Mi amigo y compañero de profesión (Profesor Mercantil); ANTONIO SALGADO PÉREZ. Remitió entonces estas notas que tituló; “DON CONRADO RODRÍGUEZ LÓPEZ. UN CORAZÓN NOBLE Y DESPRENDIDO QUE SIEMPRE ANTEPUSO EL DECORO A LA UTILIDAD Y AL INTERÉS”: “…Parecía como descabellado vaticinio de Julio Verne en aquella primavera del año 1963: ¡De Tenerife a La Gomera en 23 minutos! ¿Y quién no era capaz de someterse a la aventura cuando habíamos sufrido singladuras de siete y hasta once horas desde nuestra Farola del Mar hasta el puerto de San Sebastián? Pensando en aquella especie de grito de guerra de “suerte, vista y al toro”, nos introdujimos en la frágil pero segura estructura de una avioneta tipo “Cherokee Six”, que iba pilotando Alfonso Cabello, auténtico pionero de la aviación gomera, ya que fue él, en unión de su compañero Ruíz, el primero que logró aterrizar con una de estas “libélulas”, en las postrimerías de la década de los 50 del pasado siglo, en el pequeño aeródromo colombino situado en la localidad denominada “El Revolcadero”. Los vientos nos eran favorables; la visibilidad en Los Rodeos, óptima; el clima, agradable. Desde cinco mil pies de altura nuestra costa norteña parecía orlada por variopintas filigranas de espuma. El Puerto de la Cruz era ambiciosa maqueta y el Teide lucía traje de Primera Comunión. La Punta de Teno, que ya veía sentenciada su recogimiento por la irrupción del asfalto, era la referencia para enfilar hacia “La Traviesa”, brazo de mar temido por marinos y pilotos...
La vetusta Torre del Conde, a nuestros pies. Después, aridez, soledad, alguna que otra falúa sacando de las transparentes aguas el sacrificado sustento. A continuación, la loma de Tecina, “el milagro de la familia Rodríguez López”, con verdor de oasis y pronunciado bucolismo donde los frondosos laureles de Indias parecían dar sombra y cobijo a un sinnúmero de tomateras, plataneras y afines. La “Cherokee Six” enfila la pequeña cinta de espacio habilitado y posa sus ruedas en trípode en la pista de “El Revolcadero”, presuntuoso alevín de balizajes internacionales. En la liliputiense torre de control está Jesús Simancas Megolla” Sito”, un “todoterreno” en las poliédricas tareas de las comunicaciones, que durante nuestra impecable travesía, de apenas media hora, nos tuvo al corriente de vientos, isobaras y cúmulos. El retorno a aquel paraíso vegetal que respondía por Tecina tenía que realizarse, obviamente, por tierra. En un jeep, que solo las expertas manos de Alfonso Sánchez era capaz de dominar, recorrimos vericuetos dantescos, serpenteamos montañas cortadas a pico, donde el más pequeño descuido hubiese tenido desagradables consecuencias. Pero Alfonso, en el volante, era todo un Fangio.
Allí, en Tecina, empezamos a conocer, por diversos conductos, la sutil e inalcanzable generosidad de Don Conrado Rodríguez López ya que, como hemos apuntado en otras ocasiones, era un personaje de los que daban y escondían su mano bajo una selecta modestia. Procuraba, por todos los medios, ocultar el bien que hacía, imitando al Nilo, que disimula sus fuentes. Pertenecía a esa casta de los confiados y laboriosos; de los emprendedores natos y activos, todos ellos íntimos de la buena suerte, tronco común de unas ramas genealógicas bajo el signo de la capacidad y de la comprensión. Era visible e invisible, rotundo y anónimo, enérgico y bondadoso.
Allá, en aquella Isla tan llorada como
abandonada; en aquellas tierras resecas que podían regarse con tantas lágrimas
ajenas, Don Conrado, junto a su hermano, Don Álvaro, un tándem casi de
leyenda, comprendieron que un labrador de pie era más alto que un
cortesano de rodillas y que aquellos pedregales y acantilados podrían tornarse
en fertilidad y refugio.
Y la isla de La Gomera, que aliándose con
el más puro azar la teníamos a muchísimas horas de épica travesía marítima
desde su capital, fue cambiando su tez ocre por semblante de esperanza; por
núcleos esmeraldas que albergaban otro binomio que ojalá no haya pasado
definitivamente al recuerdo: el plátano y el tomate, en aquella época,
sinónimos de ingresos y divisas, de puestos de trabajo, jornales y
sustento seguro.
Don Álvaro Rodríguez López, al que no
tuvimos la oportunidad de conocer, falleció en el año 1958 y sus restos
descansan , como siempre fue su deseo, en la recoleta iglesia de Playa
Santiago. Su nombre figura en una calle santacrucera entre la Avenida Tres de
Mayo y la de Áurea Díaz Flores. Dieciocho años más tarde, Don Conrado
nacía para la muerte. Y todos, en aquel momento, intuimos que se iba,
inmediatamente, a abrazarse con su hermano del alma, con quien había compartido
tantísimas marejadas a la altura de la “Montaña Roja”, entre las cuadernas de
aquella inolvidable “Flota Rodríguez López” compuesta, entre otros barcos, por
los “San Juan”, “Santa Elena”, “Santa Rosa de Lima”, “Isora”, “Adeje”,
“Santa María Mártir”, “Sauzal”, “Santa Úrsula”, “San Juan de Nepomuceno”...O
por el inefable “Sancho II”, al que gozamos y sufrimos en sus peculiares
instalaciones, inmersos en ambientes salitrosos, fuertes ventarrones y vaivenes
sui géneris, perfectamente controlados por Don Rafael Hernández, el popular
patrón de aquel airoso y marinero “Sancho II”. Aquel veterano patrón de
cabotaje y devanador de espumas interinsulares y otras, un día nos confesó con
aquella inconfundible voz cavernosa que siempre le acompañó:” Al mar nunca le
tuve miedo. Y mire que las hemos pasado negras; aquellos viajes a Ceuta,
cargados con bidones de ochocientos litros de gasolina y el barco andando a
tres millas...”
Y en aquel encuentro en el Más Allá, Don
Álvaro, Don Conrado, personajes para la historia- en actividades
agrícolas, industriales, navieras y aeronáuticas- , recordarían aquellas épocas
sin luz, sin teléfono, sólo telegramas; aquella singular “pluma” en el
añorado espigón de Tapahuga, muy próximo de la ubérrima Tecina que, incluso, ya
gestaba una lustrosa ganadería.
¡Tapahuga, qué nombre tan sonoro y
evocador! En los albores de los 30 del siglo pasado, en los litorales
gomeros se trabajaba con el agua por la cintura, en las playas, por falta
de muelles; y, después, a remo, desde la playa al barco, con viento y
marea, donde la costumbre convertía aquel titánico esfuerzo en simple juego de
niños.
Y en el aludido Más Allá, ambos también
recordarían sus fábricas de salazones-en Alcalá y Playa Santiago- donde era tan
numeroso el personal como los frutos del mar que se enlataba sin cesar; los
ingeniosos pescantes de La Gomera, especie de norias que recogían y
depositaban personas y toda clase de objetos; la “jila-jila”; los asientos a
base de entrecruzados brazos para llegar a la playa, tras luchar, como hemos
apuntado, con denuedo , con el “jalío”, todo un incordio del atraque. Y también
estarían en sus respectivas mentes aquella Tecina intelectual, festiva, musical
y castrense, con camellos transportando las ínclitas cargas de los Ramón-Gil
Roldán, “Crosita”, Carmelo Cabral, García-Escámez..., que luego, en un luminoso
y espacioso chalet de estilo victoriano, cada uno daba rienda suelta a su
respectiva faceta. Y así era fácil imaginar al guitarrista y compositor Cabral
dando un pequeño adelanto de música folklórica canaria de la que había grabado,
primero, con la firma “Odeón” y luego, en “La Voz de su Amo”. O a Diego Crosa y
Costa, dibujante, acuarelista, autor teatral y poeta que, como tal, colaboraba
en la revista modernista “Castalia” e hizo famoso el pseudónimo “Crosita” en la
sección festiva “Ripios” aparecida en el diario santacrucero “La Prensa”, que
dirigía su fundador, Leoncio Rodríguez. Y puede que “Crosita”, en
aquellas distendidas tertulias diera a conocer su copla más popular: “Cuando
una canaria quiere/ a quien la sabe querer/ de tanto querer se muere/ y muerta
quiere también”. Y , en fin, nos imaginamos a Ramón Gil-Roldán y Martín,
brillante abogado y escritor ,esparciendo aquella cordialidad, ironía e ingenio
que siempre le caracterizó , entre sus grandes e íntimos amigos, entre los que
tenía, por supuesto, al capitán general García-Escámez, que iba a dejar
imborrable recuerdo entre el pueblo tinerfeño, que alabó su seriedad,
competencia y honestidad.
Don Conrado Rodríguez López, al que sí tuve
la dicha de conocer y distinguir, gozó de una vida entera para aprender a
morir. Y La Parca le visitó en el lecho, sin dolores, como una brisa, aunque él
hubiese preferido exhalar el último suspiro de pie, ya que fue todo un
adelantado en enseñarnos la terapéutica del andar, que prodigó y lució hasta
días antes de su óbito, con aquella elegante erguidez y pulcritud; con aquellos
pasos firmes, de imperturbable cadencia, que se tornaban vacilantes y nerviosos
cuando observaba a una juventud “desgreñada y abúlica”, con andares de meandros,
visiones que siempre afectaron a su espíritu tan conservador como cristiano, no
precisamente de los de golpes de pecho, comunión social, ni de libros con
cantos dorados, sino de visitas diarias y solitarias a la “Morenita” con la que
platicaba todos los atardeceres en nuestra Villa Mariana para retornar luego a
una de sus más acendradas pasiones, el hogar; la otra preferencia viva en su
persona fue el trabajo , el esfuerzo y la constancia y, de forma muy especial,
su inalcanzable generosidad, que prodigó aquí y allá, desde su etapa en Madrid,
como estudiante en la rama de ingeniero de Caminos, como después, en su plena
madurez, donde se afanaba por olvidar él mismo lo que daba para obras
benéficas, para acudir a donde menos se pensaba con una mano siempre anónima ,
dejando innumerables estelas de su corazón noble y desprendido, con propensión
del ánimo a anteponer el decoro a la utilidad y al interés, virtudes que nos
explicó con pragmática firmeza y perseverancia a todos los que tuvimos la
oportunidad de oír su ejemplarizante verbo, del que tomaron muy buena
nota sus hijos, Álvaro y Conrado Rodríguez-López y Braun, a los que, en
diversas facetas, he tenido, igualmente la suerte de conocer y tratar…”
BRUNO JUAN ÁLVAREZ ABRÉU
PROFESOR MERCANTIL
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