Fotografía
coloreada por el amigo desde la infancia de la Villa de La Orotava Segundo
Sacramento Domínguez, tomada en la entrada del recordado Merendero “La Mereja”.
Muchas caras conocidas: Primero por la izquierda Luis Portero. Los tres últimos
por la derecha; Paco Rodríguez (“El Chorizo” conocido por fabricar las cajas de
los muertos, con sus toques de martillos, clavándoles las tachas, entonaciones
que se oían por toda la Villa Arriba), Tomasito “El de Llano” y Lorenzo Portero.
Sentado
en el centro Agustín “El Gigante” (barbero y timplísta), le acompañan por la
derecha Reinaldo y Lalo (Tapizador, músico).
El primero de la izquierda sentado; Ángel Díaz y el que
está de pie a su espalda Francisco
En la
vieja Calle “Los Tostones”, (actual León) de la Villa de La Orotava, subiendo por
la izquierda, estaba ubicado el famoso Merendero que en el tiempo se le conocía
por La casa de “La Mereja”, sufriendo una metamorfosis por la cual se convirtió en restaurante.
La
dueña se le conocía por doña Hermenegilda, una mujer campechana de la Villa,
que dio todo por hacer famoso su Merendero en lo bajo de su vivienda, y por
aguantar a tantos parranderos y demás, hasta alta horas de la madrugada.
Siempre
que subía a la Villa Arriba, pasaba por La Casa de “La Mereja”, me llamaba la
atención una cortina de color blanco que estaba en la puerta de la entrada
principal, que con las corrientes de aire, casi siempre volaba hacia la calle.
Por ella se veían a los clientes tomándose sus vasos de vinos y sus
conversaciones tertulianas, como hombres del pueblo. Hablo de mi infancia, ya
en mi juventud, solo me detuve en ese emblemático lugar con el grupo de teatro
aficionado “La Palestra”, después de un ensayo en el anterior inmueble del Liceo
Taoro en la calle San Agustín, me llevaron a jugar una partida de pericón.
El
recordado Magistrado – juez, don JOSÉ LUIS SÁNCHEZ PARODI, que durante años
ejerció como juez titular de La Villa de La Orotava, escribe primero en su
tradicional entonces artículos en el matutino tinerfeño El Día, y después asentado en su libro “ANTES DE QUE ACABE EL
TIEMPO DE ESCRIBIR”, en las páginas 92, 93, y 94 dedica un importante articulo
al revivir del que fue famoso Merendero de la Villa La Casa de “La Mereja”: “…Todo
el tiempo que fui juez de Instrucción de La Orotava, viví en una calle llamada
León, cuyo nombre desconozco a qué es debido, como tan desconocido es asimismo
el sobrenombre por el que se la identifica, que es el de la calle de los
Tostones.
Es una calle céntrica, próxima al ayuntamiento.
Larga en elevada cuesta, riente y alegre, en la que vivían, cercanas a nuestro
hogar,
. ':Unas familias de dos matrimonios, uno, rapador,
el padre, más que peluquero, partícipe como magnífico maestro del timple, que
tantas noches, de madrugada, regresaba a su casa, cargado como un chuzo,
después de haber asistido a una ''batucada'', como dicen los brasileños. Y como estaba cerrada su casa cuando
llegaba, ante la soledad y el silencio de la noche, se oían lastimeras
llamadas pidiendo que le abriera su mujer. iÁbreme, Lorenza, que ya estoy aquí!
Y Lorenza, muerta de trabajar todo el día, atendiendo a su numerosa prole,
todas mujeres, y entremedio un solo varón, interrumpido su sueño, abría.
Abría, como un sacrificio más que la mujer canaria
realizaba, como una carga más, ante el marido que regresaba de su largo tenderete
en el que había participado como un fenomenal maestro en el arte de tocar el
timpIe.
En la parte baja de la calle donde yo vivía era en
donde descansaba la alegría, las travesuras de los chicos, la vida en su forma
más pintoresca. Un poco más abajo de mi vivienda, y en la acera de enfrente,
había un pequeño establecimiento. No tengo conocimiento para enclavarlo en su
auténtica función.
No era un figón, ni una venta en la que Don Quijote
pasara, con presencia nutrida de arrieros, la noche de su salida a deshacer
entuertos. Ni mucho menos un bar, un restaurante, que ni por la rusticidad de
su aspecto pudiera aspirar a tan elevada calificación. Más bien era un
guachinche de paso, una escueta venta para descansar momentáneamente, para
empezar a escalar aquella pronunciada cuesta que a mí me parecía algo
humorísticamente exagerado, como la ascensión que por aquellos tiempos
efectuaron Hillary y su sherpa Tensing, en el lejano Himalaya. Cuesta que nunca
logré subir de un tirón y por eso muestro mi andaluz innato en la desmesura de
la apreciación.
Con sus cuatro o cinco mesas repartidas y un
mostrador propio de una modestia característica, el lugar era presidido por una
mujer como de unos cuarenta años, mujerona un día, que conservaba un rostro
agraciado, un dinamismo manifiesto y una capacidad de trabajo resaltable, por
lo que se veía que era el alma del negocio. La que figuraba en el toma y-daca
que llevaba sobre sí todo el trabajo de la venta -así, diremos lo más
acertadamente en la calificación exacta de los vecinos- con alguna ayuda de sus
hijas pequeñas, por cuanto el marido, que retornaba de Venezuela, apenas si se
relacionaba con las tareas a la que se dedicaba su mujer.
Era popular, simpática, en su proteica imagen de ama
de casa multiplicada en su trabajo del hogar y en sus funciones comerciales de
dar de beber al sediento, aunque no del agua orotavense, sino del vino -blanco
o tinto- que sus pocos, pero habituales, clientes trasegaban con el mayor
entusiasmo.
"La Mereja" la llamaba todos, hasta el
punto de que, muerta ya, la tradición familiar y la unanimidad del pueblo así
designa el establecimiento. Era, como digo, el alma. Lista, hábil, incansable,
alta, en aquel rinconcito de aquella difícil calle podíamos señalar que la
mayor actividad de su trabajo se desarrollaba cuando la noche había comenzado.
Era un local de recogida. De aquellos hombres que en
el argot de los bebedores se dice que habitualmente hacen un recorrido
vespertino próximo al anochecer, en interminables tertulias en las que se rinde
tributo a Baca. Y como algunos tenían su vivienda en la zona en que yo residía,
entonces se animaba aquel local de recogida, con lo que la noche se alborotaba
con los vasos de vino, las discusiones alocadas, las altas y pacíficas voces de
los que discutían. Y la calle -el trozo de mi calle- parecía, en la silente
Villa, un inacabable concierto interpretado sin la menor coordinación por una
imposible orquesta báquica, en la que cada uno iba por su lado, como un coro
desabrido y desafinado, que no nos dejaba dormir hasta que, ya cansados, se
marchaban. Y "La Mereja" -que pienso si se llamaba Hermenegilda-,
ordenada y limpia, iba recogiendo las mesas, apagando luces, en esa noria
humana que era la vida para ella y en la que repetiría el día, los días, para
seguir adelante, sacando a los suyos de la pobreza y el desamparo.
Un día que ignoro -a mí ya nada me quedaba en La
Orotava, sólo mis recuerdos- falleció. Y sus hijas siguieron el negocio, que
con razón y orgullo se sigue llamando "La casa de La Mereja".
Es un entrañable recuerdo familiar y un
reconocimiento sentido de la Villa…”
BRUNO JUAN ÁLVAREZ ABRÉU
PROFESOR MERCANTIL
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