El amigo del Puerto de la Cruz; MELECIO
HERNÁNDEZ PÉREZ, remitió entonces (29/11/2014) estas notas que tituló; “CORRER EL CACHARRO, UNA TRADICIÓN DE
ANTAÑO”: “…El Puerto de la Cruz
es un pueblo históricamente representativo de ancestrales costumbres y
tradiciones que en su conjunto de valores y símbolos culturales esboza el
perfil idiosincrásico forjado por su propia historia y las injerencias foráneas
más heterogéneas pero, indefectiblemente, con cierta carga en las manifestaciones
populares de reminiscencias aborígenes ligadas desde la incorporación a la Corona de Castilla, siglo
XV, cuando la isla quedó sometida y condicionada, entre otras pautas radicales
de tipo político, social y económico, a la religión de los invasores. Y con
ello a una serie de hábitos impuestos por los castellanos que, posteriormente
se aliarían a la gran influencia europea, en su acepción más amplia, hecho éste
ostensible en nuestra ciudad, donde la corriente de visitantes extranjeros
atraídos por el Teide, la
Naturaleza, el clima, la diversidad de paisajes naturales,
etc. tratados por científicos que con sus testimonios atrajeron la atención de
enfermos del pecho y posteriormente de viajeros de ocio y placer, lo que hoy
llamamos turismo. Así arranca el afincamiento en nuestra tierra desde el siglo
XVII de mercaderes y hombres de negocios de otros países que explotaron la riqueza
agrícola del valle de La
Orotava y el comercio de exportación y, a partir del XIX el
negocio de hospedaje.
Otros
múltiples factores intervienen en la conducta colectiva, como la emigración y
el retorno parcial al punto de partida, así como el embrión del turismo,
principalmente, que no sólo influyeron en los comportamientos que se funden con
las tradiciones existentes, sino que se opera la lógica adecuación que
transmuta la fisonomía urbana y paisajística. Bueno sería analizar la evolución
de cinco siglos en tal sentido, pero ello, aparte de ser materia específica,
exige erudición y mayor espacio.
Por
tanto hoy me conformo con cumplir con el calendario festero de San Andrés,
popularmente conocido como “fiestas del cacharro”.
Con
noviembre llega puntual cada año la tradición de las castañas tostadas, vieja y
entrañable costumbre que aquí adquiere cierta plasticidad de cálida estampa en
la explanada del muelle pesquero, donde las castañeras remueven y sacuden las
cazuelas que gimen en los fogones con volátiles briznas de fuego salidas de las
brasas al rojo, al tiempo que pregonan y ofrecen el calentito fruto con piel
color ceniza a los transeúntes. Es que está próxima la celebración de la
festividad de San Andrés, discípulo de Jesús que antes lo había sido de Juan
Bautista, y que fue elegido entre los doce apóstoles junto con su hermano Simón
Pedro. Según relatos apócrifos, predicó el evangelio en Acaya y fue crucificado
en Patrás sobre una cruz en forma de X. La tradición cuenta que Baco le sedujo
con el fruto de la vid hecho vino.
Lo
curioso de la festividad del Apóstol, al menos en el Puerto de la Cruz, es que, a diferencia de
lo habitual, el lugar o barrio origina la fiesta por la presencia y advocación
del santo; mas si mi información no es errónea, en ningún templo portuense
existe la talla o imagen de San Andrés, lo que significa que no es una fiesta
de las denominadas de carácter religioso, sino una celebración típica y
tradicional del pueblo impulsada por otros aditamentos, entre gastrónomo,
lúdico y pagano.
Lo
cierto es que en la víspera de San Sandrés, 29 de noviembre, aunque intervienen
gentes de todas las edades, son los más jóvenes quienes recorren las principales
calles portuenses siguiendo la antigua costumbre de “correr el cacharro”,
aunque en honor a la verdad hay que aclarar que desde hace un lustro o más los
principales protagonistas son los niños. Esta manifestación costumbrista,
consistía esencialmente en arrastrar chatarra de todo tamaño, peso y forma
enganchada a una verga de la que se tira como divertimento a marcha forzada o
lenta, produciendo en ambos casos chispas de fuego y gran ruido. Aunque hubo
años en que se arrastraban hasta chasis de coches, neveras y otros desechos de
grandes proporciones, incluso dentro de la plaza del Charco maniobrando
maliciosamente para arrasar con cuando se ponía por delante, hoy, ya no es
posible por las calles peatonales; pero en todo caso era una extralimitación de
mal gusto. Entre los personajes clásicos, uno muy popular y recordado en el
Puerto de la Cruz,
es Chano Castro “Chanchán”, que cada año paseaba circunspecto tirando de una
diminuta latita.
Al
igual que el Carnaval, estas fiestas estuvieron prohibidas, pero esto no
impedía correr el cacharro, ya que los jóvenes más impetuosos hacían correr a
los guardias municipales, que si mal no recuerdo, tenían por nombres Rafael,
Santiago, Joseito y Manuel, a los que burlaban fácilmente, por piernas, y
ocultándose en zaguanes, esquinas y solares.
Entre
las hipótesis del origen de esta costumbre estruendosa y atronadora coincidente
con las primeras castañas tostadas y el estreno del vino nuevo, que suele
acompañarse de papas o batatas, gofio amasado, pescado salado y mojo picón,
está la creencia popular de que proviene de la manera de antaño de ahuyentar
los malos espíritus, así como la práctica de espantar las plagas de langostas
africanas con todo instrumento metálico: cacerolas, sartenes, etc., o bien como
apunta Ángel L. Alemán, tal vez sea un intento por despertar al santo del
supuesto sopor etílico que le adjudica la tradición. Sin embargo, todo hace
suponer que la clave está en la apertura de las bodegas, ya que antiguamente
llevaban a la orilla del mar los barriles para “quitar las madres” con agua
marina. Mucha gente de la Cruz Santa
con sus bestias llenaba sus envases de agua salada para tal fin. Ello llevó a
utilizar, entre otros, el estridente medio de transporte traído de Madeira
conocido como corsa, y que, como indica su nombre, es el correspondiente a la
narria o rastra. En Tenerife, como señala Cioranescu, su forma difiere de las
otras islas, se compone de dos maderos laterales, dispuestos casi
paralelamente, unidos por traviesas y ligeramente curvos en la parte delantera,
a modo de patines, para permitir el deslizamiento ofreciendo menor resistencia
al arrastre. Estaban tiradas por bueyes sujetos por un yugo con su timón. Su
forma le permitía deslizarse por encima de las fragosidades del terreno y, en
caso de accidente, los arreglos eran fáciles y al alcance de la mano.
Queda
probado que el sistema de tracción animal sin ruedas trepidaba escandalosamente
sobre el pavimento pétreo. Indudablemente el origen del deslizamiento de las
tablas en Icod de los Vinos está también en este artilugio portugués. Más
adelante, con el progreso, cayó en desuso; pero en la emulación se creó la
rutina de “correr el carro o cacharros”, valiéndose de toda la chatarra
extraída de barrancos y solares, precisamente en la víspera del Apóstol, que,
como se ha dicho, era cuando tenía lugar el traslado y limpieza de los bocoyes
de castaño para los célebres caldos de la comarca taorina.
Las
brasas rojas de los fogones con sus penachos de humo y el aroma único a las
castañas tostadas, se expande cada año por la ciudad, como un ritual sahumerio,
para morir junto a la orilla de la mar, donde volverá a surgir cada noviembre,
con la apertura de las bodegas que ofrecen el nuevo vino de cada cosecha.
¡Felices fiestas de San Andrés!...”
BRUNO JUAN ÁLVAREZ ABRÉU
PROFESOR MERCANTIL
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