El amigo de la infancia
de La Villa de La Orotava; ANTONIO LUQUE HERNÁNDEZ. Remitió entonces (2009)
estas notas. Que tituló “RECEPCIONES REALES EN CANARIAS. LAS VISITAS DE LAS INFANTAS
EULALIA E ISABEL A GRAN CANARIA Y TENERIFE”.
PUBLICADAS EN LA REAL
SOCIEDAD ECONÓMICA AMIGOS DEL PAÍS DE TENERIFE (RSEAPT), AÑO 2009: “…Doña Eulalia es la española
despierta como un pájaro, inquieta, inadaptable a lo oficial, aparentemente
extranjerizada y sólo aparentemente porque, aunque daba la impresión de haber
nacido en el país donde viviera, en realidad es que españolizaba el medio en
que vivía.1Gregorio Marañón.
El año 1893 arribaron a las islas, camino de América, los
Infantes Eulalia de Borbón (1864-1958) y Antonio de Orleáns, príncipe de
Orleáns, su esposo. La joven pareja representaba a la Reina Regente y a España
en las Antillas españolas y los Estados Unidos. Formaban parte de esa embajada
el duque de Tamames, que portaba las instrucciones del Gobierno; el duque de
Veragua —descendiente del gran almirante y que se llamaba Cristóbal Colón, como
su antepasado—, en representación de la familia del descubridor; la marquesa de
Arco Hermoso, dama de honor de la Infanta; y Pedro Jover, secretario particular
del Infante. Su principal objeto era mitigar el descontento que reinaba en las
Antillas y también el de establecer nuevos vínculos con los Estados Unidos de
América.
Doña Eulalia era la menor de las cuatro hijas de la reina Isabel
II; la tercera la Infanta Pilar había fallecido de improviso a los dieciocho
años de edad. Las restantes hermanas Isabel Francisca, Paz y Eulalia poseyeron
muy diferente carácter, si bien, permanecieron siempre entrañablemente unidas
en fraternal afecto. Las tres tuvieron personalidades muy definidas y notables.
Doña Isabel Francisca era altiva y llana al mismo tiempo, muy pagada de su
rango y amiga de la popularidad callejera. Doña Paz prefería la intimidad del
hogar, la piedad y las letras; patrocinó importantes obras de enseñanza y de
beneficencia, apasionada hispanista y extraoficial embajadora de la cultura
española en Alemania. Casada con el príncipe Luis Fernando de Baviera, médico,
cirujano, entusiasta de la Histología y de la música. Vivía en el palacio
muniqués de Nymphenburg. Señalaremos que Eulalia de Borbón era mujer de gran
belleza y elegancia, «sangre de Capetos»: una cabeza enhiesta, donde el
prognatismo y la frialdad celeste de la mirada dice altivez, mientras que una
leve sonrisa, acentuaba la feminidad inteligente: Eulalia de Borbón perteneció
a una escuela cosmopolita de mujeres, que culminó en María Bashkirtseff, y, de
modo más particular, a una escuela cosmopolita de princesas, que culminó en
Elisabeth de Austria.
Los temas de estas dos escuelas eran «el cultivo del yo» y la
angustia «por vivir su vida». Eulalia de Borbón tomó este último lema en su
famoso libro J´ai voulu vivre ma vie. 2
Los Infantes Eulalia y Antonio de Orleáns fueron objeto durante
su breve estancia, en Gran Canaria y en Tenerife, de un recibimiento
entusiástico. Las impresiones de este viaje son así «recreadas» por Doña
Eulalia en sus Memorias: Fuimos acogidos jubilosamente y me llamó mucho la
atención los ¡hurras! que nos daban miles de ingleses que habían invernado en
las islas y acudían al recibimiento. Después de recibir en el palacio del
Gobierno a las autoridades y representaciones distintas, escalamos al Teide y
regresamos a bordo para la larga monótona travesía.3
El programa se desarrolló conforme a un arquetipo que luego
sería utilizado en las posteriores visitas reales. La mañana del 24 de abril de 1893
fondeó en la bahía del puerto de La Luz el vapor Reina María Cristina. Nada más
desembarcar, fueron saludados por las autoridades, se dieron vivas a España, al
Rey y a los Infantes, ampliamente coreados por la multitud que allí se había
congregado. Seguidamente se trasladaron a la plaza de Santa Ana, donde fueron
recibidos por el alcalde accidental Diego Mesa de León, al frente del
ayuntamiento, el obispo y el presidente de la Audiencia. Tras la recepción,
penetraron bajo palio en la Catedral Basílica, donde se cantó un solemne Te
Deum. Luego visitaron el tesoro catedralicio. Más tarde, acompañados por el
alcalde y los próceres grancanarios, dieron un paseo por la ciudad, admirando
especialmente el monumental barrio de Vegueta; todavía, pudieron visitar el
Museo Canario, entonces ubicado en unas dependencias del palacio Municipal. La
gracia y el empaque de la joven pareja despertó la simpatía de la gente de a
pie, que recordó largamente los pormenores de esa ronda por el centro de su
histórica ciudad. Finalizado el recorrido, se trasladaron al palacio episcopal,
donde el obispo José Cueto y Díez de la Maza obsequió a los Infantes, y a su
séquito, con un espléndido almuerzo. Luego, tuvo lugar una breve excursión
campestre, al regreso de la cual asistieron a los diversos festejos organizados
en su honor, para, ya de anochecida, trasladarse al trasatlántico, que levó
rápidamente anclas y partió hacia Tenerife.
A Santa Cruz llegaron al amanecer del día siguiente, 25 de abril de 1893.
Al desembarcar, en el propio muelle los Infantes fueron saludados con el
ceremonial que la ocasión requería, por el capitán general, José López Pinto y
Marín Reina, y por el gobernador civil de la provincia, Julián Settier y
Aguilar. Tras la presentación a las diversas autoridades, revista de la fuerza
militar, se trasladaron, siempre entre el clamor popular, hasta la parroquia matriz
de Nuestra Señora de la Concepción, en la que tuvo lugar la solemne función
religiosa. Luego de una parada militar y desfile de las tropas de la
guarnición, recorrieron la ciudad, en compañía del alcalde accidental,
Francisco Delgado, con visita a los centros hospitalarios y culturales. Al mediodía se celebró un banquete
ofrecido por el ayuntamiento capitalino y por la noche, función de gala en el
teatro municipal.
Al finalizar la gala en el teatro municipal los Infantes se
retiraron directamente al Reina María Cristina. Al bajarse del coche, Doña
Eulalia se dio cuenta de que uno de los hilos de su collar se había roto y
desperdigándose las perlas; inmediatamente se inició la búsqueda y aunque en el
interior del vehículo se encontraron algunas, muchas habían desaparecido,
posiblemente en el trayecto. Comenzó un exhaustivo rastreo y, asombrosamente,
aparecieron todas las perlas. Rasgo de la honradez de los santacruceros que la
Infanta agradeció profundamente.
EXCURSIÓN A SAN CRISTÓBAL DE LA LAGUNA Y AL VALLE DE LA OROTAVA.
Al día siguiente salieron temprano de Santa Cruz y a primeras horas estaban ya
en La Laguna. En la plaza de San Cristóbal, fueron recibidos por la corporación
municipal presidida por Cirilo Olivera y Olivera, quien presentó a las diversas
entidades de la ciudad y a sus más ilustres conciudadanos. Desde allí, se
encaminaron a la entonces vetusta catedral, donde esperaba el obispo Ramón
Torrijos y Gómez con el cabildo catedralicio. Los Infantes penetraron bajo
palio en el templo, cantándose a continuación el Te Deum de rigor. A la salida,
se trasladaron al recién adquirido palacio episcopal —la antigua casa Salazar,
en cuya verja de entrada colocó ese obispo sus armas heráldicas—, donde se
sirvió un desayuno. Luego, siempre entre el aplauso de los laguneros,
recorrieron las principales vías públicas. Al punto, se despidieron y tras
agradecer las atenciones recibidas, continuaron camino al norte de la isla.
Al mediodía
de ese 26 de abril
de 1893 llegaron a La Orotava, la contemplación del Teide y del
famoso valle era el primordial objeto de esta excursión. En el punto en que
confluyen desde la carretera del norte los ramales de la Villa y del Puerto,
habían erigido un hermoso arco de camelias, junto al que esperaban, el alcalde,
Enrique de Ascanio y Estévez, al frente del Ayuntamiento, el clero, títulos del
reino, autoridades civiles y militares, vecindario de la Villa y de los pueblos
comárcales. Al detenerse el coche, la marquesa de La Candia, al frente de una
comisión de señoras4 ofreció a la Infanta un precioso bouquet,
mientras un grupo de niñas arrojaban flores a su paso, en medio de continuos
vítores y de los acordes de la banda de música. Desde el ramal se trasladaron
al «Gran Hotel y Sanatorium del Valle de Orotava», en el inmediato municipio de
Puerto de la Cruz. En los propios jardines fueron recibidos por el alcalde Luis
González de Chaves y Fernández. A continuación, en el interior del hotel, se
celebró un banquete, girando luego un paseo a pie, para regresar directamente a
Santa Cruz, y embarcar seguidamente en el Reina María Cristina.
Tanto en Tenerife como en Gran Canaria, Doña Eulalia entregó a
los alcaldes de todas las poblaciones visitadas importantes sumas para ayuda de
los más necesitados. La Infanta, conocedora como nadie de su oficio de princesa
se desenvolvió con el mejor estilo y exquisito tacto, dejando al abandonar el
Archipiélago grato recuerdo de su presencia. Al siguiente día, desde alta mar,
escribió a su madre, describiéndole la impresión que estas islas le habían causado.
Documento que recoge Marcos Guimerá Peraza5 en su obra El Pleito
Insular: La propia Infanta Eulalia ha contado su viaje, en dos libros suyos. En
una carta a su madre, Doña Isabel II, fechada en Tenerife el 27 de abril, se
refiere a la «manera tan entusiástica y espléndida con que hemos sido acogidos
en Las Palmas y en Santa Cruz de Tenerife, en esas dos Islas hermanas que, como
muchas hermanas, no siempre van perfectamente de acuerdo». Y en la misma carta
se refiere a «la penosa impresión que me produjo el poco interés que nuestros
compatriotas demuestran por estas Islas».
LA VISITA DE LA INFANTA ISABEL A TENERIFE Y GRAN CANARIA. Las
tres Infantas —Isabel, Paz y Eulalia— eran, sin embargo, mucho más que eso; eran las
hermanas, esto es, el ambiente vivo, íntimo y directo del Rey generoso que en
su tiempo supo encauzar en la Monarquía el olvido de los hechos pasados y la
modernidad y el sentido universal, injertos en un españolismo casi callejero; a
veces demasiado, de puro castizo.6
Gregorio Marañón Toledo, 1946.
Después del viaje triunfal de Alfonso XIII a Canarias, sería la
Infanta Isabel Francisca, en 1910, la inmediata persona de la real familia en
visitar Canarias. Pero ¿quién era la princesa que en esa ocasión nos visitaba?
María Isabel Francisca, «la Chata» para los castizos, con el «visto bueno» de
la interesada, se creyó siempre, con la mejor buena fe, la musa del casticismo
matritense, siendo como fue, al mismo tiempo, la más exigente ringorranguera y
etiquetera de la Real Familia7, era la hija primogénita de Isabel II
—nacida el 20 de
diciembre de 1851— y de Don Francisco de Asís, y fue dos veces
princesa de Asturias con derecho a la sucesión a la Corona de España, la
primera desde su nacimiento hasta el de su hermano Alfonso XII, en 1857, y la
segunda desde la ascensión al trono de este monarca, hasta que nació su sobrina
María de las Mercedes el 11 de septiembre de 1880. Luego, a la muerte de aquel
monarca fue oficialmente heredera de la Regencia, que ejerció su cuñada, la
reina viuda María Cristina de Austria. La Infanta Isabel contrajo matrimonio en
1868 con el príncipe Cayetano de Borbón Dos Sicilias, conde de Girgenti, y
enviudó en 1871 con sólo 19 años.
En 1902, una vez alcanzada la mayoría de edad por Alfonso XIII,
tras convertirse en rey de España, terminó la alta misión que las leyes
confiaban a la Infanta Isabel, como suplente de la regencia de España, por lo
que decidió abandonar el palacio real y vivir en una residencia propia, para lo
cual había comprado en junio de 1900 una gran casa ubicada en el número 7 de la
calle de Quintana. Ese palacete fue su
morada principal desde el año 1902 hasta el 17 de abril de 1931, tres días
después de proclamarse la segunda República cuando, anciana y moribunda, partió
voluntariamente al exilio. Falleció en París siete días después, el 23 de ese
mismo mes y año.
LA INFANTA ISABEL EN LA ISLA DE TENERIFE. Doña Isabel visitó
Canarias al regreso de su triunfal viaje a la República Argentina, como
embajadora extraordinaria del Rey y de España. Había sido el marqués de
Valdeiglesias, director del influyente
diario La Época, quien, discretamente, sugirió a Romanones la idea de que fuese
ella quien llevase la representación de España en la conmemoración del primer
centenario de su independencia.
El 15
de junio de 1910 apareció en la prensa8 de la capital
tinerfeña un edicto del alcalde accidental, José Hernández Alfonso, en el que
se anunciaba la visita real. Tres días más tarde de la publicación de ese
bando, a las siete de la mañana del sábado 18 de junio de 1910, fondeó en la
bahía del puerto de Santa Cruz el vapor Alfonso XII, que conducía, procedente
de Buenos Aires, a esa extraordinaria embajada española. Una hora después,
llegaron al desembarcadero Doña Isabel y su amplio séquito, integrado por un
conjunto de destacadas personalidades nacionales9, entre ellas, los
directores de los periódicos españoles de mayor tirada: La Época, El Imparcial,
La Correspondencia de España y ABC, pues por expreso deseo del Gobierno, se
quiso dar al viaje la mayor difusión.
LA LLEGADA. Una vez en tierra, en el propio puerto de Santa
Cruz, la Infanta fue recibida por las autoridades provinciales y locales, con
la protocolaria ceremonia que la ocasión requería, se dieron vivas a España, al
Rey y a la Infanta, ampliamente coreados por el gentío. Doña Isabel no era
baja, pero le hacía perder estatura su obesidad, «que, tras subrayar el rostro
con triple papada, enterrar el cuerpo en grasas y abultar los senos matroniles,
formaba prominente abdomen y abultadas caderas. Todo en ella era gordo y
exuberante; los brazos, las manos; el semblante, muy isabelino, donde bajo los
ojos azules —tales los de Carlos IV de Goya—, se situaba la nariz
insignificante, impropia de un Borbón, que le valiera el remoquete de «la
Chata». A pesar de que andaba con dificultad —defecto de las personas
voluminosas— cuando aparecía en público su empaque majestuoso, junto con la
sonrisa abierta y franca, le ganaba todas las simpatías, tanto del público
aristocrático como del jaranero y popular».10
En el muelle, tras pasar revista a la fuerza militar que le
rendía honores y saludar a la bandera, dio comienzo un apretadísimo programa
que se inició con el solemne canto de acción de gracias en la parroquia matriz
de Nuestra Señora de la Concepción e inmediatamente después tuvo lugar el
desfile de las tropas de la guarnición y, acto seguido, «recibió en Corte» en
los salones del palacio de la Capitanía General a los mandos militares
presentados por el capitán general Wenceslao Molins y Leamur y, a continuación,
al gobernador civil de la provincia de Canarias, Rafael Comenges y Dalmau, con
las autoridades civiles, presidentes de la Audiencia, jueces, cuerpo consular,
corporaciones y personas distinguidas residentes en la capital. A las once y
media, visitó el Museo Municipal, del que hizo grandes elogios; luego el
Hospital Civil, más tarde el de Niños, donde fue recibida por su director el
doctor Diego Guigou y Costa, Carmen Hamilton de Estarriol, presidenta de la
«Asociación Caritativa de la Infancia» —hija de Carmen Monteverde de Hamilton,
principal fundadora del «Hospitalito»—, y por la superiora de las Siervas de
María, que atendían ese centro; quedó admirada de la labor que se realizaba
allí y así se lo hizo saber a los responsables11. Luego estuvo en
las dependencias de Cruz Roja, en donde firmó en el mismo Álbum que se le había
presentado a su sobrino el rey cuando visitó Santa Cruz en marzo de 1906.
Siempre acompañada por su séquito, a continuación se trasladó al palacio de de
Diputación Provincial, cuyas instalaciones visitó.
A la una de la tarde dio comienzo un almuerzo, obsequio del
Ayuntamiento capitalino, celebrado en el gran salón del palacio municipal.
Sirvió el menú el hotel Quisisana y de su exquisitez dijo el Diario de
Tenerife: «basta decir que hizo honor, tanto en presentación como en calidad, a
la fama que aquel tiene». Finalizada la comida, un sexteto de cuerda, ubicado
en la parte alta del salón, ejecutó notables obras musicales, que fueron muy
del agrado de la Infanta, conocida melómana. Al levantarse de la mesa, tomó uno
de los ramos de flores que la adornaban, manifestando que se lo llevaba como
recuerdo de esta capital.
Terminado el convite, se dirigieron a la Escuela Superior de
Comercio, instalada en el piso superior del propio edificio. Para trasladarse,
en seguida, al colegio de la Asunción, donde tomó un descanso. Poco después de
las seis de la tarde llegaron al Real Club Tinerfeño, en el cual se celebró un
festival marítimo en su honor. En la terraza y salón del Club aguardaban a Doña
Isabel distinguidas señoras y señoritas de la capital, con las autoridades
provinciales y casi todo el elemento que constituía la Misión diplomática. El
numeroso público congregado aplaudió y vitoreó la presencia de la Infanta,
quien tomó asiento en la terraza para presenciar la interesante regata de dos
falúas tripuladas y patroneadas por «guapísimas señoritas». La Infanta, que era
muy amiga de los deportes —caballos, carreras, alpinismo— cuando aún en España,
no ya por las mujeres, sino ni siquiera por los hombres, apenas se practicaban,
disfrutó mucho con el espectáculo. Pocos minutos después de finalizar la prueba
abandonó la sociedad. Al despedirse, expresó su satisfacción por el convite y
las atenciones que tanto el presidente, Ángel de Villa y López, como los socios
del Club, le habían brindado.
A las nueve en punto de la noche, todo estaba listo en el
Alfonso XII para la cena de gala en honor a las autoridades provinciales, las
mismas que habían asistido ese mediodía
al almuerzo ofrecido por el Ayuntamiento. Por expreso deseo de los marqueses de
Comillas, propietarios de esa naviera, el Alfonso XII había sido lujosamente
redecorado, dotado con unos excepcionales servicios de mesa de plata, vajillas
de porcelana, todo al cuidado del personal más cualificado de la compañía. En
ese suntuoso espacio aguardaba la Infanta a sus invitados, con su traje de
corte, vestimenta que ella gustaba de colores intensos, aunque compaginara mal
con su reciedumbre y edad; alhajada con suntuosas joyas, bandas, grandes cruces,
mezcladas a voleo, que daban a su imagen una apariencia barroca. Con
cuchufleta, al retratar la cotorra dice Valle Inclán en su Bestiario: «Ese
animal que lleva un viejo vestido de la Infanta Isabel». La cena resultó
magnífica, música incluida, todo en una atmósfera de la más franca cordialidad,
en la que la anfitriona evidenció su gran estilo y perspicacia mundana,
fascinando al «todo Santa Cruz», tanto a los leales monárquicos como a los
republicanos tenaces, que lo cortés no quita lo valiente.
En Santa Cruz la jornada era festiva y el paseo por la plaza de
la Constitución estuvo sumamente concurrido, amenizándolo la banda municipal
que hizo una selecta «tocata». La iluminación eléctrica, que aún producía
asombro, alcanzaba a la totalidad de esa plaza y a la inmediata calle del
Castillo. La de la Constitución, hecha por la Compañía Eléctrica para la
ocasión, combinaba con lamparillas de colores —además de los catorce arcos
voltaicos— formando guirnaldas que resultaban de gran efecto. Las de la calle
del Castillo y Rambla de Pulido, que corrieron a cargo de la Compañía del
Tranvía, eran también de lamparillas de colores, formando la bandera nacional y
la matrícula de Tenerife. El decorado general de la calle del Castillo era
asimismo muy lucido. Estaban especialmente iluminados el Ayuntamiento, la
Capitanía General, el Gobierno Civil, el Club Inglés, el Casino Principal,
Gobierno Militar, Comandancia de Marina, los almacenes del Sr. Ruiz Arteaga en
el muelle, y muchos edificios públicos y gran número de particulares.
VISITA A LA LAGUNA Y AL VALLE DE LA OROTAVA. El 19 de junio 1910,
desde muy temprano todo era actividad en el Alfonso XII, de tal modo que a la
hora prevista para la salida —las ocho de la mañana— estaba ya la señora en el
desembarcadero, ataviada con traje de viaje y gran sombrero, lista para iniciar
la excursión. De Santa Cruz salieron en el tranvía eléctrico, y a las nueve
estaban ya en La Laguna. Desde la plaza de San Cristóbal, seguida de una
compacta muchedumbre, se dirigió al santuario del Santísimo Cristo, donde la
esperaba el obispo Nicolás Rey Redondo, con el cabildo catedralicio, bajo palio
fue conducida hasta el interior del templo, cantándose a continuación el
acostumbrado Te Deum. Fuera, una compañía de Artillería con bandera le rindió
los honores de ordenanza. Después, se encaminó al palacio episcopal; allí se
sirvió un desayuno, e inmediatamente recorrió la comitiva varias calles,
visitando las obras de la Catedral y el Instituto de Canarias. Luego dio un
breve paseo por la Vega lagunera y antes de marcharse entregó al alcalde un
donativo de mil pesetas para ayuda de los más necesitados del municipio. A las
once se subió nuevamente al tranvía eléctrico que la llevaría hasta la
terminal, en Tacoronte, para desde allí continuar, en automóviles, hasta el
Valle de La Orotava.
EN EL PUERTO DE LA CRUZ Y EN LA VILLA DE LA OROTAVA. A la una de
la tarde llegaron al Grand Hotel Humboldt, enclavado en el municipio portuense,
cuyo patio se hallaba lujosamente engalanado; en la entrada principal fue
recibida por el alcalde, Felipe Machado y del Hoyo, el ayuntamiento en pleno,
los más destacados portuenses y la colonia extranjera. El almuerzo que se
sirvió en el salón de honor resultó del agrado de todos, elogiando los
expedicionarios la magnífica calidad de las viandas y la destreza del servicio.
Después se trasladó al Puerto, por un camino adornado con postes y banderolas,
que presentaban un alegre aspecto, siempre entre el calor popular recorrió las
principales calles hasta la iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Peña de
Francia, en cuya puerta fue recibida por el párroco, entrando en el templo con
el ceremonial acostumbrado. A las tres de la tarde fue despedida en la plaza de
la iglesia, dirigiéndose a La Orotava, no sin hacer antes al alcalde un
donativo de doscientas pesetas para los más necesitados.
Camino a la Villa se detuvo en el Jardín Botánico, cuyas
instalaciones recorrió complacida. A las cuatro y media de la tarde llegó al
centro urbano de La Orotava. En la plaza de la Constitución, fue recibida por
el ayuntamiento, presidido por el joven abogado y flamante alcalde, Agustín
Hernández y Hernández (1880-1953), las autoridades militares y judiciales,
representaciones de los diversos centros culturales y sociales12.
Seguida de un gentío que no cesó de vitorearla, continuó a pie por las calles
de San Agustín, Agua e Iglesia, totalmente cubiertas con artísticas alfombras
de flores y cuyas casas estaban adornadas con ricas colgaduras y banderas,
hasta la parroquia matriz, ante cuya puerta principal le aguardaba el párroco,
junto con el clero regular del arciprestazgo. Luego de la solemnidad, oró unos
instantes, y más tarde se trasladó al hospital de la Santísima Trinidad, que
visitó detenidamente y asimismo el asilo de de inválidos13; ambas
instituciones atendidas por las Hermanas de San Vicente de Paul. Desde la calle
de San Francisco se dirigió al palacio municipal, en cuya plaza contempló la
monumental alfombra de flores confeccionada en su honor por Felipe Machado y
Benítez de Lugo14. El tapiz llamó poderosamente la atención de la
Infanta, que manifestó «no tener palabras con que ensalzar la grandiosidad de
lo que veía». Luego de una visita al edificio del Ayuntamiento, cuyos salones
habían sido decorados por una comisión ciudadana, expresamente formada para la
ocasión15, se trasladó a la inmediata Hijuela del Jardín Botánico,
donde se celebró un suculento garden party, amenizado por la banda municipal
dirigida por el maestro Tomás Calamita. Regocijo público, que sirvió de oficial
inauguración de ese jardín de aclimatación, a la cual, a más de las autoridades
de la Villa, asistieron las de Puerto de la Cruz y numerosos invitados.
Terminada esa celebración, Doña Isabel inició su camino de vuelta a Santa Cruz,
no sin antes entregar al alcalde un donativo de quinientas pesetas para los
pobres de la localidad.
Regresó a la capital por los mismos medios de transporte,
automóvil y tranvía. A su vuelta por La Laguna, su paso fue desbordado por el
entusiasmo popular. A las 9 de la noche entró la comitiva en Santa Cruz. Nada
más aparecer el tranvía en los Cuatro Caminos, fue saludado con una descarga de
cohetes que resultó de sorprendente efecto, mientras la multitud que allí
esperaba prorrumpía en aclamaciones. Centenares de bengalas y antorchas
rodeaban el coche, en tanto que la banda municipal ejecutaba alegres
pasacalles. En la plaza de la Constitución le aguardaba un inmenso gentío.
Desde los balcones del Casino, las señoras y señoritas que allí se hallaban,
prorrumpieron en vivas a España, al Rey y a la Infanta. Seguidamente entró en
el Casino Principal, en cuya puerta fue recibida por su director Arturo
Ballester y Martínez Ocampo, acompañado por la junta directiva16, al
entrar se le tributó una gran ovación, al tiempo que una orquesta interpretaba
en su honor selectas piezas. La Infanta permaneció sólo breves minutos en esa
lucida reunión con la que concluía la jornada oficial, marchando enseguida
hacía el barco atracado en el puerto.
Antes de partir entregó al alcalde accidental, el señor Hernández
Alfonso, la cantidad de dos mil pesetas para que las distribuyera entre los
necesitados en la forma que dicha autoridad estimara conveniente. Allí fue
despedida, por una compañía de Infantería con bandera le hizo los honores, al
tiempo que recibía la última demostración de entusiasmo popular. Nada más
embarcar el Alfonso XII levó anclas y partió rumbo a Las Palmas de Gran
Canaria.
LA INFANTA ISABEL EN LAS PALMAS DE GRAN CANARIA. Ese día los
periódicos locales daban la bienvenida a la popular princesa española de forma
muy destacada. El Diario de Las Palmas le dedicaba la primera página al
completo, con sendos artículos titulados «La llegada de La Infanta»; una
semblanza biográfica «La Infanta Isabel»; un poema de Osmundo B. Gutiérrez
—tomado de la prensa de Buenos Aires—, a más de una salutación y un editorial
que calificaba su visita de «suceso Histórico». Los preparativos para el
recibimiento fueron grandes y la ciudad ofrecía un extraordinario aspecto
festivo.
El Alfonso XII recaló por la punta de La Isleta a las 7 de la
mañana del martes 20
de junio de 1910. Después de tomar fondear, cruzaron por su costado
gran número de remolcadores y embarcaciones menores, todos empavesados, desde
donde se aclamaba con entusiasmo a la Infanta.
El recibimiento de la ciudad de Las Palmas fue según las
crónicas grandioso: Desde que la Infanta se dirigió al desembarcadero se oyó un
viva a España, al Rey y a la Infanta. Los fuertes hicieron las salvas de
ordenanza y las músicas tocaron la marcha real. Después de revisar las fuerzas,
subió al carruaje del Alcalde en unión de éste, de la marquesa de Nájera y del
Embajador señor Pérez Caballero formándose con el mayor orden la brillante
comitiva.
Abría la marcha en el que iba el gobernador y el Delegado del
Gobierno. Mas de doscientos carruajes seguían al que conducía a Doña Isabel y
muchos miles de personas han presenciado su paso por las calles. Los balcones y
ventanas, atestados de gente lucían vistosas colgaduras. La entrada en la calle
mayor de Triana resultó hermosa y brillantísima. Bajo una lluvia incesante de
flores, entre vítores y aplausos, la augusta dama pasó sonriendo, saludando a
todos, demostrando la satisfacción que le producía aquella elocuente
manifestación de cariño y cortesía del pueblo. El pueblo escoltó y rodeó su
carruaje y la vino acompañando a pie desde el puerto.17
EN LA CATEDRAL. Después de atravesar los arcos de triunfo
levantados en su honor, llegó a la plaza de Santa Ana. Delante de la Basílica
fue recibida por el Ayuntamiento bajo mazas, Adolfo Pérez Muñoz, obispo de
Canarias y senador del Reino, con su Cabildo Catedral, y conducida bajo palio
al interior del templo. Allí ocupó el solio a la derecha del altar mayor y acto
seguido la orquesta y el coro de la Filarmónica ejecutó un Te Deum compuesto
por el maestro Valle. Terminada la función religiosa visitó el tesoro
catedralicio, saliendo posteriormente del templo a pie en dirección al cercano
palacio episcopal, entre un gentío que no cesaba de aclamarla.
En seguida se verificó la parada militar y a continuación una
recepción, que resultó muy brillante, una selecta concurrencia llenaba el
salón; figuraba todo el elemento oficial, el Ayuntamiento, la Audiencia, los
gentilhombres y títulos de Castilla, el cuerpo consular, los diputados provinciales,
el Cabildo Catedral, corporaciones civiles, el elemento militar y las más
relevantes personalidades sociales. Luego, recibió a una numerosa comisión
formada por obreros, carboneros y cargadores portuarios, interesándose
vivamente por sus asuntos y problemas.
Finalizado ese acto, pasó al palacio municipal, se detuvo en el
Museo Canario, que examinó complacida, admirando algunas de la curiosidades
expuestas y estampando su firma en el libro de autógrafos de esa entidad, como
lo hicieron a continuación las personalidades de su séquito. Siguió la visita a
los hospitales de San Martín, de San Lázaro y Asilo de San Antonio, que elogió
convenientemente, admirándose —así se lo hizo saber a Sor Brígida, directora
del orfanato— que con tan escasos medios económicos como los que disponían esas
instituciones pudieran hacerse esos «milagros». La banda de niños del Asilo de
San Antonio le tributó honores. Al finalizar el recorrido, Doña Isabel
manifestó la gratísima impresión que la ciudad de Las Palmas le había causado.
Más tarde tuvo lugar, en el palacio episcopal, un almuerzo
«íntimo», de veinte cubiertos. A su término, se dirigió al colegio del Sagrado
Corazón. En el jardín de entrada del Sagrado Corazón fue recibida por la
superiora, comunidad y alumnas; y en el salón de actos de aquel centro de
enseñanzas, Nieves Martínez y Bravo de Laguna le leyó una salutación;
seguidamente Candelaria del Castillo y del Castillo, también alumna de colegio,
le hizo entrega de un hermoso ramillete de flores.
Posteriormente se dirigió al hotel Santa Catalina para asistir
al Garden Party organizado en su honor por la colonia inglesa. El té reunió a
la primera sociedad de Las Palmas y resultó muy agradable, no sólo por la
elegancia de los trajes y lo esmerado del servicio, sino por la animación que
reinó. Posteriormente regresó al Palacio episcopal donde, en unas habitaciones
destinadas a su descanso que habían sido especialmente amuebladas por una
comisión de señoras18, permaneció un largo rato.
A las 8 en punto de la noche llegó la Infanta, acompañada por su
séquito al palacio Municipal para asistir al banquete de gala que se celebraba
en su honor. En aquel momento la banda de música y la orquesta interpretaron al
unísono la «Marcha Real». La plaza de Santa Ana, al igual que el centro de la
ciudad, lucía extraordinaria iluminación y se encontraba ocupada por una gran
concurrencia, que saludaba con aplausos la presencia real. El banquete, fue
preparado por el Hotel Continental y servido en el «salón dorado» de ese Ayuntamiento, decorado
por Néstor Martín y Alfonso Morales Suárez19.
El corresponsal del Diario de Las Palmas dijo: El golpe de vista que ofrecía era grandioso.
El dorado de la sala deslumbraba. Sobre los capiteles de las columnas que
forman los huecos de las puertas lucían llenos de luces y flores, artísticos
jarrones blancos con las insignias de las órdenes militares, castillos y leones
y otros atributos del Escudo Real de España. En el fondo del poniente,
destacaba un gran escudo de España, hecho con flores, y con sus verdaderas
tonalidades, esmaltado con lámparas eléctricas de colores. Era el tal escudo
una obra de arte.
El adorno de la mesa era sencillo, pero muy artístico. En el
sitio principal destacábase un centro de mesa de plata, y a todo lo largo de la
mesa candelabros eléctricos del mismo metal.
La orquesta interpretó selectas obras de música que fueron muy
del agrado de la señora.
La cena terminó cerca de las diez y media. Al salir, al igual
que a su llegada, fue despedida con la «Marcha Real» y salvas de aplausos,
repitiéndose las ovaciones al embarcar por el Club Náutico para dirigirse al
Alfonso XII, donde pernoctó. Los principales edificios del centro de la ciudad
lucían iluminaciones extraordinarias, entre ellos el palacio municipal y el
Gabinete Literario.
LA ANÉCDOTA: VENGANZA CONTRA UN GOBERNADOR. A la mañana del día
siguiente, miércoles 21
de junio de 1910, tuvo lugar una gira campestre y posterior
almuerzo en el Hotel Santa Brígida, finalizado el cual regresó a Las Palmas. El
viaje de la Infanta lógicamente tenía gran resonancia política, con eco en las
más elevadas esferas del poder. Eran tiempos de lucha por la división política
del Archipiélago en dos provincias y «la pajarera canaria hallábase
alborotada». En el séquito figuraba el gobernador civil Rafael Comenges y
Dalmau, quien se había trasladado desde su residencia oficial en Santa Cruz de
Tenerife. Comenges era notable periodista, de brillante historial en la prensa
madrileña, además de persona agradable y culta; había provocado, no obstante, la
hostilidad de los divisionistas, mostrándose opuesto a ese proyecto y
telegrafiando al Gobierno en contra de éste. Esas opiniones fueron conocidas en
Las Palmas donde se tildaron de inoportunas e impertinentes. Fue suficiente
para que al verlo en la comitiva le hicieran varios desaires, pero esa tarde,
de regreso al desembarcadero, el gobernador ocupaba el coche que precedía al de
la Infanta y al pasar ante el Gabinete Literario, desde esa sociedad le dieron
una silba escandalosa, que se trocó en aplausos al pasar Doña Isabel: Estaba en
máxima efervescencia el periodo de rivalidades interinsulares, con largas y
estridentes etapas, y la aptitud de Comenges se interpretó aquí en sentido de
abierta oposición a las aspiraciones divisionistas. La protesta se organizó
dando el resultado apetecido. Al paso de la Infanta se oían vivas, resonando
mueras vehementes al lado del coche que conducía al Gobernador, aprovechándose
el estado de opinión existente para manifestarle el desagrado de su presencia y
actuación.20
Prevenida de lo que ocurría, la Infanta, que se parecía en
muchos rasgos a la reina Isabel II, a quien también recordaba tanto en el
aspecto como en los modales, ocurrentemente calificó a la pita de «número
extraordinario» de los festejos organizados en su honor». Si bien, acto seguido
—era lo que se dice vulgarmente «muy mandona»—, ordenó a Comenges que
abandonase el séquito21. Así prescindió del gobernador durante el
corto tiempo que restaba de su estancia en Las Palmas, y éste fue destituido
poco después.
A las 3 de la tarde comenzó un té ofrecido a bordo del Alfonso
XII, obsequio de Doña Isabel a la autoridades e ilustres canarios que con tanto
desvelo la habían atendido. Ese fue el último acto de esta histórica visita.
Antes de despedirse hizo entrega al alcalde de una importante suma para socorro
de los más necesitados, y esa misma noche partió el trasatlántico destino a
Cádiz.
REGRESO A LA PENÍNSULA. En Madrid continuó invariable su
programa oficial. «Las puertas de su casa habrán visto desfilar no sólo a todas
las personas reales españolas y extranjeras que llegaban a Madrid, sino también
a la aristocracia titulada y sin titular; a la alta burguesía y, a veces, a la
media; a los artistas eminentes protegidos de la señora, como López Mezquita,
Andrés Segovia y otros más que le debieron sus carreras»22. Doña
Isabel fue siempre muy rumbosa y generosa de sus dineros, socorría con
esplendidez a cuantos se acercaban a ella; en caridades, pensiones y becas se
le iba la «lista civil», como se le fue el medio millón heredado de su
madre.
Ésta era la Infanta que los madrileños contemplaban con más
frecuencia en sus fiestas, en Carnaval, en la verbena de San Antonio o en la
pradera de San Isidro; siempre en coche descubierto, aunque nevase o el sol
abrasara. El pueblo, que la quería, solía piropearla, y ella se mostraba
encantada con homenajes y coplas: ¡Olé la Infanta torera! / Le gritan por
Alcalá / Y un suspiro se le escapa / Sin poderlo remediar…
El presidente Alcalá Zamora, que la conocía y respetaba, inquieto
por el penoso estado de esta Infanta, amada por el pueblo, quiso ahorrarle las
amarguras del exilio y le aseguró que no sería molestada y podía quedarse en
Madrid, en tanto que el resto de la familia real tomaba el camino de Francia.
Pero ella, no quiso aceptar ese ofrecimiento y prefirió seguir el destino de
los suyos. Pobre, vieja, enferma, su misión en la vida había terminado con la
caída de la Monarquía. Siete días después, en una tarde gris de París, en una
humilde celda del convento de Auteuil, donde buscara refugio, casi sola, con el
alma en paz, porque a nadie hizo daño y a muchos bien, se extinguió dulcemente,
sin dolores ni sacudidas, la buena Infanta, lejos de los Madriles de sus
amores, el 23 de
abril de 1931.
COLOFÓN. Si bien en tiempos pretéritos las visitas a las
«remotas» Islas Canarias eran escasas, hoy son por el contrario muy frecuentes.
A medida que se han desarrollado y multiplicado los medios de transporte y, en
general, las comunicaciones, el conocimiento de este Archipiélago ha ido
creciendo, hasta convertirse en habitual destino de excursiones de reyes, jefes
de Estado, príncipes y prominentes personalidades de la política, de las letras
y de las diferentes ramas del saber y del trabajo, además, claro está, de todo
tipo de gentes que vienen en busca de nuestro clima, de nuestros paisajes y de
la idiosincrasia de nuestro pueblo. En el presente, cuando estas Islas tienen
en la industria turística su principal reclamo y fuente de riquezas, tratar de
inventariar las nuevas «Recepciones Reales», dado su gran número, se
convertiría en un trabajo ímprobo y es posible también que carente del interés
intrínseco de aquellas primeras, ya históricas, con un profundo calado en la
vida social de la comunidad canaria. Cada época es, a fin de cuentas, una forma
de vida en común para mujeres y hombres, posee sus propios impulsos y sus
singulares modos de expresarlos. A pesar de todo, los símbolos que estos
personajes encarnaban y encarnan, remotos y caducos en ciertos aspectos,
actualizados en parte por nuestra historia más reciente, no dejan de tener aún
algo del brillo que un día poseyeron,
rutilante, en la vida política y social, como también en la mundana, de la
época. Son en cierta medida conceptos intemporales, inveteradamente aceptados,
que se reavivan al abrigo de acontecimientos actuales que movilizan, con signos
diversos, nuestras conciencias, y que, al estar originados en lo profundo de
las personas, muestran rasgos elementales de la condición humana.
Notas.
1. Gregorio Marañón, «Prefacio». Melchor de Almagro San Martín,
Crónica de y su linaje, Madrid, 1946,
págs.11-12.
2. «Recuerdo de una Infanta», ABC, Madrid, 11 de marzo de 1958.
3. Doña Eulalia de Borbón, Infanta de España, Memorias, Madrid,
1991, pág. 180. Doña Eulalia fue estudiosa y ágil escritora, además de Las
Memorias de Doña Eulalia de Borbón ex-Infanta de España; editadas en 1935,
modificadas parcialmente y reeditadas (1942, 1950, 1954, 1958, 1967, 1986 y
1991) con el nuevo título de de Memorias de Doña Eulalia de Borbón, Infanta de
España, que ha constituido su libro más difundido; es autora de Au fil de la vie, obra publicada en
París en 1911, bajo el pseudónimo de «condesa d´Ávila» obra que, por lo
polémico de su contenido, le granjeó muchas enemistades y una orden de destierro.
Otras publicaciones suyas son Para la mujer—adaptación española de Au fil de la
vie— impresa en Barcelona (1946), y Cartas a Isabel II. 1893. (Mi viaje a Cuba
y a Estados Unidos) Barcelona (1949) quizás la más sincera e intimista de todas
ellas.
4. Formaban esa comisión de señoras: la marquesa de La Candia,
Julia Lugo de Monteverde; Rafaela García de Ponte, Magdalena Brier de Benítez
de Lugo, Manuela Llarena de Zárate, Catalina Monteverde de Llerena, Beatriz
Méndez de Machado, Herminia Ascanio de Méndez, Concepción Marina Benítez de
Lugo, Candelaria Méndez de Zárate, Catalina Monteverde del Castillo, Luisa
Machado de Cullen, Nieves Gough de Benítez de Lugo, Margarita Zárate, Fermina
Monteverde, Micaela de Martínez de la Peña, y Quirina Fuentes de Casañas.
5. Guimerá Peraza, Marcos: El Pleito Insular. 1808-1936, Santa
Cruz de Tenerife (1976), pág. 214.
6. Gregorio Marañón «prólogo», a Crónica de y su linaje, de Melchor de Almagro San
Martín, Ediciones Atlas, Madrid (1946), págs. 11-12.
7. F. C. Sainz de Robles, Federico Carlos, Madrid. Crónica y guía de
una ciudad impar, Madrid, Espasa Calpe (1962), pág.148.
8. La visita a nuestra ciudad, de paso para la Península de Su
Alteza la Infanta Doña Isabel de Borbón, la alcaldía ruega con el mayor
encarecimiento a estos habitantes que dispongan el adorno e iluminación de las
fachadas de sus casas durante los pocos días que dicha Serenísima Señora
permanezca en la población. Espero del patriotismo nunca desmentido del
vecindario que secundará estos deseos de la Alcaldía que son a la vez los del
Excmo. Ayuntamiento; coadyuvando así, al mayor esplendor y lucimiento de los
festejos que se celebrarán en honor de tan elevada representación de la Madre
Patria.
9. Componían el séquito: Dolores Balazant y Bretagne, marquesa
viuda de Nájera, dama de honor de la Infanta; Alonso Coello de Portugal, conde
de Pozo Ancho del Rey, intendente de Doña Isabel; Juan Pérez Caballero, el
embajador extraordinario, que acababa de ser ministro de Estado; Francisco
Echagüe, teniente coronel, ayudante de S. M.; Eduardo García Comyns, agregado
diplomático; el dramaturgo y académico de la Española Eugenio Sellés y Ángel,
marqués de Gerona, que había sido gobernador civil de Canarias en 1872, durante
el reinado de Amadeo I; el insigne inventor Leonardo Torres Quevedo, de la Real
Academia de Ciencias; Eugenio Rivera, arquitecto; y el escultor Gonzalo Borrás,
en representación de los pintores y artistas españoles.
La comisión militar la formaban: el general de división Manuel
Benítez Parodi; José Ferrer, capitán de navío de primera clase; el coronel
Cavalcanti, en representación del arma de Caballería; Benigno García Cabrera,
teniente coronel de Estado Mayor; Francisco Coello, comandante de Artillería;
el marqués de Castejón, capitán de Ingenieros; y Antonio Tovar, capitán de
Infantería. La comisión de Prensa de Madrid, que acompaña a la Infanta, estaba
formada por Alfonso Rodríguez Santa María en representación de ABC [Prensa
Española] y de la Prensa de provincias; Luis López Ballesteros, director de El
Imparcial; Leopoldo Romero, director de La Correspondencia de España; y el
marqués de Valdeiglesias, director de La Época.
10. M. de Almagro San Martín [opus cit] págs. 81-83.
11. VVAA: Cien años de Pediatría en Tenerife, Fundación Canaria
de Salud y Sanidad, Santa Cruz de Tenerife, 2001.
12. Las personas convocadas fueron: juez de primera Instancia e
Instrucción de este partido; Juez municipal; registrador de la Propiedad;
director del Hospital de esta Villa; director del Casino de Orotava, presidente
del «Liceo de Taoro»; presidente de la Sociedad de Socorros Mutuos; presidente
de la Cámara Agrícola Oficial de La Orotava; Domingo Salazar y Cólogan,
diputado provincial; presidente, magistrados y fiscal de la Sección de la
Audiencia provincial que actúa en esta Villa; cura párroco de Nuestra Señora de
la Concepción; cura párroco de San Juan Bautista; director del periódico
Arautápala.
13. La sociedad de Beneficencia «La Caridad» había sido fundada
en 1883. El 5 de
julio de 1910 la tesorera Catalina Monteverde y del Castillo acusa
recibo de Concepción Benítez de Lugo, viuda de Benítez de Lugo, presidenta de
esa Sociedad, por la entrega del alcalde, Agustín Hernández y Hernández, de la
cantidad de doscientas pesetas; suma que dicho señor dedicó a ese «Asilo de
inválidos del trabajo», de las quinientas que dejó la Infanta Isabel para los
pobres de esta localidad.
14. Comisión para las alfombras de flores: Felipe Machado y
Benítez, José Monteverde y Lugo, Lorenzo Machado y Benítez, Agustín Monteverde
y Lugo, Guzmán Codesido Varela, Antonio Monteverde y Lugo.
15. Comisión para el decorado del edificio municipal y
organización del té: Felipe Machado y Benítez, Fernando Méndez y León, Tomás
Pérez Acosta, José Monteverde y Lugo, Lorenzo Machado y Benítez, Agustín
Monteverde y Lugo, Félix Ascanio y Poggio, José Lugo y Massieu, Lorenzo Machado
y Méndez, Melchor de Zárate y Méndez. Para el engalanado de edificios públicos
y casa particulares: Domingo García González, Cándido Pérez y Estrada, Tomás
Ascanio y Méndez, y Casiano García Feo.
16. En ese día constituían la junta directiva del Casino de
Tenerife los siguientes señores: director, Arturo Ballester y Martínez Ocampo;
1er vicedirector, Diego Crosa Izquierdo; 2º vicedirector, Miguel
Díaz Llanos; tesorero, Luis Moreno Alcántara; contador, Ángel Crosa y Costa;
vicecontador, José Siliuto González; bibliotecario, Arturo Rodríguez Ortiz;
secretario, José Maldonado Dugour; vocal, José Clavijo y Clavijo; vocal,
Esteban Mandillo y Tejera; vocal, Julio Fuentes Serrano.
17. Diario de Las Palmas (Las Palmas de Gran Canaria), 21 de junio 1910.
18. Las decoradoras del palacio Episcopal fueron: Dolores
Manrique de Lara y sus hijas; la señora del Castillo de Castillo; la condesa de
la Vega Grande; señoras de Massieu de Orozco; Quintana de Bethencourt, y Durán
de Zárate.
19. A la derecha de la Infanta se sentaron el Obispo, la condesa de
la Vega Grande, el embajador Pérez Caballero, y el conde de la Vega Grande,
gentilhombre de Cámara y caballero de la Orden de Calatrava. A la izquierda,
Wenceslao Molins y Leamur, capitán general de Canarias; la marquesa de Guisla,
Rafael Comenges y Dalmau, gobernador civil de la provincia; la señora de
Navarro, esposa del comandante de Marina, y Alonso Coello de Portugal, conde de
Pozo Ancho del Rey. A la derecha del alcalde Felipe Massieu y Falcón, la
marquesa de Nájera, Ubaldo Sánchez, presidente de la Audiencia; la marquesa de
Acialcazar, el general Hernández de Velasco, el general Benítez Parodi. A la
izquierda, Dolores Manrique de Lara del Castillo, Eugenio Sellés, marqués de
Gerona; señorita Mercedes Hernández de Velasco, Adán del Castillo; señora
Sánchez, esposa del presidente de la Audiencia; general Sierra y el marqués de
Guisla, gentilhombre de Cámara y presidente de la Junta del Puerto de la Luz.
Además de los citados, en el banquete ofrecido por el Ayuntamiento de Las
Palmas, se sentaron a la mesa los señores que a continuación se relacionan: el
marqués de Acialcázar y gentilhombre de Cámara; Francisco Bethencourt y
Montesdeoca, marqués de Casa Córdoba, cónsul de Inglaterra; general Hurtado de
Mendoza, jefe de Estado Mayor de la Capitanía General de Canarias; arcipreste
de la Catedral; vicepresidente de la Diputación Provincial; cónsul de Francia;
marqués de Valdeiglesias; Dionisio Ponce, comandante de Marina; Pedro del
Castillo; coronel del Regimiento de Infantería, fiscal de Su Majestad, delegado
del Gobierno, Francisco Sánchez, teniente coronel de Estado Mayor de Gran
Canaria; Francisco López Álvarez, ingeniero de Obras Públicas; juez de
Instrucción; Jesús Ferrer, capitán de Estado Mayor; señor García Cabrera,
ingeniero de la junta de obras; inspector de Sanidad Militar; señor Deschamps,
capitán del Alfonso XII; presidente de la Cámara de Comercio; Graciliano
Fernández Madan, diputado provincial; teniente coronel Echagüe, coronel Moya,
Vicente Díaz Curbelo, teniente coronel de Caballería de Gran Canaria; Francisco
Betancourt y Armas, presidente de la Cámara Agrícola; Alfredo Bethencourt,
presidente del Club Náutico; Andrés Orozco, Edmoud Mendoza, director de la
Escuela Industrial; marqués de Castejón; Ramón Cañal, jefe de Telégrafos;
auditor de Guerra, señor García Campos, director de la escuela Normal; capitán
Tovar; Mauricio Pobil, Mr. Guillermo Seddón; administrador de Hacienda,
ayudante del general Sierra, Alfredo Sáenz de Santa María, ayudante del capitán
general; Miguel Manrique de Lara, Salvador S. Pérez, capitán de la Guardia
Civil; Molins, teniente de Cazadores; y los directores de El Día y Diario de
Las Palmas.
20. Jorde, «Visión retrospectiva y venganza contra un
gobernador», Diario de Las Palmas, sábado, 2 de julio de 1955.
21. Navarro y Ruiz, Carlos, Páginas históricas de Gran Canaria,
Las Palmas (1933), págs. 244-245.
22. María José Rubio, opus cit, pág. 381.
BRUNO JUAN ÁLVAREZ ABRÉU
PROFESOR MERCANTIL
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