Agradecimiento
a sus cinco hijos, amigos y hermanos: Pedro (compañero de pupitre en los
colegios: San Fernando y San Isidro), María Candelaria, Adolfo (compañero de
docencia en el IES La Orotava Manuel González Pérez), María Isabel y María
Quiteria. Y un abrazo a su querida
esposa y viuda María del Carmen Pacheco López,
Aniversario
de su fallecimiento. Nacido, según su registro civil de nacimiento, en la
Habana, Cuba, el 9 de enero de 1920, aunque en realidad lo fue un 9 de
septiembre de 1919. Su errónea anotación
se debe a que su padre, Félix Adolfo Padrón Pérez, le dejó el encargo a un
conocido para que lo registrase. Éste se
olvidó, haciéndolo cuatro meses después, poniendo como momento de su nacimiento
el de su bautismo celebrado en la Habana, en la iglesia de San Nicolás de Bari
el citado 9 de enero y al que pusieron por nombre Adolfo Sergio Padrón
Hernández.
Por
circunstancias de la vida, su nacimiento coincide con la triste noche del
hundimiento del vapor Valbanera, causado por un ciclón que asoló las costas
caribeñas cuando hacía la ruta de Santiago de Cuba a La Habana. El chiquillo
creció disfrutando como todos los niños de su edad, según contaba él, jugando
“con una pelota a la que le dábamos un golpe con un palo”. Con los años descubrió que dicho juego no
era otra cosa que lo que se conoce como el deporte rey de Norteamérica: el béisbol. Sus amigos eran como él, hijos de emigrantes.
En su recuerdos decía que muchos eran de “color” y no solo negros y mulatos
sino también asiáticos. Al lado de su
casa había una lavandería regentada por chinos y es de suponer que muchos de su
amigos y conocidos lo fueran por vivir en una comunidad intercultural.
Su
padre, albañil de profesión, emigró a las Américas como se solía decir, para
prosperar económicamente. Al principio
viajó sin la familia; la cual, una vez asentado volvió por ella. Siendo el
quinto de seis hermanos, la mayor y la más pequeña nacieron aquí en Canarias,
los otros cuatro fueron concebidos en Cuba.
La familia llegó a tener una situación económica desahogada, debido al
afán de progresar del padre, en una tierra que le había dado la oportunidad de
demostrar su capacidad de trabajo. Tenía a su cargo profesionales como él a los
que, por sus servicios de albañilería, remuneraba.
Durante la década de los veinte, la situación
del trabajo se dejó sentir con la moratoria económica del año veintiuno, tras
la “danza de los millones” o etapa de prosperidad que para la isla antillana
supuso la Primera Guerra Mundial. Esta
situación empeoró a finales de los años veinte con la crisis económica que causó
la quiebra financiera del año 1929 –crack de la bolsa neoyorquina del
veintinueve. El padre, viendo que la
situación empeoraba porque hacía ya siete meses que no tenía trabajo tomó una
rotunda decisión: vendieron todo, casa y herramientas y regresaron a Canarias.
La
familia llegó a Tenerife teniendo él nueve años. Un buen amigo le dijo a dos de
sus hijas: “Todavía recuerdo los juguetes que tenía tu padre. Siendo chicos íbamos a jugar a su casa en el
patio y tenía un tren que corría por las vía.
Nosotros nunca habíamos visto juguetes como esos. Claro los había traído
tu padre de Cuba”. Lo que supuso la tranquilidad monetaria en los primeros años
de estancia en tierras americanas se dejó sentir una vez aquí. Tuvieron que alquilar una casa, situada en las
“Cuatro Esquinas” de la Villa Arriba de La Orotava, arrendada a una conocida de
la familia llamada Justa, para que pudiesen instalarse una temporada hasta que
la familia normalizase su situación. De allí tuvieron que partir porque se
retrasaban en el pago del alquiler, unos sesenta “duros” mensuales. Alquilaron otra casa por mediación de la que
sería más tarde su segunda esposa. Dicha
casa, de preciosa arquitectura canaria, estuvo situada en el actual solar donde
se encuentra hoy en día el edificio y comercio de papas, frutas y verduras “El Burrito”
en la Cruz del Teide.
En 1931
muere su madre, Quiteria Mª Magdalena Hernández Delgado, a causa de una
bronconeumonía gripal. Dos años más
tarde, su padre se vuelve a casar en segundas nupcias con Luisa González Armas,
natural de esta Villa. Con este
matrimonio no tuvo hijos. De la segunda
esposa de su padre recuerda que fue una mujer que procuró cumplir con sus
obligaciones de “madre”, sabiendo que se hacía cargo de varios entenados. Mujer que, a pesar de su carácter adusto,
siempre tuvo para ellos afecto y acciones propicias para sacarlos airosos de
muchas travesuras con las que se encontraba a menudo y evitar que su marido se
enterara.
La edad
escolar fue corta, estudiando en la escuela pública de “La Alhóndiga”. Escuela que estaba situada en el barrio de
San Juan del Farrobo, en la Villa de Arriba.
Pasaron
los años y aquel niño tuvo que empezar a trabajar. Para ello, La Orotava era un núcleo próspero
para formar a cuantos querían aprender un oficio. En la zona, la actividad profesional en general
estaba bastante arraigada. Desde las
labores del campo, hasta ser dependiente de cualquier comercio, pasando por los
distintos oficios conocidos, había trabajo para todos. Como muchos de su edad, siendo un chiquillo,
trabajó como peón en labores que no le eran muy de su agrado. Él que ya estaba saliendo de la pubertad
quería labrarse un porvenir como todos y siendo ya adolescente le dijo a su
padre que le gustaría ser mecánico. Éste
le quitó la idea de la cabeza, argumentando que en ese oficio iba a estar
siempre manchado de grasa. Buscando otra alternativa lo colocó con dos cuñados
suyos, hermanos de su primera esposa, concretamente Eustaquio y Ananías
Hernández Delgado .Eran prestigiosos artesanos ebanistas donde lo hubiera y
socios a su vez de otro afamado carpintero de La Orotava Isaac Valencia
Pérez. La empresa estaba situada en la
calle “El Barranquillo” y allí empezó a formarse en el noble arte de la
ebanistería y carpintería.
Con los
años llegó el momento de formar una familia.
Para ello no podía esperar mucho más tiempo porque ya tenía veintinueve
años. De entre todas las conocidas se
declaró a la que sería esposa y madre de sus hijos Mª del Carmen Pacheco López,
natural del Puerto de la Cruz pero con residencia en La Orotava en casa de unos
tíos. Se casaron el 8 de diciembre de 1949 en la Iglesia Matriz de La
Concepción de La Orotava. Pronto
tuvieron descendencia, aunque su primer hijo, Adolfito, falleció prematuramente
por hemorragia cerebral. Después
vendrían cinco hijos más, tres mujeres y dos varones: Pedro, Mª Candelaria,
Adolfo, Mª Isabel y Mª Quiteria.
La
inquietud profesional de entonces era bien distinta a la actual .Todos los
gremios artesanos estaban muy bien considerados en La Orotava. En lo que a la carpintería y ebanistería se
refiere, bien trabajasen la madera, u otras ramas afines como tornero, tapicero
o tallista, formaban un colectivo con muchas inquietudes. Así que, aparte de
tratar aspectos profesionales, se reunía además para celebrar para cualquier
evento, bien de carácter cultural, recreativo o religioso.
Una vez
que se consolidó como profesional dejó la carpintería y se asoció con su primo
Julián Ananías Hernández Pérez, que trabajó con él en el taller de sus
tíos. Contó también con dos entrañables
amigos como socios capitalistas: Rafael Hernández Suárez -empleado de la banca-
y Sebastián González Hernández “Chano el del Molino”.
El taller para desarrollar la actividad
profesional estuvo situado en la esquina de la calle San Juan con la calle
Calvo Sotelo. Aquí estuvo hasta 1954,
año en que se independizó para montar su propia empresa. Para ello alquiló los bajos de la vivienda
familiar, donde tenía un salón y una habitación, D. Bruno de la Rosa Rodríguez
en la calle Dr. Domingo González García nº 45.
Contó en este taller con jóvenes carpinteros que le ayudaron a afianzar
lo que tanto anhelaba: tener su propia empresa y poder crecer
profesionalmente. Por circunstancias del
momento, los trabajadores que estaban a su cargo tuvieron que realizar el
servicio militar. Con el taller sin
personal decidió emigrar. Corría 1957, y
como sucedió con su padre, quiso probar fortuna en América como tantos de su
generación.
Aquí
dejo mujer y tres hijos embarcándose hacia Venezuela. De tierras americanas llegó a comentar en un
almuerzo familiar: “Cuando estaba en Venezuela trabajaba en una fábrica en la
que se sacaban en cientos piezas para la fabricación de muebles. A mi servicio
tenía un aprendiz, un negrito, que me llamaba isleño. Este negrito le decía “¡isleño, isleño! el
italiano, -otro emigrante como yo y trabajador en la misma fábrica y compañero
de trabajo en las mismas máquinas-, está enfadado porque usted va sacando más
piezas que él.
Según
decía, “el italiano empezaba a sacar las piezas de los recortes y perdía el
tiempo, yo las sacaba de las partes grandes para aprovechar toda la madera y
luego de los recortes sacaba las más pequeñas”. Tanto fue así que un día un
superior lo llamó y le dijo: “maestro no saque más piezas de las que se le
indican pues abarata la producción”. No sólo lograba llegar al tope sino que lo
rebasaba ¡qué bárbaro! Tuvo que hacer lo que le pedían. Cuando decidió regresar
a Canarias lo dijo en la empresa y el superior le rogó que no se fuera que
trabajadores como él no encontraba fácilmente. Incluso le prometieron un
ascenso que declinó. Ya tenía el dinero que necesitaba para montar su empresa
en Canarias y prefirió volver.
De
nuevo en la Orotava, reanudó la actividad en el taller con sus antiguos trabajadores licenciados del servicio
militar. En 1961 compró un solar anexo
al taller de carpintería. Con mucha
ilusión y sacrificio edificó una casa con salón industrial donde trasladó la
empresa, dejando el salón antiguo para usos afines a la actividad. Ya en esta
ubicación, desarrolló durante casi un cuarto de siglo su vida profesional. Aquí
vivió momentos de prosperidad y de recesión, al igual que el resto de empresas
del tejido industrial de la Orotava que lucha por avanzar y mantener un
negocio.
En 1973 su hijo Adolfo entró a formar parte
como aprendiz, siendo uno más en la empresa que por aquella década tuvo su
momento de auge con el boom turístico, donde el negocio prosperó
económicamente. Para poderse jubilar,
por ser autónomo, le traspasó la empresa a su hijo en 1985. Como trabajador nato que era, siguió
aportando esfuerzo en todos los aspectos del negocio que tan bien conocía.
Echaba de menos que su hijo no estuviese mucho antes en la empresa para poder
aportar nuevas ideas que complementasen a las ya existentes pero para ello,
según comentaba, “tendría que tener diez años menos y mi hijo diez de más”.
Durante
el tiempo que estuvo al frente del taller artesano se formaron muchos ebanistas
y carpinteros que hoy en día desempeñan la profesión bien como oficiales o como
empresarios.
La
aportación de este ebanista y carpintero al desarrollo económico de la Orotava
y por ende, a Canarias, fue importante. Se le puede reconocer, como a tantos
otros, su destreza para enfrentarse eficazmente a tantas vicisitudes que el
negocio le deparaba. Fue capaz de mantenerlo a flote luchando diariamente y
cumplir fielmente el pago de los salarios a sus operarios.
Como
profesional y emprendedor no solo llegó a conocer los entresijos económicos y
de planificación empresarial, sino también como experto en fabricar muchos
artilugios que le sirvieron de recursos para aplicarlos a su trabajo. Como muestra de ello todavía su hijo conserva
una lijadora de mesa, un torno para madera, una lijadora de banda y un
compresor de aire para barnizar o lacar.
Todos estos aparatos, cuando no había medios económicos para adquirirlos
o para algún trabajo determinado, fueron elaborados en su mayoría en madera,
material que dominaba y al que le sacaba el mayor provecho.
Si era
experto en su oficio, otras actividades no le eran menos. Realizaba trabajos diversos como cerrajería,
albañilería, fontanería y mecánica. Esta
última, después de la carpintería y la ebanistería que por circunstancias de la
vida no pudo desarrollar como profesión, fue su gran pasión.
Fue
buen vecino y servicial para con estos.
Siempre se prestaba para remediar cualquier necesidad material o
afectiva que estuviese a su alcance. Sus
vecinos lo recuerdan como “un hombre trabajador que madrugaba antes que el
alba”.
La
mañana del 16 de noviembre de 1992, mientras arreglaba el termo de gas, dejó
caer para siempre la llave inglesa que tantas veces había usado. Esta imagen ha quedado grabada para siempre
en la memoria de sus hijos como ejemplo de excelencia profesional. Su corazón
le jugó una mala pasada. Falleció de un
infarto originado por una angina de
pecho. Tenía 72 años.
BRUNO
JUAN ÁLVAREZ ABRÉU
PROFESOR
MERCANTIL
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