lunes, 3 de julio de 2017

LAS FIESTAS MAYORES DEL PUERTO Y LA MEMORIA DE PADRÓN ACOSTA



Fotografía referente a la década de los años cincuenta del siglo XX. Costado Norte de la Plaza El Charco del Puerto de la Cruz, con el Bar Capitán al fondo, a  la derecha empaquetado de Manuel Yanes Barreto, a la izquierda Cinema  Olimpia.
Parada de Taxis. Surtidor de bomba a la derecha Mobil. A la izquierda Shell.
Por último a la derecha Casa Comercio de la Viuda de Yanes.

El amigo del Puerto de la Cruz; MELECIO HERNÁNDEZ PÉREZ, remitió entonces (2013) estas notas que tituló; “LAS FIESTAS MAYORES DEL PUERTO Y LA MEMORIA DE PADRÓN ACOSTA”: “…Nace en el Puerto de la Cruz en el popular barrio de Las Cabezas, en la casa número 36, el día 31 de julio de 1900. Fueron sus padres Luís Padrón Hernández y Victoria Acosta Álvarez. En el año 1908 ya vivía en la casa de la calle Esquivel que fuera de su abuelo Sebastián Padrón Fernández. Posteriormente pasa a vivir a Santa Úrsula, por traslado de su padre a trabajar de secretario del ayuntamiento. Allí pasa la mayor parte de su adolescencia y se enamora de una bella muchacha que da origen al amor y al desamor, lo que le ocasiona escribir una novela “la moza de Chimaque” 1947. En 1913 ingresó en el Seminario de La Laguna. Se ordenó sacerdote en 1926 y recibió el presbiterado en 1928. Estudió derecho en la Universidad de La Laguna.
Con la llegada del mes de julio la ciudad turística por antonomasia del norte de Tenerife se apresta a celebrar las fiestas mayores en honor del Gran Poder de Dios, Cristo reflexivo y sereno de la mano en la mejilla y cabeza ladeada sobre el pecho; la Virgen del Carmen, “Reina del Mar”, de bello rostro de guapa ranillera; y, san Telmo, santo patrono de marineros y navegantes, imágenes todas ellas veneradas con gran devoción y fe por los hijos comarcanos del valle de La Orotava  y, en particular, del  Puerto de la Cruz.
Este séptimo mes del año, estival y brillante, radiante y transparente como el cielo azul, guarda, entre los pliegues de sus días, la manifestación más honda y popular del sentir religioso, que, la vieja tradición, revela como expresión de fe. Es julio con el influjo y magia de la luna rielando sobre el mar quien condiciona el espacio festivo de resonancia multitudinaria en respuesta al llamamiento del pueblo cosmopolita y hospitalario. Desde la ancha mar, toda la mar, hasta la colina de su horizonte ribeteado ayer de esmeralda platanar- que hoy devorando por el asfalto y el cemento- se llena de su esencia de alma de espuma y malpaís, yodo y lava, que la ciudad entrega en brazos abiertos con la largueza de sus barrancos cumbreros. El Divino Nazareno y la Virgen del Carmen, una imagen para cada elemento- tierra y mar- esparcen su divina gracia por los caminos procesionales que culminaban con la Entrada y el Embarque de mil relámpagos de fuegos artificiales. Los hijos del Puerto de la Cruz consagran sus vidas a estas dos devociones, abren sus corazones e integran con generosidad a cuantos configuran la masa humana que concurre a los distintos actos.
Un paso más en el tiempo, confirmando, como cada mes de julio, el esplendor y alborozo de las fiestas de una ciudad marinera y turística que recibió el bautismo de la cristiandad  de las huestes conquistadoras con la cruz que anclaron en la cresta de las olas de su bravo mar, originaria puerta y tránsito del primitivo palacio sagrado; destino y puerto merecedor de veneradas esculturas sagradas, como la del Gran Poder de finales del siglo XVII. Una ciudad agradecida que tomó su nombre de la insignia del cristianismo-aunque algunos historiadores lo ponen en tela de juicio- y supo recibir y transmitir los valores evangélicos. Una ciudad, que al principio fue lugar de La Orotava, y que ha crecido y desarrollado ampliamente con esfuerzo de sus bienes espirituales y materiales, es una ciudad laboriosa y ferviente. Ha sido un duro camino de siglos labrados con tenacidad hasta el heroísmo. Es el fruto de su gente acreedora del solaz de la luz hecha estallido y música para manifestar los más ocultos sentimientos paganos y religiosos de apariencia lúdica pero con hambre y conciencia de rezos: oraciones calladas y mudas o en forma de grito incontenible del hombre o mujer de la mar. La palabra que brota del corazón llega a Dios en todas sus expresiones.
El Puerto, en estas fechas, quisiera detener la inexorable y febril actividad cotidiana que, como el movimiento continuo del mar, no cesa. Diríase que únicamente parece detenerse el tiempo a la hora de La Entrada del Cristo silente y del Embarque de la virgen del Carmelo. De estos dos acontecimientos tan arraigados a las fiestas mayores y que tienen connotaciones de trascendencia en la vida de los hombres y mujeres del Puerto, sólo se conserva El Embarque, ya que el otro, por prevención de seguridad ante la cortina de fuego se suspendió. Pero sigue viviendo en la memoria y en los corazones de los fieles. Hoy se hace nostalgia y mucho más en el que fuera de su tierra por mil razones sueña con el regreso para llenar los ojos del esplendor de la grandeza del sublime espectáculo. Para los que, a lo largo y ancho de los años, hemos seguido apegados a la patria chica renovando con fe y emoción el propósito de gozar de tales momentos, seguimos sintiendo la dolida ausencia de los que nos dejaron para siempre. Y es que la fiesta mayor es testimonio de vida que alcanza hasta lo más recóndito de nuestra geografía insular, donde el “Viejito” y la “Estrella del Mar”, sin obviar a san Telmo, tienen sus fieles devotos que llegan cada año a las procesiones y al Embarque, porque, como ya se ha dicho, La Entrada pertenece al pasado.
Pero pocos escritores y poetas han narrado La Entrada, como el insigne portuense Sebastián Padrón Acosta (Puerto de la Cruz, 1900-La Laguna, 1953). Su palabra escrita de hace 65 años sigue teniendo la misma validez y frescura de antaño, y hoy es testimonio fiel de aquel ígneo espectáculo que simulaba aureola celestial. Cumpliéndose el 31 de este mes el 56 aniversario del fallecimiento de Padrón Acosta, sacerdote, crítico de arte, investigador histórico, cronista, ensayista, poeta y escritor recopilador de coplas y leyendas canarias, entre otros quehaceres, que, como intelectual, practicó con conocimiento y habilidad su labor literaria.
Entre las páginas del programa religioso-festivo de las fiestas de 1944 quedó inserto su canto hecho plegaria a la hora de la entrada del Gran Poder de Dios al templo, que hoy en memoria de su autor evoco y transmito en su honor.
La Entrada.-“Después de recorrer la sacra imagen las principales calles de la población, retorna a su templo. Es el momento de La Entrada. Ya el crepúsculo quemó sus últimas luces. Y la noche ha desplegado sus negros terciopelos donde las estrellas ponen sus flores de luz.
La Plaza de la Iglesia y sus contornos son una hoguera de gentes y luces. Todos los ríos humanos han desembocado en la plaza. Ríos ansiosos de sonoro y luminoso espectáculo.
El Divino Nazareno avanza, imponente y silencioso, en medio de la inmensa multitud que lo acompaña. La mole de la torre parroquial recorta su gris silueta en la negra pizarra de la noche. Las campanas saltan de júbilo en las alturas, envueltas en capuchas de sombras. Bajo el índice hierático y gris de la torre, la sacra imagen descansa en su imponente serenidad. La multitud, medrosa, espera la ígnea sorpresa. Llega la aurora boreal de La Entrada. Los fuegos artificiales inundan con su luz toda la plaza. Los cohetes, convertidos en sierpes de fuegos, atruenan los espacios incendiados. Las ruedas luminosas se desatan en locura de sonidos y colores. Giran enloquecidas sobre sus invisibles ejes, como orbes desquiciados. La plaza exhibe sus bellas decoraciones. Abanicos de luces se abren ruidosos e imponentes. La multitud se agita, medrosa, de aquel azote de fuego. La torre se trueca en inmensa cascada. Espumas encendidas. El espacio es un velario incendiado, de los más peregrinos colores. Miríadas de rojas serpentinas culebrean en las alturas. Todo es luz, entretenimiento y sonido. Parece que todo el pueblo se ha incendiado. Los diques se han roto. Y de una locura ígnea es víctima la gente y la plaza. El espacio se puebla de surtidores de fuego. Los genios de la luz alborotan, en el aire, sus encrespadas melenas luminosas.
La noche es como una inmensa cabeza de Medusa de sonoras serpientes de luz. La efigie del Divino Nazareno se viste con todos los colores de aquella aurora boreal. Y sus ojos luminosos y verdosos miran a toda aquella multitud que exalta al Divino Nazareno.
Poco después suenan los últimos cohetes. Cesan los ruidos de los morteros. El humo se tiende, como tupido y roto cortinaje de un borroso crepúsculo. Se apagan las fraguas de las alturas. Todo es ahora una cortina de humo y una inmensa oración. Las campanas se exaltan en la negra torre de piedra. Y el Divino Nazareno, bajo la luz de todas las miradas, entra en el templo, entre la larga y blanca teoría de los cirios, morada, imponente, silencioso. Y en los negros terciopelos de la noche queda vibrando aquella encendida plegaria”.
El Puerto de la Cruz abre su templo parroquial, su mar y sus calles con idéntica solidaridad a propios y extraños. El Puerto de la Cruz está en sus fiestas en honor del Gran Poder de Dios, la Virgen del Carmen y San Telmo.¡ Felices fiestas!...”

BRUNO JUAN ÁLVAREZ ABRÉU
PROFESOR MERCANTIL

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