Lectura del pregón de las FIESTAS MAYORES DE JULIO, de su Ciudad, Puerto de
la Cruz.
En el Salón del pleno de la Casa Consistorial, el día nueve de Julio
de 2013, que tituló “PLIEGUES DEL COSTUMBRISMO Y DEL SENTIMIENTO
PORTUENSE”: “…El oficio de pregonar. Veintitrés años después. El
solar al que tanto se quiere, con permiso de Tomás de Iriarte, justifica la
gratitud del encargo. Se acomete con las mismas ganas de entonces, tratando de
desbaratar el refrán de las segundas partes.
Y es que “la mar -como cantara Pedro García Cabrera-
juega el envite en el Puerto, dejando en el aire rumbos de aventuras y de sueños,
y llevándose a sus anchas malvasías de silencio”. Sigamos tan llamativa
metáfora, “la mar juega al envite en el Puerto”, para plasmar, en las vísperas
festeras, las impresiones, las inquietudes, los afanes, las sensibilidades,
nostalgias pero también aspiraciones, aspectos evolutivos, en fin, del fértil
acervo popular portuense.
Aventuras y sueños: el pregonero les propone un
recorrido por el costumbrismo local, por las celebraciones y las
localizaciones, por algunos hechos poco conocidos y por episodios cargados de
ironía y desenfado hasta el punto de merecer ser verseados popularmente. Con
una reivindicación y una reflexión añadidas. A fin de cuentas -volvemos a las
metáforas de Pedro- el Puerto de la Cruz “Hilo le dio a sus cometas… Y así han
quedado las huellas que otros pasos sonrieron injertando tolerancias que no han
caído en el desierto”.
Los portuenses, como todos los pueblos, han ido
forjando sus costumbres a lo largo de la historia. Usos y hábitos sociales
-algunos convertidos en una suerte de rito- que caracterizan a la población, al
menos durante una época. Otros sobreviven, perduran, y forjan las tradiciones
que se van transmitiendo con proyección desigual. El costumbrismo portuense es
una manera más de entender las peculiaridades de su conducta. Es un retrato más
de su interpretación existencial, forzado a veces por las circunstancias de una
época o por las modas de otra.
Recordemos -hasta donde alcanza la memoria- algunas de
esas costumbres (varias de las cuales ya alumbramos en ediciones digitales) que
constituyen parte de la antropología portuense, de ese conjunto de hechos,
actividades o bienes morales y socioculturales que han ido caracterizando
nuestra personalidad, la idiosincrasia de un pueblo “de emociones hondas”,
surgido “de entre las bravas espumas”, como lo percibiera el misionero
Optaciano de la Vega para ganar, por cierto, unos juegos florales.
Un pueblo que tuvo casi como norma (no escrita, vale)
dar vueltas a la plaza, sobre todo, los domingos por la tarde o cualquier día
por la noche. Lo hacían personas de todas las edades y de toda condición
social. Cuando los médicos aún no recomendaban caminar o pasear, como medida
salutífera, ya los portuenses hacían kilómetros. Y en esa médula espinal de la
plaza del Charco disfrutaban con un ejercicio que se contagió a turistas y
gentes de otras localidades.
Casi en la plaza misma, iban a ver los cuadros del
cine, los fotogramas y carteles de gran tamaño que colgaban en las fachadas de
los dos cines próximos, teatro Topham y cinema Olympia. Salas de las que salían
al descanso provisto de una contraseña que distribuían los porteros que también
hacían de acomodadores para tomar algo en los bares cercanos, fumar un
cigarrillo o, simplemente, comentar el curso de la película.
Y es que la gran pantalla siempre atrajo el interés de
los portuenses que presumían, a su manera, de entender la materia
cinematográfica, durante muchos años casi el único vehículo de comunicación o
expresión artística al que podían acceder. Había quien iba todos los días o a
los estrenos que se programaban para los lunes y los jueves. Al principio, en
horarios de siete de la tarde y diez de la noche. Después, cuando cerró el
Olympia, las funciones eran a las seis, ocho y diez. La sesión de los domingos
a las cuatro de la tarde, para el público infantil, se mantuvo durante
décadas.
Una costumbre que aún perdura, bien es verdad que
venida a menos, es la de acudir a la procesión del Encuentro, en la Villa, en
la alborada del Viernes Santo, después de haber asistido a la del Cristo
Crucificado que, en imponente silencio, tan sólo alterado por el instrumental
de la banda que acompaña, recorre las calles de la ciudad. Una vez que la
imagen hace su entrada en el templo, grupos de personas toman sus coches o las
primeras guaguas del día para llegar a La Orotava. El suplemento de esta
costumbre era bajar al Puerto caminando y robar nísperos u otros frutos en las
fincas y huertas del trayecto.
También subsiste ver las cruces, en la noche del 2 de
mayo o al día siguiente, fecha en que se conmemora la fundación de la
localidad. Los portuenses engalanan las cruces, de capilla o de calle, y es
tradición recorrerlas, a ver cuál está más bonita y a saludar a sus cuidadores
y propietarios.
La banda municipal de música ofrecía conciertos todos
los jueves por la noche, incluso en invierno, en el kiosco del antiguo bar
Dinámico. Era curiosa la estampa: mientras los extranjeros seguían atentamente
la actuación, muchos nativos continuaban sus conversaciones en voz alta sin que
las interpretaciones llamaran su atención.
Una banda, por cierto, que, situada la última en
cualquier trayecto procesional, siempre tenía un numeroso grupo de personas que
la seguía. Cuentan que había truco: era para abandonar la procesión en
cualquier momento o en cualquier esquina sin que se notara.
En el citado Dinámico, las conversaciones eran un
termómetro de lo portuense: todas las noticias, todos los comentarios -incluso
políticos, cuando hablar de política era una temeridad o casi un imposible-,
todos los chascarrillos, todas las maledicencias, todas las mentiras, todas las
bromas y todos los lamentos se sucedían en un inigualable torrente verbal. A
media mañana, parte de los habituales ya acaparaba posiciones. En la sobremesa,
otro grupo tomaba el relevo. A última hora de la tarde, se reencontraban muchos
de la mañana. Y ya por la noche, no importaba que hiciera frío o lloviera, otra
generación, más joven y más heterogénea, alargaba aquel abigarrado caudal de
conversaciones.
Los hombres volvían del fútbol, desde El Peñón,
trajeados, en una curiosa y uniforme alineación que se formaba espontáneamente
en el exterior del campo y recorría la calle San Felipe -por Mequinez
discurrían quienes vivían en ella o en Lomo- para disolverse al llegar a la
plaza del Charco.
La costumbre, los días que Puerto Cruz jugaba en casa,
era que salían al descanso a tomar un vaso de vino o una cerveza fría en casa
Mamerto que estaba muy próxima al campo de fútbol.
Y en las temporadas en que el equipo blanco desplegó
su hegemonía en el fútbol regional era frecuente acompañarle en sus
desplazamientos. Unos, en guagua; y otros, en taxi, cuyo importe compartían
solidariamente los aficionados. Quienes contaban con vehículo propio, lo ponían
a disposición, previo pago a escote de una cantidad para el combustible. Punto
de salida: la plaza del Charco, en las inmediaciones del bar Capitán -donde
algunas temporadas vendían las localidades para los encuentros caseros y así
aliviar las colas-; y también en El Peñón.
En la plaza, por cierto, se hizo corriente la estampa
de escuchar partidos de competiciones europeas a través del transistor. Los
interesados se concentraban en torno a quien lo llevaba. Unos cuantos años
antes, las transmisiones eran seguidas en el cinema Olympia o en el Dinámico,
donde instalaban equipos de megafonía. Ya en los setenta, podía verse en la
vieja cazuela portuense a varias personas que, provistas del aparato de radio,
veían el partido y a la vez seguían el curso de la jornada. Se puso de moda
corear algunos goles de los equipos considerados grandes, en alguna ocasión
para llamar la atención y desconcentrar a quienes jugaban. Los domingos, al
caer la tarde, decenas de aficionados se acercaban a este Dinámico o al Capitán
para comprobar los resultados de la jornada y verificar los signos de la
quiniela. Los portuenses siempre apostaron: durante muchos años depositaron sus
boletos casi siempre el último día, el viernes a las ocho de la tarde o las
diez de la noche.
Y se sintieron atraídos por la información: los lunes,
muy temprano, formaban cola ante el estanco Curbelo para adquirir la Hoja del
Lunes; y poco después del mediodía, se hacinaban en el exterior de la librería
de Fernando Luis para hacerse con un ejemplar de Aire Libre, el semanario que
traía resultados, clasificaciones y crónicas, entre ellas, las primeras de Juan
Cruz Ruiz. Cuando desapareció Aire Libre -cuya colección íntegra, por cierto,
ha sido digitalizada por la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria- los
lectores de prensa especializada prosiguieron sus hábitos los martes y sábados,
cuando se publicaba Jornada Deportiva.
En el costumbrismo del deporte habría que consignar
que los domingos por la mañana había baloncesto en aquella cancha de tierra de
la plaza del Charco que los jugadores marcaban con cal o tapaban con arena los
charcos que se formaban los días de lluvia. Esa cancha fue durante años el
único espacio libre o abierto que los niños y jóvenes portuenses tenían para su
asueto y para emular a los ídolos de entonces. La gente se agolpaba en los
límites rectangulares para seguir con fruición los partidos que se jugaban
entre las dos y las cuatro de la tarde. Partidos que tenían su temporada,
crean, pues cuando llegaban las navidades o las fiestas de julio, la ansiada
cancha era ocupada por pistas de coches eléctricos -los “cochitos de esmoche”,
les llamaban-, norias o tómbolas, y obviamente, no se podía jugar. Entonces,
cualquier calle o algún solar fruto del desarrollismo eran válidos.
Mencionado ese horario, hay que decir que el que regía
la apertura al público de los comercios también influía en los usos sociales.
De 1 a 3 de la tarde descansaban determinados ramos: se aprovechaba para
almorzar. Otros abrían por la tarde de 4 a 7.30 y 8, cuando ya el turismo lo
invadía todo y había que aprovechar. A la salida, paseo, cena, cine, enamorar
o, sencillamente, “a recogerse”. En la sobremesa del almuerzo, por cierto, los
hombres tomaban café, fumaban y conversaban animadamente en el bar Dinámico.
Allí bautizaron las célebres “cámara alta y cámara baja”, al mejor modo
democrático y aún en pleno franquismo. Antes de cenar e ir a escuchar “el
parte”, a las nueve, se aguardaba que llegaran las remesas del diario
vespertino La Tarde, que siempre tuvo en el Puerto numerosos seguidores,
cuentan que por la calidad de los artículos de opinión que publicaba.
Enamorar. Formas diversas: los novios lo hacían dos
días de la semana (lunes y jueves), además del domingo. Ir al cine, dar vueltas
o sentarse en un banco de la plaza, un paseo hasta Martiánez, tomar un refresco
o un helado. Ellos y ellas, por lo general, perfumados y bien vestidos. También
intercomunicaban desde las ventanas y los postigos de las casas. Se encontraban
en un punto relativamente distante, hasta que se entraba en confianza y el
novio esperaba a su amada en el exterior de la casa. Los que habrían de
enamorar en otras localidades, se desplazaban en guagua o en vespa, antes de
que se pusiera el sol, claro, para luego regresar a una hora prudente. Ir de la
mano o del brazo: modestia y recato siempre, por la calle o la plaza, cuando la
relación ya estaba más o menos consolidada, hasta que se eliminaron tabúes y
corsés, las rigideces, en fin, de un costumbrismo amoroso también influido, sin
duda, por el régimen franquista y por los prejuicios infundidos por la Iglesia.
Había temporadas para juegos y distracciones. Duraban
lo que quisieran los chicos y chicas. Los primeros, por ejemplo, disfrutaban
del tiempo del boliche, algunos de ellos hechos de barro, otros traídos de
Venezuela, donde se llamaban metras, aquí vidriolas y que se guardaban en los
bolsillos. Hacían hoyos en la zona interior de la plaza del Charco por donde
los viandantes se cuidaban de no pasar so pena de tropezar y caer. El juego,
naturalmente, era meter el mayor número de unidades y arrebatárselas al adversario.
Una de las variables más conocidas era la piche y palmo, cuatro, consistente en
abonar cuatro boliches o vidriolas si, además de chocarlas, podían alcanzar o
tocar ambas con los dedos de una mano extendidos.
También jugaban los chicos al trompo. Lo compraban en
los carritos. Lo primero que hacían era pintar o rasgar una cruz en el cabezal,
en la creencia de que ya estaba apto para afrontar cualquier competencia sin
que su ovoide estructura de madera sufriera daños o se descompusiera. Se ataba una
cuerda para bailar el trompo y se lanzaba al suelo con un movimiento de muñeca
y cierta fuerza para que girara como una peonza. Luego, suavemente lo subían a
la palma de la mano. Más allá de las habilidades y de la diversión, había una
opción: tratar de impactar con su suerte de clavo acerado o púa en otro trompo.
Si eso sucedía y se rompía el trompo, el perdedor, además de quedarse con el
suyo, debía abonar el importe de un helado o una golosina.
Y alrededor de los laureles de indias y de las
palmeras de la plaza jugaban a policías y ladrones. Aunque mucho más llamativa
era la práctica de montalachica, teóricamente una prueba de resistencia:
mientras uno, apoyado en el árbol o en la pared, soportaba sobre su abdomen el
peso de cuatro o cinco, y a veces más, que se agachaban y colocaban su cabeza
sobre los glúteos del que estaba delante en tanto otros saltaban sobre las
espaldas. Debían caber todos sin caerse. “¿Arriba o abajo?”, se preguntaba
periódicamente como prueba de la resistencia. Al cabo de un tiempo que se
controlaba sin mucho rigor, si los que estaban subidos caían, a la siguiente
mano tendrían que asumir el papel de agachados.
Similar era el juego denominado sintoquelis, diez
pruebas que habrían de afrontar uno ligeramente inclinado y los demás tratando
de sortearlas entre saltos, toques y empleo de las extremidades.
“¡A jugar a virgo!”, se escuchaba el grito de alguien
que, por sorteo, se quedaba con los ojos tapados a la espera de que los demás
se ocultasen. El juego consistía en descubrirles y traerles al punto base. Por
eso también era denominado “la escondidilla”.
Inolvidables son, asimismo, los carritos o camiones de
verga, verdaderas joyas artesanales, manufacturadas, que, con elementos
rudimentarios, semejaban formas, en distintos tamaños, de vehículos de motor.
Algunos, con componentes y complementos, estaban muy logrados. Conducirlos por
calles y plazas era siempre objeto de atención.
Las chicas jugaban al tejo, con distintos niveles de
dificultad, aunque el más común era el de lanzar una hoja, una flor o un
elemento vegetal sobre una pista de diez pasos que era dibujada previamente
sobre el suelo. Se trataba de completar el trayecto, ida y vuelta, saltando a
veces sobre un solo pie.
También saltaban a la soga, en solitario o sobre la
que sostenían otras dos en sus extremos. Podían pasar horas practicando,
posiblemente ignorando los beneficios físicos que comportaba.
Ellas, igualmente, disfrutaban de temporadas como, por
ejemplo, la del pañuelo.
Otra fue la del brilé, o balón-tiro, practicado
corrientemente en la calle o en el exterior de los colegios, hasta que se
avergonzaban y dejaban de hacerlo. Dos equipos con un número de jugadores
variable. El juego consistía en lanzar una pelota cuando las había, de tenis-
sobre el cuerpo de alguna rival. Si era alcanzada, quedaba eliminada. Y así,
hasta que hubiera una vencedora o se aceptaba el empate una a una.
Si los chicos tuvieron boliches y trompo, ellas
disfrutaron con el diábolo, un juguete de circo, para malabaristas, una especie
de carrete elaborada con dos semiesferas huecas unidas por su parte convexa por
medio de un eje metálico. Con una cuerda atada a dos palillos, había que
bailarlo y lanzarlo al aire para volver a recogerlo. Cuando se fallaba,
naturalmente, se perdía. Aunque las disputas surgían cuando la competición se
establecía para determinar quién lo aventaba más alto.
Por terminar este fragmento de juegos, bueno será
evocar la madrugada o las primeras horas del 6 de enero, festividad de la
Epifanía. La ilusión y la ansiedad se desbordaban, después de colocar los
zapatos en ventanas y balcones. La costumbre era ir muy temprano a la casa de
los abuelos o de los tíos “a recoger los Reyes”. A veces solos, según las
edades o la proximidad; y otras, acompañados por algún familiar, todos iban en
busca de los juguetes o regalos que a menudo lucían de inmediato en la plaza.
Los mayores, durante muchos años, especialmente en la posguerra, se conformaban
con una naranja, una bolsita de higos, unos calzoncillos o un par de
calcetines. Después, vendría la época de los perfumes, los anillos, los libros
y otros presentes.
Si dar vueltas a la plaza del Charco, especialmente
los domingos y festivos, se convirtió en una suerte de ritual para gente de
todas las edades pues servía para saludar, enamorar, distraerse, conversar y
hasta hacer ejercicio cuando no se era consciente de las propiedades
terapéuticas, pasear por la avenida de Colón, recorrer Martiánez los días
radiantes, los domingos después de misa, por ejemplo, fue también una costumbre
que se extendió en plena eclosión turística.
Madres con sus hijos, abuelos con sus nietos, jóvenes
en busca de extranjeras y personas que, simplemente, querían pasear junto al
mar, recorrían aquella flamante avenida cuando el complejo turístico “Costa
Martiánez” aún no estaba en las meninges de Manrique. Fotos junto a aquella
valla metálica, el Atlántico de fondo, conversaciones en alguno de los bancos
de piedra que llevaban las inscripciones de quienes los habían donado, un
cigarrillo bajo la plácida sombra de los flamboyanes, la contemplación de las
olas y de algún atrevido bikini, la curiosidad al paso de los camellos de
Lázaro y la mirada a los balcones de los hoteles localizados prácticamente a
pie de playa, desde la ermita de San Telmo hasta el hotel Oro Negro, ida y
vuelta, en ocasiones dos veces, porque aún es temprano o porque interesaba ver
nuevamente a alguien, todo eso, forma parte del costumbrismo de los portuenses.
Hacían casetas en Martiánez, la playa que nadie
cantara como Sebastián Padrón Acosta. Hay fotos que son muy ilustrativas de
este hábito. Unos palos, unos paraguas, unas sábanas: familias enteras a la
sombra de aquellas casetas donde comían y dormían, donde se cambiaban de ropa,
donde sentados vigilaban a niños y contemplaban el paso de turistas que
sonreían ante la generosidad de los ocupantes que disfrutaban de una jornada de
playa que, principalmente en verano, desde San Juan en junio, ya se convertía
en un hábito corriente.
A mediados de los años sesenta del pasado siglo, se
hizo uso acercarse hasta los escaparates de un comercio local, el de Francisco
Gómez Baeza, donde exhibían los resultados de un programa radiofónico que se
emitía en La Voz del Valle titulado “Las 3 Columnas”, un espacio benéfico de
notable participación -sin los reclamos o facilidades de hoy en día- en el que
se donaban pequeñas cantidades de pesetas destinadas a financiar la Navidad de
los humildes. Semanalmente, aparecían los resultados de la recaudación al pie
de las columnas que crecían representando las aportaciones de los donantes para
cada una de las localidades del valle.
Ir a echarse unas perras de vino fue, desde luego, uno
de los usos sociales más consolidados. Había quien lo practicaba todos los días
en alguno de los bochinches repartidos en el municipio y que tenían, como rasgo
común, su resistencia a dejar su espacio al imparable avance del turismo en
todos los órdenes. Acudir a un sepelio, por ejemplo, cuando no había tanatorios
y se esperaba en los domicilios de los fallecidos o en la iglesia, era un pretexto
fijo para luego disfrutar de una cuarta o medio litro con queso, manises,
burgados o pulpos.
Jóvenes portuenses de diferentes generaciones tuvieron
en el baile una diversión común. Las verbenas populares, principalmente en
ocasión de las fiestas, fueron una cita recurrente, pese a las restricciones
impuestas por el propio régimen político y por la Iglesia, que consideraba el
baile algo pecaminoso.
Era curiosa la estampa: muchas madres acompañaban a
sus hijas y se sentaban a su lado. Los hombres recorrían la pista acotada por
sillas o butacas e invitaban a bailar y casi había que pedir permiso a la madre
que se quedaba vigilante, en caso de que la descendiente accediera.
Había expertos, verdaderos bailarines que también
causaban las delicias cuando acudían a un barrio alejado u otra localidad
-muchas veces ¡caminando!- y podía escucharse, mientras la orquesta tran-tran
seguía con su repertorio plagado de pasodobles: “Ese es del Puerto, seguro. Y
aquellos que están allí, también”.
Fueron célebres los bailes populares del cinema
Olympia que, en carnavales, a causa de la multitud que poblaba la sala y del
calor humano que despertaban, eran llamados los “bailes o baños turcos”. Por
contra, un baile distinguido, el de Blanco y Negro, era el que acogía el teatro
Topham, cita anual en las Fiestas de Julio: las mujeres de blanco y los hombres
con traje oscuro. Las parejas disfrutaban con los boleros que empezaban a
predominar. La convocatoria desapareció con el teatro. Años después, intentaron
reeditarla. Sin éxito. Las costumbres habían cambiado notablemente.
Aparecieron los bailes de magos y la tendencia
bailonga de los portuenses recobró vida después de desfilar por todas las
discotecas y salas de fiesta que en la ciudad han sido. El bum turístico y la
vida nocturna marcaron los hábitos de diversión a partir de la segunda mitad de
los años sesenta. Había que bailar al aire libre: los costados sur y norte de
la plaza del Charco, el parque San Francisco -nunca cerrado del todo-, El
Penitente y la zona del Lido San Telmo fueron las pistas. Hasta la más reciente
de la plaza de Europa. Hubo dos debates con los bailes de magos: si había que
ir con atuendo total, como si fuera la romería de La Orotava (curioso: los
primeros que se vestían para ir al de la Villa o al de Los Realejos eran los
mismos que se oponían cuando tocaba el del Puerto); y si había que pagar, pese
al anunciado carácter benéfico. Algún año, solución fue hacer una convocatoria
paralela libre y gratuita. No fue la mejor, desde luego.
En este marco bullanguero de diversión local, no
olvidemos los guateques, reuniones dominicales vespertinas para adolescentes,
bachilleres y los primeros universitarios que se celebraban desde que llegaba
el buen tiempo. En ellos triunfó el cap, un cóctel o producto refrescante espumoso
preparado por los mismos organizadores mezclando bebidas alcohólicas suaves con
zumos y fruta troceada. Lo consumían jóvenes de ambos sexos. Algunos atrevidos,
cuando se corrió la voz, lograron introducir en varias ocasiones pastillas de
clorhidrato de yoimbina, de propiedades afrodisíacas cuyos efectos se dejaron
notar, claro que sí.
Era costumbre estrenar ropa el Día de la fundación de
la ciudad (popularmente, Día de la Cruz, 3 de mayo) y en las Fiestas de Julio.
Algunas chicas privilegiadas lucían hasta tres trajes. Y otras, dos. En la
tercera jornada festiva, se ponían el de la primera. Y venga, a dar vueltas a
la plaza, grupos de cuatro o cinco amigas. Los chicos, claro, en sentido
contrario para saludarse, decir adiós o guiñar un ojo. Algún varón se sumaba y
se colocaba en un extremo al lado de quien le gustaba. Al día siguiente, lo
sabía todo el pueblo. ¡Ah! Y con un duro (cinco pesetas de entonces) tenía que
dar para un helado, las golosinas... y ahorrar, que para eso había huchas
personales en casa.
El 29 de noviembre, víspera de San Andrés, era el día
de correr el carro o el cacharro. Niños y no tan niños recorrían los barrancos,
la marea, solares y descampados haciendo acopios de latas, cacharros y todo
tipo de deshechos metálicos que luego, desde primeras horas de la tarde, atados
o sin atar, arrastraban por vías y calles portuenses hasta concentrarse en la
plaza del Charco, la madre de todos los cacharros por una noche. Durante el
franquismo, la celebración estuvo proscrita y los jóvenes de ambos sexos
correrían delante de los guardias municipales o se iban por otra calle cuando,
a veces porra en mano, les intimidaban.
Era un espectáculo sin igual del que se contagiaban
muchos extranjeros. Era posible ver a alguien empujando un somier inservible y
un aprendiz de galán arrastrando una simple chapa de cerveza atada a un cable.
La gente se colocaba en los bordes perimetrales de la plaza, en las esquinas
más próximas a la parada de taxis, por donde rozaban y echaban chispas los
restos metálicos. En cierta ocasión, un joven futbolista local se cortó un
tendón. Y en otra, pasada la medianoche, hicieron, junto al laurel central, una
auténtica montaña de cacharros que llegó a elevarse unos cuantos metros.
Años después, ya en la democracia, desaparecida la
prohibición y con las vías peatonales, la celebración perdió pujanza. Cobró un
carácter más serio pero no menos lúdico. Se profundizó, mediante exposiciones y
talleres prácticos, en sus orígenes y en sus valores etnográficos, en tanto que
despachaban vino nuevo, castañas y gofio amasado para animar el jolgorio. Un
“cacharródromo” surgió en los alrededores del muelle y de la plaza.
Cuando no había tanatorios o cuartos mortuorios, la
costumbre era velar a los fallecidos en sus propias casas, hecho que, con el
tiempo, se tornaría cada vez más difícil dada la accesibilidad y las nuevas
tipologías constructivas. La gente se concentraba en los exteriores o
alrededores de la vivienda para seguir luego al cementerio. “No hay boda sin
llanto ni duelo sin risa”, frase que se cumplía casi al pie de la letra pues
las horas eran largas y se entremezclaban las muestras de dolor con los
recuerdos, las bromas y los chistes. Los vecinos prestaban sillas o hacían
infusiones para los deudos. Según la distancia, hasta el camposanto cargaban a
hombros el féretro hasta la iglesia. Luego se hizo común el desplazamiento en
el coche fúnebre, cargado de coronas de flores. Los hombres acudían bien
trajeados al sepelio; las mujeres, casi siempre de negro.
Hasta que en alguna parroquia y en sedes de
asociaciones vecinales habilitaron estancias mortuorias para dar el último
adiós al fallecido y tanto los familiares como los amigos, vecinos y allegados
pudieron moverse con mayor soltura, tanto para acompañar como para acudir en
cualquier momento. Eso hizo que la norma no escrita de acudir al acto mismo del
entierro se flexibilizara. La gente iba, saludaba, daba el pésame, estaba el
tiempo que podía o quería y se justificaba si no podía estar en el ceremonial.
Los portuenses, por cierto, han sido muy dados a
anticipar el fallecimiento de personas y con frecuencia nos hemos equivocado.
Nadie sabía quién ni cómo pero se ponía en circulación la noticia de la muerte
de algún vecino o paisano que podía estar enfermo o internado y, sin ser cierta,
se extendía rápidamente. Luego, al no confirmarse, todo eran excusas y
justificaciones.
Ir a los gallos fue otra costumbre. Espectáculo para
los hombres. Domingos y festivos al mediodía. Cruce de apuestas. Griterío.
Norte y La Espuela. En el teatro Topham. En el parque San Francisco. Puede que
en algún otro escenario.
Como también lo fue jugar en loterías domésticas,
precursoras de los bingos. Es curioso que, con tales antecedentes, ahora mismo
no haya una sola sala en la ciudad. Entonces estaban los locales de la Cruz
Roja o la plazoleta Pérez Galdós. Y hasta en las playas podía verse a grupos de
mujeres y jóvenes de ambos sexos cantando líneas, cuajándose y gritando de
alborozo cuando completaban el cartón.
La otra lotería, el sorteo de la nacional, iba en
aquel maletín de madera de don Domingo 'el Lotero' que, siempre encorbatado,
recorría a pie la ciudad vendiendo billetes y comprobando los resultados. Una
sola persona y sin los recursos técnicos de hoy en día para atender a casi todo
un pueblo en sus coqueteos con la fortuna.
En las vísperas de San Juan, allá por junio, hacían
capillas o arcos en las casas, con fotos o pequeñas imágenes del santo, con
fruta temprana y algún otro símbolo natural para dar la bienvenida al buen
tiempo, para renovar el espíritu y para, en definitiva, mantener la tradición.
Las chicas dejaban papelillos escritos ligeramente empapados con el nombre de
sus pretendientes o de sus amores soñados. Si no se borraba la tinta, era la
creencia, había más posibilidades de que fuera el hombre de su vida. El baño de
las cabras en el muelle o la primera jornada de playa, con caseta y todo, eran
el complemento del encendido de las hogueras en fincas, descampados y
barrancos.
En Carnaval y en Semana Santa las mujeres del Puerto
de la Cruz hacían torrijas, una variante de las célebres tostadas francesas.
Para cumplir con las normas eclesiásticas y extender las costumbres, en Viernes
Santo no se comía carne, sustituida por cualquier tipo de guiso o pescado,
generalmente tollos. Durante muchos años, no había cine desde el Jueves Santo
hasta el domingo de Pascua. Y también cerraban las salas de fiesta mientras la
música sacra podía escucharse por muchos rincones de la ciudad.
En algunas casas, y no necesariamente en estas fechas
señaladas, también se hacía tachones o caramelos de cuadritos, a base de azúcar
tostada, que eran las delicias de los más pequeños. Cuando no había máquinas
expendedoras ni se conocían las palomitas de maíz, en muchos hogares portuenses
ya se freía millo y se consumían cotufas.
Y como las que hemos ido describiendo, seguro que
otros muchos hábitos, algunos convertidos en tradición. Cosas de ayer, cosas de
aquí, cosas nuestras que contribuyeron a configurar un modo de ser, una
personalidad. La idiosincrasia, al fin. Cosas que, como apuntara el poeta
catalán Joan Baptista Humet, “a veces te atan sin razón, tu corazón, y algunos
no comprenderán”.
La mar persevera en su envite. Se detiene en algunas
localizaciones. ¡Cómo no!, en la plaza del Charco. Hemos dado vueltas y hemos evocado
el polivalente escenario del costado sur. Hemos hablado de la ñamera y del
antiguo bar Dinámico. Sería incompleta la visión nostálgica de esa médula
espinal de la convivencia portuense que es la plaza, de no referirnos a lo que
sucedía en el espacio interior de tierra natural, allí por donde los días de
lluvia intensa no se podía transitar ni acortar camino.
La versatilidad de ese espacio (hoy ocupado por un
parque infantil y una plataforma especie de escenario de corta altura) da idea
de la importancia sociológica que a lo largo de los tiempos ha tenido este
céntrico lugar para gentes de toda condición social, turistas incluidos.
Allí había unos columpios, atendidos por un anciano
bonachón que también oficiaba de betunero y al que se le daban unas perritas
por hacer unas elementales tareas de vigilancia. Los columpios eran desmontados
por operarios municipales cada vez que llegaban los carnavales o las Fiestas de
Julio e instalaban la pista de coches de choque (los cochitos, se decía), una
noria, una caseta o alguna atracción de feria.
Esa parte de la plaza quedaba así inutilizada durante
un tiempo, a veces meses, con evidente disgusto de los usuarios de los
columpios, y sobre todo, de quienes tenían aquel espacio como la única cancha
donde emular a los Suárez, Amancio y Lapetra de la época. El gigantesco laurel
del centro, las palmeras y la caseta de los taxistas eran los límites
naturales. Los tubos cilíndricos de los aros de baloncesto hacían de porterías.
Los partidos, disputados con pequeñas pelotas de plástico que vendían en un
carrito cercano, acaparaban una expectativa tal que era frecuente la
concentración de decenas de personas en los alrededores. Tomás Real y Geni
González destaparon ahí sus habilidades y se convirtieron en dos malabaristas.
Cuando estaban los cochitos, no se podía jugar. Ni a
mediodía ni a la salida de clase. Entonces se iba a El Penitente -donde
brillaron quienes serían precursores del fútbol-sala- o a alguna calle cercana
de las entonces poco transitadas.
En esa cancha, que cuando estaba encharcada era
reacondicionada con arena del muelle o ‘tomada’ de alguna obra próxima, se
jugaba a baloncesto. Los domingos por la mañana. Primero, los integrantes del
Frente de Juventudes, todo muy doméstico, muy elemental. Por allí aparecieron
hasta Pepín Castilla y Juan Suárez. Después, el Ucanca, ya más en serio, un
equipo que competía con la élite del basket tinerfeño de entonces: Náutico,
Disa, Canarias, San Isidro, Hércules, Hernán Imperio…
Era curioso el ritual de cada jornada: los niños y
jóvenes ayudábamos a marcar la cancha con un carrete de hilo grueso y cal sobre
las cuñas incrustadas en el piso. Los deportistas se cambiaban en el patio
interior de la casa próxima de Falange, donde habían un chorro, uno, para
ducharse quince o veinte personas. Había quien prefería, naturalmente, un
bañito en el muelle. Junto al laurel del centro, colocaban la mesa de
seguimiento y donde se pedían los tiempos muertos y los cambios. Primero
jugaban los juveniles y después los sénior.
José Antonio Marrero era allí una figura, con su
peculiar estilo. Santiago Padrón, Pepe Lechado, Toribio León, Luis Toste…
Tantos y tantos baloncestistas portuenses que vieron en el deporte de la
canasta una alternativa al entonces todopoderoso C.D. Puerto Cruz de fútbol.
Una alternativa que incluso alimentaban en verano, cuando se disputaban
campeonatos de aficionados que solían no concluir por enfados radicales con los
pobres árbitros o entre los jugadores mismos: Dajapo, Pichirilo, Familia…,
nombres de los equipos de aquellas competiciones, disputadas incluso en horas
nocturnas, con una iluminación deficiente, pero no importaba. Hasta el zaguán
de la casa de los González de Chaves-Sotomayor, cruzar la adoquinada calle
Blanco no más, servía para desvestirse.
En aquel espacio, años más tarde, se desarrolló otra
convocatoria singular: XII Horas de mini-basket, promovidas por el Cima Club. Y
ya con la democracia, antes de la remodelación de la plaza, allí se
concentraron actividades relacionadas con la artesanía de las islas durante las
Fiestas de Julio y la distribución de castañas, pescado y vino en la víspera de
San Andrés.
En la nueva plaza del Charco, la de los años ochenta,
cambiaron los usos y los hábitos. Los deportivos desaparecieron, naturalmente.
La plataforma ha acogido desde desfiles de modelos a concursos caninos y
actuaciones de grupos musicales, pasando por mercadillo filatélico y
numismático de domingos y festivos, lecturas públicas durante veinticuatro
horas que llegaron a molestar a algunos vecinos, ferias y otras actividades
culturales.
Otros elementos y mobiliario lúdico suplementaron los
columpios. A cualquier hora, de cualquier fecha, se puede ver disfrutar a los
niños y a sus padres gozando de la placidez de un recinto singular.
Plaza del Charco, ¡cuántas impresiones, cuántas
vivencias, cuánta historia!
Muy cerca. Era como ‘Hyde Park corner’, en Londres, en
donde podías subirte a un cajón y lanzar una perorata o un mitin, en el idioma
que fuese, ante un babélico auditorio en el que unos sonreían, otros aplaudían,
unos cuantos ponían atención y otros seguían su camino por las vías de la
capital británica. ‘Hyde Park corner’ era un peculiar lugar de encuentro y de
paso en la urbe londinense, una posada de la multiculturalidad, uno de los
puntos clave para tomar el pulso de la ciudad, acaso donde la libertad de
expresión alcanzaba su cenit.
La esquina del bar El Capitán fue el particular ‘Hyde
Park corner’ de los portuenses. Fue el mentidero por antonomasia, tan cerca de
la plaza del Charco y del cine y del muelle. Allí había una cita diaria. Para
hablar de fútbol, pero también de otras cosas que acontecían en la ciudad. Allí
fue donde los chicos empezaron a congeniar con los grandes, rompiendo esquemas
de cuando no se podía interferir ni participar en las conversaciones de los
hombres o de los mayores.
En la esquina, de pie, o en las mesas que
suplementaban los locales del bar, se tomaba nota de la quiniela colgada en una
pizarra publicitaria gigante donde figuraban los resultados de la jornada. O se
formaban corros junto a un transistor para conocer la última hora del partido
televisado o los resultados del fútbol regional. Y se discutía largo y tendido
después del encuentro disputado en El Peñón, cuando Puerto Cruz lucía un fútbol
que parecía de otra categoría. En aquella esquina desembocaban los vehículos
que con aficionados habían acompañado al equipo en el desplazamiento de ese
día. Y bajo el balcón o en el zaguán o en una sala de billares próxima a la
entrada se refugiaba el personal los días de lluvia.
Un ex árbitro llegó a decir públicamente que él se
sentaba allí a escuchar las conversaciones “porque allí aprendía”. Había quien
alardeaba de conocimientos balompédicos mientras otro piropeaba a cualquier
extranjera que pasaba extrañada ante el vocerío. Los periódicos y las
publicaciones circulaban con facilidad. Hasta que durante años se impuso la
costumbre de hacer allí la sobremesa escuchando el programa deportivo de moda.
La esquina del bar El Capitán fue escenario de abrazos
y reconciliaciones, de alegrías post-partidos y de discusiones que se zanjaban
sin miramientos. El propietario se asomaba de vez en cuando y se asombraba,
casi siempre contrariado pero muy respetuoso. Los camareros actuaban según las
peticiones.
Fue el particular ‘Hyde Park corner’ de los portuenses
que, como otras muchas cosas, desaparecería con el paso del tiempo. Pero
aquella, en cierta medida, fue una de las primeras redes sociales. El bar cerró
sus puertas. Los habituales siguieron sus respectivos caminos. Y los modos de
concentración o de discusión fueron otros. Brotaron otros mentideros. El
edificio fue restaurado y albergó uno de esos establecimientos de comida
rápida. Pero ya nada fue igual. Ni el ambiente ni las personas.
Todo tiene su ciclo. Aunque a muchos portuenses
siempre nos quedará la esquina de El Capitán, el mentidero por antonomasia.
Ahora que las guaguas siguen operando salidas y
llegadas en una de las avenidas del polígono San Felipe-El Tejar, a la espera
de una nueva estación, la memoria nos devuelve algunos antecedentes. Quienes
hemos sido y seguimos siendo usuarios del transporte colectivo de viajeros,
hemos vivido las mudanzas y todas esas situaciones que se suceden en un lugar
frecuentado por gentes de todas las latitudes, acaso donde mejor se contrasta
el cosmopolitismo de una ciudad como el Puerto de la Cruz.
No alcanza la memoria personal pero cuentan que la
primera parada de guaguas en el municipio, propiamente dicha, estuvo en la
calle Blanco, antes del espacio donde estacionaban los taxis que aún tienen en
la plaza del Charco su parada principal. Popularmente, eran conocidas como
“jardineras”.
Donde sí recordamos un lugar parecido a una estación
es en las inmediaciones del refugio pesquero, en el exterior del
establecimiento conocido por "Viuda de Yanes" y de "El
Fielato". La calle era amplia y adoquinada. Allí maniobraban los
conductores para orientar la salida hacia la calle Santo Domingo. En una
edificación allí construida a principios de los años setenta del pasado siglo,
albergaron en un pequeño local las oficinas de atención al público o de
recogida de envíos. Allí se hacían las reservas o se despachaban los billetes
para desplazarse a La Laguna y Santa Cruz en el denominado "exprés" o
"expreso", en realidad un microbús marca "Commer" de once o
doce plazas que salía a las y cuarto y menos cuarto y no hacía paradas
prácticamente.
Eran los tiempos de "Transportes de
Tenerife", la empresa que prestaba los servicios y que no resistió los
avances de la modernidad y las demandas crecientes de los usuarios. En aquella
zona próxima al muelle, se vivió algo parecido a una huelga. Fue un paro,
ciertamente, al frente del cual se puso Liborio Zamora, más conocido por
"Cheché". Se concentraron unas decenas de personas, sin violencia,
sin que la algarada pasara a mayores.
Y en aquel pequeño local, por cierto, depositaban los
paquetes del desaparecido diario La Tarde por cuyos ejemplares esperaban
habitualmente los contertulios de la 'cámara alta' del bar Dinámico. Y hasta
que llegaban los repartidores. Curioso, porque había quien compraba el
periódico vespertino a la mañana del día siguiente. Y es que, a veces, ni
llegaba.
Cuando el tráfico se fue intensificando, la parada se
trasladó hasta El Penitente, en la explanada adoquinada junto al mercado
municipal. Lo que hoy sería el tramo de plaza de Europa más próximo a la
fachada de las casas consistoriales. Los turistas, cada vez más numerosos,
demandaban información y entonces colocaron unos originales cartelones de
madera que solían caerse con una ligera brisa y donde estaba inscrito el lugar
del destino. Las guaguas seguían saliendo Santo Domingo arriba para girar hacia
la Punta de la carretera pasado el que era conocido como empaquetado de los
"Betancores".
En los alrededores de la plaza del Charco habían
dejado espacio para que estacionaran las guaguas que cubrían el trayecto hasta
las barriadas y Punta Brava. Salían cada media hora desde el exterior de la
sede de Falange, cerca del cinema Olympia. Los retornos, por la calle Puerto
Viejo, se hicieron cada vez más complicados -prácticamente las guaguas no
cabían entre obras y aparcamientos- de modo que fue necesario buscar otro
emplazamiento que funcionó durante un tiempo al comienzo de la calle Nieves
Ravelo, frente al monumento a Bonnín, donde incluso construyeron una isleta de
protección y acceso de los usuarios.
Se materializó años después otro traslado: hasta la
avenida Hermanos Fernández Perdigón, en un área que concentraba los núcleos de
prestación de servicios públicos más importantes. El turismo había eclosionado
en la ciudad. Instalaron unas pequeñas casetas, unos módulos, donde despachaban
billetes, paquetes y mercancías y en cuyos alrededores se concentraban los
conductores, cobradores e inspectores.
Había desaparecido Transportes de Tenerife, sustituida
por TITSA después de un doloroso parto en el Cabildo Insular en el que tuvo
mucho que ver el ya jubilado secretario general del Ayuntamiento portuense,
Santiago Díaz Baeza. La isla estuvo sin transporte público de viajeros en la
segunda mitad de los años setenta más de un mes.
En Hermanos Fernández Perdigón estaban José Abreu,
Domingo Martín y Emeterio Martín Ramos, personajes con distintas
responsabilidades y que, a fuerza de verles todos los días, se sabían las
conexiones y los horarios de carretilla. Pedro Méndez, Domingo Ríos, Pedro
Díaz, Ciriaco, Gregorio..., por citar algunos conductores. Allí aparcaban las
unidades de la flota que, paulatinamente, se iba modernizando. La empresa iba
introduciendo, además, nuevas líneas y nuevas frecuencias. Así surgieron los denominados
"refuerzos", servicios expresos para Santa Cruz que, entre las ocho y
las diez de la mañana, salían nada más llenarse la unidad prevista. La Guardia
Civil se había puesto dura y vigilaba de cerca a las guaguas sobrecargadas que
llevaban mucha gente de pie.
Hasta que ya en los años ochenta, en plena democracia
y al principio de la autonomía, edificaron la estación de guaguas sobre un
suelo que había servido para campo de fútbol rudimentario e instalación de
circos y espectáculos ambulantes. La flamante estación de autobuses -así fue
denominada, hasta que en las letras exteriores rotularan guaguas- parecía
satisfacer las exigencias. La infraestructura disponía de dos plantas en el
subsuelo para aparcamientos. Pero, como algunas de las dependencias ubicadas en
la principal, nunca fueron utilizadas a plenitud.
Allí vivió sus últimos días laborales Diego Rodríguez,
que era inspector y fue alcalde de La Matanza en el primer mandato democrático.
El inspector fue una figura esencial en el transporte interurbano de pasajeros.
Aparecía en cualquier parada, a verificar con creyón rojo y azul, la numeración
de los billetes que expedían los cobradores en unos tubos cilíndricos mientras
en bandolera colgaba la cartera de la que sacaban el cambio. Se trataba de comprobar
que todos habían pagado. Si algún usuario no lo había hecho y estaba el
inspector a bordo, tiraba de aquel cordón de cuero que se extendía por el techo
de la guagua y hacía sonar la campanilla que avisaba al conductor para apearse
en la parada siguiente.
Hace ya unos cuantos meses que cerraron esa estación
por grave deterioro de su estructura, lo que ha significado la rehabilitación
de la parada de Hermanos Fernández Perdigón. Un retorno al pasado, a la espera
de un nuevo edificio, se supone. Ojalá no se prolongue mucho tiempo esta
provisionalidad, por el bien de todos: trabajadores, usuarios y vecinos. Y
ojalá haya mejor suerte que con otras obras públicas en la localidad portuense.
“Sus calles han resonado con los distintos acentos que
monta la libertad en el caballo del tiempo”, poetizó García Cabrera. Sobre ese
caballo avanzamos para conocer cómo los portuenses salen a la calle, en plan
celebración popular, en muy contadas ocasiones. No son muchas las
oportunidades, ciertamente, de modo que se amparan en los mismos sentimientos
que pueden inspirar a otros pueblos: los éxitos deportivos, por ejemplo, no
importa que sean de equipos de fútbol de los que son aficionados prácticamente
desde niños.
La plaza del Charco es el lugar preferido para esas
celebraciones, como pueden ser Cibeles en Madrid o la plaza de Canaletas en
Barcelona. Como lo fue la plaza de La Paz en Santa Cruz de Tenerife. O la de La
Victoria, en Las Palmas de Gran Canaria. Cada ciudad, cada pueblo, tiene su
peculiar núcleo de celebraciones. Por su carácter céntrico, por sus
tradiciones, por sus antecedentes.
Y las celebraciones son salir con los coches a la
calle, con banderas, bufandas, toallas y otras prendas, haciendo sonar los
cláxones o con la música a todo volumen, posiblemente la del himno de algún
equipo de fútbol. Los conductores recorren las calles, vienen de los barrios y
terminan en el costado norte de la plaza, donde unos pocos metros antes, en los
alrededores de una cervecería muy popular, se concentran los celebrantes que han
venido sin vehículo. Hay personas de ambos sexos y de todas las edades. No
faltan chapuzones en la pila del centro y los daños colaterales que sufre la
siempre ponderada ñamera.
Durante unos años, cuando se podía circular por el
contorno de las calles del céntrico recinto, la diversión consistía en dar
vueltas, en circular a su alrededor. Cuando el Club Deportivo Puerto Cruz de la
época dorada ganaba sus títulos, sus dirigentes y los jugadores los paseaban
alrededor de la plaza mientras los aficionados se acumulaban en los paseos o se
concentraban en las cercanías de los desaparecidos bar Capitán y cinema
Olympia.
Otros equipos locales, de categorías inferiores, han
festejado también en los alrededores de la plaza del Charco por donde aún
circulan los coches que desplazan a los ancianos y a los mayores en la
festividad de San Cristóbal. El citado costado norte, por cierto, es el marco
del “Mascarita, ponte tacón”, casi el único acto innovador del Carnaval
portuense durante la democracia. Y esa zona, ya puestos, fue bautizada como
“cacharródromo” al acoger a quienes aún se atreven con los cacharros en las
vísperas de San Andrés cuyas tradiciones, allí mismo, se guardan con talleres y
otras actividades etnográficas, educativas y culinarias.
Más cercanas en el tiempo tales celebraciones,
recordemos que numerosos portuenses se lanzaron a las calles próximas a la
antigua Casa del Pueblo las noches electorales. En otras ocasiones, tras la
investidura de alcaldes, la plaza de Europa también albergó concentraciones
populares.
Continuemos porque la siguiente fue una moda que se
hizo luego costumbre. Hasta que surgieron alternativas y la cosa empezó a
palidecer hasta el punto de que prácticamente ha desaparecido.
Hablamos de Nochevieja, de la despedida del año y la bienvenida
al nuevo en un Puerto de la Cruz que intenta ahora mismo superar los efectos de
la recesión económica y la pérdida de su liderazgo turístico.
En la segunda mitad de los años sesenta del pasado
siglo, en plena eclosión, todavía en plena fase de construcción de algunos
hoteles, la tarde-noche del 31 de diciembre era la genuina expresión del
bullicio y de la diversión.
Algunos establecimientos marcaron la pauta. Ofrecían
esa noche, a un precio muy salado todavía en pesetas, una cena de gala,
acompañada -en algún caso- de orquesta y cotillón. Cuando no había orquesta, la
música grabada era digna sustituta. Había que reservar plazas con cierta
antelación pues la demanda alcanzó los máximos niveles. Los propios hoteles
publicaban anuncios en los periódicos dando noticia de la celebración y de su
contenido gastronómico.
La gala se respetaba, vaya que sí. Los hombres, de
riguroso esmoquin. Las mujeres, con su traje largo y algunas pieles. Hablamos
de los nativos, de los portuenses que esa noche hacían de turistas o de
extranjeros. O se les trataba como tales. No era un desfile pero sí resultaba
un placer, no exento de curiosidad, ver pasear a parejas y matrimonios rumbo a
cualquiera de los establecimientos de Martiánez. Desde la avenida de Colón se
podía contemplar el nivel de diversión de la fiesta. Se identificaba a las
personas y hasta se las saludaba.
Hasta la década de los ochenta se mantuvo lo que
terminó siendo una tradición, a la que se sumaba, por cierto, mucha gente de
Santa Cruz de Tenerife y de otras localidades. Era la época de los 'maitres',
de la brigada de eficientes camareros que servían de inmediato, del director
del hotel vigilando todos los movimientos. Martiánez era un sector
efervescente, pletórico de ambiente y diversión, enriquecido cuando los
propietarios de los restaurantes descubrieron que también podían ofrecer
suculentos menús y alguna atracción complementaria que luego, tras las doce
uvas, dejaban paso a que los clientes tomaran otros rumbos, se marcharan donde
quisieran, a beber y a bailar, a ligar y a comportarse con el desenfado que no
abundaba en otras noches del año. No había distingos de edades, es más, no era
extraño que coincidieran parejas digamos maduras con otras mucho más jóvenes.
Iban a las 'boites' y salas de fiesta, por ejemplo,
que también programaban 'cotillones' y fijaban precios según las horas y según
se llenara el aforo del local. La diversión se prolongaba durante la madrugada.
La cuestión era resistir, ver amanecer. Si era posible, llegar al muelle o
algún bar que estuviera abierto para desayunar. Era la búsqueda del chocolate y
churros, no siempre fructífera a la vista de la cantidad de clientes que la
practicaban.
Hasta que surgieron las alternativas. Por ejemplo, las
celebraciones en locales juveniles, en los pocos que había. Novios que se las
ingeniaban preparando una cena digna, en la que no faltara nada. Para que la
música no se apagara, se turnaban algunos asistentes en las tareas de
'disc-jockey'. La fórmula se hizo válida para algunas reuniones familiares en
chalés o estancias de viviendas espaciosas. Allí se aguardaba a las campanadas
televisadas, a las uvas de la suerte, a los primeros besos del año.
Y otro ejemplo que aún perdura: las fiestas populares,
los bailes masificados, en calles cerradas al tráfico o recintos públicos. Ni
el parque San Francisco se libró de estas celebraciones. Miles de personas
escogieron durante años cualesquiera de las convocatorias del Puerto de la
Cruz. Una o dos orquestas que desafiaban al frío nocturnal mientras la gente bailaba...
o saltaba y brincaba, que esa noche, todo era posible.
Apenas un alto para las uvas y para mirar al cielo
donde tronaban y estallaban los fuegos de artificio. Alguien amplificaba el
sonido de las campanas para que la cosa tuviera todo el sabor de una despedida
alegre y bullanguera. Un año, esa despedida televisada se hizo desde la plaza
de la Iglesia o desde la Peña de Francia pero llovió torrencialmente y quedó
deslucida, aunque quienes desafiaron las inclemencias cuentan que fue una
experiencia inolvidable.
Ya en los noventa, los jóvenes quisieron dar un toque
singular y muy específico y desde la península importaron el modelo festivo en
garajes, cines o locales semiabandonados. Los promotores creían hacer negocio.
Pero un desgraciado accidente endureció la normativa de exigencias de seguridad
y las dificultades hicieron desistir.
Con el 'botellón' en pleno desarrollo, y mientras el
frío o la lluvia no causaran deserciones, los jóvenes se buscaron la vida en la
calle, muy al estilo de lo que practican a lo largo del año, si acaso con la
diferencia de ir mejor vestidos.
A las 9 de la mañana del 1 de enero, cuando buena
parte del músculo dormía, cuando muchos cumplían con el ritual cotidiano como
si no hubiera caído la hoja del almanaque, los resistentes, los rezagados o los
que aún tenían ánimos y ganas para seguir, eran vistos en los aledaños del
muelle, en los alrededores de la parada de taxis mudada para la ocasión y en
las cercanías de la estación de guaguas y calles adyacentes. Unos graciosos y
otros pretendiendo serlo. Unos, aún con un vaso en la mano; otros, con el
último cigarrillo y los menos afectados por los efluvios, intentando convencer
de que aquello terminó y había que retirarse.
Era la tarde-noche -añadamos madrugada- del gran
escenario del cosmopolitismo, de la ambientación que era sanamente envidiada.
Hasta llegar a nuestros días, cuando los hoteles ya no
publican anuncios de cenas de Nochevieja, cuando los restaurantes hacen cuentas
antes de ofrecer un menú extra y cuando se prefiere el calor de hogar para
comentar las estupideces de las ofertas de los programas televisados
-campanadas incluidas-, mientras los más jóvenes se afanan para divertirse
gastando lo imprescindible.
LAS CRUCES SON AL PUERTO LO QUE LAS ALFOMBRAS DE
FLORES A LA OROTAVA. Elementos distintivos, la motivación de un pueblo, el
cultivo de las tradiciones. El arte, el esmero, la superación, la
ornamentación, la sofisticación… Aunque sea un tópico: el amor por la obra bien
hecha.
Cualquiera de sus modalidades: de capilla, interiores
o de fachada exterior. Ahí están, dispuestas como cada mayo, para ser
engalanadas, para lucir armoniosas combinaciones florales y para ser
contempladas durante unas fechas con respeto y admiración. Si Juan del Castillo
se refirió al lenguaje de los pétalos para definir lo que la Villa habla en su
Corpus alfombrado, en el Puerto se desgrana una singular sensación creativa
ante uno de los símbolos principales de la Humanidad.
“¡Qué bonita está!”, la frase más repetida desde las
vísperas del 3 de mayo, la fecha de la fundación de la ciudad, exaltada y
popularizada de otra forma desde la recuperación de los ayuntamientos
democráticos.
Es en las vísperas, mientras los poseedores de las
cruces o los cuidadores están en plena faena, “hacer la Cruz”, cuando cobra
carta de naturaleza otra costumbre local: recorrer la ciudad y visitar las
cruces. Las cruces del Puerto. Detenerse unos minutos, comentar, comparar, orar
y seguir.
Luego, el día de la festividad propiamente dicha,
cuando ya lucen, o cuando se dan los retoques finales o se acomoda la última
flor, el último adorno, quienes prefieren ver la obra acabada, tienen opción en
la mañana radiante o en la tarde que invita al paseo.
Desde Cuaco a Las Maretas y El Peñón, pasando por Las
Lonjas y Cruz Verde, desde Cruz del Rayo a Calle Nueva, desde Ñuñú a La Unión,
el recorrido, por los cuatro puntos cardinales del municipio, está lleno de
reclamos. Hubo un tiempo en que para estimular el quehacer, fue convocado un
concurso: estaba condenado a su desaparición, no hacía falta, los portuenses
competían en noble y desinteresada lid.
Es la fecha del arte y de los fuegos artificiales. La
plateada Cruz de la fundación sale en procesión. Hasta hace unos pocos años,
había un prioste (mayordomo de una hermandad o cofradía) que representaba a una
familia de la localidad que, alternativamente, organizaba la celebración y
ofrecía un ágape al terminar el recorrido procesional. En la sacristía de la
Peña de Francia hay que firmar el libro de actas en presencia del párroco.
Este día, el Puerto hace honor a su nombre. Personas
de toda condición social, de todas las edades, se afanan y miman algo suyo.
Continúan la tradición y transmiten sus valores a las generaciones más jóvenes
que no parecen, por cierto, muy atraídas por la causa.
Porque, qué bueno es identificarse con los propios
valores y hacer suyas, de verdad, con arte, las cosas que distinguen a un
pueblo. Hubo un tiempo en que el Puerto de la Cruz fue el núcleo principal de
la actividad nocturna de la isla.
El turismo, las extranjeras, el desarrollismo de los
años sesenta, la liberalización de ciertos usos y hábitos sociales, el
despertar de los jóvenes, las velocidades de la primera década de los setenta,
el lento pero imparable aperturismo de los medios de comunicación, las
facilidades y la adaptabilidad… todo, todo estaba al alcance y era muy fácil en
aquel Puerto de intensa y vertiginosa vida nocturna en el que confluían parejas
santacruceras de prosapia, profesores y estudiantes de La Laguna, empresarios y
aprendices de ello enriquecidos en un plisplás y gentes de toda condición
social llegadas de pueblos cada vez menos lejanos.
Todos en busca de diversión, de aventuras, de
oportunidades, de modernismos… La oferta era amplia y generosa. Ambientes “in”
y recintos apropiados. Claroscuros. Multifocos. Pasarelas. Diseños desconocidos
y atrevidos. Humo que cegaba y no cegaba los ojos, cuando nadie pensaba que
algún día llegaría la prohibición de fumar. Cerveza baratísima, güisqui de
todas las marcas, blasier, mucho blasier, suéters de cuello alto, faldas que se
iban acortando progresivamente y escotes para atraer miradas… Música “disco”,
ritmos vanguardistas, orquestas clásicas, conjuntos que intentaban abrirse
paso, guitarristas aficionados, algún cantante solitario que se atrevía, otro
que oficiaba de imitador…
Y al día siguiente, o al lunes siguiente, a contar la
hazaña. O a prolongar el enamoramiento. A pensar en cómo darle alegría al
cuerpo la próxima vez. Las leyendas urbanas circulaban que era un primor, a
velocidad de bólido. Nadie quería perder posiciones. Y la facilidad para
incorporarse a la carrera era asombrosa.
Fue un exponente de la época dorada de la ciudad.
“Puerto Cruz la nuit”, acuñamos en su momento. Curioso, porque era una suerte
de libertad allí donde no la había, una conquista anticipada. Era la
exteriorización del cosmopolitismo y de los avances de la época. La noche
giraba de forma mágica, sin parar, prácticamente todos los días de la semana,
era la multiplicación de las luces y las músicas. Era la oportunidad para los
besos, para los amantes, para los incautos, para los desaforados, para las
ansiosas, para lucir galas, para derrochar…
“Puerto Cruz la nuit” conoció de grandes locales, de
discotecas y ‘boites’ donde el ocio nocturno brilló sin reservas, donde jóvenes
y menos jóvenes coexistían en un admirable ejercicio de tolerancia, donde la
población nativa congenió con la extranjera traspasando las barreras
idiomáticas con una facilidad pasmosa, donde los gays encontraron también sus
refugios exclusivos para huir, precisamente, de la represión, donde… vivir, en
fin, era sinónimo de diversión, de cierto lujo, de desenfado.
Bali, Tuset, Alibabá, Rendez vouz, Golden, Candy,
Atlantis, Cita 3000, Cintra, Diana, Escandinavia, Blanco y negro, Number one,
Why not, Bossanova, Cleopatra, Los Caprichos, Lido, Caballo blanco, Oasis,
Poncho, Royal, Rancho grande, Lili Marlene, Santa María, Cocoloco, Sabor-sabor,
Victoria, Joy, Qatar, Bolero…
Nombres -sin necesidad de ser ordenados- para la
historia. Seguro que hay más, por lo que si alguien se acuerda, sólo tiene que
aportarlos para seguir evocando.
Aquel “Puerto Cruz la nuit” fue todo un símbolo, un
movimiento ciudadano, una cultura… Algo que siempre merecerá licencia para la
nostalgia.
En lenguas del Puerto te veas, reza el dicho. Y se
adentraron en los versos populares. Fue un modo de comunicar, una manera de
inmortalizar los pocos acontecimientos que podían registrarse en aquel “mal
Círculo de Iriarte donde cuatro ranilleros hablan de ciencias y artes”.
Recurrían a la sátira, a la fina ironía; y expresaban en verso, en una poesía
muy ‘sui géneris’, aquellas ideas, críticas, alusiones más o menos veladas,
todos aquellos apodos y rasgos que nos acercaban a los protagonistas y hasta
les identificaban. Eran auténticos versos populares que, además, circulaban muy
restringidamente y eran enviados, según cuentan, de forma anónima. Luego
saltaba la controversia sobre la presunta autoría.
Estos que siguen son unos versos alusivos a la
celebración de un almuerzo político entre comensales portuenses en la primera
mitad de la década de los años treinta del pasado siglo, en plena República.
Aparecieron publicados en una edición local titulada “Rompe y Raja”, que
desapareció tras la asonada de 1936. Las generaciones más jóvenes tendrán
dificultad en identificar a alguno de los personajes. Para otros, la cosa será
más sencilla y, por supuesto, graciosa. Se ha respetado el original. Y las
citas de motes, están hechas con respeto y sin maldad.
“En el Puerto de la Cruz,/ se organizó una comida/ y
se la fueron a comer/ a la Cuesta de la Villa.
Fue una comida política,/ según nos lo dijo Aurelio,/
pues creo que fue organizada/ por la casa de Cornelio.
En jardineras, camiones/ y en coches particulares/ de
la Casa de Cornelio/ salieron los comensales.
Y cuando la comitiva/ ya se había retirado/ salió en
el último coche/ Cornelio y su secretario.
Si quieren saber quién es,/ el secretario de Cornelio,
es Perico “el Patafloja”/ (un chico bastante serio)”.
El menú dicen que estuvo/ una cosa de primera/ pues el
primer plato fue/ una lengua a la barbera.
Hubo sable a lo Arturo,/ pescado a lo Andrés Hidalgo,/
Ramón a lo vividor/ y Pollopera a lo Eduardo.
Y apareció de repente/ una bandeja de pollos/ asados a
lo Vicente.
También hubo bacalao/ compuesto a lo Andrés Martín/
curieles a lo Perico…./ ¡Ese fue el plato más ruin!
Perdonen a los señores/ que en ésta no se les puso/
pues ahora vamos a tratar/ un poco de los discursos.
Se levantó Andrés Hidalgo,/ (que fue el primero en
hablar):/ “Señores, yo soy comunista/ pero de los de Marcial”.
Se levantó Antonio Castro/ y dijo de esta manera:/
“Señores, yo soy monárquico/ y lo seré hasta que muera”.
Antoñito, ten cuidado,/ fíjate bien lo que haces/,
pues en los tiempos que estamos/ no repitas esa frase.
Todos hablaron lo suyo,/ unos menos y otros más/ y
Cornelio, por no ser menos/ también se levanta a hablar.
Intenta hacerlo y se traba,/ se arma tan fuerte bollo/
y los comensales le gritan:/ “¡Que se siente ese frangollo”!
Se despidieron contentos,/ gritando ¡Arriba España!/ y
hasta la próxima, señores:/ quedaremos en La Montaña”.
Si la comida en sí misma fue todo un acontecimiento,
la repercusión de la curiosa poesía, a decir de las personas que la conocieron
y comentaron, tuvo también un considerable impacto, hasta el punto de
memorizarla y repetirla en charlas domésticas o echando una perra de vino.
Algunos prefirieron hacer copia manuscrita y la conservaron, de modo que, cada
cierto tiempo, o cuando fallecía alguno de los asistentes, la recitaban. Y rememoraban
aquella celebración.
El autor silense Ernesto Rodríguez Abad interpretó muy
bien el modo de ser, las formas de hacer, el sentimiento de los portuenses.
Suyas son las estrofas que dan vida al tercer movimiento de aquella inolvidable
Cantata del ciego, estrenada en mayo de 2001, con motivo del 350 aniversario de
la fundación de la ciudad, bajo la dirección de Gustavo Trujillo con la
orquesta clásica de La Laguna y la coral Reyes Bartlet.
“Escuchen la historia verdadera y singular de Puerto
de la Cruz, señorías y pequeños.
Si quieren saber las cosas que pasaron en el Puerto,
han de prestar atención a las palabras del ciego.
No son palabras cualquiera, son las palabras que se
enredan en el viento y que crecen en la luna, ocultas del lado oscuro.
Si quieren saber qué pasa en el alma de los hombres,
si quieren las mujeres al marido, han de escuchar muy atentos:
¡Historias! ¡Peleas! ¡Avatares de las gentes!
Pero ha de creer señora en las tramoyas contadas”.
Palabras enredadas en el viento y germinadas en la luna,
ocultas. Por lo que recomienda creer en las tramoyas, en el ingenio y hasta en
las mañas. ¡Cómo se impregnó Ernesto del alma de los paisanos!
Las fuentes señalan que los próximos versos están
escritos por un ciudadano cubano, allá por los años 30, cuando al Puerto de la
Cruz llegaban barcos con pasaje, pero no atracaban en el muelle sino en altamar
y a los pasajeros los bajaban a tierra en lanchas. Este pobre hombre estuvo dos
días sin poder desembarcar, de ahí su desazón, plasmada en las estrofas que siguen:
“Yo creo en el infinito/ en Dios y en Matusalén/ y en
el portal de Belén/ do dio Cristo el primer grito.
Todo lo creo y lo admito/ lo cierto y lo que no es
cierto;/ que estoy vivo estando muerto,/ que hay un Puerto en Santa Cruz;/
pero, el Puerto de la Cruz/ no es puerto, chico, no es puerto.
Tendrá Tenerife un Teide/ que hacia el cielo se
levanta,/ un bello clima que encanta,/ un panorama muy rico;/ tendrá un puerto
Garachico/ y el África su desierto,/ en Las Palmas, no es incierto,/ está el
Puerto de la Luz,/ pero, el Puerto de la Cruz/ no es puerto, chico, no es
puerto.
Si Dios deja de su mano/ un bajel en alta mar,/ asilo
podrá encontrar/ en el puerto de Los Cristianos,/ en París o en Jovellanos,/ en
China o en el Mar Muerto;/ mas doy como un hecho cierto/ que si al de la Cruz
arriba/ se chiva, chico, se chiva/ porque ese, chico, no es puerto”.
Versos populares que reflejaron algunos episodios y
sentimientos de la vida portuense.
Caracterizados por el desenfado, la mordacidad y hasta
lo que hoy sería mala uva, encontraron una notable acogida no solo por
rememorar determinada época histórica sino por la singularidad de su propio
contenido. Ya se ha explicado que, independientemente de la autoría, fue una
forma de ‘comunicar’ y de intercambiar lindezas, muy propio, además, de una
localidad pequeña a la que el espíritu de la maledicencia se le identifica con
ese dicho liberatorio: En lenguas del Puerto te veas. Hay otras coplas y
estrofas que, picantes por lo general, divertidas, ocurrentes, absurdas, canoras,
musicalizables, siempre inspiran sonrisas.
Una política, por ejemplo:
“En el cielo manda Dios/ y en la tierra los obreros/ y
en el Puerto de la Cruz/ Florencio Sosa Acevedo”.
UNA QUE JUEGA CON EL AMOR Y LOS APODOS: “Todas las
tardes baja/ el lucero de la Villa,/ a enamorar en el Puerto,/ con agua de
manzanilla”.
Carnavaleras, varias. Esta que sigue la interpretaba,
con música de Mi jaca, la murga Los Viudos, de efímera aparición mediados los
años sesenta: “Mi suegra/ relincha y da patadas/ cuando va pa’ las barriadas/
caminito del Peñón. La quiero/ lo mismito que a una potra/ que me está dando
tormentos/ por culpita de un querer”.
Otra fue cantada (con música de La cucaracha), por Los
Murgoconcejales, una improvisada reunión de ediles que se atrevieron a subir al
escenario del parque San Francisco y lanzar:
“Los periodistas, los periodistas/ ya no pueden
criticar/ porque la murga, porque la murga/ ha aprendido a replicar”.
Otro estribillo, al ritmo italiano de Ricci e Poveri,
circuló a principios de los ochenta:
“Los concejales, de buen humor/ al ver a Paco en
bañador/ la vuelta al Lago/ y muchos tangas alrededor”.
Entre los carnavaleros portuenses, se hizo popular la
siguiente estrofa (con música de O balancé, balancé) dedicada al sin par Pepín
Castilla:
“¡Oh, mariscal, mariscal!/ Cuánto te gusta mandar/.
Entra el parque/ y ponte a limpiar:/ ¡Oh, mariscal, mariscal!”.
Las diferencias entre el Puerto y La Orotava
encontraron también inspiración poética: “Tres cosas hay en el Puerto/ que no
las tiene la Villa:/ el muelle, la plaza del Charco/ y la calle La Ranilla”.
Aquí, habría que citar también los bellos recuerdos
“cuando la playa era ‘only’ tarajales” y del “bañador envuelto en la toalla”
que cantaran los Encinoso, y de los que extraemos la siguiente estrofa:
“Un bañito en La Carpeta/ si el mar estaba tranquilo/
que ayer casi no te ahogas/ en el charco de La Soga./ Y si querías nadar/ si
bajaba la marea/ era el único lugar/ charco de La Coronela”.
Hablemos también de dichos o relatos más o menos
largos que fortalecieron las leyendas urbanas y sustanciaron numerosas
conversaciones en cualquier día, a cualquier hora, en cualquier lugar. Han ido
pasando de generación en generación, conservada su esencia, puede que deformada
por alguna exageración o por algún propósito implícito de querer reforzarla.
Porque el basamento era la mentira. Para causar
gracia. Mejor: carcajadas. Para imaginar lo imposible. Para descubrir la
personalidad de quien la profería o había hecho de ella un instrumento habitual
de convivencia. Una tras otra; la siguiente, aún mayor que la anterior. Una
apuesta por lo increíble, una vida animada para suplementar las lenguas del
dicho.
Algunas de ellas: por ejemplo, la de los perros y el
dominó.
-Lo que más me impactó de aquella isla es que todo el
mundo jugaba al dominó. Hasta los perros jugaban.
-Pero eso es imposible. ¿Y cuándo tenían que pasar,
cómo hacían?- le preguntan.
-Golpeaban ligeramente sus patas sobre la mesa.
Otra: la del reloj sobre una caña.
-Estuve cortando caña. Y me quité el reloj, claro.
Cuando terminamos, me lo dejé allí olvidado, sobre la punta de una de ellas.
Quedé fastidiado pero un año después fuimos al mismo sitio y el reloj estaba en
el mismo lugar. ¡Y seguía andando!
Esa tendencia a la exageración se aprecia en esta
otra:
-Estábamos jugando al fútbol en unos llanos muy
largos. En cierto momento pegué un salto para dar al balón con la cabeza y
cuando me elevé ví la torre de la iglesia de Icod el Alto.
Desde luego, por imaginación que no falte: -Nunca
pensé que hubiera tantas palomas en aquel palomar. Compré un saco de millo,
esparcí los granos y ni uno cayó al suelo, se los comieron por el aire.
Pero acaso ninguna como la del chorro:
-Después de ganarle una apuesta, aquel negro corrió
detrás de mí por todo el pueblo, hasta que llegué a un callejón tapiado, sin
salida. Menos mal que había un chorro de agua. Me subí por él hasta la cima y
me quedé arriba, hasta que el negro se aburrió y se marchó.
En fin. La mendacidad por norma. O casi. Para reír,
para animar, para alimentar las leyendas urbanas.
Se acerca al final la propuesta del pregonero que
anuncia que el próximo año se cumplirán noventa y tres del descubrimiento, en
el antiguo convento de las monjas catalinas, en la plaza de la Iglesia, del
extraordinario tapiz que recrea la fundación de la ciudad, obra de la insigne
portuense Lía Tavío y cuyo boceto se debe al historiador y cronista oficial de
la ciudad, Francisco Pedro Montes de Oca García. Un voraz incendio, en febrero
de 1925, destruyó el tapiz que adornaba sus paredes. No hay fotos ni copias del
mismo. Queda una referencia publicada en diciembre de 1921 en La Gaceta de
Tenerife que describe la belleza de la obra. Dice así: “Dicho acto de fundación
está perfectamente de acuerdo con lo que nos relatan los documentos sobre los
ritos y ceremonias que en aquellos tiempos acostumbraban hacerse en las
fundaciones de pueblos, no sólo en Canarias, sino en Indias, interviniendo en
dicho acto los personajes y autoridades que solían asistir a estas fundaciones.
En el tapiz aparece el fundador Antonio Lutzardo y Franchy, y el escribano del
Cabildo Cabreja, quien da lectura al documento de fundación.
En dicho cuadro aparece el «rollo» que -según rezan
viejas crónicas- era de barro y cañas. Dicho tapiz manifiesta perfecto conocimiento
de la flora de aquellos tiempos, así como también de la indumentaria. Surca el
mar una carabela de las que solían llegar a esta ribera en busca del malvasía.
En el cuadro campea un drago, encarnación de la
leyenda y de la tradición. La figura austera de un religioso franciscano, de
los que solían asistir a dichos actos, surge en la perspectiva.
Una magnifica guarnición con cuatro dragones,
guardadores de las manzanas de oro, es el gran adorno del tapiz…”.
El bisnieto de Francisco Pedro Montes de Oca,
Alejandro Carracedo Hernández, ha encontrado en el Fondo del mismo nombre,
depositado en la Universidad de La Laguna, el dibujo que, conceptualmente,
concuerda con la descripción señalada. Previas conversaciones orientadas con
tal finalidad, parece llegada la hora de la recuperación de tal dibujo que debe
lucir, por su valor, en lugar destacado y visible de la sede institucional. De
momento, gracias a sus desvelos, es posible observarlo en el sitio digital
canarizame.com del que es administrador.
Se ha hecho largo el envite de la mar. Pero la tarde
estaba guapa, que diría otro poeta emigrante, Luis Gálvez Monreal, y animaba a
contar cosas, a hacer un recorrido por los pliegues del costumbrismo y pulsar
los latidos del sentimiento portuense. Y por eso, el Puerto ‘suyo’, el Puerto
de todos nosotros, el “espolón lleno de casas”, ese “embalsamado en ausencia,
en olvido y en el silencio”, ojalá se resista y se revuelva.
Porque aquel ‘Puerto Cruz la nuit’, el de los años de
esplendor… ese no retornará. Se podrá añorar pero no se repetirá. Lo que hay
que hacer es salir del marasmo, superar la decadencia, crear las condiciones
para vivir otra etapa floreciente.
Porque se siente, se percibe… En cada conversación, en
cualquier saludo. Es una impresión muy extendida: los portuenses están
desmotivados y desencantados. El caso es que no éramos así. Había otras
inquietudes, otras sensibilidades. La cosa pública suscitaba interés: un
proyecto, una actuación, una obra, la entrada en funcionamiento de algún
servicio, una apertura, alguna novedad en el paisaje urbano. De todo eso se
hablaba, a veces con pasión, incluso sin entender plenamente de la materia.
Cuando eso -y no hace mucho, la verdad- la relación
social hasta era más cordial.
Unos lo atribuyen a un exceso de politización sesgada
pero parece más apropiado hablar de encono alimentado, de emponzoñamiento.
Entre unos factores y otros, la gente se ha ido
alejando hasta terminar considerando la política como una actividad antipática
y rechazable. Malo cuando eso ocurre: puede ser el germen de una involución o
de hecho trunca un proceso natural de madurez. Se ha despertado el recelo,
hasta dispararse. El caso es que el Puerto no era así.
Se ha instalado la desconfianza. Es cierto que algunos
se mueven muy bien en ese clima turbio, sórdido y escandaloso. Les interesa,
claro. Porque lo malsano incentiva el morbo.
Ese alejamiento es sinónimo de desencanto y de
desmotivación. Se aprecia en los portuenses el hastío. No parece haber nada que
les seduzca. Falta una causa, un motivo con el que identificarse y convertirlo
en timbre de orgullo. El sentido de la autoestima sigue en declive. Se echa en
falta una apelación a la cordura, al talante local de siempre, aquel que
caracterizó la Transición política y alumbró lustros de la democracia.
Esa idiosincrasia ha ido palideciendo hasta los
niveles más preocupantes. Se va desvirtuando progresivamente.
Natural entonces que abunden, la desilusión, la
desmotivación, el desinterés…
Pero no es bueno, ¡eh!, que un pueblo se vea afectado
por esos males. Puede experimentar una regresión que no es lo más deseable en
unas circunstancias como las que nos afectan. Hay que revolverse. Porque aún
hay aventuras y sueños, hilo, huellas y tramoyas que el ciego canta altivo y la
sensibilidad popular recrea.
Por eso, el pregonero, en su reflexión final, que
quiere ser también un mensaje estimulante, se identifica con los versos de
Gálvez Monreal, inspirados en el ‘Puerto mío’ que todos llevamos dentro. Con
ellos, señor alcalde, señoras y señores capitulares, ciudadanos, amigos todos,
les agradecemos su atención y les deseamos unas muy provechosas Fiestas de
Julio en honor al Gran Poder de Dios y la Virgen del Carmen.
Escribe el docente y poeta, autor de Dos mundos y un
volcán, refiriéndose al pueblo: “Recostado en los encajes/ que la mar te ha ido
tejiendo/ parece como que añoras/ otra vida y otros tiempos.
Yo, mi Puerto, te lloraría,/ te lloraría como muerto/
si no supiera que sufres/ un letargo pasajero” …”
BRUNO JUAN ÁLVAREZ ABRÉU
PROFESOR MERCANTIL
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