martes, 14 de noviembre de 2017

DON JOSÉ LUIS SÁNCHEZ PARODI



Fotografías: La de la izquierda dibujo del libro PREGONES EN LA OROTAVA del amigo desde la infancia de la Villa de La Orotava; JUAN CÚLLEN SALAZAR.
La de la derecha, me la remitió entonces (10/07/2011) el amigo desde la infancia de la Villa de La Orotava; FAFE HERNÁNDEZ HERREROS. Panorámica en la plaza del Ayuntamiento de La Villa de La Orotava, en cuya casa consistorial entonces estaba instalado el juzgado de primera Instancia. De izquierda a derecha, don Ricardo “El Aguacil”, don Justo Sobróm (secretario del juzgado, y ex jugador del Real  Oviedo, tuvo a punto de fichar en el UD. Orotava), don José Luís Sánchez Parodi entonces juez del distrito, don Rafael Hernández Correa Letrado y don Cándido Acosta Hernández oficial.

Aniversario de su fallecimiento. Nace en Cádiz en el año 1921. Estudia bachillerato en el Instituto de esta ciudad. En 1940 consiguió el título de profesor de Enseñanza Primaria y cuya carrera no llega a ejercer. En Septiembre de 1940 emprende sus estudios de Derecho por libre, enla Universidad de Sevilla, y consigue la licenciatura en junio de 1943. Movilizado militarmente, presta sus servicios como alférez de IPS. Desde enero de 1944 a noviembre de 1945. Posteriormente ingresa en el Cuerpo Técnico Administrativo Superior del Ministerio de la Gobernación y con la categoría de jefe de negociado en junio de 1947. Dos años después ingresa en la carrera judicial (1949), siendo su primer destino en la Muy Histórica y Bella Ciudad de Salamanca, en el partido judicial de Sequeros. Por ascenso, es destinado en 1951 como juez de primera instancia e instrucción en la Villa de La Orotava (1951 a 1961). Diez años de densa actividad judicial en donde se ganó el general aprecio y respeto de los orotavenses; también desempeñó la función de inspector provincial de Tenerife. En 1961 asciende a magistrado y es destinado al juzgado de Primera Instancia e Instrucción número dos de Gijón (Asturias). Posteriormente, a magistrado de la Audiencia Provincial de Huelva (1961-1968) y desde esa fecha a 1971 pasa a desempeñar la plaza de juez en la Audiencia Territorial de Valladolid.
En 1961 fue ascendido a magistrado y ejerció momentáneamente en Gijón, luego en Huelva y más tarde en Valladolid. Regresó a Tenerife en 1972 dónde fue designado para ocupar una vacante en la Sección de lo Criminal de la Audiencia Provincial, en la que permaneció hasta 1984, año este en que es nombrado Presidente dela Audiencia Provincial de Santa Cruz de Tenerife. Culminó su carrera profesional siendo nombrado miembro del Consejo Consultivo de Canarias, ya tras su jubilación.
En 1983 realizó el pregón de las Fiestas Mayores de la Villa y hasta la actualidad ha escrito numerosos artículos sobre La Orotava, siendo uno de los principales biógrafos de esta localidad.
Pregón de las fiestas mayores de la Villa de La Orotava del año 1983: "...Queridos amigos: cuando por el único mérito de la amistad me encar­garon que yo pronunciara el pregón de las fiestas de La Orotava, yo estaba seguro de que no daba la talla para tan importante quehacer. Porque el pregón -yo no se porqué- me hablaba de timbales y clarines, de sugestivas orfebrerías verbales, de magníficos oradores que desgra­naban sus palabras, con gran exaltación y hondo lirismo. Y ninguna de esas condiciones las reunía yo. Sin embargo, también por exigencias de la amistad, acepté, impo­niendo de antemano que yo no iba a pronunciar un pregón, sino una plegaria. Por eso, en esta noche en que ya se anuncia el estío, acaso la estación más lúdica y esplendorosa del año, yo acudo a la Villa modesta, silenciosamente, casi de puntillas, para cantar a La Orotava una palabras que van a ser como una plegaria íntima, como un susurro, como si pasa­ra las cuentas de un rosario, en que cada una de ellas fuese el recuerdo de mi propia vida. El recuerdo de los diez años que pasé aquí. Yo sabía la dificultad del tema. Porque muchos pregoneros canta­ron a la Villa de modo insuperable y agotaron el tema, con líricos acen­tos o haciendo una exhaustiva investigación que imposibilitaba la supe­ración. Se había mimado al Valle, al Teide, al mar cercano. Se había des­crito magistralmente la procesión del Corpus o la Romería de San Isidro. Se había examinado la gran labor de los iniciadores de las alfom­bras, y muchos con erudición y buen tono habían exprimido hasta las más Íntimas raíces de la Villa. Puesto en este trance, yo no tenía nada que aportar al tema: sólo podía aportar mis recuerdos. El decir aquí lo que vi, como un testigo imparcial de aquellos años -ya más de treinta-, e intentar describir cómo era aquella Orotava, como eran sus gentes, como nacían, vivían y morían. Y cómo en el quehacer diario, de repente aparecían las fiestas, y entonces toda la población se transformaba, se unía, se fundía, y como un solo hombre, como un solo esfuerzo, construían las fiestas de aque­llos años. Y de entre mis recuerdos, yo hablaré de los distintos estamentos sociales que integraban La Orotava, pero me detendré en el que más ha sido olvidado: en lo que se llamó el pueblo. El pueblo llano, como partí­cipe fundamental de las fiestas. Ése a quien Rafael Alberti en un terceto polémico decía: Todo el pueblo que trabaja al que los altos señores / le llaman la clase baja. Yo sé que la intervención de un individuo en la historia de la vida humana ha sido esencial, y de ahí que su nombre quede grabado en sus páginas. Pero también sé que, sin la colaboración de las capas de la sociedad, su curso personal no se hubiera producido. Un poeta alemán -que en otras ocasiones he citado-, con la ten­denciosidad partidista que yo ahora elimino, dijo una vez: Teba, la de las Siete Puertas, .quién la construyó, En los libros figuran los nombres de los reyes. ¿Arrastraron los reyes los grandes bloques de piedra? Y Babilonia, destruida tantas veces. Quién la vol­vió a construir otras tantas., “En qué casa de la dorada Lima vivían los obreros que la construyeron. El joven Alejandro conquistó la In­dia. Él solo Mirad: yo llegué a La Orotava en la primavera de 1951, y se me apa­reció de pronto, como una deslumbradora imagen desde lo que es hoy el mirador de Humboldt. La mañana era clara, y se veía perfectamente el Valle, como una fantasía de colores, como una sinfonía completa, que iba desde el Teide, para desparramarse hasta las olas del litoral y enseguida, entré de lleno en la Villa. LaVilla entonces tenía alrededor de veinte mil habitantes, con un núcleo urbano, trascendental y decisivo, en el centro, su enlace con la Villa Arriba, y después una gran población campesina desperdigada Valle abajo, o por los altos, que daban la impresión de aquellos lugares del nacimiento, que solíamos hacer cuando pequeño. Pronto me apercibí de que en La Orotava existían tres grupos socia­les: la clase alta, la burguesía y el pueblo. La clase alta estaba constituida por cortas familias, de rango aris­tocrático algunas y otras de apellidos derivados de los primeros funda­dores dela Villa, descendientes directos de los conquistadores. Generalmente estaban dedicados a la agricultura, eran conservadores, habían estudiado algunos en la Universidad, aunque no ejercían y por lo común, solían tener muchos hijos, que cursaban casi todos estudios universitarios. Vivían en un régimen de relaciones, cerrado.
Solían hacer los hombres tertulia diaria, en un casino, al que los viejos de la localidad llamaban todavía con el nombre decimonónico de Casino de los caballeros, cuya tertulia curiosamente finalizaba cuando el próximo reloj de la Iglesia de La Concepción daba las nueve. Eran correctos y educados y hacían de la cortesía un auténtico arte. En sus ademanes, en sus conversaciones, parecía que el tiempo se había detenido y se negaban a entrar en la época que venía; en la época que ahora estamos viviendo. Aunque mucha gente creía que tenían una gran influencia política, no era así. En aquellos años, la vida municipal estaba fuertemente diri­gida por el Gobernador Civil de la Provincia, y poca era la independen­cia del municipio. Cierto es que algunos de los alcaldes que conocí eran de la clase alta, pero eso no significaba, ni mucho menos, que trascen­dieran como grupo de presión, entre otras cosas, porque el tema políti­co estaba excluido prácticamente en las conversaciones y en el tono de sus vidas. Poco a poco fueron muriendo, y su influencia social decayó. Acaso  mejor símbolo de lo que esto significó lo representa que aquel casino antes hablaba desapareció como entidad y fue donado por sus SOCIOS a la Villa. ¡Qué bella y hermosa muerte la de aquel casino, lleno e ecos románticos, de nostalgias y saudades! Allí se instaló la bibliote­ca que donó a La Orotava uno de los hombres más representativos de su clase, a quien su gran timidez y su enorme modestia le impedían expre­sar los sentimientos por su pueblo. Naturalmente que ya sabéis que me estoy refiriendo a D. Fernando del Hoyo, un caballero de la Ilustración, lector asombroso, digno alcalde de esta Villa en momentos políticos difí­ciles, quien amaba los libros como lo mejor de su patrimonio y que por eso los legó a sus paisanos. Otra clase social, como en todas partes, era la clase media. Constituida por los idénticos elementos que la sociología estudia, desta­caban entre ellos los médicos y abogados, los comerciantes y los indus­triales del mueble que habían hecho de la madera, no un oficio, sino un arte. Aun las profesiones liberales eran tales, y no estaban burocratiza­das. El médico era médico de cabecera. La juventud actual no podrá hacerse a la idea de lo que esto significaba. El médico atendía al parto del hijo, y al sarampión y a todas las enfermedades infantiles. Aconsejaba lo que debían de estudiar los hijos, daba su opinión en los problemas que le planteaba la familia, acudía cuando lo llamaban a cualquier momen­to, participaba en los bautizos y en las bodas y te atendía hasta que la muerte te llamaba. Ejercían una gran influencia social, igual que algu­nos abogados que asesoraban, no ya en pleitos y litigios, sino en cuestio­nes importantes que rebasaban los límites de sus funciones. La clase media también tenía su mundo aparte. Vivían de su trabajo y de los muy pequeños rendimientos que les proporcionaban las fincas agrarias que poseían. Su trato era esmerado, su educación exquisita, su espíritu de hospitalidad, ejemplar. Como buenos burgueses, y yo confieso que lo soy, orientaban sus hijos hacia el estudio, con el fin de que tuvieran una carrera universitaria y consiguiesen lo que entonces y ahora, se llamaba una cosa segura. La Orotava, por aquellos años, presenta una dramática falta de esco­laridad. No había Instituto y sólo existía un colegio de Bachillerato y dos colegios religiosos: los Salesianos y la Milagrosa, como ejemplos típicos de la separación de educación entre hombres y mujeres de aquella época. Cuando yo llegué hacía poco tiempo que se acababan de instalar los Salesianos en La Orotava. Tenían ante sí un gran compromiso: el de seguir la brillante trayectoria educativa del Colegio de los Hermanos de la Doctrina Cristiana, que habían dejado un recuerdo imperecedero entre los hombres que hoy alcanzan mi edad. Ya fe que lo consiguieron. En su mayoría, el Colegio estaba nutri­do por alumnos de la clase media, y allí se impartía la enseñanza propia de la época. Había profesores que, como es lógico, sostenían normas educativas propias de antes del Concilio Vaticano II, pero poco a poco, una puesta al día supo armonizar las tendencias, de tal modo que hoy puede pregonarse a los cuatro vientos que de allí salieron generaciones de orotavenses que llevan el mando político de la Villa, y lo que es más importante, el de una serie de profesionales de las más distintas tareas, con ecos clarísimos en el ámbito de la provincia. Mientras tanto, las monjitas de la Milagrosa -donde aprendieron a leer mis hijas- impar­tieron su enseñanza, de manera callada y silenciosa, más con el deseo de que las alumnas fuesen unas esposas y madres ejemplares que no bue­nas jueces o abogados del Estado, profesiones que estoy seguro las ho­rrorizaban, por creerlas destinadas a los hombres. La vida entonces se desenvolvía para las clases dirigentes tranquila y pacífica. Parecía que el sexto mandamiento era el más importante de los diez, y a él se rendía un tributo ilimitado. El amor era vigilado, con­trolado, mediatizado. Aun en La Orotava los novios paseaban sin ir cogi­dos del brazo. La sociedad vigilaba con los cien ojos de Argos, y un can­cerbero parecía destinado a cada pareja, que generalmente solían ser hijos de amigos o conocidos, porque entonces todos nos conocíamos en la Villa. La Orotava en aquel tiempo era como ahora, un pueblo de carácter agrícola. Los obreros eran, pues, campesinos. No existían prácticamen­te obreros industriales, que sólo había en algunas pequeñas industrias en el casco. Pero, así como en Andalucía, los campesinos viven por lo general, agrupados en la población, normalmente en los barrios extre­mos, los campesinos de La Orotava vivían diseminados por el Valle, con­centrados en grupos dispersos, e identificados con sus propios nombres. Por aquellas fechas, la facilidad de comunicaciones no era como ahora y de ahí que las distancias parecían mucho mayores, con lo que el aislamiento se hacía más duro. Eran como pequeñas islas en la isla. La levedad del clima hacia más llevadera la existencia en unas casas terreras, donde el sol apretaba en el verano, y el frío y la humedad se imponían en el invierno. Por lo común se construían sus casas, partici­pando en estas tareas la comunidad de amigos o vecinos que ayudaban con su personal trabajo a que, al cabo del tiempo, aquello se terminara. Como quiera que la propiedad agraria estaba muy concentrada y en su mayor parte en manos de las clases superiores, la forma cotidiana de ocuparse que tenía el campesino era la de intervenir como peones de plataneras, o en otras zonas menos privilegiadas de cultivo, actuar como aparceros, lo que implicaba la tenencia o uso de la casa de la finca, más la mitad de los rendimientos de ella. Solían tener muchos hijos, poca disponibilidad de habitaciones, y ausencia absoluta de luz eléctrica, de agua corriente, o de cualquiera de los indispensables y primarios servicios, que hoy como entonces, exige la sociedad. Rara vez podían abandonar su oficio. El que nacía en el campo, seguía sirviendo al campo, y así de padres a hijos continuaban atados a su destino. Con pocas escuelas nacionales, y a distancia de sus casas, los chicos iban el colegio cuando podían, y aprendidas las primeras letras, se incorporaban enseguida a ayudar al padre en sus faenas, o a atender las niñas mayores a los pequeños, en familias que naturalmente eran numerosas. De entre las mujeres, es decir, de las adolescentes, salían todo un enjambre de sirvientas, que con pagas cortas, comida y habitación, aten­dían a las familias o se colocaban ¡ellas, tan niñas aún!, para atender a los pequeños.
El trabajo en el campo, un campo sin mecanizar y ausente de téc­nica, es una de las labores más duras de la humanidad. Un trabajo del que era muy difícil salir, porque el estudio, económica y ambientalmen­te era imposible, y el acceder a oficios, muy dificultoso; y trasladarse a vivir al centro o a sus proximidades, era una aventura que muy pocos se atrevían a emprender. Sólo había un medio de prosperar, la emigración a Venezuela. El excedente de población de las islas y la falta de recursos proporcionados han hecho que los canarios hayan tenido siempre el calvario de la emi­gración. Y digo calvario, porque aunque los más iban a subir el tono de sus vidas, nadie que no fueran ellos mismos sabía apreciar el alto pre­cio que tenían que pagar. El desarraigo, el tener que abandonar el lugar donde nacían, espe­cialmente graves en los insulares, que también tienen una honda morri­ña. El marcharse solos, jóvenes, dejando aquí a la familia en espera de ganar dinero con el que realizar el trasplante de todos era un riesgo en el que siempre sudor y lágrimas ponían su máxima participación. Sobre ellos recayó el soporte de la recuperación de nuestra pos­guerra, y sobre ellos descansó la economía agraria de la Villa. Sin embargo, qué alegría le echaban a la vida. Con un alto sentido de la musicalidad tocaban el timple y la guitarra, lanzaban al aire bravío del Valle el quejido de la folía, que era una mezcla de tristeza y nostalgia y un grito de rebeldía y esperanza. Trabajadores tenaces, tenían un sentido antiguo de la hospitalidad; resignados en sus desgracias, solidarios, templados, calmosos, con una educación y buen tono que nadie podía imaginar de donde venían, estos obreros de la tierra eran ya ellos mismos tierra, con la que habían esta­do en contacto desde su primer vahído. Amaban a la Villa, tan distante para muchos, con la ingenua inten­sidad del primer amor, y hacia ella, desde todas las vertientes del Valle, dirigían sus miradas. Tenían un gran sentido religioso que uno desconocía de donde les venía pues la falta de sacerdotes y de iglesias era patente. Podían no ir a misa -para muchos la Iglesia era cosa de los señores- pero no se olvida­ban desde su nacimiento hasta la muerte, de cumplir con aquellas nor­mas, que yo llamaría consuetudinarias, que iban de padres a hijos. Cuando llegaban las fiestas, el campesino se transformaba. Y entonces en la Octava del Corpus, abandonaba todas sus tristezas del año, y bajaban de Benijos, de Aguamansa, de Pino Alto o de Pino Lere. Muchos venían en la noche anterior, y portaban la tierra y un surtido polícromo de flores, que iban a sembrar el duro suelo de la Villa; otros, se pasaba la noche colaborando en la confección de alfombras. Era el momento en que las clases sociales de La Orotava se unían y hermana­ban y formaban una sola voz para el canto, un solo murmullo para la oración, y un solo ritmo para la emoción; y allí, en las calles donde la amanecida dejaba un tinte claro y rosáceo de la espesura honda de la noche pasada, podía verse a profesionales y comerciantes, y a señores de largos apellidos, y a obreritos dispuestos para el homenaje, mezclados todos en un esfuerzo común, en una solidaridad de horas, pero ejemplar y armoniosa. Los hombres de la yunta y la vendimia, los jornaleros de la sorriba y de la platanera, los niños de las atarjeas, el riego y el ganado, las muchachas en flor de los empaquetados. Allí descubrí una de las ocupaciones, uno de los oficios más extra­ños y sugestivo, que sólo se da en la Villa: las deshojadoras de flores. Al llegar la Octava del Corpus, en los bajos del edificio del Ayuntamiento, muchas mujeres ganaban un jornal deshojando rosas, claveles, geranios. Como sí estuvieran jugando a ese mágico sueño de juventud, cuando se van amputando las margaritas -me quieres... no me quieres..., estas mujeres -Candelaria, Pino, Nieves- van echando pétalos en unos cajon­citos, mientras cantan folías, isas, saltonas, malagueñas. Unos hombres se llevan los cajones, y al rato, insaciables, vuelven por más. ¿A dónde van estos líricos portadores con su leve carga? Enseguida, si tomáis la molestia de seguirlos, los descubriréis. Van por un camino pequeño, de calles como pértigas lanzadas al aire, entregándola a grupos de hombres que, encorvados, en las posturas más sor­prendentes, parecen que siembran en el suelo. Si os acercáis, veréis como, con sus manos, van derramando amorosamente una lluvia de pétalos, casi líquida, suave e ingrávida, que por obra de un arte estricta­mente popular, se convierte en figuras: una paloma, un cáliz, un cora­zón, una Cruz, un Cristo. Así, en la noche, se empieza. Al pasar la media mañana, se ha terminado la labor. La alfombra -una alfombra de flores- ha nacido. Y alfombrada quedó la calle, las calles. Alfombra que nadie pisa. Ni siquiera las aves, ni siquiera la brisa. Alfombras hechas para el Cuerpo de Dios, que por la tarde saldrá en procesión. Y es Dios mismo quien pasa por ellas, hasta llegar a la plaza -que es ágora, centro, monasterio, catolicidad-, donde una inmensa alfombra de tierra policromada, de tierra que viene del volcán, se rinde en home­naje anual. Cantan el tantum ergo en el silencio del atardecer, ya casi entre dos luces, ante una muchedumbre ensimismada, recogida. La procesión pasa.
Inmediatamente, unos hombres se dedican a una tarea única y delicada: son los recogedores de flores. Parecería una profanación dejar que los que no han participado directamente en la ceremonia pisasen estas alfombras, que acaban de morir. A los pocos minutos, las calles se han despojado de sus vestidos y están, otra vez des­nudas. La luna se pone triste y una leve brisa viene de allá lejos. Del mar. La noche avanza y la Villa inaugura sus fiestas. (Mis negros zapatos y mi bastón de juez volvían a casa, lamidos por el jugo tierno y virginal de las flores. Mientras tanto, las campanas sonaban a goce. Dios había vuelto un año más a la Villa). Había durante un par de días un sosiego, un paréntesis emociona­do que se cerraba el domingo. El día de la Romería. Desde temprano, apenas la alborada había surgido por el horizonte, todo el Valle comen­zaba a vibrar con las más diversas sensaciones. Como un viejo ritual, los campesinos, despaciosa y lentamente, comenzaban a vestirse con sus trajes tradicionales y, poco a poco, salían las familias de sus barrios. Los niños, con la mágica sorpresa del recién iniciado, saltaban ner­viosos e inquietos, y parecían como ramas agitadas por el vientecillo mañanero. Las muchachas de púdica imagen aleteaban impacientes, y ensayaban, con voz queda, sus primeras canciones. Los hombres, sose­gadamente, intercambiaban frases, y sus voces tenían toda la profundi­dad de la tierra que pisaban, y la serena calma de la mañana, que solía ser abierta y despejada, con la perspectiva, allá a lo lejos, del volcán. Llegaban las parrandas a la Villa. Y a la hora fija, comenzaba la Romería. La Romería era un río de colores, desbordado; como una catarata de luz y de alegría de juventud y belleza. Parecía un fuego continuo e Inextinguible donde se quemaba, como una ofrenda, todo lo mejor de lo que cada uno podía dar. Los cantos eran murmullos, sueño, amor, eter­nidad. El tiempo parecía que se paraba. Era una imagen multicolor que ningún pintor hubiera sabido expresar. Porque los azules no eran -como hubiese dicho Alberti- azules del Perugino o Tintoretto. Ni siquiera aquel azul Pablo Ruiz, azul Picasso. Eran azules indefinibles. Azul mar, azul cielo, azul Valle Orotava. Y el rojo, no era un rosa con escarcha de Velásquez, ni el rojo de Brueghel o de Giotto, sino que era, por un instante único, rojo, medio­día, indescifrable, inalcanzable. Un rojo Orotava único e inmarchitable. Y los verdes no eran los verdes de Delacroix o de Renoir, sino una verde ola del mar, que pisaba los pies del Valle, allá en lontananza. Las horas se consumían como una hoguera de vida. Y pequeñito él, tímidos, como asustados de aquella inmensa fiesta que en su honor se hacía, venían San Isidro y Santa María de La Cabeza, temerosos ellos, acostumbrados a la soledad y silencio de los campos. Atardecía y la Romería terminaba. La Villa se iba quedando vacía, y por el Valle se veían las caravanas de los que volvían a sus lares, a su vida cotidiana. Por unas horas la Villa se había unido en un abrazo de pure­za y gozo, y todos habíamos sido uno, rotas las barreras que nos clasifi­caban, hermanados en una comunión humana, en torno a los Santos de La Orotava.Quisiera yo, en estos momentos en que revolotean las sombras de la noche, dejar constancia de que mis palabras no significan un pregón. Sólo son los recuerdos de un peregrino que una vez más, vuelve, en sus fiestas, a la Villa, con una plegaria, una oración, no suya, sino que apren­dió en los diez años que estuvo junto a sus habitantes..."
El Ayuntamiento de La Orotava concede el título de Villero de Honor en reconocimiento de su dilatada labor profesional como juez en la Villa y por su notoriedad como articulista, conferenciante y pregonero de las Fiestas del Corpus Christi y San Isidro. El acto se celebró el viernes quince de septiembre del 2006, en el Salón Noble de las Casas Consistoriales, alborotados de familiares, orotavenses y amigos. La propuesta de otorgamiento de este título se acordó, por mayoría, en la sesión plenaria, de carácter extraordinaria, celebrada el  treinta de junio de 2006. En el acuerdo se hizo constar la trayectoria profesional de este ex juez, un personaje notorio y de especial relevancia en el entramado social tinerfeño que ha ocupado siempre un espacio público de primer orden. Se distingue así con este galardón a una ilustre persona en la que concurren muchos méritos y excepcionales actuaciones. Poseedor de Una carrera deslumbrante, no solo en el aspecto jurídico sino también en otras actividades, ya que también desempeñó la plaza de profesor de la Escuela Social de Santa Cruz de Tenerife y la de vocal del Consejo Consultivo de Canarias.
El último artículo remitido por JOSÉ LUÍS SÁNCHEZ PARODI, colaborador de DIARIO DE AVISOS fallecido el  viernes día 14 de noviembre del 2008 a la edad de 87 años: "...Nunca la tuve. Ni siquiera en la época en que era un niño, siempre inclinado a tener de todo, aunque cuando lo tiene se aburre del objeto que tan larga como ansiosamente ha querido. Y no es que me parezca mal tenerla. Y no porque quiera tener más y más. Y no digamos nada cuando, siendo mayor, hasta te puede gustar tener de todo.
Yo jamás tuve el afán de vestir bien, o de tener unos zapatos italianos. Ni bicicletas lujosas, ni aquello que estuviera de moda utilizar. Nunca, en los años en que los estudiantes usaban en invierno sombrero, cubriendo la cabeza, entre otros extremos, porque yo carecía de la gracia y el salero para ponérmelo y romear, por el paseo del atardecer, en esa Calle Mayor de pueblos y ciudades españolas, en andares lentos hasta que comenzaba la noche, y por costumbre acababa siempre a las diez, como tiene una canción a ese tiempo el mejor cantautor, Serrat.
Me importaba tres pitos no distinguir la calidad de las corbatas, ya fueran italianas o francesas, que hicieran juego con el traje que tenía que ponerme, que realmente eran dos. Me producía indiferencia la gabardina Burberry o un tosco impermeable, allá cuando venía el invierno y la mayor parte de los muchachos de mi edad las llevaban. Nunca utilicé bigote, ni siquiera, el típico falangista fino, delgado, abierto hacia ambos lados, ni tampoco deseé llevar un gran mostacho, como jamás intenté llevar barba grandota, que pusieran tan de moda los que eran estudiantes filo-comunistas, aunque muchos realmente no lo fueran. Odié el cabello largo, como odié el peinado con el Arriba España que culminaba un montículo de cabellos casi en la frente.
Yo vestí normal, andaba normal, y siempre fui un chico incapaz de resaltar lo que llevaba. Partiendo, pues, de estas bases que mi manera de ser me imponía -el pasear sin dar cuenta que lo hacía- fue el pararrayos para otras secuencias tan propias para los jóvenes. No me apena el hecho de que fui muy poco joven, aburrido, soso, tímido, y que lo único que a mí me gustaba era estudiar, leer, jugar y ver fútbol, e ir casi diariamente al cine. Y pasear con amigos por esa Calle Mayor a que me refería, que me parecía la calle Mayor de Sinclair Lewis, que en su novela hizo imposible que nadie pudiera intentar describir la calle característica también de tantos pueblos norteamericanos.
Y llego a los confines últimos de mi vida, no diré que como Antonio Machado, "desnudo como el mar". Ni soy dueño de un piso, ni tengo un apartamento en las zonas veraniegas de la Isla, ni emprendo viajes a Nueva York, Buenos Aires, siquiera a París, la ciudad que más me gusta de lo poco viajero que he sido. Pero tengo tres o cuatro mil libros, que aquí han de quedar. Que han sido mis caprichos, o mi vocación. ¡Definitivamente, he sido un aburrido! O como ahora se dice, un plasta…"

BRUNO JUAN ÁLVAREZ ABRÉU.
PROFESOR MERCANTIL

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