El amigo del Puerto de
la Cruz; AGUSTÍN ARMAS HERNÁNDEZ, remitió entonces (01/12/2017) estas notas: “…TERMINADO el trecho de
angosta carretera, guarnecida de altos y gruesos muros, que comenzando en la
explanada del cementerio concluía frente a la entrada del castillo de San
Felipe, el panorama se abría en forma de abanico. El espacio se hacía libre y
el aire parecía otro. Llegado a ese estratégico lugar una ráfaga de aire
marino, con olor y sabor a yodo y sal, nos llegaba del cercano mar océano, que,
con toda su magnificencia se divisaba a nuestra derecha. En frente, a lo lejos,
simulando un diminuto portal de Belén, se distinguía el pintoresco caserío de
Punta Brava. A la izquierda el esplendido platanal de los hermanos Fernández. A
continuación el barranco de San Felipe que, frente a nuestra vista, cruzando de
sur a norte, en los inviernos lluviosos de cumbre y mar borrascosos, fundían
sus agitadas y turbulentas aguas en un abrazo sin fin. Esto sucedía y sucederá,
aunque ahora no llueva con tanta intensidad, en la playa del Castillo, donde
dicho barranco tiene su desembocadura. Hoy la playa, con la remoción efectuada
en la zona, ha quedado incorporada a la pléyade allí existente, formando parte
integrante de la denominada «Playa Jardín». Más... prosigamos nuestro
itinerario. Al cruzar el badén del barranco de San Felipe, siempre en
dirección a Punta Brava, nos encontrábamos, frente mismo, el portalón, con
barrotes de hierro, por donde los camiones entraban a recoger las piñas de
plátanos de aquella grandiosa y exuberante finca de la Vda. de Machado.
Siguiendo otro tramo de carretera, a unos cien metros
aproximadamente, nos tropezábamos con el empaquetado de plátanos de don Juan
Galán. En este punto terminaba la finca antes mencionada y comenzaba la de este
último personaje citado. Frente al empaquetado de plátanos, que, precisamente
miraba al mar, terminaba la pedregosa playa del «Castillo» y empezaba la de la
«Lajeta».
Antes de seguir el siguiente tramo, cabe un inciso para
concentrarme en una anécdota protagonizada por uno de los personajes más
populares del Puerto de la Cruz, ahora fallecido: Orlando Hernández «El
Sereno». Helo a continuación: en aquellos años, década de los cincuenta,
existía en la playa de la «Lajeta» una caseta donde vendían refrescos,
bocadillos y, también, vino tinto. La cantina la regentaba don Pepe Marrero «El
Mocoso», también hace unos años fallecido, personaje que junto al protagonista
principal era muy querido en nuestra ciudad, el Puerto de la Cruz. Pues
bien, se acercaba «El Sereno» algo tambaleante, y no precisamente por los
efectos del viento reinante, sino más bien, como consecuencia de los efluvios
etílicos. Llegado a la caseta, con la simpatía que le caracterizaba, le dice
con énfasis al cantinero: —«Cantonero» póngame un vaso de vino. Pepe, conocedor
del panorama a la vista, le pregunta: — ¿Tienes el dinero para pagar?
Contéstale el «Sereno»: —Precisamente venía pensando en que me olvidé la
cartera en casa, pero... te lo pagaré a la tarde. — ¡Ni hablar! Primero el
dinero y después el vino. El «Sereno», que tenía ojos pequeños y mirada
profunda y penetrante, le replica: — ¡Qué «cacaño» eres, te juro por mi hermano
que está en el cementerio que te lo pagaré.
Mas Pepe le contesta: si no hay «tintines» no hay vino.
Replícale nuevamente el «Sereno»: —Pero... Pepe, te juro por mi hermano Pancho,
que está en el cementerio, que a la vuelta te lo pago. La disputa era seguida por
dos señoritas, foráneas, que muy cerca de la caseta tomaban el sol, y, además,
por un primo hermano del «Sereno», y ambos, a la vez, del que esto escribe,
llamado Benigno Avero Hernández «El Caboso». También fallecido. Las
jóvenes se lamentaban diciendo: — ¡Qué pena! Se ve que el hombre tiene
intención de pagarle el vaso de vino, puesto que jura por su hermano muerto y
enterrado en el cementerio. Benigno, Avero, sonriente más atento a las
lamentaciones de las féminas que hasta ese momento, relajadamente, se
bronceaban al sol, les aclara: —No, no es que esté muerto y enterrado en el
cementerio, sino que trabaja como sepulturero en el Campo Santo. Con la
aclaración de Avero, la pena de aquellas señoritas se convirtió en alegría, y,
más tarde, en fiesta en todo el Puerto de la Cruz cuando se comentó lo ocurrido
en la caseta de la «Lajeta» y la ocurrencia que tuvo el «Sereno» para lograr
que Pepe le sirviera el vaso de vino. Pero prosigamos nuestro camino. Cien
metros adelante nos encontrábamos con el mirador que, frente mismo a la entrada
de la finca y mansión de D. Juan Galán, servía para el descanso a los
viandantes que se dirigían hacia o desde Punta Brava al centro del Puerto de la
Cruz. En semicírculo era el mirador desde donde se divisaba, en lindo panorama,
el caserío de dicho barrio portuense, y de su litoral. En este punto una lengua
rocosa ponía término a la playa de la «Lajeta» y comenzaba la de la «Arena o
Grande». A partir de aquí la carretera se hacía serpenteante y cuesta arriba.
Un parapeto de piedras y cemento, de unos ochenta centímetros de altura, servía
de protección al caminante. La altura que tomaba la carretera en este tramo, en
relación a la playa, era aproximadamente de unos 20 metros. Esto propiciaba
que, desde lo alto, se contemplara la playa en toda su magnificencia y, además,
a los bañistas zambulléndose o tomando el sol en diminuta estatura. El tránsito
rodado en aquella carretera solitaria e inhóspita, donde en sus aledaños sólo
crecían «lloronas» y «magarzas», era casi nulo. Los lagartos del lugar que
dormían al sol, o cruzaban la calzada de lado a lado, eran sólo perturbados por
el paso de los dos únicos coches que existían en Punta Brava: el de D. Víctor
Machado y el de D. Juan Galán, y además por algún que otro camión que iba y
venía a las fincas de estos señores a recoger los plátanos para llevarlos al
empaquetado. Por la nube de polvo que dejaban a su paso estos vehículos,
podíamos deducir, a lo lejos, los bañistas, cuándo se trataba de un coche o de
un camión el que partía o venía desde o hacia Punta Brava. De forma que, si era
un coche sabíamos que alguno de estos personajes, o miembros de su distinguida
familia, se desplazaba al puerto o regresaba a su hogar.
Otro de los vehículos, aunque de tracción animal, que dislocaban
la paz de aquel paraje, era el carruaje de D. Domingo «El Fatiga» que cargado
con la basura se desplazaba desde el Puerto a Punta Brava, donde en sus
aledaños, en aquel entonces, se encontraba ubicado el vertedero municipal de
basuras.
Téngase en cuenta que en aquellos años ni había mucha basura que
transportar ni don Domingo «El Fatiga» se daba mucha prisa en llegar. El Puerto
de la Cruz era otro, ahora lejano y añorado. Por tanto, en realidad, aquel
animal, cansino, que arrastraba el carro de la basura, ni levantaba polvo del
camino ni hacía mucho ruido al desplazarse. O sea, que los lagartos tenían
asegurado su aletargado sueño y su libre caminar por la carretera.
El último tramo de camino nos acerca a Punta Brava.
A la izquierda el platanal de D. Víctor Machado, con su
gran portalón que servía también de entrada a su casa. La finca de este
personaje ha desaparecido y en su lugar ha surgido el «Loro Parque»,
institución lúdica ecológica, donde se puede disfrutar de infinidad de
espectáculos de variada índole.
La carretera terminaba frente mismo a la finca del señor
últimamente citado, aunque continuaba algo más estrecha hacia el lugar
denominado «El Burgado».
Hemos llegado a Punta Brava. El caserío es pequeño: una
veintena de casas, la mayoría de ellas sin encalar, asentadas sobre una lengua
volcánica-rocosa que se introduce, provocativa, desafiante, en el mar océano
del norte tinerfeño, rincón, en aquel entonces aislado del centro poblacional
portuense, pero en la actualidad integrado totalmente en el mismo. A nuestra
derecha una vereda estrecha bastante inclinada y resbaladiza nos conducía a la
playa «Grande» y «Chica», ambas de arena negra y fina. Muchos revolcones me
dieron las olas de aquellas playas que con mucha fluidez, nervio y empuje
llegaban, y llegan a pesar de la remoción, a la orilla. A esa ribera marina
solíamos acudir, a bañarnos, de niños y de jóvenes, grupos de ranilleros en
aquella época en que Punta Brava dormía el sueño de los tiempos. La orilla que
lamía el mar, con su ímpetu temperamental, sobre todo en invierno, propiciaba
que desde la primavera hasta el final del verano, las playas de Punta Brava, y
las del Puerto de la Cruz en general, permanecieran limpias y sus aguas
transparentes. Esto las hacía atractivas y apetecibles al baño y a tomar el
sol.
Tendido en la arena, mirando hacia la punta de aquellos
afilados peñascos de la «Brava» actual Punta Brava, pensaba, una vez, en cómo
sería el ya lejano naufragio del barco noruego «Titlis» que, en la madrugada
del 11 de Diciembre de 1910, concretamente a las cinco de la mañana, un afilado
arrecife rasgó su vientre, dejándolo mortalmente herido. Ensimismado en este
pensamiento, inconscientemente lancé un grito desgarrador que cruzó el espacio
etéreo rumbo a no sé dónde. Al mismo tiempo, un ramo de algas recién cortadas
del lecho marino, me fue lanzado desde la orilla por una sirenita que,
juguetona, había llegado a la playa. Ello me sacó del embeleso en el que el
tibio ambiente me tenía sumido….”
BRUNO
JUAN ÁLVAREZ ABRÉU
PROFESOR
MERCANTIL
No hay comentarios:
Publicar un comentario