Quien no recuerda a este hombre alto y
grueso (un Goliat) que siempre estaba en el Hospital de la Santísima Trinidad
en la calle de San Francisco de La Villa de La Orotava. Don Miguel Monasterio
Afonso era un gran hombre campechano que conocí desde mi infancia y juventud.
Un día cuando estudiaba Preu en el Instituto de San Agustín de La Laguna, me
mandó a buscar a casa para que les diese clases particulares a sus hijos.
Muchas horas de trabajos realicé en su propia casa; Miguelo, Santi, Leo, Felipe
y Tere me tenían horas trabajando para ellos. Esto me ayudó a soportar gastos
superfluos como estudiante, puesto que entonces ya era huérfano de padre y mi
situación económica no era muy buena. En muchas ocasiones tuve que ir al
Hospital de la Santísima Trinidad a darle clase a su hijo Miguelo, puesto que
primero lo tenía arrestado y después lo colocó de portero en dicho
establecimiento. Recuerdo que cuando no me hacía caso, en varias ocasiones, en
una sala del claustro en el patio frente a la portada de entrada, tenía que
llamar a su padre, para que me echara una mano en la disciplina, el impacto era
tan fuerte que me sorprendía como castigaba a su progenitor.
Don Miguel Monasterio, era santacrucero –
Chicharrero, trabajó de cobrador en las desaparecidas guaguas urbanas (azul
marino) de la capital, entonces eran del Cabildo Insular de Tenerife. Tuvo un
accidente laboral, y para rehabilitarse del mismo fue destinado como interno al
Hospital de La Santísima Trinidad de La Orotava (regentado por el Cabildo
Insular). Allí se quedó para siempre, primero lo dejaron como conserje, después
de administrador, allí conoció a la que iba a ser compañera sentimental de su
vida Regina, se casaron y se fueron a vivir a la zona del Quiquirá. Como ella
era una experta en el calado canario, montaron una gran empresa bazar en Los
Poyos, la cual funcionó hasta su fallecimiento.
Don Miguel Monasterio, me tenía mucho
aprecio, yo también le apreciaba de todo corazón, compartimos paragua junto en
el Estadio Los Cuartos en partidos de fútbol del UD. Orotava, en época de
lluvia. Y era para mí uno de los mejores y más firme colaborador de La Romería
de San Isidro y de la feria del Ganado en el Quiquirá en la Villa. Su
temperamento y característica personal y organizativa con mucho corazón hacía
de la Romería de San Isidro un verdadero caudal de un desfile típico de digna
admiración.
El juez
y magistrado; DON JOSÉ LUIS SÁNCHEZ PARODI, en su último libro “ANTES DE QUE SE
ACABE EL TIEMPO DE ESCRIBIR” expone un
perfil don Miguel Monasterio, que conoció cuando ejercía de juez del distrito
de la Villa de La Orotava: “…Acaso, lejos de La Orotava nadie sepa quién es esta
persona que hoy aflora a las letras de imprenta de este periódico. Pero estoy
seguro de que aún su figura incide popularmente en la memoria de muchos
ciudadanos de la Villa, ya viviente en los lejanos años en que yo ejercía mis
funciones judiciales en aquel partido.
Toda mi niñez,
toda aquella memoria que yo conservaba de lo leído en esa edad, refulgía de
repente, esplendente y clara, de cuando con pocos años leí el libro que
contenía la fantasía de Los viajes de Gulliver, en el que la feliz imaginación
de su autor describía el país de Liliput, donde moraban 10s enanitos, por la
poca estatura de sus habitantes, y también el otro país, donde, por contraste
de la vena creativa de Mister Gulliver, sus habitantes tenían una estatura
descomunal, los gigantes, como aquel Goliat que siglos antes había relatado la
Biblia.
Porque este
Miguel -barro me llamo, aunque Miguel me llame, había poetizado un hombre
cristiano y luego comunista, apellidado Hernández- era un hombrón de
altura desmesurada, al menos para mí, bajito, no digo que liliputiense, pero de
no mucha altura, de acuerdo con la estatura del hombre-medio español de
aquellas estadísticas oficiales.
En los ratos,
me dejaba ocio para fantasear y yo lo entreveía como un escapado del país de
los gigantes, que había irrumpido en La Orotava, de manera mágica, fugado -con
sus manazas, sus largas piernas y su voz estridente- de las propias invenciones
del novelista, hasta hacerse carne y realidad en las propias entrañas de la
vida.
Cuando llegué
a La Orotava, era prácticamente un inquilino del minúsculo Hospital allí
existente, donde, ya curado, continuaba en esa
Situación de
enfermo conviviendo en el Centro de Salud, ignorando yo las razones que para
ello tenía y que, indudablemente, serían justas.
Lo veía por
las calles, paseando lentamente bajo el techo protector de la panza de burro, y
creía que vagaba desnortado, sin rumbo fijo, cuando en realidad, como después
supe, era un caminar productivo, pues Miguel no era hombre para vivir del
cuento.
Un día
presentó en mi Juzgado una denuncia un farmacéutico que le acusaba de
intrusismo, ya que se dedicaba a la venta de penicilina, muy de moda entonces y
algo difícil de conseguir, porque en España no había entrado con la profusión
necesaria el mágico producto descubierto por el doctor Fleming. Y Miguel la
vendía más barata que en la farmacia, una auténtica competencia, que el fiscal
nunca consideró delictiva.
Nunca supe
cuál fue el origen de esa penicilina. Posiblemente Miguel, popular y conocedor
de muchas personas, la adquiriera en Santa Cruz, traída en lanchas rápidas por
esa cadena secreta de negocios que da origen al cambullón de todos los puertos.
Pero Miguel, trabajador y buscavida, tentaba a la suerte en la que ciegamente
creía. Fue inspector o cobrador de guaguas, en las que no sé cómo cabía. Jugaba
a la lotería de los ciegos según el instinto del día, pues lo mismo rechazaba
al lazarillo de padre ciego, sin comprarle nada, que le pagaba todos los
cupones que le guardasen, porque aquel día tenía el presentimiento de que sería
fasto.
Charlatán de
las esquinas, hablaba con todo el mundo, y de todo.
Más jovial,
cada vez que iba hacia la edad madura, yo tenía la impresión que cada vez
estaba más alto y que crecía y crecía, como un chaval adolescente.
Hasta que
encontró su sitio. Creo que, ya casado, abrió un establecimiento de calados y
bordados típicos de la comarca, donde pasaban las guaguas de turistas, con
cuyos conductores seguro estoy que enseguida llegaría a un acuerdo. Y aquel
hombre pudo al fin tener una posición desahogada, acaso redondeado con unas
ganancias en la lotería.
Murió aquel
Miguelón y su cuerpo fue enterrado en un ataúd descomunal. ¿Por dónde andará
ahora este Miguel orotavense, aunque no de cuna? ¿Habrá retornado al país que
Gulliver descubriera en su portentosa imaginación? No lo sé. A mí todavía me
parece verlo caminando por las calles de la Villa, hablando en alta voz con
unos y con otros y haciendo por "la vía". Como dicen en Cádiz, los
flamencos…”
El amigo de la Villa de La Orotava; CASIANO GARCÍA
TORRÉNS, remitió entonces (21/03/2014) estas notas: “…Don
Miguel Monasterio Afonso, era natural del santacrucero barrio de los Llanos
donde se le conocía por Pancho el Bruto, debido a su descomunal envergadura.
Como interno en el Hospital de la Santísima Trinidad de la Orotava, fue ganándose
el respeto y confianza de los responsables del Centro, llegando
a ser administrador de los hospitales de la Orotava, Puerto de la Cruz y
Garachico, así como del Refugio de Altavista. También fue cronista deportivo en
sus años mozos.
El Ayuntamiento villero le concedió una medalla como
reconocimiento a su trayectoria laboral. Durante los duros años de la escasez,
fue punto obligado para conseguir penicilina procedente del cambullón. Todo un
personaje del siglo veinte villero…”
BRUNO JUAN ÁLVAREZ ABRÉU
PROFESOR MERCANTIL
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