Fotografía
tomada en la playa de Martiánez del Puerto de la Cruz, en la década de los años
cuarenta del siglo XX. Chicos orotavenses del colegio de segunda enseñanza
Manuel Farraís de la Villa de La Orotava, en su fuga juvenil a la playa
portuense: Antonio González Casanova (fallecido), Agustín Rodríguez, Antonio
Pérez Betancourt, Santiago González Casanova y Jesús Hernández Acosta.
El amigo desde la infancia en la Villa de La Orotava; FRANCISCO
SALAMANCA DE LA PEÑA. Remitió entonces (06/04/2009) estas notas que tituló; LOS CHICOS DE LOS AÑOS CUARENTA.
Publicadas en EL DÍA, 6/4/2009: “…Mi amigo Pancho Ayala publicó hace unos días en su Media Columna
un artículo que tituló "Cosas de la Guardia Municipal"
y su lectura fue suficiente para despertar en mi memoria muchas vivencias de
infancia relacionadas con los guardias municipales, que aquí, en La Orotava, también
llamábamos "celadores" y en Santa Cruz "guindillas". Al
igual que otros pueblos de la isla, en los años cuarenta del pasado siglo, la Villa contaba con muy
escasos celadores, pero suficientes para mantener el orden en el pueblo. Entre
ellos recuerdo a don Víctor el comisario, a don José Antonio (el padre de
Anita, la del estanco de la plaza) a don Pedro Perdomo. A estos tres, a su
nombre, siempre le anteponíamos el don. Seguían el célebre
"Perruñita", Abrante con su moto, Eufemiano, Valentín y otros pocos
más.
Eran tiempos en que para
los pibes de mi época no existían parques infantiles, ni polideportivos, ni
zonas de ocio para niños, ni los sofisticados "play station", wii, o
PSP, entretenimientos tan de moda hoy día, que mantienen a los chicos
entretenidos en sus casas.
Los más afortunados
teníamos una bicicleta, una Orbea, con las que competíamos por las empinadas calles
de la Villa con
indudable riesgo de atropellar a un peatón o de una aparatosa caída. Es verdad
que apenas existía tráfico. Recuerdo un choque frontal contra el taxi (entonces
se llamaban "piratas") de Silvestre, llevando incluso a mi íntimo
amigo Antonio Martín en la barra. El trastazo fue de una aparatosidad tal que
al pobre hombre dimos un susto de muerte porque pensó que nos había matado.
Afortunadamente todo quedó en una bicicleta inservible y unas cuantas
magulladuras. Por supuesto, mi padre me obligó a desprenderme de la bicicleta
que posteriormente vendí a mi amigo Arocha, mecánico de La Victoria. La calle
era indudablemente el lugar idóneo para travesuras. Travesuras inocentes, si
pueden calificarse así, muy lejos si las comparamos con los actuales índices de
delincuencia juvenil e incluso infantil.
En Semana Santa
acudíamos a las procesiones junto a la banda de música chupando un limón y
poniendo cara de "ripiados" por su sabor agrio para descomponer a los
trompetas y saxofonistas. Luego nos acercábamos a las señoras que portaban
velas: Señora, regáleme el "esperme", que es la cera sobrante, con la
que luego untábamos la acera del callejón de la Regidora (mi abuela) hoy
llamado La Silla,
para deslizarnos con unas tablas provistas de rodillos y alcanzar más
velocidad. Don Saturio el farmacéutico, corría a casa: "María Luisa, este
chico se te va a matar".
Y así un sinfín de
golfadas que hoy día me horrorizan cuando las recuerdo. También eran frecuentes
las peleas de bandas rivales entre la Villa Arriba y la Villa Abajo. El campo
de batalla solía ser el barranco de Araujo, el que cruza por los bajos de la
plaza de La Constitución
y la calle Nicandro González. Quien hoy es mi mujer, Pili, era la encargada de
apostarse en la esquina del callejón para avisar de la llegada de los de la Villa Arriba,
comandados por el temible "Perrinche". ¡Que vienen!, ¡que vienen!,
gritaba. Pedradas, puñetazos, patadas, de todo ocurría allí, hasta que los
vencidos, casi siempre éramos los de la Villa Abajo, nos dispersábamos como mejor
podíamos. En otras ocasiones, cuando nos advertían del acercamiento de un
guardia municipal, entonces corríamos todos juntos tan amigos.
Recuerdo que en varias
ocasiones fuimos sorprendidos mi amigo de correrías Antonio y yo por don Pedro
el celador, que nos llevaba a la comisaría de la carretera El Piche. Una vez
allí y con mucha parsimonia nos hacía bajar los pantalones a la vez que me
decía: dos porrazos o se lo digo a tu padre. No sé por qué, pero siempre se
dirigía a mí. Tal vez conocía su carácter. Ante aquella amenaza y consciente de
que si mi padre se enteraba el castigo sería mucho peor optábamos por acceder a
los dos porrazos que en verdad no eran de mucha intensidad. Y para terminar,
una anécdota ocurrida en los comienzos de mi vida profesional. La Orotava no tenía clínicas
y la tónica era asistir partos a domicilio. Una noche, un guardia municipal que
vivía en los Altos vino a buscarme a casa. Su hija estaba de parto y no
localizaba a la comadrona.
Cuando iba conmigo en el
coche el buen hombre balbuceando y muy nervioso, me dijo: "Don Francisco,
como yo lo conozco desde que era chiquito, puedo? ¿Fiarme de usted?
BRUNO JUAN ÁLVAREZ ABRÉU
PROFESOR MERCANTIL
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