domingo, 15 de octubre de 2017

RECEPCIONES REALES EN CANARIAS. LA VISITA DE ALFONSO XIII



El amigo de la infancia de La Villa de La Orotava; ANTONIO LUQUE HERNÁNDEZ. Remitió entonces (2014) estas notas. Que tituló “RECEPCIONES REALES EN CANARIAS. LA VISITA DE ALFONSO XIII”: “…Entre la larga serie de monarcas, jefes de Estado y príncipes que han venido a Canarias, el viaje de Alfonso XIII ocupa un lugar destacado. La fecha de marzo de 1906 se recordará por la llegada a este Archipiélago del primer monarca español. Días inolvidables para los anales de cada una de las islas, ya que todas recibieron la visita del soberano y de su sobresaliente séquito. Acompañaban en aquella ocasión al rey de España, su hermana la Infanta María Teresa y el esposo de ésta, el Infante Fernando María, príncipe de Baviera. El pueblo canario, generoso y patriota, dio entonces muestras de enorme júbilo y de un inmenso entusiasmo.
Los canarios ya habían demostrado su afecto a la real familia y a la Patria en otras ocasiones, y continuarían manifestándolo en posteriores oportunidades. La brillante recepción a Alfonso XIII había sido precedida en el tiempo por las dispensadas a dos miembros de la familia real. El primero en llegar, hecho que se produjo en 1864, fue el Infante Enrique de Borbón, duque de Sevilla y hermano del rey consorte, Don Francisco de Asís; venía deportado, pero no por ello dejaba de ser quien era, así que se lo atendió y honró como y cuanto se pudo. Esto ocurrió cuatro años antes de la «Gloriosa» y su confinación se produjo por haber intervenido en sucesos políticos de gran resonancia. De regreso a la Península, Don Enrique prosiguió con su actitud de rebeldía, contribuyendo a los sucesos que despojaron del trono a su cuñada y prima Isabel II. En Tenerife, supo ganarse, gracias a su habilidad y simpatía, las voluntades de cuantos lo conocieron; la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Tenerife le nombró «Miembro de Honor» y los municipios de Santa Cruz y La Orotava colocaron sendas lápidas en las fachadas de las casas que le sirvieron en la ocasión de residencia.
Tres décadas después, en 1893, vinieron en visita oficial a Canarias la Infanta Eulalia y su esposo, el Infante Antonio, príncipe de Orleáns; llevaban la representación de España al Nuevo Mundo, con motivo del cuarto Centenario del descubrimiento de América, y su recibimiento fue un perfecto debut, creemos, del que trece años más tarde se dispensó a su sobrino el Rey.
La llegada a Canarias de Alfonso XIII, en abril de 1906, marca un antes y un después en la moderna historia de estas Islas. No podía ser de otro modo, al tratarse de la primera visita de la persona que encarna el primer símbolo político de España, con siglos de historia nacional tras ella. Ese encuentro, largo tiempo esperado, se hacía ineludible. Estos viajes no fueron, en ningún caso, un paréntesis en la vida del joven Soberano, sino que formaron parte necesaria de su aprendizaje como Rey, al promover ese contacto el conocimiento más efectivo de la realidad del país. Para su realización se volcaron todos los medios de que disponía el Gobierno del Estado, pues la intención de éste, como la del propio Monarca, no era otra que la de propiciar muy directamente el entendimiento del Rey sobre cada una de las islas que componen este Archipiélago, y que su real presencia pudiera así contribuir al mutuo acercamiento y  también a afianzar, en consecuencia, el sentimiento patrio de los isleños.
Previamente, el Gobierno había realizado un completo estudio de los problemas existentes en las Islas y sobre las posibilidades de solución que éstos presentaban. Las dificultades eran indudablemente muchas, en gran medida provocadas por deficiencias económicas y por la carencia de las infraestructuras adecuadas, pero se confió en que la presencia del Monarca iba a inaugurar una mejor época, existían al menos esperanzas que apuntaban a ello. Con un cabal conocimiento, al más alto nivel, de nuestra tierra y sus realidades sociales, podrían quizá allanarse obstáculos, debidos en parte también al secular aislamiento en que vivíamos, y lograr la paulatina incorporación de Canarias al tren de la modernidad, puesto en marcha ya en tantos países del entorno europeo.
Ese memorable encuentro puso de manifiesto la generosidad y patriotismo del pueblo canario, que hizo cuanto estuvo a su alcance para corresponder dignamente a la visita de tan alta Institución. Se adecentaron ciudades y pueblos, se repararon carreteras y caminos, se plantaron árboles; todos, grandes y chicos, compitieron en festejar y ofrecer cuanto estaba en sus manos, y más. Así lo comprendió Don Alfonso, quien, desde su figura de monarca constitucional, procuró durante todo el recorrido informarse de las necesidades e inquietudes de cada lugar que visitaba para luego, llegado el momento, traspasar a los centros de la administración del Estado las justas aspiraciones de los habitantes de este Archipiélago. Lo cierto es que, en la medida de lo posible, lo consiguió.        
En 1910, cuatro años después de la venida de Alfonso XIII, llegaría hasta nuestras Islas la Infanta Isabel, de regreso de su triunfal viaje a la República Argentina. «La Infanta, la más popular y querida en España fue aquí —en Tenerife y Gran Canaria— recibida con manifestaciones de simpatía grande y sincera. Fue aclamada y fue festejada; lo merecía, más que por su representación, por sus bondades y por su patriotismo»1.
El Infante Fernando María de Baviera volvió en otoño de 1920 y realizó, entonces en Tenerife y Gran Canaria, una segunda visita, digna de evocación. Para situar mejor, y dar más luz a este personaje, señalaremos apresuradamente algunas referencias históricas. Hijo de Luis Fernando de Baviera y de la Infanta María de la Paz, nació en Madrid en 1884; alemán y príncipe de Baviera, se nacionalizó español, y contrajo matrimonio, el 12 de enero de 1906, con su prima la Infanta María Teresa, hermana de Alfonso XIII. Enviudó el 23 de septiembre de 1912 y casó en segundas nupcias, el 1 de octubre de 1914, con María Luisa de Silva-Bazán y Fernández de Henestrosa, duquesa de Talavera de la Reina. Su patriotismo, ingenio y caballerosidad le valieron el claro afecto de su cuñado el Rey, y la estima general; por lo que se convirtió en valioso auxiliar de la Corona, primordialmente en sus funciones de representación. Regresó en el marco de su viaje a Chile y al estrecho de Magallanes, en el extremo meridional de Sudamérica, como embajador extraordinario de su Gobierno, con motivo de las fiestas organizadas por aquella República austral en honor al cuarto centenario del descubrimiento del estrecho, celebraciones que revistieron gran importancia política.  
CRÓNICAS DEL VIAJE REGIO. DIARIO DE LA VISITA DE ALFONSO XIII  A LAS ISLAS CANARIAS: “Jamás había vacilado en mezclarse entre las multitudes, o en ir solo, sin escolta, a donde la parecía bien. En todos los viajes de su vida encontraba muchos amigos, y siempre, cuando era reconocido, alcanzaba ovaciones y respeto. Sentíase, pues, seguro de tener tras de sí la constante fidelidad de la nación; y, habiendo trabajado continua y lealmente en su servicio, entendía haber merecido su afecto2.  Winston S.  Churchill”
PREPARATIVOS CIUDADANOS EN TENERIFE. El sábado 24 de marzo de 1906, el gobernador civil Ramón Ledesma Hernández recibió un telegrama del presidente del Consejo de Ministros por el que se le notificaba que la comitiva regia embarcaría en Cádiz a las doce de la mañana de ese mismo día, teniendo previsto arribar al puerto de Santa Cruz de Tenerife el lunes 26, dos días después, a las 11 de la mañana. Según información publicada por el Boletín Oficial, formaban parte de ella los ministros de Marina, Concas; de Guerra, Luque; y de Fomento, Gasset, a última hora sustituido por el conde de Romanones, ministro de Gobernación. Las autoridades provinciales, con la anterioridad requerida, habían completado el programa de actos y adoptado las complejas medidas de seguridad solicitadas3. Para financiar los gastos extraordinarios derivados del recibimiento regio, el Ayuntamiento capitalino preparó un presupuesto adicional de 15.000 pesetas.
Nada más conocer oficialmente la comunicación, el alcalde de Santa Cruz, Pedro Schwartz y Matos, publicó en la prensa la fecha y hora prevista de la llegada. En ese comunicado animaba al pueblo, con entusiastas expresiones, a rendir el tributo merecido al Soberano, haciendo hincapié en que se trataba de la primera visita de un monarca español, que venía además a conocer directamente las necesidades y aspiraciones de todo el Archipiélago. A su vez, los periódicos señalaban el permanente interés del Rey y su Gobierno en el bienestar y progreso de esta provincia canaria. Con este viaje, se inicia una etapa de regeneración y desarrollo, ya que su objeto primordial no era otro que el de conocer directamente, solucionar problemas y allanar dificultades. El domingo 25 llega a Santa Cruz la banda de música de Arafo, mientras que las de Güímar y San Juan de la Rambla ya se encontraban en la capital, para contribuir unas y otras, con sus alegres músicas, a dar un tono de festividad al evento. Todo estaba preparado, pues, para el recibimiento real.
Una amplia escalera de desembarco daba acceso al airoso templete, construido en el muelle, según diseño del arquitecto Estanga. En su cúpula rectangular ostentaba los escudos de Santa Cruz y de España, y en sus esquinas, artísticas coronas. En el puerto se colocaron mástiles con banderas que hacían ondear los colores nacionales. Sus edificios presentaban un extraordinario ornato, en especial el kiosco «Recreo del Marino». A la salida del muelle, próximo a la Alameda de la Marina, se alzaba el gran arco que la ciudad dedicaba al Soberano. Asimismo, la plaza de La Constitución, adornada con palmeras y banderolas, y los establecimientos de la zona habían engalanado sus escaparates y fachadas. La Sociedad Colombófila construyó un ingenioso arco-palomar, en el que se colocaron centenares de palomas que, al paso del Monarca, serían puestas en libertad. En la calle de la Candelaria, se levantó un segundo arco monumental, homenaje de los exportadores de frutos de Tenerife. Esta arcada, realizada por el pintor Manuel González Méndez, estaba decorada con los productos agrícolas que constituían la principal riqueza del país.
Frente a la sede social del Salón Frégoli, se levantó otro arco, en el que se colocaron varios socios vestidos de marinos, que obsequiarían al Rey y a los Infantes con sendos ramos de flores. En la calle del Castillo, las sociedades La Benéfica y La Bienhechora habían erigido otro arco. Las casas comerciales de esa importante vía estaban todas embellecidas y encortinadas. Además, se habían colocado pancartas artísticas con rótulos de bienvenida y alusivos también a las dificultades por las que pasaba Tenerife. A la entrada de la Alameda de Weyler se hallaba un elegante arco adornado con atributos militares y de la Marina, en cuyo remate se representaba a España con el estandarte real.
La Cruz Roja hizo gala de ingenio para exhibir todos los elementos que la acompañan en las columnas de entrada de la plaza del Príncipe. En los extremos de uno de sus paseos laterales, se mostraban varias tiendas de campaña para heridos, exhibiendo los útiles precisos para ser usados en los desgraciados tiempos de conflictos bélicos. Igualmente estaba expuesta una bomba de incendios y cuantos medios se requieren para la extinción del fuego. Los vecinos de El Cabo adornaron el puente y levantaron arcos. Para los periodistas4 nacionales que se hallaban en esta capital con motivo del viaje, se habilitó una habitación en el Gobierno Civil y un despacho en la Central de Telégrafos. En resumen, la ciudad presentaba su mejor cara en honor a su Rey.
LUNES, 26 DE MARZO. EL RECIBIMIENTO. Pasadas las doce del mediodía del 26 de marzo fondeó en el puerto santacrucero, procedente de Cádiz, el vapor de la Compañía Trasatlántica Alfonso XII que conducía al Soberano español y a sus hermanos los Infantes María Teresa y Fernando María de Baviera. Una escuadra española, al mando del contralmirante Matta, daba escolta al navío real. Componían dicha flota los buques Pelayo, Princesa de Asturias, Carlos V, Extremadura, Río de la Plata y el yate real Giralda4, en el que viajaban los representantes de los medios informativos nacionales. Nada más desprenderse del costado del Alfonso XII la falúa de vapor del Pelayo que transportaba al Rey y avanzar por entre las dos hileras de botes ocupadas por las comisiones de los distintos centros y por particulares, el fuerte de Almeida hizo las salvas de ordenanza, a las que respondieron al unísono las bandas de música interpretando la «Marcha Real», se escucharon al tiempo las sirenas de los vapores, resonaron las aclamaciones de los tripulantes de los buques de guerra y, mientras repicaban alegres las campanas de las torres, una nube de cohetes surcó el aire, estallando de aquí y de allá.
Alfonso XIII viste uniforme de capitán general con fajín, grandes cruces, venera del Toisón de Oro y banda de Carlos III. Responde militarmente a los saludos, acompañados con una ancha sonrisa que articula en ese rostro suyo tan borbónico, curtido por el aire del mar. Nada más pisar el muelle, y tras las presentaciones de rigor en el flamante templete de hierro, signo de la época, se forma la comitiva que en seis carruajes parte hacia la iglesia Matriz de La Concepción. En primer lugar marchaba un landó con cubos dorados, capota descubierta y cocheros con chistera engalanada de galones de oro, que conducía al Monarca5, a su hermana la Infanta María Teresa y al esposo de ésta, el Infante Fernando de Baviera; flanquea el estribo derecho el gobernador militar y el izquierdo el jefe de carrera, precedido y seguido por los Batidores de Caballería de Tenerife. En el coche inmediato viajan el ministro de la Guerra, el alcalde de Santa Cruz y el diputado a Cortes Eduardo Domínguez Afonso. Los otros carruajes transportan al ministro de la Gobernación, conde de Romanones,  y al senador del Reino Pedro Poggio y Álvarez, y al ministro de Marina, acompañado por el marqués de Casa Laiglesia, diputado a Cortes. Y en los siguientes, va el alto personal palatino, la dama de honor de la Infanta, cuarto militar y ayudantes del Rey, y del Infante. Luego, tras ellos, las autoridades provinciales, con el gobernador civil a la cabeza, las representaciones de la Audiencia Territorial, Diputación Provincial, Ayuntamiento y Cabildo Catedral, el director y claustro de profesores del Instituto General y Técnico, los caballeros Grandes Cruces y de las Órdenes Militares, y los representantes de los Juzgados Ordinarios y de los Fueros de Guerra y Marina, seguidos por los delegados de la Comisión Internacional de Cruz Roja, Cámara Oficial de Comercio, Asociación del Magisterio de Primera Enseñanza, Colegio de Abogados, y los directivos del Casino Principal, del Club Náutico Tinerfeño y Club Inglés. El cortejo lo cierra otra compañía de Batidores a caballo.
Recorrieron la Alameda de la Marina, las Ramblas de Ravenet y Gutiérrez, costado norte de la plaza de La Constitución, calles Cruz Verde, Imeldo Serís, Candelaria y Noria. El inmenso gentío, que desde los contornos del dique Sur llenaba todo el trayecto hasta invadir la carrera, aclama con frenesí al Monarca, mientras las bandas de música interpretan de nuevo la «Marcha Real». Ante la puerta principal de La Concepción lo recibe el obispo de la Diócesis, acompañado por el Cabildo Catedral, clero y hermandades parroquiales. Las personas reales entran en el templo bajo palio. Allí tuvo lugar el solemne Te Deum, interpretado por la Sociedad Filarmónica. Luego, el párroco José Pestano y
Olivera, entregó al Soberano la medalla de Oro y a los Infantes, sendas medallas de plata sobredorada con la inscripción: «Confraternos del Santísimo Sacramento de esta parroquia». La comitiva continuó por las calles Noria, Santo Domingo, Cruz Verde, Alfonso XIII, plaza de Weyler, hasta la Capitanía General. Durante el trayecto, el Monarca caminó, entre una lluvia de flores y palomas lanzadas al vuelo a su paso, calurosamente aplaudido por la multitud.
El desfile de las tropas se efectuó con gran orden. Desde un balcón del palacio de Capitanía, el joven Soberano presencia la parada. Al retirarse, ante los incesantes vítores de los congregados en el lugar, el Monarca permitió que el pueblo entrara al interior del palacio. Se hizo un gran silencio respetuoso en la entrada y en los engalanados salones, abarrotados de gente, en su mayoría santacruceros de a pie, agolpados tras las líneas de la guardia. Accede, muy solemne y ceremonioso, el gran séquito en el salón del Trono, e inmediatamente el Rey y, dos pasos más atrás, la Infanta María Teresa, y luego su marido, el Infante Fernando de Baviera; cierra el cortejo el piquete de la guardia, que va aumentando con los situados hasta entonces a lo largo de la carrera. Las personas reales suben al estrado y se colocan bajo el dosel. El Rey, con una sonrisa prendida en la cara, el labio ligeramente colgante, la mirada viva y un aire satisfecho, tiene a su derecha a su hermana, algo pálida aunque morenucha y con una sonrisa que agracia su rostro árido, junto a su esposo, muy rubio y peripuesto, en uniforme de capitán de Húsares de Pavía, con la insignia del Toisón de Oro al cuello. En aquel momento comienzan a desfilar las más de mil personas que, curiosas y reverentes, aguardaban para saludarlos, y entre las que se encontraba un grupo de sesenta campesinas, comisiones y representaciones de diversas entidades, y una nota exótica: los jefes de kábila y santones llegados desde Río de Oro, acompañados por el capitán Francisco Bens Argañona, gobernador de aquella factoría. Éstos, después de rendirle pleitesía —aprovecharon para recabar algunas ventajas para el aumento del tráfico comercial en aquella posesión—, le entregaron una gumía de plata, presente correspondido por Don Alfonso con diversos obsequios. Terminada la recepción, el Monarca y su séquito pasaron al comedor de palacio, donde se sirvió el banquete, amenizado por la Banda del Regimiento. Finalizado el almuerzo, el Monarca visitó y elogió las habitaciones que le habían reservado en Capitanía, allí escribió sendos telegramas a su madre y a su prometida, para posteriormente trasladarse al muelle y subir otra vez a bordo del Alfonso XII. Mientras tanto, el acorazado inglés Isis se aproximaba a las aguas de Santa Cruz, saludando la presencia del Rey con las salvas reglamentarias, correspondidas por la batería de Almeida y por las de los buques de guerra anclados en el puerto. A la flota española se había incorporado, procedente de Lisboa, el crucero de guerra portugués San Rafael, de 1.800 toneladas, armado de 18 cañones y con 234 tripulantes.
LA FIESTA REGIONAL. A las cinco de la tarde regresó a tierra, acompañado por su séquito, se dirigió a la plaza  de Toros, donde la Sociedad Salón Frégoli, a iniciativa de Diego Crosa y de Sergio de Logendio y Garín, capitán de Artillería y presidente de esa entidad, había organizado una fiesta de carácter típico y regional. A la llegada del Soberano, los vítores y aplausos se confundían con los acordes de la «Marcha Real». Una vez ocuparon sus localidades Don Alfonso y sus hermanos, y luego que las bandas de música interpretaran a modo de introducción los Cantos Canarios de Teobaldo Power, comenzó un romántico espectáculo que resumía los usos y costumbres vernáculos. Se presentaron campesinos con su vestuario tradicional, «magas» con sus típicos pañuelos y sombreros de palma, la yunta que trilla, la que ara, las tomateras, las vendedoras, tal como vienen a la ciudad con sus frutos, las carboneras y las que transportan a la cabeza la pinocha del monte. También carretas conduciendo romeros a las fiestas populares, camellos que sobre sus angarillas llevaban atractivas jóvenes, fornidos atletas, que efectuaron varios ejercicios de lucha y de juego del palo. Una exhibición de los bailes y cantos típicos. Todo ello a cargo de los socios del Salón Frégoli y de distinguidas señoritas santacruceras. Alfonso XIII elogió el festival, en particular a los luchadores, y mostró su sorpresa ante la demostración de silbo gomero que fue practicada por dos soldados de Infantería naturales de esa isla. Al finalizar, los organizadores presentaron al Rey a las señoritas y a los socios participantes, con los que departió largo rato.
De regreso al Puerto, se detuvo frente al Hotel Quisisana, y bajó del coche para apreciar la vista que desde allí presenta la capital isleña. Luego, tras un breve descanso en el trasatlántico, salió vestido con el uniforme de gala de almirante y el Toisón de Oro al cuello, dispuesto para asistir al banquete oficial con que lo obsequiaba la Diputación Provincial. La comida fue amenizada por la orquesta de la Sociedad Filarmónica. A los postres realizó Don Alfonso varios brindis por la prosperidad de la ciudad, la provincia y por el Ejército español, que fueron contestados por las autoridades presentes con votos de larga vida para el Monarca y felicitaciones por su próximo enlace. El presidente de la Diputación le hizo entrega de un álbum de vistas de Tenerife, obsequio de la Sociedad de Dependientes de la Industria y del Comercio. Finalizada la cena, abandonaron el edificio de la Diputación para dirigirse al Casino Principal, donde la junta directiva, presidida por Blas Cabrera Tophan, había organizado una recepción y baile de gala. Ante las aclamaciones del pueblo, que llenaba la plaza y calles adyacentes, el Monarca y los Infantes se asomaron a uno de los balcones del Casino para corresponder y saludar. Pasadas las diez y media de la noche, abandonaron esa sociedad. La comitiva, al pasar delante de la tabaquería de Ángel Carrillo, se detuvo para contemplar los retratos de la princesa Victoria (1887-1969) —nacida Ena de Battenberg, que tras su conversión al catolicismo cambió su nombre por el de Victoria Eugenia— y del propio Alfonso XIII, colocados en el escaparate de aquel negocio. En el muelle lo esperaba una comisión de la Asociación del Magisterio Primario de Tenerife, que fue invitada a subir a bordo, y allí le hicieron entrega al Soberano de una bandera de raso blanco bordada al realce, por las señoras Antonia Zamora y Julia Martín de Sansón. Con esa improvisada audiencia finalizó esta primera jornada en Santa Cruz de Tenerife.
MARTES, 27 DE MARZO. A las siete de la mañana, con el nacimiento del día, desembarcó el Rey, Todos juntos marcharon, en coche especial del tranvía, hacia La Laguna. El Monarca, enfundado en uniforme militar de diario y morrión bruñido bien encajado sobre la testa. La Infanta, con traje oscuro y sombrero a juego. Don Fernando María, en uniforme de paseo de oficial de Húsares. A pesar de la copiosa lluvia de las primeras horas, la entrada de la comitiva real en la ciudad de los Adelantados fue clamorosa. A las nueve, el tranvía en que viajaban llegó a la población. Se dispararon entonces los cohetes y la batería de la montaña de San Roque hizo una salva de bienvenida al Soberano. Referente a esta histórica jornada lagunera, contamos con la excepcional crónica de Ramón de Ascanio y León 6, que nos relata con gracia:
 “Anunciada la visita de S. M. a La Laguna para el tercer día de su estancia en Tenerife corre de improviso la nueva de que tendría lugar en el segundo. Todo estaba atrasado: los arcos a medio levantar, los galladertes sin repartir, las fachadas de los edificios sin adornar. Eran las dos de la tarde y a las nueve de la siguiente mañana seríamos honrados con la visita regia. ¡Para mayor apuro el viento soplaba con fuerza y la lluvia caía de vez en cuando! Pero ¿qué importa? Un esfuerzo de la voluntad y la situación cambiaría por completo. ¡Y el esfuerzo vino! ¡Y se trabajó sin descanso la noche entera! ¡Y al lucir el nuevo sol, bien poco, detalles sólo, quedaban por terminar!....
.Aún recuerdo a los entusiastas trabajadores de la Sociedad católica de obreros, colocando con gran peligro, a la luz de las linternas, la corona o remate de un arco de herramientas colosales, que dedicaban a S. M. el Rey. Aún creo ver a los representantes del comercio, luchando denodados contra el viento y la lluvia, que se empeñaban en hacer jirones el delicado arco de musgo por ellos erigido a la entrada de la Ciudad. Aún bullen delante de mis ojos los alumnos del Instituto, preparando festones para otro arco elegantísimo y ayudando con entusiasmo en la confección de una artística alfombra de flores”.
En la plaza de San Cristóbal aguardaban el alcalde, Juan Reyes Vegas, y la corporación en pleno y bajo mazas. A continuación, la comitiva se trasladó por las calles de Santo Domingo, plaza del Adelantado, Nava y Grimón, San Agustín y los Álamos, hasta el Santuario del Santísimo Cristo, a los acordes de la «Marcha Real», interpretada por diferentes bandas de música, y los alegres repiques de todas las campanas de la ciudad. En el Santuario, suntuosamente decorado con valiosos e históricos objetos litúrgicos, el obispo Nicolás Rey Redondo celebró la Eucaristía. A su conclusión, el prelado entregó al Rey y a los Infantes unas artísticas medallas, en oro, de la Venerable Esclavitud, y de manos del Esclavo Mayor Carlos Hamilton y Monteverde recibió el nombramiento de Esclavo Mayor Perpetuo del Cristo; a continuación, firmó en el libro de oro de la Esclavitud. Más tarde se trasladaron al Instituto Provincial, en cuya puerta esperaban Adolfo Moris y Fernández Vallín, rector de la Universidad de Sevilla, y el director de la institución, Adolfo Cabrera Pinto, quien, ya en el salón de actos, saludó a Alfonso XIII con un elocuente discurso de bienvenida, que fue contestado por el ministro de la Gobernación, conde de Romanones. El claustro de profesores regaló al Monarca un álbum de vistas de La Laguna cuya cubierta estaba realizada en plata repujada, obra del orfebre señor Trujillo. Seguidamente, el Rey estampó su homenaje en el libro de actas y descubrió una lápida conmemorativa, para después recorrer detenidamente los departamentos de aquel centro docente.
Finalizada la visita al Instituto Provincial, se dirigieron al Palacio Episcopal, finamente decorado para la ocasión. La muchedumbre que aguardaba en la calle no cesaba de aclamarlo, por lo que el Monarca tuvo que salir a saludar desde el balcón central. En ese palacio almorzaron el Rey y los Infantes, la alta servidumbre, los ministros del Gobierno, el rector de la Universidad Literaria de Sevilla, el alcalde de la ciudad, autoridades provinciales, el senador Pedro Poggio y los diputados señores Romeo y marqués de Casa Laiglesia. Terminado el banquete, la comitiva se dirigió por la plaza de San Francisco y calles de las Cruces, carretera de Tejina, y caminos de la fuente de Cañizales y de San Diego, hasta el antiguo convento de este nombre, donde se encuentra el Colegio de La Asunción. En ese convento se produjo el emotivo reencuentro de Doña María Teresa con la Superiora, que había sido profesora suya. Ascanio nos relata el ambiente que ese día se respiraba en el valle de Agüere y la despedida de la que fue objeto el Monarca: “El cielo estaba despejado; las plantas brillaban con las gotas que aún sostenían de la reciente lluvia; el pueblo se agolpaba a entrambos lados de la carretera y corría en dirección a la Ciudad al paso del coche regio; los hombres agitaban sus sombreros, las mujeres sus pañuelos; los niños arrojaban a S. M. y A. A. flores silvestres. El Rey, apoyado en la capota del coche, casi en pié, saludaba a uno y otro lado y sonreía satisfecho. Era una excursión en medio de flores. Todo era alegre, todo dulce, todo encantador. El sol calentaba sin quemar, la brisa refrescaba los pulmones, la niebla se desvanecía a lo lejos. Los corazones no cabían en los pechos, la sonrisa asomaba a los labios, la satisfacción se retrataba en los semblantes. Todo era placidez, todo dulzura, toda paz… Aún no había llegado el momento de los grandes entusiasmos. […] Entramos en la Laguna. La gente corría por las calles transversales para adelantarse a la comitiva y gozar de la presencia del Rey y de los Infantes. De las ventanas les arrojaban flores y palomas. Oíanse vítores continuados. Así atravesó la población y llegamos a la plaza de San Cristóbal. S. M. se apeó y entró en el tranvía. El pueblo acudió presuroso y en un momento invadió la plaza. Se aproximaba el momento de la despedida. Unos cuantos vivas electrizaron la multitud. […] Alfonso XIII se quitó el casco y saludó con gracia a derecha e izquierda. La ovación entonces subió de punto. El Rey estuvo largo rato, casi inmóvil, contemplando aquella manifestación entusiasta. Yo le vi. Pálido, demudado, se conocía que los sentimientos de adhesión del pueblo le habían conmovido profundamente. Al fin se decidió. El coche empezó a moverse, el pueblo se precipitó tras él, y bien pronto fue ganando terreno hasta desaparecer de la vista”.
A la llegada a Santa Cruz, en los Cuatro Caminos, esperaban al Rey comisiones con banderas y estandartes, que lo escoltaron hasta la alameda de Weyler. Seguidamente visitó el parque de Artillería y los cuarteles de San Carlos y de Almeida. Además, revisó el personal y material de la Cruz Roja. El Rey fue muy aplaudido y durante el trayecto se le arrojaban flores desde ventanas y balcones. Por su parte, la Infanta María Teresa, acompañada por la condesa de Mirasol, el conde de Romanones, el presidente de la Diputación Provincial y el alcalde, visitó los asilos de beneficencia, el Hospital Civil y el de Niños. En esa última institución fue recibida por la junta de señoras, visitó detenidamente sus instalaciones y solicitó a sus acompañantes detalles sobre los diversos servicios que prestaban. En el Hospital Civil le fue ofrecida la presidencia honoraria, cargo que aceptó de buen grado. Luego, Alfonso XIII donaría 1.000 pesetas y la Infanta 500 para el proyectado «Asilo Victoria», destinado a la recogida, educación y alimento de niños necesitados, cuya junta directiva presidía Áurea Díaz-Flores, esposa del alcalde Pedro Schwartz y Matos.
Las dos comitivas se reunieron, pasadas las cuatro y media de la tarde, en el Club Tinerfeño. Allí se había organizado una fiesta deportiva en honor del Monarca. Las pruebas dieron comienzo con dos canoas del club, y seis botes pertenecientes a los buques de la escuadra tomaron parte en la segunda regata. Terminadas aquéllas, se le ofreció un «lunch», tras el cual visitó con detenimiento la sede social, haciendo elogios de la obra del arquitecto Mariano Estanga y de las artísticas decoraciones del pintor Francisco Bonnin. La junta directiva ofreció al Rey la presidencia honoraria del club, designación que aceptó complacido y, a su vez, concedió a esa sociedad el título de Real, con derecho a usar la corona en sus banderas. Firmó un retrato suyo vestido de almirante y acordó con el presidente que, al mando de éste, una falúa del club lo esperaría al día siguiente para el desembarco. Desde el propio club la comitiva Real embarcó para regresar a bordo y efectuar un reparador descanso.
BANQUETE EN EL TEATRO PRINCIPAL. A las ocho de la noche se dirigió el Monarca, junto a su séquito, al Teatro Principal de la ciudad, donde tendría lugar el banquete organizado por los cosecheros y exportadores, amenizado por la Orquesta del Círculo de Amistad XII de Enero. El espacio había sido bellamente ornamentado. En la sala de butacas se colocaron cinco grandes mesas perpendicularmente al escenario, y paralelo a éste, presidiendo el resto de mesas, la ocupada por el Rey y los Infantes. En las plateas, adornadas con colgaduras rojas, se colocaron exuberantes plataneras. Las dos galerías de palcos, cerrados al frente por columnas rojas con espirales de tomates. El techo se hallaba cubierto por guirnaldas verdes y otros huecos por hojas de palmera, naranjas y sarmientos de vid. Tras la mesa real dos palmeras y en medio una faja de damasco amarillo con la inscripción A. S. M. el Rey. La puerta de acceso al palco principal simulaba una casa de campo. El escenario lucía en el fondo una decoración campestre y en el proscenio trofeos hechos con atados de tomates y naranjas, huacales de plátanos y haces de caña dulce. El menú fue diseñado por el litógrafo Romero.
Hacen su entrada las personas reales. De inmediato la orquesta toca la «Marcha Real». El Rey en uniforme de gala, la venera del Toisón y banda de Carlos III, cara a la sala, se cuadra y saluda sonriendo; detrás viene la Infanta, viste traje claro, enguirnaldado de rosas, un penacho de plumas, en la cabeza y fastuosa gargantilla de perlas y brillantes, se curva en una perfecta reverencia de Corte. Dos pasos más atrás Don Fernando María, también en uniforme de gala, ostenta los atributos de su rango. El Rey escucha complacido los aplausos y pasa detallada revista a la concurrencia que, puesta en pie, no se mueve de sus respectivos sitios hasta que aquél toma asiento. Sin terminar la comida, después de servir el segundo plato, la familia Real abandona el salón. De ese modo los organizadores, libres de formalidades, podrían expresar con mayor libertad sus problemas a los miembros del Gobierno. Era éste un proceder habitual, si bien, en el presente caso, la rápida partida del Monarca obedecía asimismo a la evidente tensión existente entre varios invitados, en pugna por su signo político y por el denominado «pleito insular». Entre las demandas a tratar destacaban la supresión del impuesto sobre el transporte de la producción agrícola, el fomento del cultivo del tabaco, la reforestación de los montes, la creación de un Cuerpo de Guardias Forestales, así como la construcción de muelles y embarcaderos. Romanones señaló que ya estaba firmado el Real Decreto para la creación de una granja agrícola en Santa Cruz. Al final del banquete pronunciaron elocuentes brindis —que constituyeron el momento más tenso de la cena— los señores Benito Pérez Armas, Schwartz, La Rosa, Rancés, Poggio y Romero; y el ministro de Marina, Víctor Concas y Palau; el de Guerra, Agustín Luque y Coca; y el de Gobernación —a quien acompañaba su secretario, Niceto Alcalá Zamora, que alcanzaría a ser presidente de la II República—, Álvaro de Figueroa y Torres (1863-1950), conde de Romanones, doctor en Derecho por la Universidad de Bolonia. Este personaje, desde 1901, en que desempeñó la alcaldía de Madrid y alcanzó su primera cartera ministerial, y hasta el advenimiento de la Dictadura, lo fue todo en política: ministro, presidente del Consejo, jefe del partido liberal…, ostentó la presidencia del Ateneo y perteneció a las Reales Academias de Bellas Artes, de Ciencias Morales y Políticas y de la Historia.
En el puerto destacaba la brillante iluminación de los buques y embarcaciones, en consonancia con la que presentaba la población capitalina. Sobresalían la de los buques de guerra extranjeros San Rafael y Condé, acorazado francés de 10.014 toneladas, 40 cañones y 610, tripulantes al mando del comandante monsieur Frugut, que había fondeado ese mismo día, y el inglés Isis, ya mencionado anteriormente.
MIÉRCOLES, 28 DE MARZO. LA EXCURSIÓN AL VALLE DE LA OROTAVA. A las siete y media de la mañana ya había desembarcado el Rey y su séquito. El monarca de uniforme de diario, cubierto con teresiana, y como único distintivo luce, bordadas en la guerrera, las cruces de las cuatro órdenes militares españolas. La Infanta María Teresa viste traje de viaje gris y gabardina. Don Fernando María va de uniforme de capitán de Caballería. Tras una breve parada en la estación del tranvía en La Cuesta, donde se le ofreció una copa de champagne. Cruzaron por la antigua capital de la Isla, cuenta Ascanio:
Poco después de amanecer retumbaron en el espacio buen número de cohetes, anunciando a los vecinos que se aproximaba el tránsito del Rey. Todos acudieron a la plaza de San Cristóbal. Allá me dirigí también. Confieso la verdad. No me pareció gran concurso. Esperaba más. Dieron las ocho, y al fin se dejó ver el coche regio. Pero ¿Cómo?... Una compacta muchedumbre, que hasta la Cruz de Piedra se había adelantado a esperarle, rodeábale y seguíale, aclamando sin cesar al Rey y Altezas Reales. La expedición venía retrasada y no fue posible detenerse. El tranvía arrancó cuesta arriba y todos seguimos detrás. Cuando ganamos el repecho, ya apenas se distinguía al final de la calle de Herradores la bandera de la patria, que flameaba en el troley….
La comitiva continuó camino hasta Tacoronte. Los tacoronteros y los vecinos de las tierras cercanas salieron a ver pasar el cortejo, repitiéndose los vítores y aclamaciones. Tras tomar un ligero desayuno en el Hotel Camacho de Tacoronte, continuaron hacia el Valle de La Orotava.
A lo largo de la carretera y frente a los pueblos por los que pasó la comitiva real, Tacoronte, El Sauzal, La Matanza y La Victoria se levantaron arcos triunfales. El primero de ellos con la leyenda: A. S. M. el Rey el Ayuntamiento. El difícil paso del barranco Hondo, que marca el límite entre La Victoria y Santa Úrsula, retrasó la marcha y la comitiva se detuvo ante la presencia de las dos corporaciones municipales, entonces una niña obsequió a Don Alfonso con un ramo de flores al tiempo que trasmitía, la petición de un puente. El Rey comprometió su palabra, para la construcción del viaducto. Se trata del popular Puente de Hierro, oficialmente denominado de Alfonso XIII, que sería realizado sólo dos años después. La carretera se encontraba profusamente adornada con banderas y arcos. En la finca de «San Pablo», propiedad de Enrique de Ascanio y Estévez7, el Rey bajó del carruaje y presenció las operaciones de recogida, corte y empaquetado de plátanos. Ascanio explicó al Monarca la importancia de ese cultivo para el desarrollo económico de Canarias. En tanto que su hija María de Ascanio y Méndez, sobriamente vestida de blanco y con un lazo con los colores nacionales, entregaba a la Infanta un ramo de flores. Abandonó el empaquetado en un landó abierto, de ruedas negras, tirado por dos briosas yeguas españolas, propiedad de Enrique de Ascanio, que sería el vehículo real utilizado ese día.
Lo espléndido del tiempo, la hermosura del Valle, causaron una profunda admiración en los visitantes. En el Gran Hotel Humboldt Kurhaus ofreció un almuerzo el Ayuntamiento del Puerto de la Cruz, que presidía su alcalde Melchor Luz y Lima. Cabe señalar que el Monarca hizo retirar del menú el Salmón du Rhin, ya que aún le esperaba otro banquete en La Orotava. El camino desde la bifurcación hasta la entrada, aparecía adornada con artísticos arcos y templetes erigidos por la dirección del Hotel y el municipio portuense, diseñados por el pintor Marcos Baeza Carrillo, concejal de ese Ayuntamiento. En el Puerto de la Cruz y tras el Te Deum en la iglesia de Nuestra Señora de la Peña, el Monarca dio un paseo por la población, llegando hasta Martiánez donde se le entregó una súplica para la construcción de un puerto en aquella zona. De camino a La Orotava se apeó en el Jardín Botánico.
El Soberano que venía a caballo del Puerto, acompañado por el alcalde, en funciones, de La Orotava, Tomás Salazar y Cólogan, se detuvo en la hacienda de San Nicolás, donde le esperaban los carruajes. A las cuatro de la tarde llegó a la Villa y en la calle del Calvario fue recibido por el Ayuntamiento. En la plaza de la Constitución una compañía del Regimiento de Infantería Orotava, con bandera y banda, formada al mando del coronel Juan Zubía, rindió los honores de ordenanza. El trayecto que comprendía el paseo sur de la plaza de la Constitución8 y las calles de San Agustín, Agua e Iglesia estaba cubierto de alfombras de flores, y adornado con arcos y gallardetes. Alfonso XIII traía de su brazo a la infanta Doña María Teresa, vestida de gris, con gabardina y paraguas, flanqueada a la izquierda por su marido el Infante Fernando de Baviera, e inmediatamente seguidos por el séquito. Muy sonrientes, fascinados por la belleza del entorno y colorido de los tapices, de modo que para contemplarlos mejor, decidieron continuar a pie. Siempre, entre una multitud que no cesaba de aclamarles, mientras que las campanas de las iglesias de la Villa repicaban sin descanso y una lluvia de cohetes ensordecía el aire.
Así hasta la monumental parroquia de La Concepción. A su puerta aguardaban las autoridades comárcales y locales y los representantes de diversas corporaciones. Nada más llegar, la banda municipal interpreta la «Marcha Real». Las personas reales entraron en el templo bajo palio, cuyas varas sostenían Bernardo Cólogan y Ponte, marqués de El Sauzal; Fernando del Hoyo y Afonso, marqués de San Andrés y vizconde de Buen Paso, José de Llarena y Lercaro, conde de El Palmar, y Enrique de Ascanio y Estévez. Los tres primeros serían nombrados gentilhombres de Cámara y el cuarto recompensado con la Gran Cruz del Mérito Agrícola.  El interior, abarrotado de gente que lanza flores y agita sus pañuelos en señal de saludo, en medio de una interminable ovación. Se cantó un Te Deum y el párroco Manuel Martínez Rodríguez pronunció unas breves palabras de saludo y bienvenida —previamente Romanones le había pedido concisión— y con ello concluyó la función.
Desde la parroquia matriz, por la calle Home, se dirigieron al palacio Municipal, en la plaza, por entonces denominada Viera y Clavijo, había un gran tapiz hecho con flores y semillas que representaba el escudo de España, acompañado de una dedicatoria: A S. M. y AA RR, obra de Felipe Machado y Benítez de Lugo. El diseño sobresalía por la original superposición de planos curvos y rectos, conformando un rosetón sobre el que descansaba, enmarcado, el emblema. Tanto el Soberano como los Infantes quedaron seducidos, hasta el punto de negarse a pisarla, por lo que la bordearon camino al Ayuntamiento. Luego se descubrió una lapida con la inscripción Alfonso XIII -1906 nuevas denominaciones de la plaza9. Una vez en el interior del edificio, el Rey y sus hermanos se asomaron al balcón central y permanecieron largo tiempo respondiendo sonrientes a las insistentes aclamaciones y los vítores de la multitud congregada en la plaza. Seguidamente, se celebró un banquete; en el salón de plenos, lujosamente decorado y ocupado por una gran mesa adornada con camelias.
Pablo Domingo Torres Ramos10, rememora el lance siguiente: “Durante el banquete, se produjo el hecho anecdótico de la ruptura de uno de los espejos que ornamentaban el salón de sesiones, cuyos trozos serían posteriormente subastados entre aquellos interesados en hacerse con un recuerdo de la estancia del Rey en la localidad. Como curiosidad, el fragmento del espejo de mayor tamaño fue adquirido por Fernando Méndez y León Huerta, por la cantidad considerable para la época de setenta pesetas”. 
Al finalizar, se le hizo entrega al Soberano de un plano en relieve de la isla de Tenerife, realizado en Londres por la firma Elkington & Cª, con los escudos de España y La Orotava entrelazados, y, a continuación, Tomás Salazar y Cólogan, alcalde accidental leyó un escrito del alcalde Nicolás de Ponte y Urtusáustegui, ausente por enfermedad, en el que manifestaba su inmensa alegría por la presencia del Monarca en La Orotava y exponía los principales problemas de la Villa y su comarca.11
Antes de salir, hizo entrega al alcalde accidental de un donativo de 1000 pesetas para los más necesitados y de otra cantidad similar con destino a las obras de remodelación de la plaza que ahora llevaba su nombre. La Orotava causó gratísima impresión en el ánimo del Rey, y desde Cádiz cursó una solicitud concediendo el tratamiento de Excelencia a su Ayuntamiento. Además, requirió a la Villa a participar en los actos organizados en Madrid con motivo de su boda, confeccionando una alfombra de flores en la plaza de Toros de Ventas.
Pasadas las seis de la tarde la comitiva dejó la población, camino de Santa Cruz. Si a la ida, las gentes de la comarca aplaudieron delirantemente, a la vuelta lo aguardaban portando farolillos y aclamándole constantemente. Retomemos el relato de Ramón de Ascanio: 
A las ocho y media avisaron de Tacoronte que el tranvía acababa de partir. El público se agolpaba en la plaza de la Antigua. La ansiedad era grande. El tiempo parecía haber plegado sus alas…Una luz apareció al extremo de la calle. Era el coche explorador. Pasó por nosotros.
Transcurrieron unos minutos. De pronto, el espacio se iluminó. Miles de cohetes estallaron en el aire. Las campanas se echaron a vuelo. Una luz rojiza, luz de una gran bengala encendida en lo alto de de la iglesia próxima, iluminó la plaza, mientras el coche real avanzaba lentamente rodeado de inmenso gentío, que sin cesar vitoreaba. Llegó, por último: El Alcalde Sr. Reyes Vega, subió a él para ofrecer sus respetos a S. M. y A. A. R. R. y de nuevo emprendió la marcha.
¡Empresa poco menos que imposible! ¿Cómo avanzar en medio de aquella ola humana, que se estrellaba contra el coche? Hubo un momento de zozobra. De seguir adelante corríase el peligro de ocasionar victimas. Al fin, en medio de grandes esfuerzos, logróse despejar un tanto la vía y continuar la marcha interrumpida. El transito por toda la calle de Herradores se efectuó en iguales condiciones. El pueblo se agolpaba junto al tranvía, saltaba a los estribos, ponía las manos en las barandas. Todos pugnaban por ver de cerca al Rey y a los Infantes, por contemplarles, por expresarles su amor, su satisfacción, su alegría…
Varios amigos, cogidos del brazo, caminábamos detrás del coche, como a ocho metros de distancia.
Refiero lo que vi: refiero lo que presencié. ¡Cuantos sombreros en el aire! ¡Que vivas estertóreos, repetidos por miles de gargantas! ¡Cuanto entusiasmo! ¡Que delirio! Eran incesantes los vítores. ¡Viva España! ¡Viva el Rey! ¡Viva la Reina Dª María Cristina! ¡Viva la princesa Victoria! ¡Vivan los Infantes! Y en medio de esa ovación indescriptible ¿Cuál era la actitud de las Reales personas? ¿Cómo recibían estas muestras de adhesión del pueblo? ¡OH! ¡Cuanta bondad, cuanta delicadeza, cuanta dulzura! Su Majestad, siempre sonriente, no se daba un punto de reposo. Tan pronto se asomaba por una ventana, como por otra. Ora aparecía en la plataforma anterior, ora en la posterior. […]
Llegamos, por fin, a la plaza de San Cristóbal. ¡Más de una hora se había invertido en recorrer un kilómetro!  El coche se detuvo para que S. M y A. A pudiesen contemplar la elevación simultánea de miles de cohetes. Prodújose en los aires un incendio formidable: el cielo se llenó de estrellas fugaces. A su resplandor y al de las bengalas distinguíanse muy bien la extensa plaza cubierta de seres humanos. Toda la población estaba allí. No bajaban de ocho mil almas. […]
El tranvía se puso de nuevo en marcha; el público, al igual que en la mañana, corrió tras él; y poco a poco se fue alejando, hasta ocultarse en un recodo del camino, aquella luz, que se llevaba las esperanzas y la alegría de todo un pueblo.
Era cerca de las once de la noche cuando llegaron al apeadero del tranvía de Santa Cruz, desde allí continuaron hasta el muelle, en carruajes, por la rambla de Pulido, alameda de Weyler, calle del Castillo y plaza de la Constitución. En el momento de embarcar la Banda del Regimiento de Tenerife, interpretó un nuevo y precioso popurrí de los Cantos Canarios de Francisco Martín Rodríguez, dedicado a Alfonso XIII.
JUEVES, 29 DE MARZO. En ese último día de estancia en Santa Cruz.  El Rey desembarcó a primera hora de la mañana  en uniforme de capitán general, con fajín, la insignia del Toisón de Oro al cuello, banda de Carlos III y condecoraciones, en compañía de su cuñado Don Fernando, que vestía el uniforme de oficial de Húsares con el Toisón de Oro, banda y condecoraciones. En el propio muelle, pasa revista a una compañía de Infantería con bandera. En seguida, se les unió la Infanta, que lleva un elegante traje estampado en vivos colores y se tocaba con un sombrero con adornos florales. A las diez de la mañana se inició una misa de Campaña oficiada por el obispo Nicolás Rey Redondo e inmediatamente la jura de bandera por los reclutas recientemente incorporados a filas. La ceremonia se efectuó frente al palacio de Capitanía y en las avenidas de Méndez Núñez y 25 de Julio. Luego, desde las escaleras de entrada a palacio, el Monarca contempló el desfile de más de trescientos reclutas, al mando del coronel Manuel Díaz Rodríguez. En la parada también desfilaron, el batallón de La Gomera, un escuadrón de Cazadores, la batería de Montaña y la tropa de Ingenieros, así los marinos pertenecientes a las escuadras ancladas en el puerto. Alfonso XIII que amaba cuanto con las armas se relacionase, se mostraba atento y complacido. Más tarde visitó la proyectada plaza entre las calles 25 de julio y Viera y Clavijo donde colocó la primera piedra del Monumento a Leopoldo O’Donnell.
Después la comitiva se dirigió a la alameda del Príncipe Alberto para visitar la sede de Cruz Roja, allí les aguardaba su presidenta Julieta Verdugo Bartlet y antes de abandonarla el Rey estampó su firma en el libro de Honor de esa entidad. Posteriormente regresarían a bordo del Alfonso XII, donde tuvo lugar un banquete y baile en honor a las autoridades y representaciones tinerfeñas. Entre los invitados, más de trescientos, se contaban además, los personajes de mayor significación de la vida intelectual y social de la provincia. Finalizó el almuerzo y tras los brindis de rigor, el alcalde de Santa Cruz Pedro Schwartz y Matos expuso al Soberano, en presencia del ministro de la Gobernación, las más perentorias necesidades de la población. Luego, al despedirse, Alfonso XIII entregó al Sr. Schwartz 5000 pesetas para los pobres de la ciudad. Dio, también, al gobernador Civil 4000 pesetas para distribuir entre los más necesitados de los municipios de La Laguna, La Orotava y Puerto de la Cruz. Confirmo la concesión de una granja agrícola experimental, la donación al municipio capitalino del castillo de San Cristóbal para su posible derribo y posterior aprovechamiento de su solar; y concedió el indulto a los periodistas procesados por un asunto anterior a su visita. También entregó 300 pesetas a repartir entre los conductores de los carruajes regios durante los días de su estancia y mandó telegrafiar al presidente de la Real Sociedad Colombófila, agradeciendo su colaboración y ayuda. Al anochecer el Alfonso XII levó anclas y partió rumbo a la isla de La Palma11.
VIERNES, 30 DE MARZO. Soplaba un noroeste muy fuerte con riesgo de empeorar. La mar muy gruesa, casi arbolada, y el puerto palmero carecían de muelle de abrigo, por lo que fondear allí suponía grave peligro. De modo que el ministro de Marina Víctor María Concas y Palau al mando del Alfonso XII, deliberó con los ministros de Gobernación y Guerra y acordaron consultar con el Rey. Entonces, a las seis de la mañana del día 30, decidieron aplazar para unos días más tarde la visita a La Palma y se ordenó al timonel cambiar de rumbo y dirigirse al puerto de La Luz. 
A las cuatro de la tarde de ese mismo día el Alfonso XII fondeó en el puerto de la Luz, ante la sorpresa y el nerviosismo de las autoridades, ya que se adelantaban dos fechas a lo previsto y lógicamente no estaban aun terminados los preparativos para el recibimiento. El Rey decidió permanecer ese día a bordo. Así daba un plazo a los organizadores y podría descansar del trajín tinerfeño. Únicamente desembarcó Romanones, quien convino con el gobernador Civil y el alcalde de las Palmas Ambrosio Hurtado de Mendoza y Pérez-Galdós los cambios en la programación. De modo que el 30 de marzo constituyó un paréntesis en la visita regia a Canarias. Sin embargo, al gentío apiñado en el puerto pudo ver desde lejos, al Rey sobre la cubierta del barco.
Mientras en la ciudad los organizadores trabajaban sin descanso, para concluir la ornamentación y ultimar detalles de programación. Semanas antes se había constituido una comisión integrada las cámaras de Comercio, y Agrícola, el Gabinete Literario, la Filarmónica, la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Las Palmas, el Museo Canario, el Círculo Mercantil, la Asociación de la Prensa, y la de Trabajadores, El Recreo, el Fomento Canario y el Diario de Las Palmas. El montante de los gastos ascendía a unas 60.000 pesetas que fue sufragado totalmente gracias a una suscripción popular patrocinada por el Ayuntamiento.
Preparativos y recibimiento de Las Palmas de Gran Canaria. En el muelle de Santa Catalina el cuerpo de Ingenieros de Obras Públicas había construido un admirable pabellón, según diseño de Julián Cirilo Moreno, ayudante de Obras Públicas. El muelle estaba adornado, en toda su extensión, con mástiles, banderas y trofeos, mientras que en el extremo opuesto al pabellón se erigían dos arcos triunfales uno del Cuerpo de Obras Públicas y otro de los obreros del Puerto.   
La ciudad transformó la apariencia urbana en un bello escenario de guirnaldas, banderas, pancartas y toda clase de decoraciones. Desde el puerto de La Luz hasta Las Palmas, las casas y comercios lucían colgaduras, banderas y distintivos con los colores de España, así como pancartas con inscripciones halagüeñas alusivas al monarca, cruzadas a lo ancho de la vía y en las fachadas. En el trayecto destacaban los arcos levantados por el Hotel Metropole, el Ejército, el Clero, la colonia inglesa y por los ayuntamientos de Gáldar, Telde, Ingenio, Agüimes y Las Palmas. Ese último arco sobresalía por sus elegantes proporciones y diseño de inspiración modernista, obra del arquitecto Laureano Arroyo y Velasco. Además, muchas casas comerciales y particulares rivalizaron en su ornamentación lo que, sin duda, contribuyó a crear un ambiente de solemne festividad12. 
En cuanto al resto de la ciudad dice Pablo Torres13:
Desde el parque de San Telmo, la calle Mayor de Triana presentaba un deslumbrante aspecto, con un colosal arco de bienvenida y por el gusto en la ornamentación de los edificios con banderas, guirnaldas de flores y trofeos. Esta imagen de gala era extrapolable a otras vías de la ciudad como la del General Bravo, Buenos Aires, Pérez Galdós, San Francisco, Muro, Obispo Codina, Dr. Chil Naranjo, Castillo y la plaza de Santa Ana, destacando todas ellas por su parafernalia decorativa y a instalación de iluminación eléctrica en muchos comercios de la zona. Entre ellos sobresalía la sede de la Compañía Elder Dempster, cuya fachada estaba cuajada de luces de colores combinadas en la decoración de guirnaldas y banderas. En lo alto lucía una magnífica corona y en los extremos dos grandes escudos de España e Inglaterra configurados por arcos voltaicos. En el centro de la fachada se leía en grandes caracteres: Viva.
En el parque de San Telmo fueron levantadas diversas tribunas para presenciar los actos, descollando la destinada a las personas reales, proyectada por el arquitecto Fernando Navarro; además de la plataforma del cuerpo de Artillería. La plaza de Santa Ana fue cubierta por un toldo compuesto por banderas y gallardetes y adornada con hojas de palma. El palacio Episcopal cedido por el obispo para residencia del Soberano y de los Infantes, había sido redecorado por una comisión de señoras de reconocido buen gusto. En la carretera que conduce a San Mateos se erigieron varios arcos, entre ellos sobresalía por su exuberante decoración, el erigido por el Hotel Bella Vista de Tafira.
SÁBADO, 31 DE MARZO. A las once de la mañana, las salvas del Pelayo, buque insignia de la armada, las del Princesa de Asturias, y las del acorazado francés Condé advirtieron que el Monarca abandonaba el Alfonso XII. En el pabellón del muelle de Santa Catalina aguardaban las autoridades para la recepción oficial. El Rey, que vestía uniforme de capitán general y las insignias propias de su rango, desembarcó entre los vítores y aclamaciones de la multitud que llenaba el entorno. Los ¡Viva España! ¡Viva el Rey! ¡Viva la reina Madre! ¡Vivan los Infantes! no dejaron de escucharse, coreados por las miles de personas presentes, confundidos con el estruendo de las salvas de la batería de San Fernando, los repiques de las campanas y la incesante lluvia de cohetes lanzados desde diferentes sitios. En las gradas del templete, fue cumplimentado por el alcalde Ambrosio Hurtado de Mendoza y Pérez Galdós —que era sobrino de Don Benito y sería nombrado gentilhombre de Cámara—. De inmediato pasó revista al Escuadrón de Cazadores, que haría las funciones de escolta real. Luego, a los acordes de la «Marcha Real», subió al carruaje que le transportaría a la ciudad de Las Palmas.
La comitiva marchó con el siguiente orden: abría la carrera un primer vehículo que trasportaba al gobernador civil y al delegado del Gobierno; en el segundo venían el general marqués de Pacheco, comandante general de Alabarderos, en funciones de Mayordomo Mayor; el conde de San Román, primer Montero del Rey; el general José Bascarán, jefe del Cuarto Militar de Su Majestad, en funciones; y el capitán de Navío Claudio Boado y Montes, ayudante del Rey. A continuación escoltado, precedido y seguido por el escuadrón de Batidores, aparecía un lujoso landó descubierto, brillante como esmaltado, tirado por un tronco de magníficos caballos, que ocupaba Alfonso XIII, los Infantes y el alcalde de Las Palmas. El coche real fue cedido por Francisco Manrique de Lara y Manrique de Lara, posteriormente nombrado gentilhombre de Cámara. Los inmediatos transportaban a la escolta real, a los ministros de Gobernación, Guerra y Marina y a Rosa de Arístides y Doz, condesa de Mirasol. En otros carruajes se acomodaron los restantes funcionarios palatinos, autoridades, títulos de Castilla, diputados a Cortes y diputados provinciales, concejales, comisiones, a si como representantes de sociedades de diversa índole.
Al traspasar el arco de los obreros portuarios, una comisión de aquellos le ovacionó largamente, rasgo que el Rey agradeció complacido. Entre el clamor y agitar de pañuelos pasó la comitiva por las calles León y Castillo, Mayor de Triana, General Bravo, plaza de Carrasco, calles de Muro y obispo Codina, hasta llegar a las puertas de la catedral de Santa Ana. En tanto, desde los balcones y tribunas le arrojaban flores, homenaje que las personas reales acogían complacidos, respondiendo sonrientes a un pueblo cautivado con su presencia.
Se apearon a la puerta de la catedral, a cuyo interior accedieron —El Rey y los Infantes— bajo palio, que portaban los concejales del Ayuntamiento. En el templo el coro de la Filarmónica cantó un solemne Te Deum, seguido de unas palabras de bienvenida pronunciadas por el obispo Fray José Cueto y Díez de la Maza. Al concluir la ceremonia, Don Alfonso felicitó al alcalde por la ejecución musical y expresó su deseo, si existía esa oportunidad, de volver a escuchar a la Filarmónica. Asimismo se mostró admirado ante la monumental catedral, que le recordaba a la de Málaga.
De inmediato se dirigieron a las Casas Municipales, siempre en medio del calor popular,  y a los acordes de la «Marcha Real», ejecutada al unísono por varias bandas de música, entre ellas la de Telde. Como insistían aclamándole, el monarca se asomó al balcón principal del palacio municipal, lo que provocó el delirio de la multitud. La recepción oficial se efectuó en el «Salón Dorado», allí el Soberano ocupó un trono, bajo dosel de terciopelo de seda morado, sentándose a su izquierda Doña María Teresa y su marido el Infante Fernando María de Baviera, e inmediatamente detrás de ellos, la condesa de Mirasol. De pie y a la derecha del trono se colocaron los  ministros de Gobernación, Guerra y Marina, junto a los altos funcionarios palatinos, a los que se habían unido el teniente coronel Luis Cortés, el gentilhombre de Cámara Luis van de Walle y Quintana, marqués de Guisla-Ghiselin y otros distinguidos vecinos de la ciudad. La Cámara Agraria aprovechó el «besamanos» para solicitar reformas en la política agraria, mejoras en las comunicaciones, la reforestación y protección de los montes de la Isla.
En ese momento abandonaron el Ayuntamiento y se dirigieron al Museo Canario, allí les esperaba su director Luis Millares y Cubas, quien mostró al Rey las más valiosas colecciones custodiadas y le explicó las tareas científicas que allí realizaban.  El soberano expresó su sorpresa por esa riqueza museística y su satisfacción por el cometido cultural que efectuaban. Antes de salir, firmó en el libro de Actas con un Alfonso XIII, Rex Hispaniae, y continuación lo hicieron todos los miembros del séquito. Desde el Museo Canario regresaron a las Casas Consistoriales donde en un espacioso salón habilitado al efecto, se celebró el banquete de bienvenida. En la mesa real se sentaron el Rey, los Infantes y la condesa de Mirasol, y en otra gran mesa, enfrentada a la primera se acomodaron las restantes personalidades14.
Al finalizar, se trasladaron, siempre entre el clamor popular, al palacio episcopal, que cedido por el obispo y ornamentado por un equipo de señoras, dirigidas por María Dolores Manrique de Lara y Bravo de Laguna, que serviría de residencial real. Visitaron las diversas dependencias, que encontraron muy de su gusto. El rey felicitó a las decoradoras y agradeció la delicadeza de colocar las fotografías de la Reina Madre y de su prometida la princesa Victoria Eugenia de Battenberg en sendos marcos de plata, con estas palabras: Agradezco con toda el alma este gesto de fina y delicada atención que han tenido ustedes para conmigo. Al contemplar el retrato de su novia comentó alegremente, ¿Verdad señoras que no he tenido mal gusto? Así que esa noche durmieron en el palacio episcopal15.
A las cuatro de la tarde salieron y recorrieron las calles Obispo Codina, Muro, San Francisco, Buenos Aires y Mayor de Triana, a su paso las señoras agitaban sus pañuelos y abanicos y los hombres, sombrero en mano, no cesaban de aclamar. Al llegar a la calle León y Castillo, el coche aligeró el paso, aunque no por ello desistió el pueblo de seguir al carruaje hasta la entrada del Hotel Santa Catalina, donde se celebró un garden party, obsequio de la colonia británica, representada por los señores Miller, Swabnsdon y Seddon, que el monarca aceptó, como una gentileza a la nación de su prometida. A la fiesta acudieron, las autoridades insulares y los primeros personajes de la sociedad canaria. En ella, además de los juegos de sport típicamente británicos, se hizo una exhibición de «Luchada» canaria. A las seis de la tarde el Rey acompañado por su cuñado, abandonó el Santa Catalina para girar una visita de inspección a los cuarteles de Artillería, Caballería, Ingenieros e Infantería, de cuyas instalaciones y personal quedó muy satisfecho. En tanto que, la Infanta se trasladó al Alfonso XII. 
Una hora después, ya anochecido, la iluminación del muelle y la ciudad brillaban en toda su plenitud, comenzaron diversas veladas populares en plazas y alamedas, amenizadas por diferentes conjuntos musicales. El Monarca y su séquito regresaron a tierra para dirigirse al Pérez Galdós, donde en función de gala, la compañía dramática de los señores Jiménez y Morano representaría tres actos, el primero Amor y Ciencia de Benito Pérez Galdós; el segundo Tierra Baja, de Ángel Guimerá, y Tan cerca y tan lejos, de los hermanos Agustín y Luis Millares Cubas, este último en riguroso estreno. A las nueve y media, en punto, llegaron al Teatro. En la sala decorada con lujosos tapices y plantas, esperaba un selecto público vestido de etiqueta. Alfonso XIII, en uniforme de gala capitán general, la insignia del Toisón al cuello y sobre el pecho, la banda de Carlos III; tras él la Infanta, viste traje de noche de alegres colores, tocado de plumas, brillantes y ostentosa cascada de perlas sobre el pecho, y su esposo de uniforme de Húsar, con banda y condecoraciones. Al entrar se interpretó la «Marcha Real» y finalizado el himno, los espectadores, en pie tributaron una intensa ovación, que el Rey y el Infante, cara a la sala, corresponden con una inclinación de cabeza y amplias sonrisas y la Infanta con una impecable reverencia de corte, que su dama la condesa de Miraflor hace detrás de ella al mismo tiempo. Los actos fueron muy aplaudidos y el último causó especial admiración del Rey, quien solicitó la presencia de los hermanos Millares Cubas, felicitándolos vivamente.
Al concluir el público asistente despidió con una gran ovación, repetidas en la calle por la multitud que aguardaba a la salida y les acompañó hasta el palacio episcopal. Como había sucedido en anteriores ocasiones, ante la insistencia de la gente que aglomerada no dejaba de vitorear y, a pesar de lo avanzado de la hora, el Monarca y los Infantes salieron al bacón a saludar, antes de retirarse a descansar.
DOMINGO, 1 DE ABRIL. A las nueve de la mañana abandonaron, el palacio episcopal, dirigiéndose al Gobierno Militar de Las Palmas, en la plaza de San Telmo. Allí el obispo Fray José Cueto ofició una Misa de Campaña, que se vio interrumpida al caer, vencida por el peso de sus ocupantes, una de las tribunas, resultando heridos leves dos de ellos. El Soberano acudió inmediatamente en socorro de los accidentados, seguido por su médico personal el doctor José Grinda Fornier y auxiliados estos, continuó la ceremonia de jura de bandera y la parada de los últimos reclutas llamados afilas. Luego pronunció el Rey unas palabras, elogiando la marcialidad de las tropas y felicitó a la oficialidad por esa preparación, que evidenciaba su amor a la Patria. Al abandonar el recinto, el público rompió en prolongada ovación y constantes vítores, acompañados por una lluvia de flores.    
Regresaron al palacio de a la plaza de Santa Ana donde desayunaron. Luego, a caballo y en traje de campaña —el Rey y su hermano político— se encaminaron a las baterías de Cenicientos, San Roque, Guanarteme, Arenales y San Fernando en la Isleta. Desde esa allí contemplaron el Puerto de La Luz y Don Alfonso, aludiendo a su semejanza con Gibraltar, señaló la posibilidad de establecer en el puerto un arsenal militar. Mientras la Infanta, giró visita al colegio del Sagrado Corazón y al Hospital Cívico Militar, regentado por las Hermanas de la Caridad de San Vicente de Paul. Luego, colocó una «primera piedra» del futuro «Asilo de niños», y aceptó, de manos de su promotora María Carló e Iglesias, el título de presidenta de Honor.
Volviendo al palacio, un cuarto de hora después volvió a salir el Monarca, ahora en uniforme de general de Caballería, para dirigirse a la villa de Santa Brígida. Allí tendría lugar un almuerzo organizado por la Cámara de Comercio de Las Palmas de Gran Canaria. A pesar del viento y la amenaza de lluvia, el banquete se celebró en los jardines del Hotel Santa Brígida. La Infanta que había llegado antes, recibió una cerrada ovación de la concurrencia. El Rey fue recibido a su llegada por una comisión del Comercio16. Concluido el banquete, el séquito se dirigió, en más de quince carruajes, a la villa de Santa Brígida. Luego, continuó hasta San Mateo, donde desde una tribuna levantada en un rudimentario hipódromo, presenciaron varios juegos de sport y carreras de caballos. Una horas más tarde y como la lluvia hizo su aparición, regresaron a la ciudad. Alfonso XIII conmovido por la pobreza de los jinetes envió, días después, un donativo de 1000 pesetas a estos modestos jokeys.
Ya era de noche cuando entraron Las Palmas. La ciudad y el puerto de La Luz estaban brillantemente iluminados. En las cercanías del muelle muchas casas, mostraban complicados entramados de luces, sobresaliendo las de las familias Miller, Antúnez y Gonzálvez. Ya en el muelle, miles de farolillos de colores formaban techados de luz y en la cima de la Isleta se leía un Viva el Rey, de unos dieciocho metros de altura, formado por más de 1.500 lámparas de doble mechero. Conjuntamente, todos los buques de guerra anclados en el puerto, lucían magníficas iluminaciones, que hacían resaltar sus embarcaciones. Desde varios lugares se hicieron fuegos de artificio, lanzándose infinidad de cohetes que desprendían espectaculares haces de luz. Al tiempo que, varias orquestas y agrupaciones musicales, a la luz de las bengalas recorrían el entorno tañendo y cantando.  En aquel ambiente festivo llegó al Puerto la comitiva regia para embarcar en el Alfonso XII, a borde del cual comenzaría a las nueve de la noche una espléndida recepción oficial, en honor a las autoridades y representaciones. Los invitados entregaron a Alfonso XIII diversos recuerdos, entre ellos, un óleo del artista gijonés Juan Martínez Abades, titulado Campesina canaria; un ejemplar de unos Cantos canarios, inspirado en las Folias Tristes de Santiago Tejera Ossavarry, y dos bastones, uno de ébano ofrecido por el pueblo de Las Palmas, de manos de su alcalde, y otro, con empuñadura de oro, regalo personal del comerciante Juan Pérez Fonseca.
Si por la mañana había sido el desplome de una tribuna la noche también dio su desagradable sorpresa, cerca de las diez, se rompió una de las cadenas de amarre del trasatlántico y éste se desplazó chocando ligeramente con un muro de contención del muelle y con la popa del Carlos V, provocando con un «susto soberano», la anticipada conclusión del convite y el desembarco de los ilustres convidados.
LUNES, 2 DE ABRIL. Tercer y último día en Gran Canaria. La jornada oficial dio comienzo a las once de la mañana, con la visita a los buques de guerra extranjeros anclados en el muelle17. El Rey subió a bordo de ellos e inspeccionó sus instalaciones guiado por sus respectivos capitanes, mientras saludaban con incesantes salvas al Monarca. Al mediodía finalizó la visita y regresó al Alfonso XII, obsequiando en él, con un almuerzo, a las autoridades insulares, a los jefes de los cuerpos militares de Gran Canaria18y a los marinos de guerra.
La Batalla de Flores
Finalizado el banquete y tras un breve descanso a bordo, desembarcó el Rey, en traje de paisano gris y gorra blanca, dirigiéndose a la calle Mayor de Triana, donde tendría lugar la «Batalla de Flores», seguramente el acto más popular de los desarrollados durante la visita19. Desde las tres y media de la tarde, el pueblo había ocupado esa céntrica calle y todo el trayecto desde la plataforma del arma de Artillería, en el comienzo de León y Castillo, hasta la tribuna regia, en el parque de San Telmo. Era tal el gentío que la guardia civil necesito esforzarse para abrir paso a la comitiva. Nada más divisar el cortejo la multitud tributó una cerrada ovación al Soberano, al tiempo que desde los balcones del palacio del Gobierno Militar distinguidas señoras arrojaban flores. La batalla comenzó con el desfile de carrozas y carruajes ante la tribuna, deteniéndose, a modo de saludo, ante la ocupada por las reales personas, mientras, sin pausa, caía una lluvia de flores, serpentinas y confetis. Entre las carrozas destacaron, la del Colegio de la Soledad, con columnas clásicas, en las que iban varias jóvenes representando las Bellas Artes; la de los Artilleros que representaba una hermosa granada; la de los empleados de Elder Dempster, una canastilla; la de Alfonso Morales, una gran cesta de crisantemos, y la de Nestor Martín, un rosal. Don Alfonso incansable, no cesa de lanzar serpentinas, con tino singular y es blanco de todas las descargas de flores. Ya oscurecía y aun continúa la bulla, la risa y la diversión. Poco después de la siete, entre bromas, el Rey dejó la tribuna y se encaramó, con una hábil pirueta, a la carroza de Artilleros, en medio de la intensa ovación del enfervorizado público. De pie en el sitio más visible de la carroza y sin escolta, recorrió toda la calle Mayor de Triana hasta la plaza de Santa Ana, alegremente acompañado por las bandas de música, dando así por concluida la «Batalla de Flores».
CENA DE DESPEDIDA. A las ocho y media llegaron las personas reales al palacio municipal, a cuya puerta fueron recibidos por la Corporación en pleno. Pasaron al «Salón Dorado» habilitado como suntuoso comedor. En el recinto se descubrió una placa de mármol con la inscripción siguiente: S. M. D. Alnfonso XIII fue el primer Monarca que honró a la ciudad con su visita. 1º de abril de 1906.
El Rey en uniforme de gala, luciendo los atributos de su rango tomó asiento en un valioso y antiguo sillón tallado, y justo enfrente, se colocó su hermana la Infanta María Teresa, enjoyada y vestida con un elegante traje de corte, junto al Infante, su esposo. Los restantes comensales, ocuparon la totalidad de la gran mesa, a derecha, izquierda y enfrente, y como venía siendo habitual, se trataba de los personajes pertenecientes al séquito y los de mayor relieve de Gran Canaria20. Un total de ochenta y ocho comensales, asistieron a esta cena. A los postres, el Monarca afirmó que nunca olvidaría el recibimiento y trato que le habían otorgado en Canarias, y prometió que, si las circunstancias lo permitían volvería a las Islas. Al concluir el banquete se asomó al balcón para saludar al gentío que llenaba la plaza de Santa Ana y calles adyacentes. Frente a la catedral, se dio fuego a una «falla» de más de diez metros de altura, que representaba una gran adarga con una inscripción que decía Viva S. M. el Rey;  entre tanto caía, desde la fachada del templo catedralicio una cascada de fuegos artificiales con idéntico lema, todo a los acordes de la Marcha Real. Después dejaron las Casas Consistoriales y, abriéndose pasó entre la multitud que incesantemente los aclamaba, partieron en dirección al Puerto. En el trayecto el Rey fue abordado por un grupo de obreros que aguardaba su paso y entregaron una solicitud para la supresión de impuestos de consumos y le rogaron su apoyo para la escuela de la Asociación Obrera de Las Palmas, que dirigía Francisco Ojeda. Una vez en el muelle, embarcaron en las falúas que les conducirían al Alfonso XII. En el alcalde de Las Palmas también subió a bordo y entonces el Soberano le hizo entrega de un donativo de 5000 pesetas, para distribuir entre las diversas instituciones benéficas de la capital21. A medianoche, zarpó el trasatlántico, acompañado por el yate Giralda y escoltado por el cañonero Don Álvaro de Bazán rumbo a la isla de La Palma.
MARTES, 3 DE ABRIL. La mañana de se día, que amaneció nublado y ventoso, arribaron en la rada de Santa Cruz de La Palma. El tiempo deslució los festejos programados y los retuvo unas horas a bordo. El Rey era un excelente tirador, aprendió desde niño, y su buena puntería era proverbial, así que aprovechó el tiempo libre practicando el tiro de pichón. Cerca del mediodía, una falúa lo transportó a tierra. Las autoridades insulares le aguardaban en un artístico templete construido al efecto. Seguidamente subió a un carruaje, cedido por la familia Kabana y en compañía de Federico López Abreu, alcalde de Santa Cruz, emprendió camino al centro de la ciudad. Don Alfonso complacido con el fervor popular que su presencia despertaba entre los palmeros, saludaba efusivamente, mientras desde balcones y ventanas constantemente le arrojaban flores.
La visita a Santa Cruz constituyó un rotundo éxito. Había sido organizada por una Comisión ciudadana, constituida por comerciantes, empresarios agrícolas e industriales —entre los que destacó Juan Cabrera Martín, quien contribuyó con una importante suma en metálico y aportó los materiales para la construcción de arcos y tribunas—. Presidida por el diputado provincial Pedro Miguel de Sotomayor y Pinto —luego, gentilhombre de Cámara y vicepresidente de la Diputación de Canarias—.   En la calle Real, se levantaron arcos y colgaron banderas y gallardetes, las iglesias, los edificios oficiales, los cuarteles y las casas principales lucían reposteros en sus fachadas, asimismo las sedes de instituciones como Cruz Roja, la Real Sociedad Económica de Amigos del País, la Sociedad Colombófila, el Nuevo Club, la Sociedad Benahore y la Investigadora habían sido adornadas con sumo gusto. En esa histórica jornada, la capital palmera presentaba un aspecto de gran fiesta, pese a que el temporal de viento y agua que aquellos días había azotado a todo el Archipiélago, había maltratado especialmente a isla de La Palma.
El cortejo se detuvo en la plaza de España y se dirigió a la monumental iglesia de El Salvador, en la que las personas reales entraron bajo un magnifico palio, quizá el mas rico de Canarias, y se cantó el preceptivo Te Deum. Finalizada la función religiosa, se trasladaron a pie al histórico Consistorio, en cuyo salón de Plenos, engalanado para la ocasión, tuvo lugar la recepción oficial. Entonces desfilaron ante el Soberano las autoridades insulares, las representaciones de las entidades locales, sociales y comerciales de Santa Cruz; así como un selecto grupo de jóvenes señoritas ataviadas con los trajes vernáculos de las diversas localidades de La Palma; quienes entregaron a la Infanta un ramo de flores y al Rey una solicitud de ayuda para el Hospital de Dolores22.
De inmediato visitaron el Mercado Municipal, donde a instancias de la «Sociedad Amor Sapientae», de Luis F. Gómez Wangüemert, director del periódico El Tabaco, y con el apoyo de la Real Sociedad Económica de Amigos del País, se había organizado una Exposición Agrícola, Industrial y de Bellas Artes. Allí se exhibían los principales productos agrícolas, las manufacturas y artesanías isleñas, así como muestras de la labor artísticas de pintores y escultores palmeros. El monarca recorrió los diferentes puestos, acompañado por Gómez Wangüemert, quien aprovechó para exponerle las más perentorias necesidades de la isla y le entregó el primer ejemplar de su periódico. Alfonso XIII quedó gratamente sorprendido al contemplar las obras del conocido pintor Manuel González Méndez, expuestas en la exposición, y asimismo elogió los trabajos de elaboración de tabaco. Rosario Brito de Martín le regaló un pañuelo de seda bordado con su nombre y fue obsequiado con diversas conservas de frutos y productos de la tabaquera La Africana. Al fumar uno de aquellos puros, el soberano manifestó complacido que intentaría vencer las trabas que el tabaco de las Islas tenía en el mercado peninsular.
Desde el mercado se dirigieron  a la Sociedad Cosmológica, entidad de singular prestigio cultural, donde contemplaron la colección etnográfica de procedencia aborigen y los valiosos ejemplares de su biblioteca, y de allí fueron hasta el Teatro Circo de Marte, donde presenciaron dos peleas de gallos. Continuando hasta el Club Náutico, en el cual se sirvió un ligero almuerzo. Más tarde se dirigieron al antiguo convento de San Francisco, entonces cuartel de Infantería de la Palma. En aquel momento cayó un fortísimo aguacero que amenazó con interrumpir el acto castrense organizado; no obstante y a pesar de la lluvia el Monarca pasó revista a la tropa formada y desfiló entre ellos. Luego felicitó al jefe del batallón, teniente coronel Martínez Acosta, por la disciplina y bizarría demostrada. El chaparrón evidenció las malas condiciones del edificio lleno de humedades y goteras. Ante ello el Rey ordenó al general Luque, ministro de la Guerra tomar nota de los desperfectos para tratar de solucionarlos. A pesar de la incesante lluvia, el pueblo continuó acompañando al cortejo a través de Santa Cruz, mostrando aún mayor entusiasmo y afecto hacia su Rey. Se había programado una excursión a Breña Alta, pero ante el temporal y temiendo su recrudecimiento se optó por reembarcar. Al anochecer y con el tiempo más calmado, varias lanchas de pescadores rodearon al Alfonso XII interpretando cantos típicos en honor a las reales personas, mientras que en la ciudad brillantemente iluminada se daban cita multitud de personas ilusionadas con un nuevo desembarco del Monarca. A las dos de la mañana el trasatlántico y el yate Giralda escoltados por el Don Álvaro de Bazán dejaron el puerto palmero rumbo a la isla del Hierro, donde tenían previsto arribar al amanecer.
MIÉRCOLES, 4 DE ABRIL. Al amanecer ya había fondeado el Alfonso XII en el embarcadero de La Estaca, en la isla de El Hierro. La borrasca que azotaba las islas no tenía trazas de cesar, no obstante gran parte de la población herreña aguarda en el surgidero la llegada de su Rey. A medida que transcurría la mañana el estado del mar empeoraba. Los ministros y en especial Romanones, tan estrechamente unido a la Monarquía, aconsejaron al Rey que permaneciera embarcado, aún así éste insistió en visitar la isla. Se decidió que los Infantes —Doña Maria Teresa estaba embarazada— permanecerían a bordo. Para facilitar la maniobra la comitiva se trasladó al Don Álvaro de Bazán, que por su menor calado podía acercarse más a la costa y desde ese navío se arriaron dos botes para trasladarlos hasta el fondeadero. En el primer viajaban varios miembros de la escolta y la banda de música, y en el otro el Soberano y su séquito. Soplaba un noroeste fuerte y el mar estaba muy encrespado, cerca de la costa el primer bote fue arrastrado por un golpe de mar contra un rompiente y volcó con sus tripulantes dentro; afortunadamente no se produjeron desgracias personales, pero los músicos perdieron sus instrumentos23y los escoltas siete de sus fusiles. Empero, el desembarco siguió adelante, el joven monarca dio entonces pruebas de su arrojo y con gran habilidad logró saltar a tierra, suscitando la admiración de todos los presentes que le gritaban ¡Rey valiente, rey valiente! La operación resultaba mucho más difícil para Romanones, este hombre perspicaz, cojo, de apariencia caricatural, ojillos maliciosos y grandes bigotes lacios sobre el rostro enjuto, con veintitrés años más que el Rey, insistió en su sentido del deber. De modo que sufrió lo indecible para desembarcar y incluso con la ayuda prestada por Domingo Padrón Sánchez, alcalde de Valverde. Por este lance Romanones fue premiado con la Gran Cruz del Mérito Naval.
Si bien, Valverde había sido convenientemente engalanado, dispuesto un desayuno en su casa parroquial y concertado una exhibición de bailes típicos, las pésimas condiciones metereológicas y mal estado del camino desaconsejaron realizar esos eventos. Así que a pesar de la insistencia de los herreños, no se alejaron de la costa. En La Estaca se celebró una improvisada recepción oficial, en la que el alcalde y el párroco de Valverde expusieron sus peticiones y solicitudes. El Monarca, las escuchó pacientemente y las trasladó al ministro de la Gobernación, que hacía de jornada24. Antes de reembarcar entregó 500 pesetas al alcalde para distribuir entre los pobres de la isla.  Había mucha mar y no sin dificultades regresaron al Alfonso XII que de inmediato puso rumbo a La Gomera.
Pese a que el desembarco, no sufrió las contrariedades de El Hierro, no resultó nada fácil. El mar de viento lo hacía problemático. Así que el trasatlántico no logró encontrar un fondeadero adecuado y hubo que trasladar al Monarca y a su séquito en unos botes. Acercándose difícilmente a las rocas de la costa, con la ayuda de los valientes marineros de la Armada, volvió a saltar Don Alfonso y, esta vez, el animoso conde de Romanones y el general Bascarán no pudieron evitar darse un buen remojón. Ya en tierra, el joven Rey, seguido por su comitiva, trepó por una casi intransitable vereda camino de San Sebastián. El tiempo mejoraba y la población se mostraba festiva y animada. La calle principal se encontraba adornada con varios arcos y las fachadas de las casas señoriales lucían colgaduras y banderas. Entre los ornatos sobresalía el arco erigido por la Asociación del Magisterio de La Gomera. El Soberano hizo su entrada en la Villa entre los vítores de los gomeros, que desde todos los puntos de la isla se habían desplazado hasta la capital, dirigiéndose a la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, ante cuya puerta principal les aguardaba el párroco y las diversas hermandades. Entraron en el templo bajo palio y lo abandonaron con el mismo ceremonial, después del indispensable Te Deum y unos momentos de oración para agradecer a la Virgen su poderosa intersección, ante el feliz desenlace del viaje. Luego se dirigieron al Consistorio, para la recepción oficial; en ese lugar las autoridades insulares expusieron sus problemas, en demanda de soluciones. Una vez concluido el acto, en el propio ayuntamiento se sirvió un ligero almuerzo. Ante el lógico cansancio, se descartaron los restantes actos previstos y regresaron a bordo. A las cinco de la tarde el Alfonso XII levó anclas y puso rumbo a Fuerteventura.
JUEVES, 5 DE ABRIL. La mañana de ese día fondearon en Puerto Cabras. El desembarco fue muy diferente a los dos anteriores; la mar estaba en calma y además contaban con un muelle que, pese a ser pequeño, reunía las condiciones óptimas. La recepción tuvo lugar en la población, adornada con singular esmero. Daban la bienvenida arcos, banderas y pancartas, en las que se patentizaban los más acuciantes problemas insulares: la persistente escasez de agua potable y la necesidad de crear depósitos para el abastecimiento público.
El Monarca, en compañía del párroco Teófilo Martínez de Escobar y Luján, visitó el templo sufragáneo, aún en construcción, y en su precario interior se cantó el acostumbrado Te Deum; para las obras donó 200 pesetas. Posteriormente, presenció una divertida carrera de camellos, a cuyo término el alcalde, Fernández Castañeyra, le regaló una camella de dos años de edad, lo que constituyó una verdadera sorpresa para Don Alfonso. A continuación visitó, en compañía del Infante y del ministro de la Guerra, los cuarteles de la capital insular, tanto el de la Guardia Civil como el de Infantería «Vara del Rey», en donde probó el rancho cuartelero. En el Ayuntamiento se efectuó la recepción oficial; los responsables insulares tuvieron ocasión de departir con el Monarca y miembros de su Gobierno y exponerles las perentorias necesidades de Fuerteventura. La petición más repetida y acuciante no fue la del embalse ni ayudas a la agricultura, sino el cambio de nombre de la población; no querían seguir llamándose «Puerto de Cabras», por lo que sugirieron el de «Puerto Victoria», en honor a la futura esposa del Rey. En las propias Casas Consistoriales tomaron un tentempié. A las once de la mañana, tras permanecer tres horas en Fuerteventura, reembarcaron rumbo a la isla de Lanzarote.
VISITA A LANZAROTE. Arrecife presentaba un extraordinario aspecto. Desde el embarcadero arrancaba una escalera alfombrada que daba acceso a un templete, portón a un corto paseo flanqueado por tribunas adornadas con banderas nacionales y flores. Al final de esa avenida se encontraba un artístico arco, rematado con la siguiente cartelera: A S. M. el y A. Reales. Ayuntamiento de Arrecife. Inmediata al arco se encontraba la entrada al puerto, que estaba presidida por dos altas columnas rematadas por banderas. Éstas eran seguidas por numerosos mástiles y arcos, entrelazados con guirnaldas. Las calles estaban engalanadas con colgaduras, banderas y arcos. Entre esos destacaba el levantado por el Cuerpo Militar, decorado con trofeos y una inscripción que decía: A S. M. el Rey, el Batallón de Infantería de Lanzarote. A la entrada de la calle León y Castillo se sucedían nuevos arcos erigidos por diversas instituciones, como la Juventud local, la Sociedad Democracia y el Comercio de Arrecife. En la plaza de Las Palmas, donde se encuentra el templo parroquial, había un arco con el siguiente mensaje: A. S. M. el Rey, el Magisterio de Lanzarote, Viva España, Viva el Rey, la Reina y A. R. 
La comitiva real pasaría por las calles de la Marina, León y Castillo, Porlier, Castro, Rosario y Fajardo, y las plazas del Ayuntamiento, Las Palmas y La Constitución. A lo largo del trayecto destacaban por su ornamentación los edificios del Ayuntamiento, el templo parroquial, el Casino Principal, que cumplió funciones de «palacio», el Casino Nuevo, la sede de la Sociedad Democracia, el Juzgado, la Comandancia Militar, el Cuartel Escuela, el Hospital de Dolores y Casa de las Siervas de María, la Ayudantía de Marina, Correos y las casas Consulares.
A las once de la mañana una paloma mensajera avisó de la partida del Alfonso XII de Puerto Cabras. Dos horas más tarde el trasatlántico aparecía en el fondeadero, al tiempo que el sonido de las sirenas de los buques y el repique de las campanas llenaban de fiesta el aire. Poco después desembarcaron el Monarca y los ministros, que fueron recibidos por el alcalde Adán Miranda, acompañado por los miembros de la Corporación, en el templete levantado en el muelle. Un inmenso gentío ocupaba el puerto y sus aledaños. De inmediato la comitiva partió en dos carruajes25. En el ocupado por el Rey, tomaron asiento Romanones y el alcalde de Arrecife; en el segundo, subieron los ministros de Guerra y de Marina, y el conde de San Román.
A las puertas de la iglesia aguardaban el párroco, otros miembros del clero y las hermandades. Entró en el templo y con la solemnidad requerida se cantó el Te Deum. Finalizada la función religiosa, el Rey se dirigió al cuartel de Infantería, inspeccionando sus instalaciones y pasando revista a la tropa. Luego, visitó el Hospital de Dolores y la Casa Asilo de las Siervas de María. De seguida el Monarca y su séquito montaron en camellos para recorrer las obras en curso de los depósitos de agua, ubicados a dos kilómetros de Arrecife. Durante el recorrido, dio muestras de su juvenil dinamismo adelantándose a galope y dejando atrás a la comitiva. Posteriormente regresaron a la capital, al Ayuntamiento, donde tendría lugar la recepción oficial, en la que el alcalde, Adán Miranda, entregó al Soberano un escrito con las perentorias necesidades de la isla. Igualmente, Francisco Batllori y Lorenzo, presidente de la Asociación del Magisterio de Lanzarote, solicitó su mediación para conseguir la gratificación de residencia a los profesores que ejercían en Lanzarote. Se sirvió un almuerzo, y acto seguido el Monarca y su séquito abandonó la Municipalidad para dirigirse al muelle, respondiendo, sonrientes, a la aclamación popular.
Era por fin el adiós a un Rey de España, el primero en visitar las Islas, donde sería siempre recordado con singular simpatía. A las cinco y media de la tarde, Monarca y acompañantes subió a bordo del Alfonso XII, que no tardó en levar anclas y hacerse a la mar, rumbo a Cádiz, donde arribó sin novedad el siete de abril, dos semanas después de su partida.
El viaje de Alfonso XIII marca sin duda un hito en la historia de Canarias, pues contribuyó a reforzar el sentimiento nacional de los isleños, tan alejados de la Península, así como a crear nuevos vínculos afectivos de un lado y de otro, sutil producto del conocimiento directo y franco entre los hombres de buena fe.
Notas: 1. «S. A. la Infanta Isabel en Las Palmas», Canarias Turista (24 julio 1910).
2. Wisnton S. Churchill, «Prólogo». J. Cortés-Cavanillas, Vida, Confesiones y Muerte; Barcelona, 1966, págs. 14-15.
3. El día 23 de marzo de 1906, Comandante de Marina de la Provincia Marítima de Canarias y Capitán del Puerto de Santa Cruz de Tenerife Fernando Barreto y González, emitió una serie de disposiciones de obligado cumplimiento que regularían el tránsito de embarcaciones en el Puerto durante los días de la visita regia.
4. Los representantes de la prensa eran José Francos Rodríguez, de El Heraldo de Madrid; Alfredo Escobar y Ramírez, marqués de Valdeiglesias, director de La Época; Jaime Muñoz Baena y Luis Ojeda Pérez, de La Ilustración Española; Antonio Palomero, de El Liberal; Francisco Peris Mencheta, director de su propia agencia de noticias; y el Sr. Piboteau de la agencia Fabra. La revista Nuevo Mundo estaba representada por su redactor gráfico José Demaría López, conocido por Campúa.
5. El landó perteneció a los marqueses de Villanueva del Prado y fue cedido por su heredera Elena de Montemayor y Nava, esposa de Ramón de Ascanio y León Huerta.
6. Viaje de S .M. El Rey D.Alfonso XIII  a Canarias—La Laguna – Recuerdos e Impresiones- San Cristóbal de La Laguna. Imprenta Álvarez. 1906. Fechado el 30 de marzo de 1906 y dedicado a su hijo Santiago de Ascanio, residente en Madrid. En la biblioteca de la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Tenerife.
7. El Rey utilizó en el Valle de La Orotava el magnífico carruaje de Enrique de Ascanio y Estévez, caballero Gran Cruz del Mérito Agrícola, terrateniente y empresario platanero, que había sido alcalde de La Orotava. 
8. Varias de esas alfombras de flores fueron obra del artista Jesús María Perdigón.
9. La plaza que hasta esa fecha se llamaba Viera y Clavijo, se denominó Alfonso XIII hasta el  advenimiento de la II Republica, luego del 18 de julio de 1936 se llamó General Franco y actualmente del Ayuntamiento.
10. Pablo Domingo Torres Ramos, Visita de  a Canarias, «Crónica de la Visita Real» La Orotava, 2006.
11. El saludo del alcalde de La Orotava a S. M el Rey dice así: Señor: La satisfacción, la alegría, el noble orgullo que hoy sienten los hijos de La Orotava, no tienen límites. El alma de este pueblo parece que se desborda, que rompe la materia en que esta encerrada, porque dentro de su corazón y de su pecho no cabe tanto júbilo ni tanta gloria.
Desde que por ventura se engarzó el florón de estas peñas africanas a la Corona de castilla, V. M. es el primer Rey de España que ha respirado el dulce ambiente canario, de la hidalga tierra que más de una vez ha demostrado su acendrado españolismo, su inmenso cariño a su Madre Patria y a su Augusto Monarca, vertiendo su sangre en defensa de la independencia e integridad del territorio nacional; y he aquí el motivo de nuestro intensísimo regocijo, que en estos momentos nos proporciona verdadera dicha, haciendo recobrar a estas islas el antiguo título de Afortunadas.
La causa de nuestro orgullo no es menos legítimas, por haberse dignado V. M. extender su regia visita a esta monárquica Villa de La Orotava, dispensándola una honra que jamás olvidará, y que en los anales de su historia ha de marcar una fecha con letras de oro para la eterna recordación del egregio nombre de Alfonso XIII.
Con gratísimas impresiones, que envuelven nuestro espíritu en una atmósfera de felicidad, permitidme, Señor, que como Alcalde Presidente del Ilustre Ayuntamiento, por uno de los inmerecidos honores que me habéis otorgado, y que yo profundamente agradezco, os haga presente en pocas palabras las principales aspiraciones de los habitantes de La Orotava, por si V. M. nos concede la gracia de recomendarlas a sus ilustres Consejeros, para que lleguen a obtener completa satisfacción.
El primero de nuestros anhelos, es que en el vecino Puerto de la Cruz se construya el llamado de Martiánez, en la hermosa rada de este nombre, el cual fue declarado de interés general desde 1889, y se hace indispensable para la menos costosa exportación de frutos de esta extensa región de Tenerife, la más productora de la Isla, que cifra en esa beneficiosa obra su futura prosperidad.
Asimismo deseamos que se obtenga el abaratamiento de los transportes marítimos y ferroviarios, para llevar los productos de esta tierra a nuestra querida Península española, y establecer con ella relaciones comerciales; que se abran nuevas vías de comunicación; que las carreteras concedidas se adelanten, especialmente las de circunvalación de esta Isla, por su parte Sur; y en cuanto a las demás necesidades generales del país, V. M. y los dignos señores ministros que le acompañan, habrán empezado a apreciarla, completando su conocimiento en el transcurso de la regía visita, por lo que no distraigo, con indicarlas particularmente, a vuestra Soberana atención.
Señor: La primavera con sus galas y encantos, comienza ahora a dar amenidad a nuestros campos y jardines, reverdeciendo los árboles y las plantas al supremo mandato de una ley renovadora de la naturaleza. Las flores con que el pueblo de La Orotava ha alfombrado sus calles para que V. M. las hollase con sus augustas plantas, son el primer fruto de esta estación hermosa, que los hijos de esta Villa han querido recoger para tributaros el mismo homenaje que anualmente rinde a la Majestad Divina, como la más ardiente manifestación de su amor, y espléndida ostentación de la rica flora del Valle que corona el gigantesco Pico de Tenerife. Nada han encontrado más típico, más adecuado ni más en armonía con sus anhelos para expresar sus sentimientos al Monarca que también se encuentra en la primavera de la vida, y que con tanto acierto rige los destinos de España.
¡Qué el recuerdo de esas flores, emblema del más puro afecto, no se extinga jamás en la mente de V. M., y que una completa rodee siempre a Vuestra excelsa Persona, a la adorable princesa con quien vais a compartir las glorias del Trono, ofreciéndonos días de intenso regocijo, y a la Augusta Familia, en la que descuellan vuestras queridísimas madre y hermana envueltas en la aureola de su talento y virtudes, es lo que vivamente ansían los leales súbditos, los agradecidos hijos de la Villa de La Orotava! Señor: A. L. R. P. de V. M. Nicolás de Ponte.
12. Por su original decoración destacaban, entre muchas otras, las casas de los señores Rosatti, Bojart, la de la Compañía Trasatlántica, de Tomás García Guerra, cónsul de México; de José Martín Velasco, de Jesús Ferrer, de Salvador Medina, de  Agustín Pérez Navarro, de Manuel Caballero, de Diego de Quintana, de Diego Millar, de Luis A. Fonseca, la Comandancia de Marina, la de Antonio del Castillo, la de Elder Dempster y Compañía, de Cesáreo Díaz, de Francisco Farinós, la de Antonio Arias, la de José Ponce, Redacción del Diario de Las Palmas; la de Antonio Saavedra, la de Juan Hidalgo, Telégrafos, Escuela de Industrias; la de León y Bravo de Laguna, la de Miguel Sarmiento, la de Emilio Ley, y la de Jerónimo del Río.
Una comisión de oficiales de Telegrafía de esta capital, irá a Las Palmas, para reforzar este servicio durante la visita regia a aquella isla.  Se suspendían las clases y actividades similares. En la visita se encuentra el inspector de obras públicas D. Eduardo López Navarro, quién recaba datos para un informe sobre la reforma del Puerto de Santa Cruz.
13. Pablo Domingo Torres [opus cit.], pág. 41.
14. El banquete se sirvió con arreglo al siguiente menú: Timbale a la Mirabeau; Yambon braisé au Champagne; Espinarde au beurre; Choux blanc au salade; Suprême de volaille a la hungroise; Côtelettes d´agneau a la maison; Pommes a la parisiens; Poíntes dásperges; Petits pois a la paysanne y Gèles aux abricots.
15. La curiosidad que despertó la decoración del palacio episcopal dio lugar a que tras la partida del Rey, con permiso del Obispo, las autoridades municipales, permitieran durante dos días la visita pública de esos aposentos.
16. En la mesa, se sentaron a la derecha del Soberano la condesa de Mirasol, el ministro de Marina, el alcalde de Las Palmas, el general Pacheco, el general Bascarán y el general Boado, ayudante del Rey; a su izquierda, la Infanta María Teresa, el Infante Fernando María de Baviera, el ministro de la Gobernación, el conde de San Román y el anfitrión, Domingo Rodríguez Quegles, en representación de la cámara de Comercio; el gobernador Civil, el marqués de San Felices y el marqués de Villamayor.
17. Eran el crucero portugués San Rafael, el francés Condé y el inglés Isis.
18. En la mesa real se sentó el Rey y a su derecha: Doña María Teresa, su hermana, Agustín Luque y Coca, ministro de la Guerra; Víctor María Concas y Paláu, ministro de Marina; Ambrosio Hurtado de Mendoza y Pérez Galdós, alcalde de Las Palmas, el gobernador Militar Hernández de Velasco y el general segundo Cabo, Sr. Navazo. A la izquierda se sentaron el Infante, la condesa de Mirasol, el conde de Romanones, ministro de la Gobernación, el delegado del Gobierno, el capitán del acorazado Carlos V  y las restantes autoridades civiles y militares.
19. El programa de actos fue modificado, ya que para esa mañana estaba previsto visitar Arucas, localidad que había realizado grandes preparativos, que habían significado un  desembolso de 1000 pesetas, importante cantidad conseguida gracias a una suscripción popular. No obstante, por incompatibilidad de horario la visita fue suspendida, lo que causó decepción y natural disgusto en esa población.
20. A la derecha del Monarca se sentaron el Infante Fernando María, el ministro de la Gobernación, el general Pacheco, el gobernador Militar, y el general Boado. A la izquierda, la condesa de Mirasol, el alcalde de Las Palmas, el conde de San Román, el contralmirante Matta y el marqués de Villamayor. Frente al Rey se sentaban, la Infanta, y a la derecha de ésta el ministro de la Guerra, el obispo, el general Bascarán, el presidente de la Audiencia, y el marqués de Sanfelices. A la izquierda la de Infanta se sentaron, el ministro de Marina, el capitán general, el gobernador Civil, el presidente de la Diputación Provincial de Canarias y el general Santaló. Los demás cubiertos, hasta completar el número de ochenta y cuatro comensales, fueron ocupados por autoridades, diputados a Cortes, concejales, títulos del Reino, jefes de cuerpos de guarnición y comandantes de los barcos de guerra anclados en el puerto. El banquete fue servido por el Hotel Métropole, conforme al siguiente menú: Hors de´auvres a la moderne; consomme roy de Printanière; petits pâtés aux huîtres; filet de bauf a la Montpensier; Aspic de foie gras; poularde rôle aux cresson; pommes pailles; salade de saison; asperges en branches; sauce mousseuse; crème diplomate; gâteau bretonne; glace Marie Louise; gaufrettes; fruits; dessert y café.
21. El donativo real fue distribuido de esta manera: Asilo de Ancianos Desamparados, 500 pesetas; Hospital de San Lázaro, 300 pesetas; Hospital de San Martín, 200; Conferencias de Señoras y Caballeros de San Vicente de Paul, 250 pesetas cada una; Asilo de niños de San Lázaro, 175; Escuela de los R R. P P. Franciscanos del Puerto, 175; Sociedad de Niños Pobres, 150 pesetas; Escuela del Sagrado Corazón de María, Siervas de María, sociedad benéfica de señoras; Escuela de párvulos de las Hijas de la Caridad del Puerto y la escuela del Gremio de Obreros portuarios, cien pesetas respectivamente. Por su parte las parroquias de San Bernardo, Santo Domingo y Puerto de la Luz, 500 pesetas; las de San Agustín y San Francisco, 350, y la de Tafira, 200.  
22. Juana Tabares Díaz, componente del grupo protagonizó el siguiente suceso: La joven que venía en la representación de Los Llanos de Aridane, llevaba un anillo que llamó la atención de Alfonso XIII, sin más Juana, en su intención de agradar al Monarca, le regaló la joya, sin caer en cuenta que no era suyo, sino que era un préstamo, por lo que pasó el bochorno de reclamarlo.
23. El Rey entregaría 450 pesetas para la compra de nuevos instrumentos musicales.
24. La isla de El Hierro necesitaba un puerto en condiciones, carreteras, escuelas, depósitos de aguas e intervenciones estatales que mejorasen las condiciones de vida de sus habitantes.
25. El coche que transportó al Rey fue cedido por José Pereyra de Armas; y el segundo era propiedad del comandante militar Santiago Cullen y Verdugo. Los niños Gonzalo (1899-1986) luego, licenciado en Derecho; y Pedro Cullen y del Castillo (1900-1982), más tarde, licenciado en Derecho y en Filosofía y Letras, profesor, eminente historiador, Hijo predilecto de Las Palmas de Gran Canaria, hijos de Don Santiago, en nombre de sus condiscípulos lanzaroteños, fueron los encargados de dirigir una palabras de salutación a Alfonso XIII.
Bibliografía. Libros Almagro San Martín, Melchor de. Crónica de  y su linaje, Ediciones Atlas, Madrid, 1946.
Almagro San Martín, Melchor de. La Pequeña Historia. Cincuenta años de vida Española. 1880-1930, Madrid, 1944.
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Borbón, Doña Eulalia de, Infanta de España: Memorias, edición, introducción y notas de  Covadonga López Alonso, Editorial Castalia, Madrid, 1991.
Borbón, Infanta Paz, Cuatro revoluciones e intermedios. Setenta años de mi vida. Comentarios del Príncipe Adalberto de Baviera, Madrid, Espasa Calpe, 1935.   
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Fernández de Bethencourt, Francisco: Nobiliario y Blasón de Canarias, ampliado y puesto al día por una junta de especialistas, Juan Régulo, La Laguna, 1952-1967.
Guimerá Peraza, Marcos: El Pleito Insular. 1808-1936, Santa Cruz de Tenerife, 1976.
Luque Hernández, Antonio: La Orotava, corazón de Tenerife, Ayuntamiento de La Orotava, La Orotava, 1998.
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Melián González, María Elisa:  Alfonso XIII en Canarias. Taller de Historia. Centro de la Cultura Popular Canaria, 2004. «Prólogo de Nazario González y González».
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Weyler, Valeriano: La pequeña historia de un gran Casino, Santa Cruz de Tenerife, 1964.
Archivos y bibliotecas
Archivo del Excmo. Ayuntamiento de San Cristóbal de La Laguna
Archivo del Excmo. Ayuntamiento de la Villa de La Orotava
Archivo del Excmo. Ayuntamiento de Puerto de la Cruz
Archivo del Museo Canario de Las Palmas de Gran Canaria
Prensa de la época
ABC de Madrid
La Época
Diario de Tenerife (junio de 1910) Santa Cruz de Tenerife
La Gaceta de Tenerife (junio de 1910)
Canarias turista (31-07-1910), Las Palmas de Gran Canaria
Diario de Las Palmas (junio de 1910)…”

BRUNO JUAN ÁLVAREZ ABRÉU
PROFESOR MERCANTIL

2 comentarios:

  1. Bonito texto e interesante información. Gracias

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  2. Hola todos,
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