luna alguna gente amotinada.
Dispone Landaeta que, dejando Navarro su habitación, que estaba en aquella
plazoleta, se pasase a la del mismo capitán general, y su familia de mujeres a
la del marqués de Acialcázar. No bien se había ejecutado así, cuando aparece
por la plaza un descomunal alboroto integrado por tres mil personas de la
ciudad y lugares contiguo gritando ¡Viva Felipe V! y pidiendo se les entregase
al virrey (así llamaban en las aldeas al juez delegado), no para hacerle
estrago, sino para que saliese de la territorio.
Apoderado el pueblo de la casa de Navarro e impetuoso por no encontrarle en
ella, le roban los papeles. Registran el albergue del regidor, las cárceles, el
convento de Santo Domingo, las casas de Acialcázar, en donde sólo hallaron la
atribulada familia. Escalan los balcones de las torres de las parroquias; tocan
a fuego; aumenta el número de gente y el escándalo; corren a casa del capitán
general, y el general, haciendo que Navarro se conformarse a dejar las islas y
que franquease los papeles más reservados, lo presenta al pueblo, lo conduce a
caballo al puerto de Santa Cruz, lo embarca en una lancha que estaba preparada
y le lleva a bordo de un navío francés que ya le esperaba a la vela. ¿Quién no
ve en esta serie de acciones la fuerza motriz de tan gran violencia? ¿Quién
pudo hacer que el pueblo no temiese al capitán general, siempre tan temido?
¿Quién pudo suministrar granadas de fuego? ¿Quien dejó de castigar las
pasquinadas? ¿Cómo tuvo avisos Don Diego Navarro de las maquinaciones que había
y no los tuvo Don Ventura de Lanaeta? ¿Cómo ronda este jefe toda la ciudad,
menos el barrio en donde se habían agavillado tres mil hombres? Quién, en fin,
podía tener pronta lancha y un navío extranjero prevenido? A la verdad, ninguna
de estas reflexiones se ocultaba a Don Juan Antonio Cevallos, cuando decía en
su famosa exposición al rey, que corre impresa: “La precisa oposición de los
capitanes generales por separarles de las comisiones y, consiguiente, todos sus
dependientes, otros suministros y gente de comercio hecha a los abusos
establecidos es lo que dio aliento a la expulsión de Navarro”.
Lo cierto es que el rey mandó separar de Islas a Landaeta, por más que el
ayuntamiento de Tenerife le hubiese servido con un informe favorable, y que
vivió y murió olvidado en la Península. Fuese la infeliz suerte de
este hombre, o que fatal estrella que influyó sobre las Canarias en el año
1718, lo cierto es que se multiplicaron los alborotos entre los más pacíficos
pueblos. En la isla del Hierro hubo una enérgica conmoción. En la
Villa de la Orotava se experimentó otra no menos memorable.
Desde el día veinte y cinco de febrero amaneció un cartel en la esquina del
convento de Santa Clara (hoy plaza del Ayuntamiento) que decía: “Recurre este
afligido pueblo al señor teniente”. Evidentemente en la Villa de La
Orotava, se pedían cuatro cosas: I.- Que se fabricarse cárcel pública y se
dejase libre el granero de la alhóndiga. II Que no se consistiese extraer de
aquella jurisdicción autos ni presos. III Que se hiciese una fuente o pila para
tomar el agua con más aseo. IV Que se repartiese el vino en las tabernas con
más orden. Este cartel, arrancado por el alcalde mayor el licenciado Don Alonso
Pérez de León y Bolaños, vuelto a fijar la noche siguiente por una cuadrilla de
cincuenta hombres, dio motivo a que se convocase el pueblo para una junta el 5
de marzo. Fue tan profuso que, por no caber en la ermita de San Roque, se
pasaron a la iglesia inmediata de San Agustín. Aquí se mostró tribuno de la
plebe Don Juan Delgado Temudo, vicario foráneo, que, subiéndose al púlpito como
a la tribuna rostral, arengó, declamó, abusó de las santas escrituras y leyó
otro papel que le había dirigido el pueblo. En éste añadían nuevos
particulares: Que se reintegrase la alhóndiga, pues, debiendo tener dos mil
fanegas de trigo, sólo tenía catorce. Que el Cabildo de La
Laguna hiciese entrega a La Orotava de los propios de su
distrito. Que se repartiese el vino en las tabernas sin intervención de la
justicia. Que se recogiese el agua sobrante en un depósito. Que lo que de ella
y de los propios se recaudase, se había de consignar para abrir un puerto,
fabricar una cárcel, un hospital, una parroquia.
Temudo aseguraba que el pueblo lo mandaba así, como si fuese el pueblo de
Atenas. ¨ ¿Y quién es ese pueblo?” replicaban las personas de juicio. El vicario,
sañudo, las manda sacar de la iglesia. Entonces los acontecimientos, la
vocinglería, la confusión. Para ello se nombraron tres apoderados, entre ellos
el mismo Temudo, por cuyo influjo continuaron los cedulones, las protestas y
las gavillas. Declinando en alboroto la noche del primero de Abril. Una tropa
del plebe, capitaneada por un ayudante de milicias, escala la torre de Nuestra
Señora de la Concepción; tocan a rebato; se juntan a más de mil quinientas
hombres; corren a las casas del alcalde mayor; quebrantan las puertas; huyen;
le buscan en varias partes; no le encuentran y, parando en casa del alférez
mayor y coronel Don Francisco Valcárcel, le intiman, apuntándole con algunas
bocas de fuego, que junte el regimiento y marche con ellos en solicitud de
Bolaños, del escribano Álvarez, de los papeles de la alhóndiga y junta de San
Agustín. Excusase el coronel; registrándole la casa; llevándole adonde había un
nuevo pasquín y se lo hacen leer en voz de pregonero. Pedían que saliese
Bolaños de la Villa, por enfermo y poco letrado, y el escribano, por
demasiado hábil e inquieto.
Entre tanto el vicario bajó al puerto de La Orotava, no sin bastante
estudio. Pero al amanecer le destacan doscientas hombres, quienes,
encontrándole en la sacristía de San Francisco revistiéndose para celebrar,
cargan con él en brazos y, gritando ¡Viva nuestro vicario!, le transportan al
llano de San Sebastián, en donde estaba todo el pueblo. Dejase ver Bolaños.
Ofrece abandonar la jurisdicción, obedeciendo a la ley del ostracismo, si bien
los más se contentaban con que diese palabra de cumplir cuanto se le ordenase.
Parte de allí la chusma loca con tambor batiente a Las Caletas del Puerto.
Talan viñas, demuelen casas, arrancan árboles, arrasan mojones, todo bajo
pretexto de que aquellas tierras debían ser baldíos comunes para pastar
ganados.
Duraron estas turbaciones algunos días, hasta que, restituido a la villa
como un triunfo el alférez mayor, que se había retirado a Los Realejos, tomó
Bolaños providencias más vigorosas, publicó bandos, pidió auxilio militar a los
coroneles, hizo rondas y despachó avisos al capitán general. Éste llegó
a La Orotava el 5 de Abril, acompañado de mucha oficialidad, después
de haber hecho poner sobre las armas el regimiento de Los Realejos y un trozo
del de Güimar. Extrajo de la Villa de La Orotava algunos
revoltosos y todo fue insensiblemente calmado. El cobarde Bolaños no daba
cuidados a Don Ventura de Landaeta.
Esta referencia casi espitolar introducida en la Historia de
Canarias, por el realejero Viera y Clavijo, incansable personalidad de la
cultura isleña, dinámico Arcediano que pone un increíble afán en contar
acontecimientos sucedidos en nuestra país Canario. La obra de Viera no es un
mensaje que se escude en la metaforiza del verso, o en el ensayo esquivo, ni en
los cuentos inanes de leyendas al uso antiguo. Su obra es toda una épica de la
vida misma de su propio país, de tal forma que las Canarias se proyecta como
pueblo que participa del dolor y de la alegría humana, al tiempo que contribuye
a que la universidad del espíritu culto de los hombres sintonice con los nuevos
tiempos y con los nuevos rumbos de los nacientes valores, dando a conocer
pensamientos y tendencias de actitudes originales, y también ante la
generosidad de muchas personas de nuestra región. Nos afirmamos cada día más en
la fe de la existencia, de la solidaridad entre todos los hombres y pueblos
de la Tierra, sin distinciones de color, raza, religión, lengua o de
creencias filosófico-políticas. Tanto es así, que cuando las instituciones de
las sociedades humanas, y los centros culturales están en manos activas,
honestas y progresistas, de personalidades, los pueblos, y con ellos los
hombres, tienen necesariamente que caminar hacia la luz y hacia el conocimiento
de sus propios destinos, y también hacía la verdad en especial cuando el Mundo
se resquebraja, cuando el hombre se vuelve incipiente y cobra actualidad para
los intelectuales, que no pueden hacer lo del avestruz, sino aventurar y
arriesgases a hablar, pese a los sinsabores. De cualquier modo, todo el que
conoce la obra de Viera y Clavijo, y le sigue interesando, es conveniente que
se siga documentando sobre ese apóstol realejero que nos lego un gran legado
histórico puramente canario.
Resaltar el, silencioso y honesto, de José Viera y Clavijo, ilustre
realejero. Un selecto escritor con la erudición de quien ha ejercido Cátedra
Literata, que diseña sus escritos con la armonía del escritor más exigente y de
la mejor aristocracia de las letras, rescatando efemérides que corresponden al
depósito ancestral de nuestro pueblo, de este pueblo canario que precisa de
estudiosos veraces e independientes y de cronistas universales de la esencia de
lo escrito, para que en el diario acontecer de la intrahistoria a lo vivo se
puedan ir descubriendo parcelas de una cultura sumergida en la trama social del
desconcierto que ha conformado la diversidad geográfica insular, que con
frecuencia nos ha enfrentado a la carencia de una memoria histórica.
BRUNO JUAN ÁLVAREZ ABRÉU
PROFESOR MERCANTIL
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