viernes, 21 de abril de 2017

LAS LAVANDERAS DE LA OROTAVA



No movemos dentro del campo creativo de la narración, como concepto emanado de la propia leyenda, que se enriquece con las distintas expresividades de la versión y de los continuos modos de cada personaje y del mundo que le rodea.
Nuestra teoría se basa en acontecimientos lejanos y en la intrahistoria de “Los lavaderos canarios de antaño, hoteles e entidades importantes del mundo mercantil...”. Hemos escrito que tal vez convenga aclarar que el lavanderísmo o el turismo pintoresco es una facultad del lejano o de la reconvención del presente, que aun confunde el sentimiento expresivo con la trastienda del correr de los tiempos. Y hemos afirmado que ha evolucionado con la aparición de la maquina domestica, modernos hoteles, modernas empresas, aunque han sufrido grandes cambios, el influjo de tiempos lejanos sufre mutaciones, sin embargo el propósito es siempre el mismo.
Pienso que a las publicaciones, no suele traerse sino el asunto trascendental, la nota del suceso horripilante o la mayestática figura de algún ser eminente en las ciencias, el arte.... o el chantaje. Pero mi quehacer de rebuscar curiosidades en todo el campo de lo emotivo y en el orden, me gustaría exponer en esta página, la humilde manifestación de la entonces más humilde de las profesiones el de las lavanderas de San Francisco. Ellas declaraban, que no podían tener frío, a pesar del frío tan grande que sentían.
La temperatura le costaba demasiado, mientras restregaban en sus manos ateridas unas piezas de ropa blanca... a fuerza de jabón y puños, unas simpáticas lavanderas de nuestro pilones típicos, que ocupaban el anexo del pórtico de San Lorenzo, resto del glorioso Monasterio, que Viera le llamo “El Escorial de Canarias”.
En este caso hablamos de los extinguidos y pintorescos Lavaderos de San Francisco de La Orotava, en la actualidad recuperada por el Ayuntamiento de la Orotava, para uso lúdico y turístico, un rincón entrañable, de tertulias encantadora, formada por mujeres ancianas vivaracha, y otras más jóvenes que cantaban y desparramaban sus risas saltarinas al compás del agua de las acequias. Esta agua que fue nieve en las cumbres y que entre sus manos diligentes volvía a ser nieve. Nieve en la espuma del jabón y en las ropas tendidas a secar. La catinga, la conveniencia, el enigmático de cada día, lo compensaba a cambio de la remuneración de dos pesetas, de las llamadas “rubias”. Pues de tanto trabajar, solo se quedaban con un jornal medio decente.
Cobraban por cada docena de piezas 5 o 6 perras gorda, las mantas no entraban en este “trato”, ganando 4 perras por cada una que lavaran. Si no madrugaban, la ropa no estaba “encachazada”, y si lo hacían, podían lavar de 3 o 4 docenas. Imaginasen lo que ganaban estas mujeres villeras, trabajando sin descanso de sol a sol. Allí preparaban te, y chocolate, esto lo realizaban un grupo de turno de muchachas que sonreían alrededor de una gran caldera de agua hirviendo, de la cual se desprendían unos vapores olorosísimos.
Estas chicas eran el “mismísimo perrete”, lo decían las viejecitas, siempre estaban de bromas, ¡dichosas ustedes que todavía ríen ¡No iban a llorar, porque de esta manera se podían poner feas. En el caldero no se encerraba ningún misterio, simplemente allí se preparaba la lejía, para blanquear, y como se le echa hirviendo a la ropa, servía además de desinfectante. La lejía se preparaba con agua, jabón y hierbas olorosas, tales como salvia, reinaluisa, nauta y sidrera. También se empleaba la ceniza de retama que se colocaba sobre la ropa encanastada, en un trapo.
Después que se enfriaba se sacaba, se pasaba por agua limpia y estaba lista para ponerla a secar. El corro lo integraban mujeres de 14 a los 70 años, en esta ultima edad, por falta de fuerza realizaban su merecido retiro. Es verdad, que a los setenta años se notaba la falta de fuerzas, como el agua que se llevaba corriente abajo la espuma del jabón que brotaba al restregar la ropa en la piedra, el tiempo se ha ido llevando poco a poco sus fuerzas hasta dejarla exhausta, agotada.
Las lavanderas, comprendían a todos los que le rodeaban. Aquellas tertulias. aquel sudor frío constantes en su frente, aquellos momentos en que sus tristes ojos quedaban invertidos, formando dos huevos blancos, clavados como locos en su rostro, aquella espuma blanca que exhalada del lavadero resoplando y resoplando por el aire de los grandiosos canales que llevaban el agua cuesta abajo. Jamás las lavanderas comprendían el esfuerzo de su trabajo cotidiano.
Tal vez por su imprudencia o quizá por la amargura que dejaban el estar toda una vida lavando para los demás, lavando y lavando sin cesar.
Las lavanderas continuaban días tras días trabajando, hasta caer reventadas, con los dedos de sus manos agarrotados y la mente confusa, tenían que limpiar y blanquear las ropas de los vestuarios de entonces. En los resto del desaparecido Escorial de Canarias, el viento silbaba como nunca todos los días.
Los lavaderos eran para su rutinaria existencia una ventana donde asomarse y contemplar el más hermoso cuadro, allí en San Francisco se sentía que era el único éxtasis para sus agotadoras jornadas de trabajo. Y allí sobre aquellas piedras del antiguo Escorial o Monasterio, estaban las lavanderas, se entretenían con sus oficios, observando el caminar del agua de la cumbre, agua cristalina con expresión de bienestar y felicidad.

BRUNO JUAN ÁLVAREZ ABRÉU
PROFESOR MERCANTIL

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