El amigo de la infancia en la Calle El Calvario de La
Villa de La Orotava; JUAN DEL CASTILLO Y LEÓN, remitió entonces estas notas que
tituló; “LA BIBLIOTECA DEL VIZCONDE”.
Publicadas en el DIARIO DE AVISOS (SANTA CRUZ DE TENERIFE), el día 21 de Mayo del 2009: “…La última semana de abril 2009 asistí, en La Orotava, a un emotivo
acto: poner el nombre de Fernando del Hoyo y Laura Salazar a la Biblioteca Municipal.
El acuerdo se había adoptado treinta años antes, en los albores de la Transición, con el
primer alcalde de la democracia, presente en la sala, Francisco Sánchez, junto
a su hijo Marcos, también ya competente letrado. Y en 1982, fueron nominados
Hijos Predilectos de la
Villa. Abrió la velada el plebiscitario alcalde Isaac
Valencia, que, en sentidas palabras, glosó la personalidad y el legado de los
mecenas. Glosa salpicada de recuerdos de la niñez: a don Fernando, vecino y
amigo, lo veía deteniéndose, con frecuencia, en el afamado taller de su padre,
un carpintero de quien aprendían los arquitectos -lo último es de mi cosecha- ;
y a doña Laura la evocó entrando en La Concepción, camino de su reclinatorio,
cubriéndole la carrera, desde la puerta, muchos feligreses atraídos por el
cariño que despertaba. Y cerró "el bautizo", en nombre de la familia,
el sobrino del vizconde, Fernando José del Hoyo, su albacea y heredero de las
colecciones y casona, en la antigua calle Real del Agua. Tras citar algunos
títulos de este tesoro bibliográfico, agradeció a la corporación que se
materializara el acuerdo. Fernando hablaba seguro, diáfano, exultante. Acaso
porque le arropaban los otros dos integrantes del triunvirato "Los Amigos
de los Lunes": Saturio Fuentes, farmacéutico de lujo, y Felipe Machado,
caballeroso jurista. Entre el auditorio, destacaban familiares y amigos de los
homenajeados. Entre los primeros, sus sobrinos María y Luisa del Hoyo, Manuel
de Lorenzo-Cáceres y Esteban Salazar; entre los segundos, visualizo a los
hermanos Melchor y Juan de Zárate, Antonio Luque, Carlos y Pedro Ascanio...
Broche de oro fue el descubrimiento de la lápida por el alcalde y el sobrino,
también caballero de la Orden
de Malta como el tío. Por cierto, como fue comentario general, en una
semioculta pared del zaguán. ¿Para eso tardaron tanto? Su sitio es en la
fachada, junto a la existente y como ésta de piedra. Como la que descubrimos,
en enero, en la fachada por supuesto, del primitivo colegio de San Isidro.
Fernando del Hoyo y
Machado (La Orotava,
1900-Madrid, 1978) era VII vizconde del Buen Paso desde que tenía 22 años y VII
marqués de la Villa
de San Andrés. Por lo primero, al serlo tan jovencito, se le conocía,
popularmente, por el vizconde. Licenciado en Derecho por la Universidad de La Laguna y doctor por la Universidad Central,
con una tesis de Penal: "La tentativa del delito". Fue celoso alcalde
(1938-1941) -sorteando, con tacto, al sanguinario poncio Orbaneja, protagonista
reciente de un corredor- y consejero del Cabildo. Desempeñó la presidencia de la FAST (1937-1958), a cuyo
término fue recompensado con la
Encomienda de la
Orden del Mérito Agrícola. Había contraído matrimonio, en La Laguna, en 1931, con Laura
Salazar y Benítez de Lugo (La
Orotava, 1906-Santa Cruz de Tenerife, 1999), X condesa del
Valle de Salazar. Estudió ésta en uno de los más elitistas colegios madrileños
de la época, caracterizándola una bondad casi beatífica y una cultura superior
a las féminas de entonces. Con la venia del sobrino, no solo leía novelas de
Corín Tellado: daba interesantes charlas en Acción Católica Femenina, sobre
temas religiosos, en especial sobre las encíclicas de Pío XII.
Quiero adobar la pesadez
de los currículos, echando algo de pimienta, a través de mis vivencias sobre
ambos personajes. Recuerdo que un día, de los cincuenta, llegó a casa un
presente de don Fernando empaquetado con un bonito papel de regalo y una
etiqueta de la reputada joyería Claveríe, de la santacrucera plaza de
Candelaria. Dentro portaba la mejor bandeja de plata que tenemos. Pienso era
una atención a mi padre en agradecimiento a haberle taponado, en su casa, donde
permaneció en cama por una severa hemorragia nasal. Volviendo a la céntrica
tienda, la atendía, con primor, Mercedes Claveríe. Eran tiempos de bonanza para
el plátano y allí "la gente conocida" de la Villa compraba sus
compromisos y caprichos. Por supuesto, solo de la mejor calidad: plata de ley
de 999 milésimas, cristal de Bohemia o porcelana de Limoges. Cierto día,
Mercedes le dijo a una buena cliente orotavense que tenía una cubertería de
Meneses -fábrica y establecimiento en la madrileña glorieta de Canalejas que
cerraron hace unos años- a buen precio. A lo que, contestó airada la dama:
"No por Dios, eso no es plata pura sino una aleación; déjala para los
nuevos ricos del chicharro". Otro recuerdo de don Fernando. Me encontraba
yo, en la terraza del bar Parada, tomando café con un célebre farmacéutico de
la época. Don Fernando bajaba por la otra acera, camino del Sindicato, adonde
solía acudir muchas tardes. Sobresalía en su indumentaria el sombrero ladeado,
con el ala por delante baja, casi tapándole los ojos. Cuando llegó a la altura
nuestra, me dijo el irónico boticario: "Ahí va, ahí va el vizconde del
tropezón.
Pasó el tiempo y Laura,
ya viuda, en su casa de la
Rambla santacrucera, nos convidó a almorzar al entonces
senador Isidoro Sánchez y a mí. El motivo era la publicación, en octubre de
1988 quiero recordar, de una biografía sobre su tío Esteban, el IX conde,
escrita por Isidoro, que en la actualidad es ingeniero de Montes jubilado voluntario
como yo. Pero dudo mucho que se haya jubilado de la política. El más importante
de la popular saga de los Sánchez es como los militares: dan un paso atrás para
luego dar dos al frente. Volviendo al ágape, a la sobremesa nos dejó el güisqui
para que nos sirviéramos a discreción, y se puso a dar paseítos por la
espaciosa estancia, mientras se fumaba varios pitillos. Me recordó a su madre,
doña Josefina Benítez de Lugo, de la que decían sus parientes villeros que era
"una monada". Al despedirnos, nos obsequió con un par de cerilleras
en las que destacaba la corona y el título en dorado. Como soy un fetichista
las conservo en la mesilla de noche. Por supuesto, son de color azul y no rojo,
como el de la placa que comentamos ya. Ahora caigo que en lugares sagrados como
el Cementerio y el Velatorio hay otras dos igualitas. ¿Quién es el/la zafio?
Seguro que Isaac no... Días después del condumio en la casa de Laura, en el
Salón Noble del Ayuntamiento, entre los dos presentamos el libro. Laura
pronunció un bien hilvanado discurso que fue muy celebrado.
El legado del vizconde
es el más importante fondo con que cuenta la Biblioteca Municipal.
Compuesto de 30.000 volúmenes, aproximadamente, fue reunido por él tras largos
años de dedicación, partiendo de los fondos de su abuelo, el polifacético
artista don Felipe Machado y las valiosas aportaciones de su esposa. Comprende,
aparte de las perlas bibliográficas citadas en la velada, un ejemplar de la
edición príncipe de la Historia de Nuestra Señora de Candelaria, del
dominico alcalaíno Fray Alonso de Espinosa. Publicada en Sevilla en 1594, es el
segundo libro impreso en Canarias: el primero fue el del inglés Thomas Nichols.
El VII vizconde del Buen
Paso se asocia a otro anterior, célebre, legendario, novelesco, el I de dicho
nombre nobiliario: Cristóbal del Hoyo-Solórzano y Sotomayor (Tazacorte, 1677-La
Laguna, 1762), "un canario de agudo ingenio, gracia inimitable e indómita
osadía". Vestía singular atuendo que mucho dio que hablar en Aguere:
peluca de granos de arroz que encargó a París, medias rosas con destellos
plateados y zapatos de terciopelo negro. Fernando José, que algo del festivo
antepasado corre por sus venas, para mantener viva tan insólita memoria bautizó
con el nombre de Cristóbal a uno de sus hijos.
Volviendo a don
Fernando, nuestro vizconde, tenía porte hierático, empaque de círculo cerrado,
enfundado siempre en su jerarquía. Distinto y distante para la calle y hasta
para sus allegados. Solo su sobrina Margarita -que nos dejó recientemente-
rompía, con su dulzura y alegría, aquella barrera infranqueable. Caballero de
la ilustración, lector empedernido, su timidez y modestia, como ocurre con no
pocos enamorados, le impedían exteriorizar sus sentimientos por la Villa. Amaba a los
libros como lo mejor del patrimonio. Y por eso, los legó a sus paisanos…”
BRUNO JUAN ÁLVAREZ ABRÉU
PROFESOR MERCANTIL
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