Pregón de las fiestas patronales del Barrio
de La Villa de La Orotava La Perdoma antiguo Pago de Higa, correspondiente al
año 2011, leído por el perdomero; JOSÉ MANUEL RAMOS MARTÍN: "...Sr.
Alcalde, miembros de la corporación presentes, Sr. Presidente de la Comisión de
Fiestas, señoras y señores, muy buenas noches. Quiero antes que nada, agradecer
a la Comisión de Fiestas, su invitación para la lectura del Pregón, aunque creo
que hay personas mejor capacitadas que el que les habla para este menester.
Pero como creo que todos debemos poner nuestro granito de arena
para que las fiestas tengan un mayor realce, ahí va mi contribución.
Les ruego que sean indulgentes. Este pregón, no quiere en absoluto, ser el
relato biográfico de unos hechos relativos al que les habla, sino tan
solo, la exposición de una serie de vivencias y recuerdos que quieren
mostrar, el crecimiento, desarrollo y progreso de nuestro pueblo. Vías
importantes en la evolución del mismo son los caminos o callejones.
Quién de nosotros no ha bajado o subido en alguna ocasión por El
Tío Luis, Fuente Vieja, La Arbeja, El Pino, El Moñigal –también llamado Los
Callejones, etc. En uno de ellos he vivido toda mi vida y de él y
de sus gentes les hablaré durante un rato. Indicar que las referencias
que hago a los distintos personajes, están hechas desde el mayor respeto
y consideración.
La primera imagen que conservo en
la retina, es la de un niño de unos cuatro años, llorando, descalzo, con una
camisilla blanca, y con los pantalones en la mano, bajando por un camino
empedrado, en dirección al Puesto Escondido, en busca de su madre. Ese niño era
yo y el camino era El del Pino. Un camino en el que he vivido casi toda mi
vida, el cual, como la mayoría de los que atraviesan nuestro pueblo, estaba en
peores condiciones que la de las pistas forestales y caminos agrícolas que hoy
disfrutamos y en el que decir que estaban empedrados era un auténtico
eufemismo. En su trayecto podíamos encontrar alrededor de una treintena de
casas, con diferentes tipos de construcción. Las habían que estaban
edificadas de bloques chasneros con azotea de ladrillos rojos y otras de piedra
y con tejados a cuatro aguas, cerca de las cuales no podían faltar,
la gañanía, el corral, el gallinero, la cochinera y la conejera, base
importante del sustento en aquella época. La casa donde vivía era de este
último modelo, una sola planta, tejado a cuatro aguas, forrado de sacos y
partida por dentro con sacos o cortinas, para separar la parte donde dormían
mis padres de donde nos quedábamos los hermanos. Una pequeña cocina adosada,
con un poyo de cemento, cortinas de vichillo a cuadros azules, y en la
que destacaban, el locero, la talla con sus jarro de hojalata, los
calderos de diferentes tamaños, la plancha de hierro para planchar la
ropa y la cocinilla de petróleo con su fuelle, relegada
posteriormente por las primeras cocinas de gas de dos fuegos, Benavent, y el
inevitable e insustituible lebrillo. En él comía toda la familia el tradicional
e irrepetible potaje, la mayoría de las veces de coles, escaldado con gofio y
acompañado de la cebolla picada, aceite y vinagre. Muchas peleas se originaban
a la hora de comer, la mayoría de las veces porque uno de los comensales no
respetaba la porción de lebrillo que le correspondía, siendo muy común la
expresión: “come a plomo, come a plomo”. El retrete era un pequeño cuarto
de apenas 1x1, con un hueco en el suelo, una tapa de madera y con una
cortina de hule como puerta. Sin luz eléctrica ni agua corriente. El alumbrado
lo obteníamos de las capochinas, los carburos o los quinqués de petróleo,
el cual se compraba a granel en la venta de los Pascasios. Nada de bañera,
cuando queríamos ducharnos lo hacíamos en un baño de hojalata con el agua que
acarreábamos del chorro situado enfrente de la casa de Luisita y Julián,
utilizando para quitarnos las murras, el famoso, conocido y
multifuncional Jabón Lagarto. Cuantas discusiones se vivieron en el
citado chorro, en las colas interminables que se tenían que hacer para
llenar los cubos. Más de una vez llegué a casa con la cara aruñada, fruto de
las peleas con las chicas. Era digno de ver como las mujeres cargaban sobre su
cabeza, ayudándose de la rodilla, los cubos o barricas con el agua, en
equilibrio imposible, mientras en sus manos portaban otros dos recipientes
llenos. Junto al chorro, estaba el canal, lugar donde las mujeres, lavaban la
ropa, normalmente una vez a la semana. En amena charla, estregando la ropa en
una laja de piedra, con el insustituible jabón Lagarto al lado, se podía
ver casi todos los días a un grupo de ellas. De vez en cuando, alguna
pieza de ropa se escapaba canal adelante, con lo que los más pequeños teníamos
que correr detrás de ellas y evitar que se perdieran. Recuerdo la convivencia y
las relaciones de buena vecindad que existían. Los chicos transitábamos todas
las casas, los mayores se ayudaban en las distintas labores a realizar,
principalmente en el campo y era frecuente ver, sobre todo en las tardes noches
de verano, a la gente por fuera de sus casas, en amena conversación. Por
el camino pasaban, una serie de personajes a cada cual más pintoresco,
ofreciendo su trabajo o sus mercancías, convirtiéndose en causa de
jolgorio y diversión para los más pequeños. Recuerdo al hojalatero, que
se encargaba de reparar toda clase de utensilios caseros, con su letanía “El
hojalatero, se arreglan tapas y se ponen culos a los calderos”. También al
afilador o amolador, con su bicicleta con la piedra de amolar en la parte
de atrás, la cual accionaba con los pedales y anunciándose con su flauta
de plástico, haciendo sonar sus tonalidades consecutivas de graves a
agudas y viceversa. Otro personaje era el jarandín, vendedor/a ambulante
generalmente de ropa, de procedencia árabe, Jordania, Líbano etc, que con
su atado a la espalda y a la voz de “compre, siñora, compre” y de “bueno,
bonito, barato”, ofrecía su mercancía de puerta en puerta, dando la oportunidad
a las amas de casa de adquirir los productos y de irlos pagando a plazos. El
más famoso era Mahmud o Manuel como le decía la gente y que vivía por
Palo Blanco. Hoy en día todavía pasa el furgón de Ana Rosa, heredera de esa
profesión, y que sigue conservando su clientela fiel. Recuerdo también a
las pescadoras, que desde el Puerto de la Cruz, subían de vez en cuando, con
sus cestas llenas de pescado, con el cual regresaban a su destino, lleno
de los diferentes productos del campo, fruto del trueque efectuado. Por el
camino también subían, muy de mañana, todas las personas que iban los domingos
a la misa de 6, Recuerdo a las mujeres, con el velo sobre los hombros y
los zapatos de salir en la mano, los cuales cambiaban al llegar al llanito por
las lonas que llevaban puestas, las cuales dejaban escondidas en los huecos de
las paredes. Recuerdo en especial cuando el día 25 de Julio. Muy de mañana, una
auténtica procesión subía por el camino, con motivo de la excursión que
organizaba en cura D. José Ponte, con sus cestas de mimbre al hombro,
dejando atrás el olor del arroz amarillo, la carne de conejo en salmorejo
y de las papas recién guisadas. Esa era una de las pocas ocasiones en que se
podía disfrutar de un día de fiesta y asueto, con visita obligada a la Virgen de
Candelaria. Por él bajaban desde Benijos y pasando por la Fuente
Vieja, las mulas cargadas con la pinocha. Siempre de noche,
para eludir a la pareja de la Guardia Civil y evitar que le incautaran la
carga. Pinocha que servía de cama para el ganado vacuno y
posteriormente se utilizaba como abono para la platanera. Aún resuenan en mis
oídos los cantos de los arrieros, con su sonsonete monocorde
y repetitivo, y con el que hacían más ameno su camino. También los
rebaños de cabras de Adriano, Cándido, y otros muchos, subían y bajaban
dejando tras de sí un reguero de cagarrutas y a los que veíamos pasar al
grito de “una boda, una boda”. Dos cortejos destacaban sobre los demás
por su importancia en la vida social. Los entierros y las bodas. El primero,
con los dolidos cargando a hombros el féretro, seguidos de los acompañantes,
generalmente hombres, en su camino hacia la iglesia y posterior traslado
hasta el cementerio de La Orotava. Oportunidad, que antes y después del
entierro, aprovechaban los hombres para echarse las consabidas perras de vino
en las ventas o bodegas de Teodosio, Esteban o Ventura El Cartero. Hay una
copla que a mi entender, explica muy bien lo comentado. “Ayer vine yo a saber,
que los muertos se enterraban, para mí que los llevaban a una taberna a
beber”. En cuanto a las bodas, las puertas de las casas se abrían para ver
pasar a la novia, admirar su traje y comprobar que vecinos eran los afortunados
invitados. También para criticar si la novia no pasaba con el correspondiente
traje blanco, indicativo de que se había casado de penalti. Los banquetes se
celebraban en las casas, con aportación de los vecinos para completar el menaje
necesario para llevarlos a cabo. Los platos, cubiertos, etc, se marcaban para
luego saber a quién correspondía. Los banquetes nos daban la oportunidad
a los más pequeños de sacarnos unas perras, al repartir al día siguiente,
las viandas, sobrantes de los dulces, brazos de gitano y colocantes
con los que se agasajaba a los asistentes a la boda. Pocos eran los lugares de
esparcimiento de los que disponíamos en esa época, no habían ni plazas, ni
parques, ni polideportivos. Los entretenimientos más comunes de los chicos eran
jugar con las pelotas de badana, los carros de verga y los hechos con latas de
sardina. Más de una cuerada alcancé por romperle las lonas a mi padre para
hacer las ruedas. Otros juegos eran el boliche, posteriormente sustituido por
las multicolores vidriuscas, el trompo, la bomba, a guerra, a piola,
pipas de damasco, la caja de fósforos, etc. Las chicas solían jugar a las
muñecas, cuando las tenían y si no las hacían de trapo, al brilé, a la
soga, el tejo y las casitas. En estos últimos juegos solíamos participar
también los chicos. Todas estas actividades se realizaban en el propio camino,
aprovechando que no pasaban coches. Posteriormente el campo del Cho Elías, en
el Camino de la Arbeja, se convertiría en el primer campo oficioso de
futbol. Era una huerta situada donde estuvo ubicada la capilla, a la altura de
la casa de Mateo el farmacéutico. Allí nos reuníamos chicos de Los Callejones,
La Arbeja, El Pino, La Perdoma e incluso de La Luz, para echar campeonatos
con reñidos y discutidos partidos, que más de una vez terminó en pelea.
Muchas piedras del campo se quedaron con recuerdos de nuestros pies. Esta
actividad era muchas veces interrumpida por nuestro amigo Pepe El de Cho Lias,
que al grito de “salgan de ahí que a tu padre se lo voy a decir” nos espantaba
con alguna que otra piedra. La “piscina municipal” estaba ubicada en el
estanque El Velero, lugar donde aprendimos más o menos a nadar un grupo
importante de jóvenes perdomeros. Más de uno se tuvo que ir a su casa desnudo
en pelete, dado que al dejar la ropa en la borda, algún gracioso y en ocasiones
sus propios padres se la escondían o quitaban, dando lugar a situaciones
embarazosas para los afectados y divertidas para el resto. Para bañarnos se
aprovechaba cuando entraba el agua limpia en los estanques. Tirábamos
unos cuantos rolos, con el fin de agarrarnos cuando nos viéramos apurados. A
veces, uno de nosotros se quedaba en la borda, armado de una caña,
pescando a los que pasaban apuros, después de bajar y subir varias veces y con
unos cuantos “quince” de agua verde y apestosa en el estómago. Con la llegada
de la primavera y el verano, otra serie de actividades ocupaban las horas de
asueto. Muchas de ellas, políticamente incorrectas hoy en día, pero que en
aquellos años eran consideradas de lo más normal. Eso de la ecología era una
palabra que no estaba en el diccionario. La artesanal guindadera era un
elemento indispensable para la caza de los pájaros, sobre todo mirlos, para
posteriormente asarlos y comerlos. Lo mismo que coger los huevos de los nidos
para freírlos. En otras ocasiones, cogíamos lagartos con plaganas, aprovechando
que salían al sol para calentarse, ranas para entretenernos inflándolas,
soplando con una plagana por el culo o intentando tumbar andoriñas con cañas.
En el tiempo de la fruta, no había ningún árbol que se librara de la
plaga de menudos, que llegadas las últimas horas de la tarde, y previa
inspección de los objetivos, nos dedicábamos a degustar los plátanos y los
higos de la finca de D. Abraham, los damascos y ciruelas de Dña. Corina, los
nísperos de D. Eduardo, las uvas de D. Camilo, las peras de D. José, etc,. A
veces, sin esperar a que se maduraran del todo. Las gastroenteritis, cagaleras
en habla vernácula, estaban a la orden del día. Lo mismo que las cueradas que
alcanzábamos una vez recibidas por los padres, las quejas de los vecinos
afectados por nuestras incursiones. Cuando llegaba la Semana Santa, el vuelo de
la gometa, era juntamente con la lotería, las actividades más
frecuentes, dado que no se permitía realizar ningún tipo de
trabajo físico durante esos días. Unos meses antes, preparábamos las cañas, el
hilo acarreto, la tela para la cola y el papel cebolla para confeccionarlas,
normalmente con la ayuda de nuestros mayores. El cielo se llenaba de un
precioso arcoíris multicolor, formado por las cientos de gometas, que a
veces en no muy justa competición, luchaban por ser la que más alto
volaba o más tiempo se mantenía en el aire. EL canto de los números de la
lotería, acompañaba las tardes de los mayores: la niña bonita (15), la mala
pala (13), la edad de Cristo (33), la guardia civil (55), las banderitas de
Italia (77), las tetas de Clotilde (88), cuacara con cuacara (44), etc. Todos
arrayando en los cartones, a perra cada uno, con granos de millo o
piedras y pendientes de hacer un cuajo, de tener un cartón preñado o de cantar
el ansiado y deseado “parió”. Los inviernos los recuerdo, como una sucesión de
días de lluvia, oscuros y tristes. Oscurecía pronto, y gracias a la compañía de
la radio, se hacían más amenas las veladas nocturnas. Radio Nacional, Radio
Juventud, La Voz del Valle, eran algunas de las emisoras, que nos acompañaban.
Seriales, concursos, discos dedicados, programas infantiles, retrasmisiones
deportivas y noticiarios componían su variada programación. Las voces de
Matías Prats, Carlos Arguelles y otros muchos se metían en nuestras casas sin
siquiera pedir permiso. Era frecuente que se produjeran interferencias y que de
vez en cuando se colaran en nuestros hogares músicas con reminiscencias árabes,
provenientes de la cercana costa africana o los aires de esa música melancólica
y entrañable como es el fado, que viajaba por las ondas desde Madeira y el sur
de Portugal. Años más tarde, una caja tonta que ha pasado a ocupar un
lugar importante en nuestros hogares, se coló en los mismos. Al principio eran
contadas las que había en el pueblo. En el camino, ninguna. Por eso algunas
tardes, subía con mi padre hasta el Bodegón de Juanico, en la calle José Ponte,
para mientras el pasaba un rato echando una partida, yo acurrucado en un
rincón, veía desfilar una serie imágenes, que me hablaban de un mundo
sorprendente y desconocido hasta ese momento. Series como El Fugitivo, Bonanza,
Los Intocables, Los Vengadores, Caravana, Viaje al Fondo del Mar, etc, y
programas como Los Chiripitifláuticos y Escala en Hifi nos acompañaban nuestras
tarde noches. Con gran emoción e incredulidad vivimos en directo la llegada del
hombre a la luna. Inviernos en los que los barrancos corrían, con tanta fuerza
y estruendo, que la mayoría de las veces obligaba a muchas familias a abandonar
sus casas, viendo muchas de ellas destrozados sus enseres. Barrancos por
los que veías pasar arrastrados por la fuerza del agua, toda clase de animales
(vacas, cabras, conejos, perros) y objetos. Pero los barrancos no solo
representaban la destrucción. En los remansos de los mismos, se
acumulaban una serie de materiales que se volvían a reutilizar, como maderas,
planchas, etc, además de una gran cantidad de arena lavada, que era
aprovechada por los vecinos para trabajos de construcción, lo que nos daba
la oportunidad de ganarnos unas perras acarreando la misma hasta las casas.
Existían dos ventas en el camino. La primera era la de Delfina y Domíngo, casi
enfrente de donde se encuentra hoy la plaza del Pino y
posteriormente, la de Pepe y Anita, en El Llanito. Estas ventas, con sus
bodegones adjuntos, tuvieron una gran importancia en la economía y el sustento
de las familias. Gracias a que vendían al fiado, las familias podían ir
adquiriendo los diferentes productos que necesitaban y a final de mes cuando
cobraban los jornales o cuando vendían el producto de las cosechas,
pagaban. Eran dignas de verse las libretas de los fiados, todas manoseadas de
tanto anotar lo de "mi madre que me lo apunte, que cuando
cobre le paga”. Los bodegones eran utilizados por los hombres, para en sus
pocos momentos de asueto, echar unas partiditas al envite o al dominó, mientras
compartían unos vasos de vinos y unas perras de chochos. Era frecuente,
que algunos se olvidaran que tenían que echar de comer a los animales o de
ordeñar vacas, por lo que muchas veces, las mujeres o los hijos, tenían que ir
a buscarlos a la bodega, con el consiguiente rifirrafe. Por las mañanas, los
trabajadores de la platanera, paraban para echarse la mañana de parra o de sol
y sombra acompañada de la correspondiente pastilla de menta y por las
tardes, antes de regresar a sus casas y terminar las faenas diarias, a
echarse la consabida quícara o cuarta de vino. De Delfina recuerdo su
particular método de cálculo. No utilizaba números para sacar las cuentas. Un sistema
de círculos, círculos atravesados por una raya, palitos, etc., cada uno de
ellos con un valor, sustituían a las cifras. No recuerdo que sacara una cuenta
mal. Asimismo era digno de ver con que agilidad los venteros envolvían en papel
de vaso, las judías, lentejas, garbanzos y azúcar, que vendían a
granel por cuartos y medios kilos. Eran muy demandados los sacos de 50 kgr. en
que venía embasada el azúcar. Las amas de casa los utilizaban para confeccionar
diferentes prendas de ropa, la más común, la interior. Más de unos calzoncillos
llevaba el sello de la fábrica de azúcar. Posteriormente, esos mismos
sacos se utilizaron para confeccionar la ropa de los practicantes de nuestro
deporte vernáculo. Otro producto reciclado era el de la cajas de naranjas, que
nosotros llamábamos barcas, que hacían las veces de cuna o parques para los
bebés. En la de Pepe y Anita, detrás del mostrador, conocí a una chiquilla,
pizpireta y contestona, que no me caía nada bien y que cada vez iba a comprar
algo, me decía ¡ qué quieres¡. Con el paso de los años, lo que son las
vueltas de la vida, se terminaría convirtiendo en la que hoy en mi
esposa. Por el camino subí cuando por primera vez fui a la escuela, primero a
las de los maestros vocacionales de D. Pepe Álvarez y Doña Concha Dios y
posteriormente a las escuelas públicas. Las clases estaban separadas en función
del sexo, los chicos en unas y las chicas en otras. La clase de D. Manuel en
José Ponte, La de Doña Concha al lado de la Zapatería de Onelio, y las de D.
Juan y Doña Pura, en la actual calle del Rosario. Los chicos y chicas
sólo nos relacionábamos a la hora del recreo. Momento en que compartíamos
juegos, confidencias y hasta alguna pelea, de la que siempre salíamos
malparados los chicos y con algún que otro recuerdo en la cara de las uñas.
Recuerdo la camisa azul y el pantalón gris del uniforme de los chicos y
el babi blanco de las chicas. El rezo del Padre nuestro al empezar y terminar
las clases. Los garbanzos debajo de las rodillas, los reglazos, y los
tirones de oreja y patillas, que nos llevábamos cuando cometíamos alguna
gamberrada, aunque a veces alcanzabas sin saber porqué. La escuela estaba
equipada con baños como Dios manda, lavados, retretes y urinarios. Aunque
solo se utilizaban cuando el maestro de turno lo consideraba oportuno. La
mayoría de las veces, las necesidades las hacíamos en la parte de atrás, con
alguna que otra competición a ver quien echaba la meada más larga. Por la
poca experiencia en el uso citados baños, alguno realizó sus funciones
evacuatorias en el sitio equivocado, con el consiguiente regocijo del
resto y el pertinente cabreo del maestro. Gracias a la inquietud e iniciativa
de D. Juan, un grupo de nosotros, tuvo la oportunidad de realizar otros
estudios que no fueran los primarios. Con clases particulares, que el mismo nos
daba, nos preparamos el bachillerato con matrícula libre, teniendo que ir
a examinarnos al Cabrera Pinto en La Laguna. Especial era el viaje hacia
la ciudad de Los Adelantados, en los famosos micros de Transportes de Tenerife.
Por las tardes, esperábamos con deleite, el vaso de leche en polvo, de la que
nos mandaban de Argentina, que preparaba Juana Estrada en la calle,
junto a la escuela de Doña Pura. De casa traíamos un vaso de plástico, con un
poco de gofio y azúcar para acompañarla. Algunas veces, también nos repartían
un poco de queso amarillo, pero esas eran las menos. Una vez terminada la
clase, algunas tardes teníamos que acudir a La Iglesia a La Doctrina, lo que
hoy conocemos como Catequesis. Recuerdo que nos daban unas papeletas, que
posteriormente cambiábamos por unos números para la rifa de un Cordero el día
de la Comunión. Especialmente importante era el día de Reyes. Nada más escuchar
los cañones que desde La Cuesta, anunciaban el comienzo de La Cabalgata,
subíamos como tiros por el camino para acompañarla hasta la plaza y
posteriormente, ponernos en las interminable cola, con nuestro saquito de tela
en las manos, para recibir de Los Reyes Magos, los higos pasados, la naranja
china, el pan y el pito, con el que armábamos tremenda algarabía en la plaza.
Resaltar que para muchos, estos pequeños obsequios, eran todo lo que recibirían
ese día.
Los domingos, los recuerdo subiendo para
acudir al cine parroquial, para disfrutar de las películas de indios y de
guerra, de Joselito y Marisol, del Llanero Solitario, El Zorro, Tarzán,
etc. En el descanso acudíamos al carrito de Candelario, para adquirir los
famosos pirulines y paraguitas, duros como piedras, pero bastante entretenidos,
ya que te pasabas media película intentando quitarles el papel que los
envolvía para comértelos posteriormente. Al salir, y si tus padres habían
sido generosos en su asignación dominical, lo que no era frecuente, podíamos
disfrutar de un buen vaso de andomi o jotacanaria, acompañado de un sabroso
salvavidas, en alguna de las ventas cercanas. Los días de las fiestas, eran
esperados con ilusión. Era el momento de disfrutar de los famosos y ricos
turrones, en los diferentes puestos montados por las turroneras venidas desde
Tacoronte. Recuerdo los famosos saltapericos, unas ristras de una especie
de producto pirotécnico, con el que hacíamos brincar a
las chicas. El olor de la carne fiesta destacaba en los ventorrillos que
se montaban en diferentes lugares alrededor de la plaza. Un tenderete cubierto
de sábanas, con un mostrador a base de bidones y un tablón, adornado con
palmas, era lugar obligado de encuentro, para degustar el vino nuevo
recién elaborado, y que la mayoría de la veces no pasaba de ser simple
verdillo. Con la llegada de la zafra, se volvía a poner de manifiesto el
espíritu comunitario, ayudándose unos a otros de manera sucesiva hasta
finalizar. La cogida de la papa, el millo, la uva o el tabaco, eran las
faenas más comunes. Precisamente en una cogida de papas, cogí, con apenas seis
años, la que fue mi primera borrachera. Un primo mío y yo éramos los
encargados de repartir el vino a los jornaleros. Cada vez que repartíamos y si
quedaba algún culito en el vaso, nos lo jalábamos. Al terminar la faena,
mi madre al verme dando vaivenes, le dijo a mi padre, “Pepe, al niño le pasa
algo, tiene que estar enfermo” Mi padre después de observarme y tomarme
el aliento le dijo, “El niño no está enfermo, lo que está es cargado”. Aún me
escuece en la lengua el caldo hirviendo que me dieron y que me quitó la
borrachera de golpe. Las noches de luna llena eran aprovechadas para la
recogida del millo, con el fin de evitar el calor. Posteriormente el
desfajinado y desgranado se convertía en otro momento de convivencia, con largas
veladas en las que los cantares de coplas y romances, los cuentos y algún que
otro chisme, hacía más ameno el trabajo. Esperado era el momento de la
vendimia. Los más pequeños no veíamos la hora de meternos en el lagar a repisar
o pegarnos un baño en la lagareta con el vino hasta el cuello. Posteriormente,
otro entretenimiento era ir a rebuscar los pocos racimos o gachas que habían
quedado sin cortar. Con el tabaco, nos ganábamos unas pesetas cosiéndolo
y enhebrándolo en interminables cujes, para luego ponerlos a secar en los
tendales. Recuerdo a las mujeres cosiendo y escuchando los seriales de la
radio, como Lucecita, etc….
En mis recuerdos están impregnados
también los olores con los que convivíamos. De las casas nos llegaba el olor
del potaje de coles y tocino, de las tazas de agua de pasote y toronjil,
del café recién molido o hecho, de la carne de conejo –en celebraciones
especiales-, de las manzanas y ciruelas que se almacenaban cubiertas de
helechos. Asimismo, el olor del vino recién elaborado que iban dejando las
mulas cargadas con las barricas camino de las bodegas. Era muy común que
en las casas se utilizara como ambientador la manzana o el membrillo, por su
agradable olor. De tanto subir y bajar el camino, llegué a conocerlo como la
palma de mi mano. Sabía dónde estaba colocada cada piedra, cada hueco. En su
recorrido, pasaba por lugares como El Llanito, El Castañero, El Chorro, El
Canal, Las Controladoras, La Isleta, La Portada, Los Estanques, etc. En El
Llanito, pasé muchas noches esperando a que bajara algún conocido que me
ayudara a pasar el mal trago del Castañero, lugar al que tenía un miedo
espantoso, abonado por los cuentos de brujas y chupasangres y demás personajes
del folklore popular que nuestros mayores nos contaban . Una de las noches en
que no había encontrado con quien bajar, al llegar a la portada de una de las
entradas a la Finca de D. Abraham, se materializó sobre la pared una figura
inmensa que con un gran vozarrón dijo: “Hola Pepillo”. Del susto las
patas me llegaron al culo de la velocidad que cogí hasta llegar a mi
casa. La persona que me había dado tremendo susto era Nicolás El Loco,
casi dos metros de humanidad y cariño por los más pequeños y que terminó
sus días en un psiquiátrico.
Fueron pasando los años, y con ellos
llegó poco a poco el progreso. Los caminos, fueron cambiando su fisionomía. El
empedrado fue sustituido por el cemento. Muchos días de trabajo comunitario
contemplaron los diferentes caminos, hasta ver realizada una anhelada
aspiración: poder llegar con un vehículo hasta la puerta de sus casas. También
la electricidad y el agua corriente, llegó a todos los hogares. El auge de la
hostelería y la construcción, llevó a que muchas personas abandonaran las
labores del campo y comenzaran una andadura laboral con mejores
expectativas económicas. Con la mejora del poder adquisitivo, las casas
cambiaron sus estructuras, se mejoró el tipo de construcción y los
hogares se empezaron a llenar de utensilios y aparatos que hicieron de los
mismos, lugares más agradables de vivir. El Puerto de la Cruz se
convirtió en el auténtico motor económico, no solo del Valle, sino de todo el
Norte de Tenerife. Este también dió la oportunidad a las mujeres, sobre todo a
las más jóvenes, de incorporarse al mercado laboral, y realizar otras labores
que no fueran las del hogar.
Viniendo del
Puerto de trabajar, me encontré en la guagua con un amigo, Miguel García
Martín, Mike,s para los amigos, persona con una gran inquietud
cultural y que desarrolló una labor encomiable como monitor en el
Teleclub. Precisamente del Teleclub hablamos en la guagua. No suponía que este
se convertiría en una parte importante de de mi vida y de la de otros
muchos jóvenes de La Perdoma a lo largo de los siguientes años. En él se desarrollaron
todo tipo de actividades. Culturales, lúdicas y deportivas. Aprendimos a
relacionarlos y a convivir, con discrepancias pero con respeto a las distintas
ideas. Se convirtió en un referente para otros Teleclub, tanto por las
actividades desarrolladas como por las personas que pasaron por su salón para
impartir y compartir su sabiduría. Poco a poco la gente, la gente fue teniendo
mayor conciencia social. El asociacionismo vecinal, sirvió para conseguir
mayores cotas de bienestar y la mejora de la inmensa mayoría de las
infraestructuras. La Farmacia, El Médico, Los Colegios, recogida de basura a
domicilio, el agua, el asfaltado y alumbrado público, fueron muchas de
las reivindicaciones que se lograron, con la colaboración del
Ayuntamiento y organismos competentes. Hoy en día, hemos alcanzado un
estado de bienestar inimaginable hace apenas 20 años, y a pesar de los momentos
de inestabilidad económica que sufrimos, estamos mucho mejor que lo que
estuvieron nuestros abuelos o padres. Debemos seguir luchando por nuestro
pueblo, por conseguir lo mejor para todos, pero implicándonos, no dejando que
sean otros quienes se muevan y encima criticarlos si las cosas no salen como
queremos. Exigiendo, con responsabilidad, que se lleven a cabo las obras y
mejoras que creamos convenientes para un mejor vivir. Que el diálogo y no la
crispación forme parte de nuestro día a día. Los pueblos los hacemos quienes
los habitamos. Disfrutemos en y de las actividades que se desarrollen,
integrémonos o apoyemos a los diferentes clubs deportivos, asociaciones,
y colectivos. Vivamos la cultura en todas sus facetas. Un pueblo inculto
es un pueblo sin futuro, termina por desaparecer. No quiero que estas últimas
palabras las entiendan como si de un mitin se tratara, solo entiéndanlas desde
la aspiración que tengo de que La Perdoma sea un referente y un orgullo para
todos los que la habitamos, desde el respeto y la tolerancia. Por último, y a
pesar de haber vivido en una época con un montón de carencias, me honro de
haber crecido con una serie de valores, que hoy en día parecen estar pasados de
moda. La educación y el respeto por nuestros mayores, auténticas enciclopedias
de filosofía y sabiduría. El Sr. y el Vd. En el tratamiento a los mayores, el
por favor y el gracias cada vez que pedimos algo. Mi agradecimiento y mi amor
para mis padres, por habérmelos inculcado. Muchas de las personas que he
nombrado en este pregón, ya no están físicamente con nosotros. Pero no están
muertos, vivirán en el recuerdo de los que los conocimos. Otra cosa. Dicen que
el pasado y el futuro no existen, solo el presente. Pero yo pienso que para
vivir el presente antes hemos tenido que vivir un pasado que nos ha
permitido llegar hasta él. Un pueblo sin pasado es un pueblo no que no existe,
un pueblo muerto. Recordemos el pasado, no por aquello de que cualquier tiempo
pasado fue mejor, sino para aprender de lo vivido, poder apreciar mejor
lo que tenemos y disfrutarlo de la mejor manera posible. Disfruten de las
fiestas y gracias a todos por estar aquí. ¡Viva San Jerónimo y la Virgen del
Rosario! …"
BRUNO JUAN ÁLVAREZ ABRÉU
PROFESOR MERCANTIL
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