martes, 3 de octubre de 2017

BREVÍSIMO CATÁLOGO DE REALEJEROS ILUSTRES



El amigo de la infancia de La Villa de La Orotava; ANTONIO LUQUE HERNÁNDEZ. Remitió entonces (13/01/2001) estas notas que tituló; “BREVÍSIMO CATÁLOGO DE REALEJEROS ILUSTRES”
PUBLICADAS EN <EN LA PRENSA>, EL DÍA (SANTA CRUZ DE TENERIFE), SÁBADO 13 DE ENERO DE 2001: “…Los catálogos biográficos son una vieja tradición de la historiografía canaria que inició el realejero José de Viera y Clavijo con la publicación en Madrid, el año 1783, de la Biblioteca de Autores Canarios incluida en el tomo cuarto de sus Noticias de la Historia Gene­ral de las Islas de Canaria. Con tan bri­llante «preludio» no puede sorprender la abundancia y calidad de los prontuarios subsiguientes, entre los que mencionare­mos: Biografías de canarios célebres, de Agustín Millares Torres; Ensayo de una bio bibliografía de escritores naturales de las Islas Canarias (siglos XVI, XVII Y XVIII), de Agustín Millares Carlos; La Literatura en Canarias (del siglo XVI al XIX), Índice cronológico de pintores cana­rios e identificación histórica de algunos de los Conquistadores que incluye Viana en el canto IX de su Poema, los tres de María Rosa Alonso; Antología de la poe­sía canaria, de Domingo Pérez Minik; los Fastos Biográficos de La Palma, de Jaime Pérez García; y últimamente Orotavenses ilustres, de Melchor de Zárate y Cólogan, relación incluida en mi libro La Orotava, corazón de Tenerife, todo ello sin omitir, naturalmente, el Nobiliario de Canarias, la más extensa galería de canarios ilustres jamás publicada, obra iniciada por Fran­cisco Fernández de Betancourt, amplia­da y actualizada en los años 1952-1967, por una junta de especialistas coordina­dos por Juan Régulo Pérez. A los estu­diosos del pasado les brindo en esta nómi­na un curioso manuscrito titulado Noticias de los primeros vecinos de Los Realejos de Tenerife u abecedario de /os antiguos oficios ó escribanías de los propios Realejos y otras citas, legajo hoy conservado en el Archivo de la santacrucera parroquia de La Concepción, fondo Hardisson, que  perteneció a Pedro González Carmenatis, quien se lo regaló a Francisco Rodríguez de la Sierra, realejero, abogado y profesor de la Universidad de La Laguna.
Con esta restringida lista que voy a pre­sentar sólo pretendo rescatar del olvido y dar a conocer algunos nombres dignos de memoria pública e incentivar así la curiosidad de los investigadores realeje­ros a confeccionar un completo índice de sus más sobresalientes personajes. Men­ciono aquí únicamente a unos pocos de los ilustres paisanos, aquellos que pode­mos denominar «hombres representati­vos en la historia de Los Realejos». Juzgo muy acertado invitar, que ya no sólo incentivar, a los investigadores locales a trazar un más amplio y documentado estudio, para que se conozcan las vidas de esos hombres y mujeres de mérito, para estímulo e instrucción tanto de los que comienzan la vida como de los mayores, porque la Historia es sin duda una inmejorable maestra y olvidar el sentido de sus enseñanzas significa verse condu­cido de nuevo a repetir los errores del pasado.
Está claro que, el lugar del nacimiento escapa por completo a nuestra voluntad, pero no así el del lugar que nos acoge  y enamora, en el que desearíamos permanecer toda la eternidad, si tal cosa fuera posible. Es esta la razón por la que me permito incluir asimismo a varios de aquellos individuos que honraron a esta Villa de Los Realejos viviendo, compar­tiendo, enseñando, y que como realejeros quisieron ser considerados. Ese fue el deseo de hombres como Diego de Alva­rado Bracamonte y Grimón (1631-1681), caballero del Hábito de Calatrava, minis­tro del Supremo Consejo de la Guerra y primer marqués de la Breña, que amó tanto a esta tierra que dispuso por su tes­tamento, otorgado en Madrid, ser enterrado en Los Realejos y lo está cier­tamente bajo la capilla mayor del templo parroquial de Santiago Apóstol; o Felipe Machado y Benítez de Lugo, empresario agrícola, inspirado pintor y músico, fun­dador de la primera banda de música de este Realejo; o también Guillermo Cama­cho y Pérez Galdós (1898-1995), eminen­te historiador y cumplido caballero. Y entre tanto realejero adoptivo, una mujer: Elisa González de Chaves (1914-1967), fundadora y directora del primer colegio para sordomudos de Canarias.
Los Realejos como enclave de pobla­ción existe desde finales del siglo XV des­de la época, pues, de los Reyes Católicos, que marcan singular tiempo en los anales españoles. Es por tanto mucho lo que hay que espigar desde entonces para acá, rese­ñando los caracteres principales de aque­llas inteligencias luminosas que en estos cinco siglos han pasado a formar parte de la cultura tinerfeña.
Ahora bien, las manifestaciones de la            vida de una Villa como esta tienen, de todos es sabido, muy diversas facetas y a sus representantes habremos de referirnos, es decir, militares juristas, médicos, maestros, sacerdotes, artesanos, etc., sean de la condición que fueren, y así hablar tanto del poderoso hacendado como del paciente e innovador vinatero o del ingenioso foguetero, para que pró­ceres y humildes, puedan recordar vidas ejemplares que les sirvan de enseñanza en el largo y, demasiadas veces, inclemen­te sendero de la vida.
Hay en todo este periodo dos nombres gloriosos, sobre todos los demás, que influyen grandemente en la vida científica y cultural de las Islas: José de Viera y Clavijo, primer e insuperado polígrafo de Canarias, y el doctor Antonio González y González, sabio prestigioso, cuyos estu­dios e investigaciones han acreditado la fama y elevado el nivel de conocimiento de la Universidad de La Laguna, con­cediéndole un puesto destacado en el orden científico español.
Pero aparte de esos próceres, en uno y otro Realejo, han nacido: Juan de Gor­dejuela y Grimón, fundador y patrono, de los conventos agustinos del Realejo y de la iglesia parroquial; fraile Domingo
Agustín de Veraud, dominico, lector en filosofía, erudito escritor y buen amigo de Viera; Cándido Fernández Veraud, genealogista destacado y alcalde de Rea­lejo Bajo, en el primer tercio del siglo XIX; Dámaso de Quesada y Chaves, his­toriador, autor de una estimable historia de las Islas Canarias, que desde 1774  espera en una biblioteca romana ser publi­cada; el jurista Antonio de Rojas y Abreu, magistrado de la Real Audiencia de Méxi­co; el coronel Baltasar Gabriel Peraza de Ayala y Machado (1701-1770), almotacén mayor, fiel ejecutor y síndico personero general de Tenerife; Gonzalo Machado de la Guardia, capitán, regidor y diputado del Cabildo para el ofrecimiento y recau­dación del donativo que hizo Tenerife al rey Felipe V en 1703; el abogado Amaro José González de Mesa, consiliario y rec­tor de la Universidad de Salamanca durante el curso de 1733 a 1734, «ciu­dadano de grandes talentos y recursos», según Viera; Diego José Díaz de la Guar­dia, tesorero de Su Majestad en Guate­mala y México e importante auxiliar de aquel famoso virrey Matías Gálvez, que administró un tiempo la realejera  Hacien­da de la Gorvorana; Félix Pérez de Barrios, abogado y vocal de la Junta Suprema de Canarias; Pedro de Ponte  Y Peraza de Ayala (1753-1830), sexto con­de de El Palmar y coronel del Regimiento  de Garachico; el capitán José Pérez de Chaves y Barroso, que tomó parte en la defensa de Santa Cruz de Tenerife en 1797, condecorado con el Escudo de la Fidelidad y la Cruz de Oro de Su Santidad  Benedicto XIV y caballero de la Milicia de Roma, por Breve del Papa León XII, dado en Roma el 14 de julio de 1826, y que fue además gobernador de las Armas, alcalde y síndico personero de Los Realejos; Francisco Rodríguez de la Sierra, doctor en Derecho y profesor en la Universidad de La Laguna, fallecido el 15 de febrero de 1871; por no olvidar al padre José Siverio, sobresaliente sacer­dote y publicista o a la famosa saga de los médicos García Estrada, don José y sus hijos Pepe y Joaquín, sin relegar a Julio, químico, profesor universitario y técnico excepcional, de quien hablaremos prontamente.
El doctor Antonio González y Gon­zález y su allegada Elisa González de Cha­ves son cada uno de ellos directos des­cendientes de Fabiana Márquez de Chaves -hija de aquel Marcos Hernández de ­Chaves, patriarca y alcalde del Realejo Alto, fallecido a fines del siglo XVI- y de BIas Martín de la Guardia, su esposo, en cuya casa se custodiaban el primer libro de cuentas de Fábrica de la parro­quia de Santiago Apóstol y la humilde pila sobre la que recibieron el bautismo y se convirtieron a la fe cristiana los derrotados menceyes guanches. Libro y pila que, reliquias de nuestro pasado, desaparecieron, según cuenta Camacho en Las Iglesias de la Concepción y San­tiago Apóstol, en el incendio que destruyó, antes del 7 de febrero de 1591, la casa y los enseres de BIas Martín, donde se custodiaban. Esa primera quema, en la que ya padeció nuestro patrimonio, se convertiría, por así decido, en la chispa y mecha de los consecutivos e incompren­sibles incendios que figuran como puntos negros en los anales de la Villa y que han transformado en cenizas a lo largo de los siglos, víctimas del devorador fue­go, sus más representativos monumentos.
Y como adelanté, voy a detenerme aho­ra unos momentos, y ya para concluir, en una figura realejera del presente, Julio García Estrada y González, doctor en Ciencias Químicas, emérito profesor de la Universidad de La Laguna, alto direc­tivo de la Compañía Española de Petró­leos, hijo menor del célebre médico José García Estrada y Brito y de Candelaria González Pérez, su primera esposa. Don Julio, dotado de gran energía, memoria, inteligencia y locuacidad, que permane­cen a sus ochenta y tantos años, ha tenido el desprendimiento de poner sus cono­cimientos a mi disposición, sin los cuales estas palabras carecerían, aparte del rigor a la verdad, del calor humano que precisan.
García Estrada comenzó su enseñanza elemental en la escuela pública de San Agustín y poco después pasó a estudiar con Cándido Chaves, para luego cursar bachillerato en el colegio de enseñanza media del Puerto de la Cruz. Su tía Mer­cedes, segunda mujer de su padre, le daba por entonces siete pesetas y cincuenta céntimos para comprar un abono de transporte, él se ahorraba la mitad de ese dinero, pues sólo tomaba la guagua para regresar al Realejo, para abajo iba «de prisa» por el camino viejo, y lo grande del caso es que siempre llegaba a tiempo. Allí tuvo la fortuna de tener a su primo Agustín Espinosa de profesor de Litera­tura, quien además de ser uno de los más insignes escritores de Canarias, no tanto entonces como hoy, era un pedagogo insuperable, que logró hacer del joven Julio un lector apasionado. Por cierto que, en el camino al Puerto, muchas veces se topaba en la carretera con el coche de Nicolás Grijalba, a quien llamaban Camejo, conduciendo siempre por la izquierda; Julio podía escuchar sus impro­perios cuando otro coche trataba de ade­lantarle y para conseguir que le diera paso su conductor no podía hacer otra cosa que tocar insistentemente la bocina, así que Camejo, refunfuñando, tomaba la derecha, pero de inmediato volvía nuestro don Nicolás a la izquierda, al tiempo que continuaba soltando lindezas contra quien le había obligado a torcer su par­ticular rumbo. Todo hay que decido, en aquel tiempo los coches se contaban con los dedos de una mano. Ese conductor a la inglesa era hermano de Vicente Gri­jaIba, un vejete simpatiquísimo, antiguo seminarista que, al interrumpir sus estu­dios al sacerdocio, se vio sin nada y vivía malamente a expensas de su hermano Nicolás y como no lo pasaba muy allá, esto a pesar de "la opulencia de aquel, el doctor Estrada lo aceptó en su casa y allí vivió en familia, como un hijo más, entreteniendo a los niños como nadie, contándoles fascinantes historias del viejo Realejo y otros divertidos cuentos.
En esa casa de García Estrada siempre había gente en movimiento: pacientes en la consulta y en la clínica, visitas en gene­ral y una numerosa familia. Como en esos días ya el hermano mayor era médico, las sobremesas resultaban enormemente animadas, en ellas se hablaba de política nacional y, sobre todo, de medicina. El padre y su primogénito estaban bien ave­nidos y no sólo coincidían en diagnósticos y tratamientos, sino que también concor­daban en política, ambos simpatizaban con la izquierda moderada, sin extremo­sidad, como partidarios de Manuel Azaña y de Alejandro Lerroux.
Pese a que Pepe Estrada no necesitaba, como hemos visto, ir a la calle para encon­trar compañía, a veces acudía a la tertulia que se formaba en la rebotica de Antonio Hernández, a la que también solían acu­dir Narciso Rosado y Marcos Fuentes, los dos practicantes. En esa reunión se hablaba de todo, de lo grande y de lo menudo, y especialmente de enfermeda­des y de su curación, así que con fre­cuencia podía presenciarse cómo don Narciso y don Marcos se enzarzaban en excitadas y bulliciosas discusiones, aun­que conservando siempre los buenos modos, que de esta forma se solía com­portar la sociedad de entonces. Con lo que desde aquellos tiempos hasta hoy se ha ganado en conocimientos y comodi­dades, ¡cuántas cosas esenciales y hasta­ prosaicas quizá pero elementales no se han perdido acaso para siempre! ¿Para siempre?...”

BRUNO JUAN ÁLVAREZ ABRÉU
PROFESOR MERCANTIL

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