miércoles, 12 de abril de 2017

APROXIMACIÓN BIOGRÁFICA A UNA FIGURA CONSTANTÍNENSE: EMILIO LUQUE MORENO



Fotografía referente a un retrato en óleo en color de Juan Baixas.

El amigo desde la infancia en la Villa de La Orotava;  ANTONIO LUQUE HERNÁNDEZ, remitió entonces estas notas. Que tituló “APROXIMACIÓN BIOGRÁFICA A UNA FIGURA CONSTANTÍNENSE: EMILIO LUQUE MORENO.
Publicadas en una revista ilustrada impresa en el pueblo norteño de la provincia de Sevilla, CONSTANTINA: “…Permítaseme hacer aquí, no sin cierta contención, esta semblanza biográfica de mi padre. Es un pe­queño homenaje a su figura, cuyo recuerdo perdu­ra en mí de modo imborrable, con un cariño y ad­miración, que el transcurso del tiempo no hace sino acrecentar. Hombre afable y estimado, Emilio Luque Moreno que tuvo como norte de su existencia los altos valores que constituyen el noble ideal de la medi­cina, al que todos sus seguidores aspiran, aunque no todos alcanzan.
El día 3 de abril del año 1913 vio la luz en Constantina nuestro Emilio Luque Moreno, quien habría de ser uno de los médicos más queridos en los pueblos del Valle de La Orotava y de mayor prestigio profesional. El 30 de junio de aquel mis­mo año fue bautizado en la parroquia matriz de Santa María de la Encarnación. Emilio nacía en el seno de una familia acomodada, de hondas raíces constantinenses, segundo hijo de Arturo Emilio Luque y Vizcaíno (1887-1966), topógrafo y agri­mensor, y de Pastora Moreno y Fernández Laguna (1888-1962). Sus abuelos paternos, de quienes he­mos hablado en otra ocasión, poseyeron en la Villa una acreditada fábrica de curtidos. La morada fa­miliar, situada en la calle Antonio Machado, era holgada vivienda de luminosas estancias y albo pa­tio florido, próxima a la histórica casona de los Gómez de Avellaneda. En los alrededores de esta casa, entre los juegos y las travesuras propios de la infancia, transcurrió la vida del niño; en este entor­no encontró a sus primeros amigos, palpitó de ale­gría su corazón infantil y sin duda aprendió, en la paz familiar, a soñar con los ojos bien abiertos.
En Constantina, desde muy pequeño, asiste a un parvulario, y aprende rápido; le gusta ir a clase, es muy formal y regresa pronto a casa; a poco, sin embargo, descubre su madre que trae habitualmente golosinas y la pregunta no se hace esperar: ¿cómo las consigues? Él dice que camino a la escuela hay un puesto de cigarrillos y golosinas; su dueña, anal­fabeta, acostumbra a pedirle que le haga las cuen­tas y, como agradecimiento, le regala cada vez al­guna mercancía de su gusto. La madre, incrédula, se informa con la propia estanquera, y ésta no hace más que confirmar lo dicho por Emilio, e insiste ante ella: ¿cómo puede confiar en unas cuentas hechas por un niño tan pequeño? A lo que la estan­quera responde: Señora, hasta hoy no se ha equi­vocado nunca.
En 1922, cuando Emilio contaba nueve años de edad, la familia se trasladó a Tenerife y fijó su residencia en La Orotava. Allí, en el Colegio San Isi­dro, entonces Escuelas Cristianas de La Salle, cur­só la segunda enseñanza; en la Universidad de La Laguna obtuvo el título de Bachiller en Ciencias, con calificación de sobresaliente, el 28 de junio de 1928, Y el de Maestro Nacional un año después, en 1929. Cabe añadir que sus pruebas de Reválida de Bachillerato constituyeron una demostración difí­cilmente superable; Juan Cúllen Salazar, en su obra El Colegio San Isidro de La Orotava (1907-1998), lo recoge así: «En 1928 el alumno Emilio Luque Moreno aprueba los exámenes obteniendo 11 so­bresalientes en 12 asignaturas».
En octubre de 1930 se produjo su ingreso en la Facultad de Medicina de Sevilla, donde empren­dió lo que iba a ser una brillante carrera. En el ve­rano de 1931, regresó con sus padres y hermanos a Constantina; habían pasado nueve años desde su partida y ahora que volvía deseaba sobre todo re­conocer su Villa natal, despertar imágenes vaga­bundas en su memoria. A pie recorre la urbe, habla con sus antiguos conocidos; nada de lo que ve le defrauda, yeso que no deja de deambular obser­vando con detenimiento talantes, calles y plazas.
En el paseo vespertino de la calle Mesones gran cantidad de vecinos reconocía a sus padres. Para ellos, eran tardes de ocio fecundo y de recuerdos. Alguien que pontificaba en la tertulia, ante la puer­ta del Casino, entre un grupo de amigos, y después de saludarlos, evoca una simpática anécdota de su vida como técnico. Dirigía Emilio Luque Vizcaí­no, por contrata, la construcción de la carretera que sube al cerro del Castillo; las obras iban lentas, y para acelerar el trabajo se hizo un ajuste: se debía llegar en ese fin de semana hasta un mojón coloca­do a propósito, pero eso parecía no ser suficiente, así que don Emilio ideó colocar dos garrafones de buen vino al extremo, en cuanto llegaran los operarios hasta el lugar en que se encontraban, podían hacer el debido uso de ellos, y de ese modo fue como esa tarde el trabajo quedó felizmente concluido.
El joven Emilio debe preparar su ingreso en la Universidad y estudia cada día; no le falta tiempo, sin embargo, para callejear; el entrañable barrio y el centro de Constantina se conservaban tal como lo evocaba en su memoria, no habían sufrido fatídicas-reformas, de esas que se hacen en muchos lugares con el dudoso pretexto del progreso. Para él la iglesia de Nuestra Señora dela Encarnación era fundamental monumento, pese a que el fasci­nante santuario de la Virgen del Robledo atrae, cómo no, su devoción y es meta de sus animados paseos. El verano pasó rápido y la familia Luque Moreno al completo retorna a Sevilla. Pero Constantina quedó más aún en el alma de todos ellos. Mucho tiempo después de abandonarla, la nostalgia permanecía viva en el corazón del joven Emilio. En su alma habían quedado grabados para siempre, como notas típicas de esta población, el blanco caserío, las construcciones de piedra sillar y nobles maderas, que dan escueta impresión de señorío y, primordialmente, la amabilidad y sim­patía de sus industriosos paisanos, una población afanosa y trabajadora poco de acuerdo con la tópi­ca indolencia del sur del país.
Emilio Luque Moreno se graduó el 30 de sep­tiembre de 1935, en la Facultad de Medicina de la Universidad Central, había verificado el último ejer­cicio del grado de licenciado, habiendo obtenido la calificación de sobresaliente, y así lo atestigua, en su calidad de secretario accidental, el doctor Fran­cisco Grande Cobián. Hay que hacer mención de que rebasó, aprovechando los exámenes extraordi­narios de septiembre, los seis cursos lectivos en tan sólo cuatro años. Fue siempre un alumno respon­sable y cumplidor, acostumbraba a decir que el es­tudiante de talento debe aplicarse para preparar bien sus lecciones y, además, tener tiempo para divertirse. Termina en Sevilla su carrera e inicia en oc­tubre de 1935 los estudios del doctorado en la Uni­versidad Central de Madrid, que por los avatares de la guerra no le fue posible concluir. Esa fase de preparación del doctorado, hacía el servicio mili­tar en el Regimiento Número 1, de guardia en el entonces Palacio Nacional, licenciándose el 30 de junio de 1936, poco antes de empezar la contienda fratricida aquel 18 de julio cercano, pero no por ello se libró de ser movilizado, y se incorpora, como capitán médico, en el ejército de la República, que lucha en el frente de Guadalajara; durante los tres años de la guerra no se vio nunca en la dura situa­ción de disparar «lo que hubiese sido en contra de sus principios básicos» un solo tiro; su labor se con­centró en prestar los servicios humanitarios pro­pios de su profesión, contribuyendo, en aquellos terribles tiempos, y en la medida de sus medios, al salvamento de heridos de guerra, lo que acrecentó su formaci6n profesional en el campo de la cirugía general. También liberó, con la influencia de su ho­nestidad, de una muerte injusta, entre otros, al co­nocido cirujano madrileño Tomás Besuman y a Gerardo Jaqueti del Pozo, luego doctor en Medi­cina, eminente dermatólogo, muchos años encar­gado de la cátedra de Dermatología en la Facul­tad de Medicina de la Universidad Complutense. Tras la guerra civil, entre 1939 y 1941, ejerció 'libremente la medicina en Madrid, en el consul­torio del Doctor Besuman, en la céntrica Concep­ción Jerónima, calle ubicada en las inmediacio­nes de la plaza Mayor.
A principios del año 1941 don Emilio vuelve a La Orotava, donde abre consulta de medicina general y hace, como era habitual entonces, visita do­miciliaría. Muy pronto adquirió buena fama por sus conocimientos, dedicación y entrega. En abril de ese mismo año, el médico director del Hospital de la Santísima Trinidad de La Orotava, don Antonio Fernández de la Cruz, le pidió que ocupase la pla­za vacante de médico honorario y gratuito. Desde esa fecha comenzó a prestar sus servicios en ese hospital, desinteresadamente, pues no percibía, como se dijo, retribución alguna, mereciendo por su cometido el aprecio y la consideración tanto del mencionado director como asimismo de todo el personal afecto al establecimiento. De modo que el inmediato 9 de diciembre solicitó del Cabildo Insular de Tenerife esa plaza médica, y la obtuvo, por un acuerdo de la Comisión Permanente del Cabildo -Insular del día 11 de febrero de 1942. El doctor Fernández de la Cruz se encontraba en pre­cario estado de salud, y aunque Luque Moreno continuaba administrativamente considerado como médico honorario y gratuito, efectuaba sin embargo los servicios de medicina, cirugía gene­ral y radiología, y todos ellos con el mayor acier­to y competencia.
El 16 de febrero de 1943, ante el fallecimiento del médico director de Hospital, don Antonio Fernández de la Cruz, la Comisión del Cabildo In­sular, bajo la presidencia de don Francisco La Roche y Aguilar, acordó que don Emilio Luque Moreno se hiciera cargo accidentalmente de la dirección facultativa del referido establecimiento, percibien­do mientras durase la sustitución el haber con que se encontraba dotada en presupuesto la plaza a des­empeñar. Ese mismo día tomó el doctor Luque po­sesión del cargo de médico director, en el que con­tinuaba dos años después con carácter aún even­tual; el día 25 de septiembre de 1944 el administra­dor del Hospital, don Juan Padrón Betancourt, en­vió a la Comisión Permanente del Cabildo de Tenerife un informe oficial sobre la labor de don Emilio Luque al frente de la institución. Ese testi­monio asevera que, desde la fecha de su nombra­miento, el doctor Emilio Luque Moreno había cum­plido con resultados altamente satisfactorios el co­metido para el que había sido nombrado. Pero ni su sobresaliente expediente ni la reputación adqui­rida por su buen hacer impidieron que, unos meses después, en 1945, por un oficio de la presidencia del Cabildo Insular de Tenerife, se nombrara a otro facultativo para ocupar, en propiedad ya, el cargo de médico director de Hospital. En aquel tiempo las cosas no ocurrían de otra manera. Luque conti­nuó, pese a ello, asistiendo como médico a la co­munidad de las Hermanas de la Caridad de san Vi­cente de Paúl, monjas que atendían dicho centro de salud y el asilo de ancianos anexo.
En 1948, convocadas las oposiciones para ocu­par plaza en la Seguridad Social, obtuvo nuestro doctor el primer puesto en los exámenes de entre los facultativos que a ellas concurrieron en la pro­vincia de Santa Cruz de Tenerife. Continúa, pues, consagrándose a la medicina general y hace la tan añorada hoy visita domiciliaria, adquiriendo gran prestigio y una extensa clientela, especialmente entre las clases humildes, por las que don Emilio, como afectuosamente lo conocía el pueblo, era muy querido.
Entre junio y diciembre de 1956 trabajó en Liberia como cirujano general e internista. La es­tancia en aquel país africano significó un cambio en su vida profesional. Un colega y amigo suyo, el doctor don Alejandro Lillo, ginecólogo, que había ejercido algunos años en La Orotava, establecido en Monrovia, lo visitó en cierta ocasión camino de Madrid. El doctor Lillo había alcanzado en corto tiempo una destacada posición y le ofreció ejercer su profesión en la clínica sanatorio que poseía en aquella capital africana. De modo que ambos po­drían alternarse en el duro trabajo y a Lillo le sería posible descansar así del agotador clima del trópi­co. Era indiscutiblemente una estupenda oportuni­dad para conocer otro mundo y ganar, de más a más, dinero. Allanadas las dificultades burocráti­cas propias de un desplazamiento tan especial, Luque se trasladó a la capital de Liberia, donde tra­bajó en ventajosas condiciones y, a pesar de que la duración de su estancia no se prolongó en exceso, se hizo acreedor en corto tiempo del aprecio de sus pacientes, entre los que contó a varios miembros de la familia del presidente de la República, el se­ñor W. S. Tubman, quien para testimoniarle su per­sonal estima le concedió la encomienda de la Or­den la Estrella de África. Después de un semestre en el país, Emilio Luque comprendió que su sitio no estaba en Liberia; eximido de su compromiso inicial, y reafirmado en la experiencia útil que ad­quirió, emprendió el regreso a Tenerife.
Nuevamente en La Orotava, donde tanto se le echaba en falta, continuó su labor de médico de cabecera con la competencia y generosidad de siem­pre. Si bien ya por aquellos años comenzaban los médicos a fijar su residencia lejos del lugar de la consulta, don Emilio mantenía el despacho en su propio domicilio; así que era posible localizarlo con suma facilidad, llamarlo a cualquier hora del día e incluso en la hora menos oportuna de la noche. Anécdotas como la que relatamos a continuación se repitieron invariablemente y con demasiada frecuencia.
A principios de los años sesenta del 'pasado si­glo, y la tarde de un domingo, mi padre tenía programado ir al cine a Santa Cruz, la capital de la isla, con la familia. Se disponía a marchar cuando alguien llamó con insistencia a la puerta de la casa; nuestro gozo en un pozo, ¿qué otra cosa podría ser sino una urgencia médica? Al abrir, la sorpresa fue mayúscula, pues se trataba de don Antonio González y González, catedrático y decano de la Facultad de Ciencias, rector de la Universidad de La Laguna (con el tiempo senador por designación real y premio Príncipe de Asturias), y lejano pa­riente de mi madre; venía demudado y con un acci­dentado grave. Don Antonio y su esposa, Maruja, habían llevado de excursión a Las Cañadas del Teide, en su flamante Jaguar, a un matrimonio ami­go, él era un célebre científico escocés de visita en la isla. Cuando se encontraban ya en las inmedia­ciones del parque nacional, se produjo antes sus ojos un aparatoso accidente de automóvil, que tuvo como consecuencia que resultara herido de consi­deración un joven; sin dudarlo, don Antonio paró el coche para prestar su ayuda, tomó al accidenta­do en su vehículo y con celeridad se presentó en nuestra casa. Tuvimos que ayudarlo a sacar del coche al herido para, luego de ser examinado por mi padre tratar de controlar la hemorragia que presentaba; en vivo y sin anestesia, desinfectaba pri­mero y cosía después las heridas. Más tarde llegó una ambulancia que trasladó al lesionado afortu­nadamente ya sin riesgo de perder la vida, a un cen­tro hospitalario. Nosotros nos quedamos a la fuer­za sin cine y los ilustres excursionistas, sin su pa­seo. No obstante, en este caso puntual, la relevan­cia de los samaritanos, que permanecieron en nuestra compañía el resto de la tarde, compensé con creces la frustrada sesión cinematográfica. La visi­ta de unas personas altruistas tan distinguidas cons­tituyó, sin duda, una excepción; por otra parte, era normalísimo que mi padre tuviera que bajar con urgencia al despacho, interrumpiendo el vesperti­no juego de cartas en el Casino o el partido de fút­bol del domingo, para remediar en alguna emer­gencia incluso en los días de fiesta más solemnes y cuando ya funcionaba en La Orotava una Casa de Socorro.
El trabajo del médico de cabecera va aparejado en muchos casos al de médico de las almas, que mueve los hilos de las historias familiares más allá de los síntomas de las enfermedades, en su insepa­rable dimensión .afectiva y social. Don Emilio era, pues, médico tanto del evidente enfermo como de toda su familia. De ese modo, me figuro que ejer­cería en Constantina más de un médico contempo­ráneo suyo, porque así era la medicina que se practicaba en aquellos tiempos, no tan lejanos en muchos sentidos, aunque en otros tremendamente dis­tantes. Emilio Luque recibía a diario en su consul­ta a los pacientes (de patior, sufrir) del seguro y de pago; a última hora visitaba en sus casas a los crónicos y a los que requerían el cobijo bienhechor de la cama. Su alcance era evidente, se transformaba en una especie de sacerdote conocedor y por de­más confidente de los secretos de familia, es decir, de los sueños, deseos, pesares, pensamientos fugi­tivos o tenaces que generalmente no se exteriori­zan. De las cosas que se acostumbra a mantener ocultas. Habrá que esperar al último tercio del siglo XX para que comience la época de los especia­listas, quienes hasta ese tiempo únicamente repre­sentaban variaciones más o menos rigurosas sobre la función del médico generalista. Con los especia­listas llegan gradualmente las nueva~ modalidades de la práctica médica, tecnificación de los métodos del diagnóstico precoz y de control que impone el recurso al laboratorio o a la hospitalización y, con ello, la paulatina desaparición del médico de ca­becera. El paciente se convierte en cliente y la me­dicina deviene, en gran medida, una profesión mercantil.
Un inciso antes de concluir. En septiembre de 1962, regresó a Constantina en compañía de quien esto escribe. Sería su postrera visita a la Villa que lo vio nacer, regresaba a ella después de treinta años de ausencia y el reencuentro con sus raíces y vi­vencias juveniles, me consta, lo hizo sentirse feliz.
El doctor Luque Moreno permaneció el resto de su existencia en La Orotava, como médico general y de familia, entregado hasta el fin al servicio de sus pacientes. Desde principios de la década de los sesenta se había iniciado la construcción, en socie­dad con su colega y buen amigo el excelente gine­cólogo don Enrique Sáenz Tapia, del sanatorio-clí­nica de San Miguel, en la urbanización de ese nom­bre, que pudo inaugurar en 1965. Esa institución continúa prestando servicio, actualmente con el nombre de Clínica Orotava.
Don Emilio sacrificó su vida, dijo Sánchez Parodi, por su fe sostenida de médico de pueblo, aliviador de males, caminante, por todos los cami­nos de la Villa, con el desinterés constante, como denominador común de su existencia. En plena madurez creadora, se vio afectado de un tumor cerebral y, tras esa penosa dolencia que no fue dura­dera en extremo, murió en su domicilio orotavense a las ocho de la noche del 12 de abril de 1967. Con­taba cincuenta y cuatro años de edad, tan sólo. ¿Qué nos habría aportado a todos «familia, amigos y per­sonas beneficiadas por su trato médico» de haber proseguido su vida unas décadas más en esta tierra suya y nuestra? Tal vez valga la pena lanzar al vue­lo la imaginación, ¿por qué no? A ciertas horas, el consuelo se hace necesario y hay que buscarlo don­de se dé o sea éste de algún modo posible.
Sus restos mortales fueron inhumados en el ce­menterio municipal de La Orotava, en el mismo sepulcro donde reposan los de sus padres, ambos fallecidos en dicha población. Era de mediana es­tatura, apariencia robusta, semblante de facciones regulares, ojos pardos chispeantes «picasianos» nariz prominente, el rostro de mi padre, resultaba en conjunto grato y atrayente. De carácter alegre y sosegado, sus modales y su porte conjuntaban la viveza de la gracia andaluza y la profunda mesura del canario. Dotado de aguda inteligencia y fácil compresión, muy aficionado al estudio, lo que dio un excelente profesional, trabajador, llano y austero: en La Orotava y su comarca eran bien conoci­dos sus desvelos por atender a los más necesitados, “tanto que su grata memoria ha prevalecido en el tiempo. Prueba de ello es que, más de veintitrés años después de su muerte el Ayuntamiento de la Villa de La Orotava, en acuerdo plenario de 21 de enero de 1991, por unanimidad de los dieciséis miembros presentes, resolvió rotular con el nom­bre de Avenida Dr. Emilio Luque Moreno una de las más importantes vías públicas de la ciudad.
El doctor Luque Moreno había casado en la pa­rroquia matriz de Nuestra Señora de la Concepción de La Orotava, el día 2 de febrero de 1942, con Aída Hernández y González de Chaves, nacida el 18 de noviembre de 1922. Doña Aída, formada en el estricto ejemplo del pensamiento cristiano, reúne las más caras virtudes, laboriosa, abnegada, modesta, amante de su familia, franca, y generosa no sólo con la herencia de sus padres, sino con el resultado de su incesante trabajo. Viuda desde tem­prana edad, su conducta intachable y su bravura han constituido singular ejemplo tanto para los siete hijos habidos en su matrimonio como para sus nu­merosos nietos y bisnietos.

BRUNO JUAN ÁLVAREZ ABRÉU
PROFESOR MERCANTIL

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