domingo, 8 de octubre de 2017

EL PREGÓN DE HIGA 2011




Pregón de las fiestas patronales del Barrio de La Villa de La Orotava La Perdoma antiguo Pago de Higa, correspondiente al año 2011, leído por el perdomero; JOSÉ MANUEL RAMOS MARTÍN: "...Sr. Alcalde, miembros de la corporación presentes, Sr. Presidente de la Comisión de Fiestas, señoras y señores, muy buenas noches. Quiero antes que nada, agradecer a la Comisión de Fiestas, su invitación para la lectura del Pregón, aunque creo que hay personas mejor capacitadas que el que les habla para este menester. Pero como creo que  todos debemos  poner nuestro granito de arena para que las  fiestas tengan un mayor realce, ahí va mi contribución.  Les ruego que sean indulgentes. Este pregón, no quiere en absoluto, ser el relato biográfico de unos hechos relativos al  que les habla, sino tan solo, la exposición de una serie de  vivencias y recuerdos que quieren mostrar, el crecimiento, desarrollo y progreso de nuestro pueblo. Vías importantes en la evolución del mismo  son los caminos o callejones.  Quién de nosotros no ha bajado o subido en alguna ocasión por El  Tío Luis, Fuente Vieja, La Arbeja, El Pino, El Moñigal –también llamado Los Callejones, etc.  En uno de ellos he vivido toda mi vida y  de él y de sus gentes les hablaré durante un rato. Indicar que  las referencias que hago  a los distintos personajes, están hechas desde el mayor respeto y consideración.
La primera imagen  que conservo en la retina, es la de un niño de unos cuatro años, llorando, descalzo, con una camisilla blanca,  y con los pantalones en la mano, bajando por un camino empedrado, en dirección al Puesto Escondido, en busca de su madre. Ese niño era yo y el camino era El del Pino. Un camino en el que he vivido casi toda mi vida, el cual, como la mayoría de los que atraviesan nuestro pueblo, estaba en peores condiciones que la de las pistas forestales y caminos agrícolas que hoy disfrutamos y en el que decir que estaban empedrados era un auténtico eufemismo. En su trayecto podíamos encontrar alrededor de una treintena de casas, con diferentes tipos de construcción. Las habían  que estaban edificadas de bloques chasneros con azotea de ladrillos rojos y otras de piedra y con tejados  a cuatro aguas, cerca de las cuales no podían  faltar, la gañanía, el corral, el gallinero, la cochinera y la conejera, base importante del sustento en aquella época. La casa donde vivía era de este último modelo, una sola planta, tejado a cuatro aguas, forrado de sacos y partida por dentro con sacos o cortinas, para separar la parte donde dormían mis padres de donde nos quedábamos los hermanos. Una pequeña cocina adosada, con un poyo de cemento,  cortinas de vichillo a cuadros azules, y en la  que destacaban,  el locero, la talla con sus jarro de hojalata, los calderos de diferentes tamaños, la plancha de hierro para planchar la  ropa y la cocinilla de petróleo con su  fuelle,  relegada posteriormente por las primeras cocinas de gas de dos fuegos, Benavent, y el inevitable e insustituible lebrillo. En él comía toda la familia el tradicional e irrepetible potaje, la mayoría de las veces de coles, escaldado con gofio y acompañado de la cebolla picada, aceite y vinagre. Muchas peleas se originaban a la hora de comer, la mayoría de las veces porque uno de los comensales no respetaba la porción de lebrillo que le correspondía, siendo muy común la expresión: “come a plomo, come a plomo”.  El retrete era un pequeño cuarto de apenas 1x1, con un hueco en el suelo,  una tapa de madera y con una cortina de hule como puerta. Sin luz eléctrica ni agua corriente. El alumbrado lo obteníamos de las capochinas, los carburos o los  quinqués de petróleo, el cual se compraba a granel en la venta de los Pascasios.   Nada de bañera, cuando queríamos ducharnos lo hacíamos en un baño de hojalata con el agua que acarreábamos del chorro situado enfrente de la casa de Luisita y Julián, utilizando para quitarnos las murras, el famoso, conocido  y multifuncional Jabón Lagarto.  Cuantas discusiones  se vivieron en el citado chorro, en  las colas interminables que se tenían que hacer para llenar los cubos. Más de una vez llegué a casa con la cara aruñada, fruto de las peleas con las chicas. Era digno de ver como las mujeres cargaban sobre su cabeza, ayudándose de la rodilla, los  cubos o barricas con el agua, en equilibrio imposible, mientras en sus manos portaban otros dos recipientes llenos. Junto al chorro, estaba el canal, lugar donde las mujeres, lavaban la ropa, normalmente una vez a la semana. En amena charla, estregando la ropa en una laja de piedra, con el insustituible jabón Lagarto al lado,  se podía ver  casi todos los días a un grupo de ellas. De vez en cuando, alguna pieza de ropa se escapaba canal adelante, con lo que los más pequeños teníamos que correr detrás de ellas y evitar que se perdieran. Recuerdo la convivencia y las relaciones de buena vecindad que existían. Los chicos transitábamos todas las casas, los mayores se ayudaban en las distintas labores a realizar, principalmente en el campo y era frecuente ver, sobre todo en las tardes noches de verano, a la  gente por fuera de sus casas, en amena conversación. Por el camino pasaban, una serie de personajes a cada cual más pintoresco, ofreciendo su  trabajo o sus mercancías, convirtiéndose en causa de jolgorio y  diversión para los más pequeños. Recuerdo al hojalatero, que se encargaba de reparar toda clase de utensilios caseros, con su letanía “El hojalatero, se arreglan tapas y se ponen culos a los calderos”. También al afilador o amolador, con su bicicleta con la  piedra de amolar en la parte de atrás, la cual accionaba con los pedales y anunciándose con su flauta de  plástico, haciendo sonar sus tonalidades consecutivas de graves a agudas y viceversa. Otro personaje era el jarandín, vendedor/a ambulante generalmente de ropa, de procedencia árabe, Jordania, Líbano etc,  que con su atado a la espalda y a la voz de “compre, siñora, compre” y de “bueno, bonito, barato”, ofrecía su mercancía de puerta en puerta, dando la oportunidad a las amas de casa de adquirir los productos y de irlos pagando a plazos. El más famoso era Mahmud o Manuel como le decía la gente y que  vivía por Palo Blanco. Hoy en día todavía pasa el furgón de Ana Rosa, heredera de esa profesión, y que sigue conservando su  clientela fiel. Recuerdo también a las pescadoras, que desde el Puerto de la Cruz, subían de vez en cuando, con sus cestas llenas de pescado, con el cual regresaban  a su destino, lleno de los diferentes productos del campo, fruto del trueque efectuado. Por el camino también subían, muy de mañana, todas las personas que iban los domingos a la misa de 6, Recuerdo a las mujeres, con el  velo sobre los hombros y los zapatos de salir en la mano, los cuales cambiaban al llegar al llanito por las lonas que llevaban puestas, las cuales dejaban escondidas en los huecos de las paredes. Recuerdo en especial cuando el día 25 de Julio. Muy de mañana, una auténtica procesión subía por el camino, con motivo de la excursión que organizaba en cura D. José Ponte, con sus cestas de mimbre  al hombro, dejando atrás el olor  del arroz amarillo, la carne de conejo en salmorejo y de las papas recién guisadas. Esa era una de las pocas ocasiones en que se podía disfrutar de un día de fiesta y asueto, con visita obligada a la Virgen de Candelaria. Por él bajaban desde Benijos y pasando por la Fuente Vieja,   las mulas cargadas con  la pinocha. Siempre de noche, para eludir a la pareja de la Guardia Civil y evitar que le incautaran la carga.  Pinocha que  servía de cama para el ganado vacuno y  posteriormente se utilizaba como abono para la platanera. Aún resuenan en mis oídos los  cantos de los arrieros,  con su  sonsonete monocorde y repetitivo, y  con el que hacían más ameno su camino. También los rebaños de cabras de Adriano, Cándido, y otros muchos,  subían y bajaban dejando tras de sí un reguero de cagarrutas y a los que veíamos pasar  al grito de “una boda, una boda”.  Dos cortejos destacaban sobre los demás por su importancia en la vida social. Los entierros y las bodas. El primero, con los dolidos cargando a hombros el féretro, seguidos de los acompañantes, generalmente hombres, en su  camino hacia la iglesia y posterior traslado hasta el cementerio de La Orotava. Oportunidad, que antes y después del entierro, aprovechaban los hombres para echarse las consabidas perras de vino en las ventas o bodegas de Teodosio, Esteban o Ventura El Cartero. Hay una copla que a mi entender, explica muy bien lo comentado. “Ayer vine yo a saber, que los muertos se enterraban, para mí que los llevaban a una taberna a  beber”. En cuanto a las bodas, las puertas de las casas se abrían para ver pasar a la novia, admirar su traje y comprobar que vecinos eran los afortunados invitados. También para criticar si la novia no pasaba con el correspondiente traje blanco, indicativo de que se había casado de penalti. Los banquetes se celebraban en las casas, con aportación de los vecinos para completar el menaje necesario para llevarlos a cabo. Los platos, cubiertos, etc, se marcaban para luego saber a quién  correspondía. Los banquetes nos daban la oportunidad a los más pequeños  de sacarnos unas perras, al repartir al día siguiente, las viandas,  sobrantes de los  dulces, brazos de gitano y colocantes con los que se agasajaba a los asistentes a la boda. Pocos eran los lugares de esparcimiento de los que disponíamos en esa época, no habían ni plazas, ni parques, ni polideportivos. Los entretenimientos más comunes de los chicos eran jugar con las pelotas de badana, los carros de verga y los hechos con latas de sardina. Más de una cuerada alcancé por romperle las lonas a mi padre para hacer las ruedas. Otros juegos eran el boliche, posteriormente sustituido por las multicolores vidriuscas, el trompo, la bomba, a guerra, a piola,  pipas  de damasco, la caja de fósforos, etc. Las chicas solían jugar a las muñecas, cuando las tenían y si no las hacían de trapo, al  brilé, a la soga, el tejo y  las casitas. En estos últimos juegos solíamos participar también los chicos. Todas estas actividades se realizaban en el propio camino, aprovechando que no pasaban coches. Posteriormente el campo del Cho Elías, en el Camino de la Arbeja,  se convertiría en el primer campo oficioso de futbol. Era una huerta situada donde estuvo ubicada la capilla, a la altura de la casa de Mateo el farmacéutico. Allí nos reuníamos chicos de Los Callejones, La Arbeja, El Pino, La Perdoma e incluso de La Luz, para echar campeonatos con  reñidos y discutidos partidos, que más de una vez terminó en pelea. Muchas piedras del campo se quedaron con recuerdos de nuestros pies. Esta actividad era muchas veces interrumpida por nuestro amigo Pepe El de Cho Lias, que al grito de “salgan de ahí que a tu padre se lo voy a decir” nos espantaba con alguna que otra piedra.  La “piscina municipal” estaba ubicada en el estanque El Velero, lugar donde aprendimos más o menos a nadar un grupo importante de jóvenes perdomeros. Más de uno se tuvo que ir a su casa desnudo en pelete, dado que al dejar la ropa en la borda, algún gracioso y en ocasiones sus propios padres se la escondían o  quitaban, dando lugar a situaciones embarazosas para los afectados y divertidas para el resto. Para bañarnos se aprovechaba cuando entraba el agua  limpia en los estanques. Tirábamos unos cuantos rolos, con el fin de agarrarnos cuando nos viéramos apurados. A veces, uno de nosotros se quedaba en la borda, armado de una caña,  pescando a los que pasaban apuros, después de bajar y subir varias veces y con unos cuantos “quince” de agua verde y apestosa en el estómago. Con la llegada de la primavera y el verano, otra serie de actividades ocupaban las horas de asueto. Muchas de ellas, políticamente incorrectas hoy en día, pero que en aquellos años eran consideradas de lo más normal. Eso de la ecología era una palabra que no estaba en el diccionario. La artesanal guindadera era un elemento indispensable para la caza de los pájaros, sobre todo mirlos, para posteriormente asarlos y comerlos. Lo mismo que coger los huevos de los nidos para freírlos. En otras ocasiones, cogíamos lagartos con plaganas, aprovechando que salían al sol para calentarse, ranas para entretenernos inflándolas, soplando con una plagana por el culo o intentando tumbar andoriñas con cañas. En el tiempo de la fruta, no había ningún árbol  que se librara de la plaga  de menudos, que llegadas las últimas horas de la tarde, y previa inspección de los objetivos, nos dedicábamos a degustar los plátanos y los higos de la finca de D. Abraham, los damascos y ciruelas de Dña. Corina, los nísperos de D. Eduardo, las uvas de D. Camilo, las peras de D. José, etc,. A veces, sin esperar a que se maduraran del todo. Las gastroenteritis, cagaleras en habla vernácula, estaban a la orden del día. Lo mismo que las cueradas que alcanzábamos una vez recibidas por los padres, las quejas de los vecinos afectados por nuestras incursiones. Cuando llegaba la Semana Santa, el vuelo de la gometa, era juntamente con la lotería,  las actividades más frecuentes,  dado que  no se  permitía realizar ningún tipo de trabajo físico durante esos días. Unos meses antes, preparábamos las cañas, el hilo acarreto, la tela para la cola y el papel cebolla para confeccionarlas, normalmente con la ayuda de nuestros mayores. El cielo se llenaba de un precioso arcoíris multicolor, formado por las cientos de gometas, que  a veces en no muy justa competición, luchaban por ser la que más  alto volaba o más tiempo se mantenía en el aire.  EL canto de los números de la lotería, acompañaba las tardes de los mayores: la niña bonita (15), la mala pala (13), la edad de Cristo (33), la guardia civil (55), las banderitas de Italia (77), las tetas de Clotilde (88), cuacara con cuacara (44), etc. Todos arrayando en los cartones, a perra cada uno,  con granos de millo o piedras y pendientes de hacer un cuajo, de tener un cartón preñado o de cantar el ansiado y deseado “parió”. Los inviernos los recuerdo, como una sucesión de días de lluvia, oscuros y tristes. Oscurecía pronto, y gracias a la compañía de la radio, se hacían más amenas las veladas nocturnas. Radio Nacional, Radio Juventud, La Voz del Valle, eran algunas de las emisoras, que nos acompañaban. Seriales, concursos, discos dedicados, programas infantiles, retrasmisiones deportivas  y noticiarios componían su variada programación. Las voces de Matías Prats, Carlos Arguelles y otros muchos se metían en nuestras casas sin siquiera pedir permiso. Era frecuente que se produjeran interferencias y que de vez en cuando se colaran en nuestros hogares músicas con reminiscencias árabes, provenientes de la cercana costa africana o los aires de esa música melancólica y entrañable como es el fado, que viajaba por las ondas desde Madeira y el sur de Portugal. Años más tarde, una caja tonta que ha pasado a ocupar un  lugar importante en nuestros hogares, se coló en los mismos. Al principio eran contadas las que había en el pueblo. En el camino, ninguna. Por eso algunas tardes, subía con mi padre hasta el Bodegón de Juanico, en la calle José Ponte, para mientras el pasaba un rato echando una partida, yo acurrucado en un rincón, veía desfilar una serie imágenes, que me hablaban de un mundo sorprendente y desconocido hasta ese momento. Series como El Fugitivo, Bonanza, Los Intocables, Los Vengadores, Caravana, Viaje al Fondo del Mar, etc,  y programas como Los Chiripitifláuticos y Escala en Hifi nos acompañaban nuestras tarde noches. Con gran emoción e incredulidad vivimos en directo la llegada del hombre a la luna. Inviernos en los que los barrancos corrían, con tanta fuerza y estruendo, que la mayoría de las veces obligaba a muchas familias a abandonar sus casas, viendo muchas de ellas destrozados sus enseres.  Barrancos por los que veías pasar arrastrados por la fuerza del agua, toda clase de animales (vacas, cabras, conejos, perros) y objetos. Pero los barrancos no solo representaban la destrucción. En los remansos de los mismos,  se acumulaban una serie de materiales que se volvían a reutilizar, como maderas, planchas, etc, además de una gran cantidad de arena lavada,  que era aprovechada por los vecinos para trabajos de  construcción, lo que nos daba la oportunidad de ganarnos unas perras acarreando la misma hasta las casas. Existían dos ventas en el camino. La primera era la de Delfina y Domíngo, casi  enfrente de  donde se encuentra hoy la plaza del Pino y posteriormente, la de Pepe y Anita, en El Llanito. Estas ventas, con sus bodegones adjuntos, tuvieron una gran importancia en la economía y el sustento de las familias. Gracias a que vendían al fiado, las familias podían ir adquiriendo los diferentes productos que necesitaban y a final de mes cuando cobraban los jornales o cuando  vendían el producto de las cosechas, pagaban. Eran dignas de verse las libretas de los fiados, todas manoseadas de tanto anotar  lo de  "mi madre que me lo apunte, que cuando cobre le paga”. Los bodegones eran utilizados por los hombres, para en sus pocos momentos de asueto, echar unas partiditas al envite o al dominó, mientras compartían unos vasos de vinos y unas perras de chochos.  Era frecuente, que algunos se olvidaran que tenían que echar de comer a los animales o de ordeñar vacas, por lo que muchas veces, las mujeres o los hijos, tenían que ir a buscarlos a la bodega, con el consiguiente rifirrafe. Por las mañanas, los trabajadores de la platanera, paraban para echarse la mañana de parra o de sol y sombra acompañada de la correspondiente pastilla de menta  y por las tardes, antes de regresar a sus casas y terminar las faenas diarias, a  echarse la consabida  quícara o cuarta de vino. De Delfina recuerdo su particular método de cálculo. No utilizaba números para sacar las cuentas. Un sistema de círculos, círculos atravesados por una raya, palitos, etc., cada uno de ellos con un valor, sustituían a las cifras. No recuerdo que sacara una cuenta mal. Asimismo era digno de ver con que agilidad los venteros envolvían en papel de vaso, las judías, lentejas, garbanzos y  azúcar, que vendían  a granel por cuartos y medios kilos. Eran muy demandados los sacos de 50 kgr. en que venía embasada el azúcar. Las amas de casa los utilizaban para confeccionar diferentes prendas de ropa, la más común, la interior. Más de unos calzoncillos llevaba  el sello de la fábrica de azúcar. Posteriormente, esos mismos sacos se utilizaron para confeccionar la ropa de los practicantes de nuestro deporte vernáculo. Otro producto reciclado era el de la cajas de naranjas, que nosotros llamábamos barcas, que hacían las veces de cuna o parques para los bebés. En la de Pepe y Anita, detrás del mostrador, conocí a una chiquilla, pizpireta y contestona, que no me caía nada bien y que cada vez iba a comprar algo, me decía  ¡ qué quieres¡. Con el paso de los años, lo que son las vueltas de la vida, se terminaría convirtiendo en la que hoy en  mi esposa. Por el camino subí cuando por primera vez fui a la escuela, primero a las de los maestros vocacionales  de D. Pepe Álvarez y Doña Concha Dios y posteriormente a las escuelas públicas. Las clases estaban separadas en función del sexo, los chicos en unas y las chicas en otras. La clase de D. Manuel en José Ponte, La de Doña Concha al lado de la Zapatería de Onelio, y las de D. Juan  y Doña Pura, en la actual calle del Rosario. Los chicos y chicas sólo nos relacionábamos a la hora del recreo. Momento en que compartíamos juegos, confidencias y hasta alguna pelea, de la que siempre salíamos malparados los chicos y con algún que otro recuerdo en la cara de las uñas. Recuerdo la camisa azul y el pantalón gris del uniforme  de los chicos y el babi blanco de las chicas. El rezo del Padre nuestro al empezar y terminar las clases. Los garbanzos debajo de las rodillas, los reglazos,  y los tirones de oreja y patillas, que nos llevábamos cuando cometíamos alguna gamberrada, aunque a  veces alcanzabas sin saber porqué. La escuela estaba equipada con baños como Dios manda, lavados, retretes y  urinarios. Aunque solo se utilizaban cuando el maestro de  turno lo consideraba oportuno. La mayoría de las veces, las necesidades las hacíamos en la parte de atrás, con alguna que otra competición a ver quien echaba la meada más larga.  Por la poca experiencia en el uso citados baños, alguno realizó sus  funciones evacuatorias en el sitio equivocado, con  el consiguiente regocijo del resto y el pertinente cabreo del maestro. Gracias a la inquietud e iniciativa de D. Juan, un grupo de nosotros, tuvo la oportunidad de realizar otros estudios que no fueran los primarios. Con clases particulares, que el mismo nos daba,  nos preparamos el bachillerato con matrícula libre, teniendo que ir a examinarnos al Cabrera Pinto en La Laguna.  Especial era el viaje hacia la ciudad de Los Adelantados, en los famosos micros de Transportes de Tenerife. Por las tardes, esperábamos con deleite, el vaso de leche en polvo, de la que nos mandaban de Argentina, que  preparaba  Juana Estrada en la calle, junto a la escuela de Doña Pura. De casa traíamos un vaso de plástico, con un poco de gofio y azúcar para acompañarla. Algunas veces, también nos repartían un poco de queso amarillo, pero esas eran las menos. Una vez terminada la clase, algunas tardes teníamos que acudir a La Iglesia a La Doctrina, lo que hoy conocemos como Catequesis. Recuerdo que nos daban unas papeletas, que posteriormente cambiábamos por unos números para la rifa de un Cordero el día de la Comunión. Especialmente importante era el día de Reyes. Nada más escuchar los cañones que desde La Cuesta, anunciaban el comienzo de La Cabalgata, subíamos como tiros por el camino para acompañarla hasta la plaza y posteriormente, ponernos en las interminable cola, con nuestro saquito de tela en las manos, para recibir de Los Reyes Magos, los higos pasados, la naranja china, el pan y el pito, con el que armábamos tremenda algarabía en la plaza. Resaltar que para muchos, estos pequeños obsequios, eran todo lo que recibirían ese día.
Los domingos, los recuerdo subiendo para acudir al cine parroquial, para disfrutar de las películas de indios y de guerra,  de Joselito y Marisol, del Llanero Solitario, El Zorro, Tarzán, etc. En el descanso acudíamos al carrito de Candelario, para adquirir los famosos pirulines y paraguitas, duros como piedras, pero bastante entretenidos, ya que te pasabas media película intentando quitarles el papel que los envolvía  para comértelos posteriormente. Al salir, y si tus padres habían sido generosos en su asignación dominical, lo que no era frecuente, podíamos disfrutar de un buen vaso de andomi o jotacanaria, acompañado de un sabroso salvavidas, en alguna de las ventas cercanas. Los días de las fiestas, eran esperados con ilusión. Era el momento de disfrutar de los famosos y ricos turrones, en los diferentes puestos montados por las turroneras venidas desde Tacoronte. Recuerdo los famosos saltapericos,  unas ristras de una especie de  producto pirotécnico,  con el que  hacíamos  brincar a las chicas. El olor de  la carne fiesta destacaba en los ventorrillos que se montaban en diferentes lugares alrededor de la plaza. Un tenderete cubierto de sábanas, con un mostrador a base de bidones y un tablón, adornado con palmas, era lugar obligado de encuentro, para  degustar el vino nuevo recién elaborado, y que la mayoría de la  veces no pasaba de ser simple verdillo. Con la llegada  de la zafra, se volvía a poner de manifiesto el espíritu comunitario, ayudándose unos a otros de manera sucesiva hasta finalizar.  La cogida de la papa, el millo, la uva o el tabaco, eran las faenas más comunes. Precisamente en una cogida de papas, cogí, con apenas seis años,  la que fue mi primera borrachera. Un primo mío y yo éramos los encargados de repartir el vino a los jornaleros. Cada vez que repartíamos y si quedaba algún culito en el vaso,  nos lo jalábamos. Al terminar la faena, mi madre al verme dando vaivenes, le dijo a mi padre, “Pepe, al niño le pasa algo, tiene que estar enfermo”  Mi padre después de observarme y tomarme el aliento le dijo, “El niño no está enfermo, lo que está es cargado”. Aún me escuece en la lengua el caldo hirviendo que me dieron y que me quitó la borrachera de golpe.  Las noches de luna llena eran aprovechadas para la recogida del millo, con el fin de evitar el calor. Posteriormente el  desfajinado y desgranado se convertía en otro momento de convivencia, con largas veladas en las que los cantares de coplas y romances, los cuentos y algún que otro chisme, hacía más ameno el trabajo. Esperado era el momento de la vendimia. Los más pequeños no veíamos la hora de meternos en el lagar a repisar o pegarnos un baño en la lagareta con el vino hasta el cuello. Posteriormente, otro entretenimiento era ir a rebuscar los pocos racimos o gachas que habían quedado sin cortar. Con el tabaco, nos ganábamos unas pesetas cosiéndolo  y enhebrándolo en interminables cujes, para luego ponerlos a secar en  los tendales. Recuerdo a las mujeres cosiendo y escuchando los seriales de la radio, como Lucecita, etc….
En mis recuerdos están impregnados también los olores con los que convivíamos. De las casas nos llegaba el olor del potaje de  coles y tocino, de las tazas de agua de pasote y toronjil, del café recién molido o hecho, de la carne de conejo –en celebraciones especiales-, de las manzanas y ciruelas  que se almacenaban cubiertas de helechos. Asimismo, el olor del vino recién elaborado que iban dejando las mulas cargadas  con las barricas camino de las bodegas. Era muy común que en las casas se utilizara como ambientador la manzana o el membrillo, por su agradable olor. De tanto subir y bajar el camino, llegué a conocerlo como la palma de mi mano. Sabía dónde estaba colocada cada piedra, cada hueco. En su recorrido, pasaba por lugares como El Llanito, El Castañero, El Chorro, El Canal, Las Controladoras, La Isleta, La Portada, Los Estanques, etc. En El Llanito, pasé muchas noches esperando a que bajara algún conocido que me ayudara a pasar el mal trago del Castañero, lugar al que tenía un miedo espantoso, abonado por los cuentos de brujas y chupasangres y demás personajes del folklore popular que nuestros mayores nos contaban . Una de las noches en que no había encontrado con quien bajar, al llegar a la portada de una de las entradas a la Finca de D. Abraham, se materializó sobre la pared una figura inmensa que con un gran  vozarrón dijo: “Hola Pepillo”. Del susto las patas me llegaron al culo de la velocidad que cogí hasta llegar a mi casa.  La persona que me había dado tremendo susto era Nicolás El Loco, casi dos metros de humanidad  y cariño por los más pequeños y que terminó sus días en un psiquiátrico.
Fueron pasando los años, y con ellos llegó poco a poco el progreso. Los caminos, fueron cambiando su fisionomía. El empedrado fue sustituido por el cemento. Muchos días de trabajo comunitario contemplaron los diferentes caminos, hasta ver realizada una anhelada aspiración: poder llegar con un vehículo hasta la puerta de sus casas. También la electricidad y el agua corriente, llegó a todos los hogares. El auge de la hostelería y la construcción, llevó a que muchas personas abandonaran las labores del campo y comenzaran  una andadura laboral con mejores expectativas económicas. Con la mejora del poder adquisitivo, las casas cambiaron sus estructuras, se mejoró el tipo de construcción y   los hogares se empezaron a llenar de utensilios y aparatos que hicieron de los mismos, lugares más agradables de vivir.  El Puerto de la Cruz se convirtió en el auténtico motor económico, no solo del Valle, sino de todo el Norte de Tenerife. Este también dió la oportunidad a las mujeres, sobre todo a las más jóvenes, de incorporarse al mercado laboral, y realizar otras labores que no fueran las del hogar.            Viniendo del Puerto de trabajar,  me encontré en la guagua con un amigo, Miguel García Martín,  Mike,s para los amigos, persona con una gran inquietud cultural  y que desarrolló una labor encomiable como monitor en el Teleclub. Precisamente del Teleclub hablamos en la guagua. No suponía que este se convertiría en una parte importante de  de mi vida y de la de otros muchos jóvenes de La Perdoma a lo largo de los siguientes años. En él se desarrollaron todo tipo de actividades. Culturales, lúdicas y deportivas. Aprendimos a relacionarlos y a convivir, con discrepancias pero con respeto a las distintas ideas. Se convirtió en un referente para otros Teleclub, tanto por las actividades desarrolladas como por las personas que pasaron por su salón para impartir y compartir su sabiduría. Poco a poco la gente, la gente fue teniendo mayor conciencia social. El asociacionismo vecinal, sirvió para conseguir mayores cotas de bienestar y la mejora de la inmensa mayoría de las infraestructuras. La Farmacia, El Médico, Los Colegios, recogida de basura a domicilio, el agua, el  asfaltado y alumbrado público, fueron muchas de las  reivindicaciones que se lograron, con la colaboración del Ayuntamiento y organismos competentes. Hoy en día, hemos alcanzado un  estado de bienestar inimaginable hace apenas 20 años, y a pesar de los momentos de inestabilidad económica que sufrimos, estamos mucho mejor que lo que estuvieron nuestros abuelos o padres. Debemos seguir luchando por nuestro pueblo, por conseguir lo mejor para todos, pero implicándonos, no dejando que sean otros quienes se muevan y encima criticarlos si las cosas no salen como queremos. Exigiendo, con responsabilidad, que se lleven a cabo las obras y mejoras que creamos convenientes para un mejor vivir. Que el diálogo y no la crispación forme parte de nuestro día a día. Los pueblos los hacemos quienes los habitamos. Disfrutemos en y de  las actividades que se desarrollen, integrémonos o apoyemos a los diferentes clubs deportivos, asociaciones,  y colectivos. Vivamos  la cultura en todas sus facetas. Un pueblo inculto es un pueblo sin futuro, termina por desaparecer. No quiero que estas últimas palabras las entiendan como si de un mitin se tratara, solo entiéndanlas desde la aspiración que tengo de que La Perdoma sea un referente y un orgullo para todos los que la habitamos, desde el respeto y la tolerancia. Por último, y a pesar de haber vivido en una época con un montón de carencias, me honro de haber crecido con una serie de valores, que hoy en día parecen estar pasados de moda. La educación y el respeto por nuestros mayores, auténticas enciclopedias de filosofía y sabiduría. El Sr. y el Vd. En el tratamiento a los mayores, el por favor y el gracias cada vez que pedimos algo. Mi agradecimiento y mi amor para mis padres, por habérmelos inculcado. Muchas de las personas que he nombrado en este pregón, ya no están físicamente con nosotros. Pero no están muertos, vivirán en el recuerdo de los que los conocimos. Otra cosa. Dicen que el pasado y el futuro no existen, solo el presente. Pero yo pienso que para vivir el  presente antes hemos tenido que  vivir un pasado que nos ha permitido llegar hasta él. Un pueblo sin pasado es un pueblo no que no existe, un pueblo muerto. Recordemos el pasado, no por aquello de que cualquier tiempo pasado fue mejor, sino para aprender de lo vivido,  poder apreciar mejor lo que tenemos y disfrutarlo de la  mejor manera posible. Disfruten de las fiestas y gracias a todos por estar aquí. ¡Viva San Jerónimo y la Virgen del Rosario! …"

BRUNO JUAN ÁLVAREZ ABRÉU
PROFESOR MERCANTIL

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